Gaceta Literaria de Santa Fe Nº 124
VERANO de 2005
Por Manuel Bande (Santa Fe)
Agapito era tape puro, aquerenciado en la estancia “Las Mulitas” desde chico. Había nacido en el Chaco, en la pequeña toldería toba autorizada por la Administración para vivir según sus costumbres en los esteros del río Tapenagá.
Se había ganado el ala del capataz, que lo apadrinó y lo usó siempre de mandadero, cazador, baqueano, resero o lo que fuera que necesitase. Es que Agapito era obediente, servicial y simpático. Hasta que se puso viejo, de repente, cuando cumplió los treinta años, después de sufrir la picadura de una yarará.
Según el brujo de los tobas, se salvó porque antes de que lo llevaran al hospital, él le puso un payé de uso permanente atado en una punta del pañuelo de cuello, para protegerlo del veneno.
Siete horas tardaron en llegar al hospital de Resistencia, para su atención, y debió ser por la tardanza que quedó bastante mal. Se hinchaba y orinaba sangre cuando soplaba el viento norte.
Después de que se repuso de la picadura de la yarará, Agapito se juntó con una peona de la Administración y lo nombraron puestero en un rincón alejado de la estancia, sin obligación fija, más que nada para hacer que, con su presencia, se alejaran los cazadores furtivos y los cuatreros que incursionaban en la zona.
Cada tanto salía para hacer algún recorrido acompañado por sus siete perros. Ellos husmeaban por los alrededores del sendero sin recibir la menor atención de su dueño hasta que el ladrido de uno y la atropellada del resto iniciaban la cacerñía de algún bicho escondido. Era entonces cuando Agapito, con su parsimonia habitual, desmontaba, y a faca y talero ultimaba la presa descubierta y acosada por la perrada. Y al parecer fue en uno de esos días de mal tiempo cuando, según el brujo y los manosantas entendidos, por haber perdido el payé mientras cazaba, se le escapó la ponzoña que tenía en el cuerpo y se murió.
La noticia de su muerte corrió como un reguero, sin esperar confirmación, desde el mismo momento en que todos supieron que había vuelto el caballo solo al rancho y la mujer, asustada, temiendo lo peor, se allegó a la Administración para dar aviso, en un galope desbocado sobre el mismo caballo de Agapito.
Todos conocían ese tordillo manso y obediente y presentían que solamente con su dueño muerto podia haber regresado así a su casa, como pidiendo socorro. La mujer contó que el caballo traía los aperos bien encinchados y las riendas colgando, lo que hacía maliciar algún tipo de accidente grave.
Cuatro peones y el capataz salieron a buscarlo siguiendo el rastro y lo encontraron, bien adentro del monte, en el claro de un pajonal, como a una legua de su casa.
Agapito yacía muerto desde hacía días, rodeado de algunos chanchos salvajes que había cazado antes de morir. Debido a la pelea dura y extenuante con los animales o al mal tiempo y el viento norte que no dejaba de soplar o a que ya no se sentía bien, después de cerrarle los ojos, el capataz diagnosticó con autoridad: “paro cardiáco”.
Los siete perros que lo velaban lo salvaron de ser comido por las fieras, pero fue difícil hacercarse. El tufo y las moscas, excitadas por el calor, tornaron un suplicio cruzarlo en la cruz de su caballo. Para colmo comenzó a llover.
Era de noche cuando llegaron al puesto y se amontonaron apurados en el único ambiente. Casi no cabían, por lo que, sentados en el suelo, aguantaron como pudieron, atormentados por los alaridos que, cada tanto, profería la viuda... y a la mosquitada que aprovechaba el alimento a mano.los caballos quedaron desensillados y sueltos, con el padrillo atado al cepo para evitar que los otros se alejaran demasiado. Lo dejaron al Agapìto sobre un tablón, debajo de un timbó centenario cuya enramada casi llegaba al rancho, tapado apenas con algunos plásticos, para que se oreara y perdiera un poco la pestilencia. La lluvia impidió traer un cajón del pueblo, por lo que, al otro día, temprano, lo amortajaron casi sin ropa, con una bolsa de arpillera que le metieron por la cabeza hasta la cintura, y otra desde los pies a la barriga, unidas en el centro con alambre fino bien apretado porque se estaba hinchando demasiado y había peligro de explosión-.
Quedó medio encogido y hubo que hacer fuerza para acomodarlo, porque ya estaba duro por culpa de eso que le dicen el rigor mortis. Parecía un fardo preparado para el despacho. Y lo dejaron nomás donde estaba porque no se animaron a meterlo bajo el techo reservado para la gente en caso de que siguiera arreciando el mal tiempo.
La calidad del cadalso quedó asegurado por las cuatro velas de sebo colocadas en cada punta del tablón y, sobre el embolsado, depositaron un ramo de margaritas de papel que la viuda guardaba de su casamiento. Aprovechando el asueto decretado por la Administración, todo el personal de la estancia, con sus mujeres, las peonas de los servicios y algunos vecinos se convocaron para darle la despedida. Eran como cincuenta en total. Algunos hombres flojos lloraban sin vergüenza y casi sin control, animados por las lloronas tobas que, cada tanto, proferían los alaridos del rito de los difuntos, estremeciendo la circunstancia. El brujo puso algunas brasas en un tazón de barro y, con hojas de eucaliptos y ramitas de ruda macho, humeó el entorno, mejorando el ambiente.
El capataz autorizó carnear tres ovejas y, al reparo del timbó, prepararon un fuego grande. Los hombres le hicieron la rueda, sentados en cuclillas o sobre los aperos, dejando a las mujeres paradas, chismorreando sus cosas. La Administración asignó, como era de costumbre, dos damajuanas grandes de vino y una caja de caña quemada y los tobas se hicieron presentes con una tinaja de aloja recién fabricada.
Entre los mates circulantes y un gran jarro escanciador, se fue armando el velorio. Los más amigos se acercaron al muerto y la viuda improvisó algunos rezos aprendidos en su infancia, acompañada por aquellos que tampoco sabían bien la letra pero hacían la coda.
Mientras el asador hacía su trabajo, una acordeona chamamecera, una guitarra y un cantor improvisado, pusieron el punto en honor del difunto. Cuando el primer sapukay vibró en el aire, las mujeres comenzaron el baile, pero la viuda, por respeto, rechazó el cumplido que todos le ofrecieron y se quedó sentada en un banquito con las manos en la falda, conteniendo las ganas y aplaudiendo los requiebros de los bailarines.
A medida que el asado se hacía, cada uno se fue sirviendo y, antes de la media tarde, todos quedaron almorzados, incluidos los perros.
Cansados por el baile, el calor y el alcohol, la modorra atropelló fuerte y hasta las velas dejaron de arder. Los amigos se dieron por cumplidos, ensillaron y se fueron casi sin despedirse porque se había levantado un viento feo y el tiempo amenazaba.
Las indias, cansadas y sudorosas, también se fueron, llevando en el enfaldo de sus polleras las entrañas de las ovejas desdeñadas en la carneada. De los tobas sólo quedó el brujo, canturreando bajito el quejido de sus oraciones y tratando de meterle al muerto una bolsita con un payé agorero para la otra vida mientras esperaba la propina de la viuda o, al menos, alguna ropita del difunto.
El Párroco de Basail, advertido del suceso por el comisario del pueblo, envió a su teniente cura para hacer presencia cristiana en el velorio, pero el barro y la lluvia impidieron que el jovencito llegara más allá del pavimento de la ruta, detenido en el boliche caminero por un juego de naipes y las consabidas copas. Tampoco el comisario pudo llegar por lo que el parte del deceso lo confeccionó sobre la misma mesa donde jugaban y tomaban, con el trascendido diagnóstico del capataz: “paro cardiáco”.
Allá, en el velorio, no quedó nadie más que el muerto, la viuda y un peón asignado por el capataz para sepulturero. El Agapito fue enterrado de urgencia por la lluvia que se venía. En una carretilla de mano lo llevaron más que ligerito hasta el lugar elegido. Medio metro de fosa y otro tanto arriba con la misma tierra marcaron el apuro del enterrador, aturdido por el calor, la bebida, el hedor y el cansancio de los días ocupado en la tarea encomendada. Clavaron una cruz de palo en la cabecera justo cuando comenzó a llover. Quedó solo el Agapito, enterrado bastante lejos del rancho. la carretilla, la pala y la cruz delineaban en la grisura de la tarde un mausoleo fantasmal. Cuando regresaron al rancho, corriendo bajo la lluvia, la viuda ya no lloraba y hasta parecía contenta de haber podido cumplir hasta el último momento con aquello de: “hasta que la muerte nos separe”.
El peón se quedó varios días en el rancho para hacerle compañía y para aguantar la tormenta. Pero, después de un tiempo, se había encariñado por demás con la viuda y el capataz lo autorizó para ocupar el puesto.
La tumba fue saqueada casi enseguida por los mismos perros de Agapito quienes, por falta de la mínima atención alimentaria, se habían vuelto cimarrones.
Y Agapito hubiera desaparecido hasta del recuerdo, si no fuera porque el curita de Basail lo registró como difunto cristiano en el libro de la Parroquia y, quizás atribulado por no haber llegado al velorioy por falta de mejores beatos, lo anotó en el Santoral de ceremonias, sin advertir que no estaba bautizado.
Cada tanto le dedican una misa y las santurronas le llevan el chimento a la viuda, que todavía vive en el puesto con los catorce hijos, entre propios y entenados, aportados por su nuevo marido.
Como es costumbre, en el lugar donde cayó Agapito, manos piadosas levantaron una capillita de madera dura donde siempre aparecían flores, estatuitas, estampas y velas encendidas. Hasta que un día de viento norte, las velas incendiaron el recordatorio y el bendito quedó hecho carbón. Entonces todos lo atribuyeron a un milagro que aprovechan las empresas de turismo para organizar excursiones que llegan desde todo el país y algunos limítrofes para visitar al Santo.
Es que Agapito ha sido declarado Santo por el pueblo, la parroquia y varias empresas de turismo. Y, como siempre ocurre en casos semejantes, muchos paisanos y paisanas del lugar aseguran haber recibido los milagros.
Un camino asfaltado llega hasta los esteros del Tapenagá y se está construyendo una hostería para atender a los forasteros que llegan del exterior para visitar al Santo.
Aunque la caza no está permitida, todos los extranjeros vienen a cazar a “Las Mulitas”, previo pago de los permisos establecidos. Los indios están tan avivados que le largan a los gringos hasta los chanchos del chiquero, sabedores de que éstos descargan su artillería contra cualquier cosa que se mueve.
En todo el monte hay más dólares que en la ciudad y todos conocen el valor del cambio. Algunos audaces más informados importan de USA, máscaras, escudos, arcos y flechas “apaches”, mucho mejor terminadas que nuestras rústicas artesanías, para venderlas a los turistas como souvenirs “autóctonos”.
Ante tantas bendiciones, nadie puede decir que Agapito no es un Santo milagroso. Si hasta un músico del lugar le ha compuesto un chamamé que dice así:
“El indio San Agapito, / que nunca fue bautizau, / aquí se encuentra enterrau / y aura es San Agapito. // Su mujer, que lo ha querido, / para olvidar el deceso, / se ha echau otro marido / y nada más que por eso. // En su tumba milagrosa / crece la flor de amancay / y en el pago lo recuerdan / con un fuerte sapucay”.
DE LAS ABREVIATURAS
Por Jorge Alberto Hernández (Santa Fe)
Llamamos abreviatura al modo de representar en la escritura las palabras con sólo una o varias de sus letras. Consiste en la “representación gráfica reducida de una palabra mediante la expresión de letras finales o centrales, y que suele cerrarse con un punto; p.ej. “afmo, por afectísimo, D. Por don...” El deseo de brevedad ha hecho surgir el uso de infinidad de símbolos, como suceden en las denominaciones químicas, la notación musical, los signos matemáticos de infinito, integral, raíz, diámetro, mayor, menor, igual, etc. Pero en realidad, en el sentido estricto del vocablo, la abreviatura se limita a la representación de las palabras con menos letras de las que intervienen en su pronunciación o en la escritura de esos vocablos. La academia en su Esbozo..., dice: “El deseo de escribir con mayor rapidez y la necesidad de encerrar en poco espacio muchas noticias, fueron causa de abreviar ciertos vocablos que pudieran adivinarse fácilmente. Los romanos, para quienes tanto significaban las fórmulas, llegaron a establecer un sistema completo de abreviaturas en las inscripciones de monumentos públicos y privados, y en lo manuscrito se valían de breves y oportunos rasgos para dar a entender las terminaciones variables de nombres y verbos...”
Como podemos apreciar, no es un fenómeno nuevo, aunque en nuestra época se haga uso y abuso de esta licencia. Ysi no, ahí está la amputación familiar arbitraria de algunas voces para hacerlas más breves, como auto (automóvil), moto (motocicleta), bici (bicicleta), foto (fotografía), taxi (taxímetro), subte (subterráneo), radio (radiofonía o radiotelefonía), cine (cinematógrafo), etc. Además, hay que agregar que en el español antiguo, el escribano real utilizaba deliberada y exageradamente las abreviaturas, con la finalidad de hacer dificultosa o imposible la lectura por terceros, y que se acudiera a él para poder entender el contenido de lo escrito, lo que redundaba en su beneficio.
Debemos diferenciar, eso sí, lo de abreviatura, sigla, cifra y acrónimo, aunque las tres últimas están comprendidas en la primera. Según el Diccionario, sigla es la “letra inicial que se emplea como abreviatura de una palabra. S.D.M., por ejemplo, son las siglas de Su Divina Majestad...” Es también el “rótulo o denominación que se forma con varias siglas: INRI, que ha pasado al lenguaje corriente sin que la mayoría de los que lo dicen tengan idea de qué significa. Es: Iesus Nazarenus Rex Iudoeorum, rótulo latino en la Santa Cruz, que se traduce como Jesús Nazareno, Rey de los Judíos, como Él se denominaba. Cifra es, en la tercera acepción, el “enlace de dos o más letras, generalmente iniciales de nombres y apellidos, que como abreviaturas se emplean en sellos, marcas, etc.” Mientras que acrónimo es la “sigla constituida por las iniciales (y a veces otras letras que siguen a la inicial), con las cuales se forma un nombre·, como ENTEL (Empresa Nacional de Telecomunicaciones). Tales formas lingüísticas se salen de las reglas generales del idioma, ya que se deben a necesidades muy especiales y a usos conocidos y establecidos entre quienes utilizan esta clase de lenguaje, aunque algunas se generalicen de manera tal que se convierten en elementos del habla corriente.
Hay que tener en cuenta que en ciertos círculos la economía de tiempo es considerable. No es lo mismo pronunciar, sobre todo escribir, Yacimientos Petrolíferos Fiscales, que YPF; salvo error u omisión, que s.e.u.o.; OEA, que Organización de Estados Americanos, etc.
Podemos señalar que en general las abreviaturas se emplean en las cartas, los papeles de negocio (contratos, por ejemplo), formularios de oficinas y otros textos. Pero no es así con respecto a lo literario, ya que los escritores no utilizan, por regla general, abreviaturas, como tampoco los signos más comunes ($, %, &, etcétera), ya que se entiende que este apresuramiento que caracteriza a lo comercial, a lo periodístico, se debe a la intención de apresurar la lectura, salvo en algunas narraciones muy especiales en que se usan deliberadamente, como una forma de acelerar la exposición. La taquigrafía misma es el arte de escribir por medio de signos y abreviaturas.
Todos los diccionarios incluyen largas listas de abreviaturas oficialmente aceptadas en idioma español. El de la RAE (he aquí un ejemplo: Real Academia Española) también, como no podía ser de otra manera, con la aclaración de que ninguna de ellas responde a reglas determinadas. Además señala que todas deben terminar con punto, con excepción de las que indican medidas del sistema métrico decimal o el sistema internacional de unidades de medida. Así las palabras kilogramo, decalitro, litro. decímetro, metro, etcétera, deberán escribirse Kg, Dl, l, dm, m, en todos los casos sin el punto final. La diferencia entre Dl (decalitro) y dl (decilitro) está en la D mayúscula de la primera, para evitar confusiones, pero siempre sin el punto. En cambio, las palabras señorita, doctor, general (grado militar) deben abreviarse Srta., Dr., Gral., con el punto de cierre correspondiente. Otro tanto sucede con vocablos de uso comercial, como compañía (Cía. o cía.), moneda nacional (m/n. o m.n.) etcétera.
A pesar de que no hay reglas establecidas para este fin, debe preferirse: 1) Que la forma elegida sea inteligible para todos (señorita, por ejemplo, debe abreviarse Srta. y no Sta., porque podría confundirse con santa); 2) Que en la abreviatura no aparezca ninguna letra que no esté en la palabra original (Sres., señores); 3) Deberá llevar la tilde que tiene en el vocablo que le da origen (pág., página); 4) Al final de la abreviatura se pondrá punto (Dr.) u oblicua (ch/. cheque), salvo en las que se refieren a medidas del sistema métrico decimal y al sistema internacional de unidades de medida (k, kilo; min , minuto; cal., caloría); 5) Que efectivamente ahorre espacio y tiempo, sin dejar de ser comprensible para todos.
En cuanto a las siglas, podemos acotar brevemente que no tienen plural (ASDE, Asociación Santafesina de Escritores; OTAN, Organización del Tratado del Atlántico Norte); que el género se los da la primera palabra significativa de su enunciado (la UNESCO o Unesco, por la Unión..., etc.; el COE, Comité Olímpico Español) y que cuando exista sigla castellana y extranjera se habrá de preferir la castellana, en especial si se trata de organismos internacionales (OTAN, Organización del Tratado del Atlántico Norte, por NATO, North Atlantic Treaty Organization).
Por Arturo Lomello (Santa Fe)
Lo que las palabras pueden significar cuando se escapan de la costumbre.
Amar: Salir al mar sin costas de la vida, sin ahogarse.
Armar: Salir al mar de la vida sin amar, provisto de una pistola, una ametralladora o una bomba.
Antojo: Por capricho, usar un anteojo que no nos sirve.
Cretino: El que ni cree ni tiene tino.
Desbaratar: Aumentar los precios en lugar de bajarlos, hecho que casi siempre ocurre.
Engreído: Individuo que disimula su insignificancia disfrazándose de suficiente.
Gracia: Aquel don sin el cual el mundo no nos causa ninguna gracia.
Irracional: Lo que decimos de los animales, pero que nos cabe al noventa y nueve por ciento de los humanos, generalmente más irracionales que los animales porque cometemos barbaridades en nombre de la razón.
Panteísta: Persona afecta a tomar el te con pan, convirtiéndose en un fanático de tal práctica.
Progresista: Quien cree que con una computadora se es mejor que contando con los dedos.
Sinuoso: El que odia la línea recta para ir de un lugar a otro.
................................................
Todo por una risa.
Por Gloria de Bertero (Buenos Aires)
Javier se despertó esa mañana por una risa caída debajo de su ventana.
Abrió los ojos, pero la pereza le descendió los párpados.
Después, ya más consciente se dejó invadir por el mundo exterior.
Aquella risa, se le introdujo por los poros, recorrió sus terminaciones nerviosas, maduró en el cerebro y ahora le florecía en la mirada.
Era inevitable vérsela travesear en los ojos, en tanto, en las venas, la sangre corría, oxigenada.
Al fin descendió de la cama y aunque no encontró las pantuflas, por no perder el efecto de esa risa, se tragó el rezongo habitual.
Se duchó, se afeitó. Y no le importó el agua demasiado fría, ni el dentífrico ausente del tubo pegado y fruncido.
Al vestirse, trató de combinar los colores del atuendo como no lo hacía desde tiempo atrás.
Miró por la ventana y, por un instante observó el verde de los árboles hasta aquella línea del horizonte.
Qué brisa- pensó- y qué sol.
La risa lo había hecho receptor de todo cuanto veía, sin crear rechazo hacia nada.
Pensó entonces en los derivados de la risa: alegría, humor, optimismo.
Y pensó también en la cantidad de risas que le hacían falta al mundo.
Se despidió de Silvina con un beso húmedo y lento como aquella primera vez y a ella le brillaron los ojos, como aquella vez. Tumbó otro beso sobre la frente de los chicos que dormían y, con el portafolio en la mano, se largó a la calle llevando un silbido tímido de tan olvidado. Un silbido que le caminó por delante durante todo el trayecto.
Silvina se sentó un rato en el diván, plumero y gamuza en manos.
Se miró, desarreglada, con sus zoquetes desteñidos, las piernas sin depilar y esos kilos de más que, de golpe, descubría con rabia.
Me besó como aquella vez y tenía las mismas estrellas en los ojos.
-¡Mamá!, ¿para cuándo la leche? ¡Tengo hambre!.
-Ya vá, mi amor, ya vá.
Cuánto hacía que no me pintaba los ojos.
-¡Mamá!, ¿qué te pasa?. ¿No nos querés más?.
-¿A quién se le ocurre?, los adoro, pero, un chiquitito pueden esperar ¿no?
Tenías razón Javier: el gris me hace más celestes los ojos. Me lo dijiste tantas veces en otros tiempos.
Y las sombras y los rouges y su pelo realizaron una metamorfosis que la hizo sentir ligera hasta en su peso.
El desayuno no estuvo tan a punto esa mañana, pero Roque y Martita lo tomaron con los ojos fijos en esa mamá que ahora cantaba y se movía divirtiéndolos como locos.
Se vistieron los tres.
-¡Al parque, al parque!
-Un rato de sol les hará bien. ¡Vamos!.
Mamá estatus dejó paso a mamá compañera.
-Bueno, ¡basta chicos! no me tumben.
Javier, en la oficina, acomodó sus papeles. Adelantó el trabajo. Ordenó obligaciones, mezclándolas a un dosificado humor. Los secretarios se dinamizaron. Así daban ganas de cumplir órdenes.
-¿Qué día será hoy?- se preguntaban.
Afuera el sol era un grito de luz con optimismo.
-¿Para cuando su jubilación, Pascual?.
-Siempre falta algún papel. En eso estoy.
-Tráigame el expediente, veré que puedo hacer para que se la otorguen de una vez.
-Y a usted, Rafael ¿ya le aumentó la familia?
-Sí, claro, tenemos otra nena, y van cinco...
-Desde el primero le correrá aumento por familia numerosa.
Y el noticiero: “La deuda externa asciende al órden de los... Acaparadores de papas en descubierto... Droga en Lanús... Los desocupados suman.... Hace falta comida y ropa de abrigo...”
Apagó la radio pensando: igual saldremos adelante, cómo pude pensar que no. Sólo hay que contagiar risas y no comisuras caídas desde el amanecer, y menos avanzar el día bajándoselas a los demás por transmitir presagios de tormentas inevitables.
Guardó las carpetas y salió a la calle.
Al florista de la esquina le preguntó: ¿Nuevo en el barrio, amigo?
-Señor Gutiérrez, creo que soy más antiguo que usted en la zona.
-¡Qué calor hace!. Quisiera una docena de esas rosas. No, de aquellas de tono rosa más definido- “como aquella vez”- pensó.
-“¿Para mí?” había dicho Silvina, y él “todas” y ella: “Nunca vi rosas tan preciosas”.
Las volverás a ver Silvina. Entre los pétalos anda de incógnita una risa que maduró a lo largo de todo el día.
No tocaré el timbre.
Tomó la llave, la giró en el tambor y entró.
El orden era perfecto. Se olía a hogar desde la entrada.
Entre las ollas estará Silvina, y los chicos pegados a su pollera –pensó.
Pero no, Silvina no estaba en la cocina... y en el dormitorio de los chicos tampoco.
Abrió el de ellos.
Sobre la cama, tirada como al descuido, la Silvina de aquella vez, con sombra celeste sobre los ojos, con la misma hebilla en el pelo algo resbalada hacia las puntas, el vestido del color de sus rosas -viejo pero nuevo en su intención- sostenía a Roque en un brazo y a Martita en el otro. De la arena del parque estaban llenos los zapatos y la alfombra.
Miró sus rosas y las dejó en la silla.
Tuvo miedo de que el cuadro se moviera.
Estaba construido sobre una sola risa.
..................................
Por Alfredo Di Bernardo (Santa Fe)
Lo siento mucho, pero debo informarle que está usted en mi poder. Lo he atrapado.
Quizás usted aún no lo haya advertido, pero desde el momento en que posó su mirada sobre la primera de las palabras que componen este cuento, quedó completamente a mi merced. Por más que lo intente, ya no podrá escapar de mí. Al menos, no hasta que termine de leer estas líneas.
Tal vez, si hace unos segundos hubiese optado por elegir otro texto, o, simplemente, por seguir cualquier otro de sus impulsos (ponerse a escuchar música, por ejemplo) las cosas serían diferentes. Pero no lo hizo y ahora es demasiado tarde: no tiene margen posible para evadirse de mí. ¿Le molesta que se lo haga notar? Es natural; a nadie le gusta asumir que ha perdido el dominio de sus actos. Pero no se rebele contra lo inevitable. Sólo acéptelo: no podrá dejar de leer este texto hasta no acabar con la última frase.
Usted dirá que lo que termino de afirmar es ridículo y exagerado. Seguramente argumentará que la simple maniobra de alejar sus ojos del papel le alcanzaría para librarse de mí. Puedo incluso imaginar la expresión desafiante de su rostro mientras su mente se apoya en esta tranquilizadora hipótesis. ¿Realmente cree que las cosas son tan sencillas? Supongamos por un instante que es cierto, que usted abandona la lectura de estas líneas aquí mismo y emprende la lectura de un nuevo texto (decisión que, sin embargo, no ha tomado, ¿me equivoco?) ¿Piensa acaso que le será tan fácil prescindir de todo lo leído hasta ahora? Permítame ahorrarle el bochorno de una respuesta equivocada: no. El fantasma inquietante de aquello que su imprudencia y su ingenuidad dejaron interrumpido lo perseguirá a lo largo de la nueva página, impidiéndole concentrarse en ella.
Lo sé, usted no tiene por qué ponerse a leer otro texto ya mismo. Bien, hagamos a un lado entonces sus futuras incursiones literarias. Haga uso de su ilusoria libertad e imagine que, efectivamente, corta la lectura en este preciso punto. Imagine que se dedica a mirar televisión, a darse un baño, a escuchar música o a comer chocolates. ¿Verdaderamente supone que realizar cualquiera de esas actividades lo pondrá a salvo de mi control? Permítame una vez más el placer de socavar -con fundamento- sus candorosas esperanzas: no lo logrará. No niego que quizás consiga desligarse de mí por un lapso determinado, pero se lo aseguro: no pasará demasiado tiempo hasta que descubra en su boca un regusto amargo de curiosidad insatisfecha y compruebe que lo único que ha logrado es retorcerse patéticamente como la mosca enredada en la telaraña. Mis palabras continuarán acosándolo, acechando su sueño y su vigilia, listas para derrumbar sin piedad sus frágiles anhelos cuando usted menos lo espere.
¿Piensa que estoy siendo tendencioso? Está bien, deje entonces de rumiar vanas protestas contra mi actitud presuntamente despótica y reivindique con hechos su libre albedrío. Adelante, no imagine nada; hágalo. Aléjese de mis trampas y señuelos. Salga del laberinto que he creado para usted. Vamos, anímese, deje de leer ya mismo, dése el gusto, cumpla su deseo. Saltéese el final de este cuento y demuéstreme que estoy equivocado. Sorpréndame, haga añicos mi convicción, aniquile mi soberbia.
Es inútil; no lo hará.
¿Lo ve? Todavía sigue allí.
Una forma de olvidar.
Ella me sabe casi de memoria,
digamos, como a un libro
de ritos, invariable, necesario.
Conoce los colores que prefiero
para pintar algunas negligencias
(verbigracia, el pasado),
los axiomas que voy a proponerle
dentro de diez minutos y la clave
-que no voy a decir- de mi naufragio.
Conoce los lunares de mi espalda,
mi vergüenza, mi voto, mis proyectos,
la llave de mis torpes rebeliones
y el precio de mi llanto.
Conoce los abismos que me nombran,
los peñones airados donde estallo,
mi silencio insular y las alturas
desde donde me arrojo a la mentira
entre otros accidentes
más o menos geográficos.
Ella sabe de mi cierta tristeza
que encuentra en los bolsillos de mi sueño
y dos o tres ausencias interinas
en la pausa segura de sus labios;
sabe por qué la muerte me preocupa
como si se tratara de un asunto
realmente de importancia, sabe cuándo
dejar su corazón para más tarde,
a qué sitios no iré ni en pesadillas,
la talla de mi espanto, mis rencores,
a qué hora volveré y sabe, sobre todo,
que olvidaré el reloj sobre el cansancio.
Pero hay ciertos derrumbes que ella ignora,
algunas inclemencias de mi parte
que no sabe ni teme ni sospecha.
Hay algunos presagios,
tribulaciones, magias, testamentos,
disidencias compactas, paroxismos
(por no decir pecados) que aluden a su propia orografía
y que ella no conoce sin embargo,
porque me sabe casi de memoria
y estudiar de memoria -ya sabemos-
es una forma de olvidar, un hueco
donde funda el amor su desamparo.
Ariel Giacardi (Santa Fe)
Abrazo.
Abrazar
el alocado trepidar
de las luces y las sombras.
Abrazar
las alturas y los llanos,
la tierra espesa
de los montes,
la quebrada de luz
en cada espacio.
Abrazar
la tierra americana,
la tierra patria.
La amarilla
burbuja de la espiga,
la superficie azul
de los linares,
el cielo de tus ojos
y el silencio
de estatura gigante
que dispersa
los miedos,
para abrazar
la tierra
toda
de otro mundo nuevo.
María del Carmen Villaverde (Santa Fe)
Elocuencias.
La palabra sólo pensada,
el tiempo y sus instantes de vidrio,
el vino certero recorriendo
las regiones blandas del insomnio,
un martillo de alas quebrando
la substancia funeral de la noche,
el agua abandonada
en el baldío de la espera.
Y mi mano súbita
escribiendo
este poema de silencios.
Sergio Bartés (Santa Fe)
Ariádnica.
Veo un animal enigmático que se acerca.
Me trae la punta del hilo que lleva al Laberinto.
Sigo el hilo.
Entro.
Voy por la Tejedora.
La Tejedora está en el centro,
urdiendo una eterna manta
que reproduce la figura completa del Laberinto,
con un hilo que va del centro a la salida.
En el centro de la trama estoy yo,
en imagen y semejanza,
tomando la punta del hilo
que vuelve desde el centro del Laberinto
hacia la salida.
Salgo...
Me acerco a ese hombre que me mira.
Me siento un animal enigmático.
Rubén Vedovaldi (Capitán Bermúdez)
Alucinada.
El calor asciende por la voz
de las cigarras, busca
el eje del día
y lo quita de su centro.
A la deriva / los sueños.
El verano quiebra y desgaja este enero
con su marca de fuego.
Aprendo la indolencia que me enseña
el tiempo... y me dejo ser.
Parto en un doblez del viento
con la impunidad del silencio.
Despido horarios y rutinas
descubro un estado nuevo en mí,
el de la serenidad / tan cierto
y fructuoso como un pacto resuelto.
Ya en la noche
dejo que duerman todos los verbos.
Sin ellos, sucumben los versos.
Los rescataré mañana.
Hoy navegan en mis aguas de sosiego.
Presumo que estoy
alucinada por enero.
Miryam Colomboto de Seia (Gálvez)
allá afuera hace frío,
entre los hombres,
esos bosquejos que pueblan las calles,
alquilando remeras,
recorriendo
la soledad del día suicidado...
hasta mi desconcierto es más hospitalario:
tiene un hastial más limpio,
un lecho menos devastado por las claudicaciones
y, también,
porque mi casa tiene una consciencia
que va creciendo como los cereales
para fructificar,
en mí y en otros,
algún día...
allá afuera hace frío:
va la cultura toda mordisqueada en sus ropajes:
de tan cansada ya va mostrando
todas sus bambalinas
y avanza medio tuerta de candilejas,
violada de progreso...
podría decirse que,
bajo la nada,
la progresiva numeración de las casas en las calles,
en subybaja
va midiendo el frío...
hay un dios derribado,
allá afuera...
En un plazo histórico posterior al modernismo, cuando comienza a crecer cualitativa y cuantitativamente el discurso femenino, su voz desafiante se eleva en medio de tensiones que no sólo tienen que ver con lo comunicativo sino con las pertenecientes a su intimista sensorialidad. Publicó siete libros de poemas: La inquietud del rosal (1916), El dulce daño (1918), Irremediablemente (1919), Languidez (1920), Ocre (1925), Mundo de siete pozos (1934) y Mascarilla y trébol (1938).
Lo inacabable.
No tienes tú la culpa si en tus manos
mi amor se deshojó como una rosa:
vendrá la primavera y habrá flores...
el tronco seco dará nuevas hojas.
Las lágrimas vertidas se harán perlas
de un collar nuevo: romperá la sombra
un sol precioso que dará a las venas
la savia fresca, loca y bullidora.
Tú seguirás tu ruta; yo la mía
y ambos, libertos, como mariposas
perderemos el polen de las alas
y hallaremos más polen en la flora.
Las palabras se secan como ríos
y los besos se secan como rosas,
pero por cada muerte siete vidas
buscan los labios demandando auroras.
....................................................
Mas ... ¿lo que fue? ¡Jamás se recupera!
¡Y toda primavera que se esboza
es un cadáver más que adquiere vida
y es un capullo más que se deshoja!
Dulce tortura.
Polvo de oro en tus manos fue mi melancolía;
sobre tus manos largas desparramé mi vida;
mis dulzuras quedaron a tus manos prendidas;
ahora soy un ánfora de perfumes vacía.
¡Cuánta dulce tortura quietamente sufrida,
cuando, picada el alma de tristeza sombría,
sabedora de engaños me pasaba los días
besando las dos manos que me ajaban la vida!
¿Qué diría?
¿Qué diría la gente, recortada y vacía,
si en un día fortuito, por ultrafantasía,
me tiñera el cabello de plateado y violeta,
usara peplo griego, cambiara la peineta
por cintillo de flores, miosotis o jazmines,
cantara por las calles al compás de violines
o dijera mis versos recorriendo las plazas,
libertado mi gusto de vulgares mordazas?
¿Irían a mirarme cubriendo las aceras?
¿Me quemarían como quemaron hechiceras?
¿Campanas tocarían para llamar a misa?
En verdad que pensarlo me da un poco de risa.
Cuadros y ángulos.
Casas enfiladas, casas enfiladas,
casas enfiladas,
cuadrados, cuadrados, cuadrados.
Casas enfiladas.
Las gentes ya tienen el alma cuadrada,
ideas en fila
y ángulo en la espalda.
Yo misma he vertido ayer una lágrima,
Dios mío, cuadrada.
El hombre sombrío.
Altivo, ese que pasa, miradlo al hombre mío.
En sus manos se advierten orígenes preclaros,
no le miréis la boca porque podéis quemaros,
no le miréis los ojos, pues moriréis de frío.
Cuando va por los llanos tiembla el cauce del río,
las sombras de los bosques se convierten en claros,
y al cruzarlos, soberbio, jugueteando a disparos,
las fieras se acurrucan bajo su aire sombrío.
Ama a muchas mujeres, no domina su suerte;
en una primavera lo alcanzará la muerte
coronado de pámpanos, entre vinos y fruta.
Mas mi mano de amiga, que destrona sus galas,
donde aceros tenía le mueve un brote de alas
y llora como el niño que ha extraviado la ruta.
La que comprende.
Con la cabeza negra caída hacia adelante
está la mujer bella, la de mediana edad,
postrada de rodillas, y un Cristo agonizante
desde su duro leño la mira con piedad.
En los ojos la carga de una enorme tristeza,
en el seno la carga del hijo por nacer,
al pie del blanco Cristo que está sangrando reza:
-¡Señor, el hijo mío que no nazca mujer!
Tú, que nunca serás.
Sábado fue y caprichoso el beso dado,
capricho de varón, audaz y fino,
mas fue dulce el capricho masculino
a este mi corazón, lobezno alado.
No es que crea, no creo, si inclinado
sobre mis manos te sentí divino
y me embriagué; comprendo que este vino
no es para mí, mas juego y rueda el dado...
Ya soy yo la mujer que vive alerta,
tú el tremendo varón que se despierta
y es un torrente que se ensancha en río
y más se encrespa mientras corre y poda.
Ah, me resisto, mas me tienes toda,
tú, que nunca serás del todo mío.
Voy a dormir.
Dientes de flores, cofia de rocío,
manos de hierbas, tú, nodriza fina,
tenme prestas las sábanas terrosas
y el edredón de musgos encardados.
Voy a dormir, nodriza mía, acuéstame.
Ponme una lámpara a la cabecera;
una constelación; la que te guste;
todas son buenas; bájala un poquito,
déjame sola: ¿oyes romper los brotes...?
te acuna un pie celeste desde arriba
y un pájaro te traza unos compases
para que olvides... Gracias. Ah, un encargo:
si el llama nuevamente por teléfono
le dices que no insista, que he salido.
Ilimitado es el desierto y su atracción, irresistible sobre ciertos espíritus, puede llegar a matar como el más peligroso laberinto en el cuento de Borges de “Los dos reyes...”.
Ilimitado también es en sus formas exteriores: el Erg, en la lengua aborigen saharawi, significa “mar de dunas”; hamada designa al desierto pedregoso; reg, es todo sitio montañoso árido, y oued, “lecho de río seco”, el cual se aparece con una que otra hilera minúscula de arbustillos negros que alguna lontanísima vez pudieran allí haber verdecido. Esas formas ofrece la lengua para designar la extensión que a un profano tal vez se le aparecerá como monótono juego de arena, sol y viento, y en cambio para un experto lugareño tiene mil matices diversos.
El desierto ofrece la fascinación de sus paisajes y de sus culturas, inexplicables a nuestros ojos occidentales; están los “hombres azules”, sus habitantes naturales, así denominados por las túnicas que los cubren en fresca elegancia; otras son las telas y otros tonos, los que vestirán las mujeres, que en esto bien se diferencian. Para comprar en El-Aiún (capital de Sahara Occidental) cierto corte de algodón azul, precioso por cierto, y destinado solamente a ropa de varón, tuve que convencer al vendedor de una mentira: que no lo usaría yo sino que era un regalo a un amigo.
Y están los guerrilleros del ejército Polisario, grupo que aspira a independizar definitivamente a Sahara de Marruecos.
No pude apartar de la mente las imágenes de esa extensión desolada y misteriosa cuando me enteré -hace ya bastante tiempo- de la muerte de Paul Bowles, neoyorquino por nacimiento y nor-africano por residencia y temática de su obra narrativa. Y desde entonces me debía a mí misma esta nota.
Bowles residió buenos años de su vida en ciudades situadas al mero borde del Sahara. En sus cuentos marchan abigarrados personajes extraídos de los barrios de Tánger, Orán o Argel, seres exóticos, indescifrables en sus reacciones, tratos y actitudes. Bowles no juzga; presenta simplemente, los deja andar.
Su mujer, también escritora, y de una originalidad avasallante en su estilo, que nada tiene que ver con el de la producción literaria de su marido, firmó como Jane Bowles una novela tal vez extraña, que fue la favorita de Tennessee Williams: Dos damas muy serias; y un libro de cuentos “Placeres sencillos”.
El Cielo Protector
La que acaso sea la novela más autobiográfica de Bowles - y es por lejos la más famosa- nos presenta a seres excéntricos que, como él mismo, dejaron la “civilización” y el confort de USA para meterse de lleno en culturas tan alejados y a las que seguramente jamás lograrían comprender.
“El cielo protector” se hizo más conocida luego de la excelente versión fílmica de Bertolucci, que se nos ofreció bajo un mal traducido y reductivo título en castellano de “Refugio para el amor”. Quien quiera conocer los rasgos físicos del autor ya en su edad madura, lo verá en el papel del narrador “testigo” que abre y cierra la película en un bar del puerto de Argel (o Al Jaza’ir) –la circularidad estructural es evidente, pero a modo de espiral, porque no coincide exactamente el final con el principio-; y estas son sus palabras de cierre:
¿Cuántas veces recordarás cierta tarde de tu infancia, una tarde que es parte tan entrañable de tu ser que no puedes concebir ni siquiera tu vida sin ella? Quizá cuatro o cinco veces más. Quizá ni eso. ¿Cuántas veces más mirarás salir la luna llena? Quizá veinte. Y, sin embargo, todo parece ilimitado.
El relato desenvuelve el tradicional esquema del viaje, con sus pruebas y estaciones, pero en este caso es viaje sin retorno. Un viaje a la muerte para Port (interpretado por John Malkovich) y a la enajenación para Kit, su mujer, (que protagoniza con la excelencia que la caracteriza Debra Winger), quien regresa a ese bar de puerto del que partieron, pero ella ya es otra muy diferente y está sola. Port había perdido primero su pasaporte (identidad disuelta) y Kit deja entre arenas y beduinos la razón en un largo camino de despojamiento y disolución de vidas y sentires.
A la pareja acompaña, para formar el clásico triángulo, un desubicado Tunner; y otros ocasionales acompañantes que cruzan y descruzan sus itinerarios. Se podría decir que viajan desesperadamente, como movidos por una compulsión: en tren, en primitivos autobuses, en camellos y hasta en bicicletas; van “descendiendo” en el sentido de que cada paso hacia el interior del erg más los compromete, crucialmente, con sus circunstancias.
Pueblos casi inexistentes se mimetizan con el desierto en su color y chatura. Cada calle de El Ga’a, desde la desesperación de Kit “parece un callejón sin salida, con una pared en el fondo”; el Hotel Du Ksar les cierra sus puertas, hay peste, las moscas invaden el ambiente. Prosiguen viaje, con un Port ya delirante, hacia la antigua fortaleza de Sba, de la Legión extrajera, en medio del Gran Erg Occidental. He visto estas fortalezas como restos de alguna loca empresa llevada a las arenas por un demente. Son imágenes de la soledad más absoluta sobre la tierra. Y si el cielo es protector, está muy lejos: alta es su protección; no cabe más que pensar, entonces, que la tierra, su contraparte, es el infierno.
Port y Kit descienden, pero a diferencia de los héroes clásicos, no los espera ningún elixir ni icono mágico. Han vivido -seres de aventurera estirpe- el viaje como experiencia vital única y tal vez sin otro sentido más que la aventura misma. Y el riesgo.
“La diferencia entre el turista y el viajero -dice Bowles- reside en el tiempo: el turista se apresura a regresar a casa, y el viajero no pertenece a un lugar más que a otro”.
Las cartas estaban echadas y el destino marcó permanecer para siempre en el desierto que, con lento despojamiento, fue apoderándose de los viajeros. Como el rey del cuento de Borges. Perdido para siempre en el gran laberinto del Erg. Port enterrado en las arenas bajo el “cielo casi sólido” del desierto. Y Kit deambulando entre beduinos y caravanas, embrujada para siempre por esa geografía insoluble. Que tan bien recrea Bowles. Y Bertolucci. Por lo que vale la pena volver a ellos, a la novela o al film. Y re-crear, nosotros receptores, con ellos, el desierto y su fascinación.
Paul Bowles nació en 1911 en Nueva York y murió en 2001. Estudió música y pasó muchos años viviendo en ciudades del norte de África. Publicó entre otros, los siguientes libros: Misa de gallo (cuentos); Déjala que caiga”; “Un episodio distante”; “El Cielo protector” y “La Tierra Caliente” (novelas).
El hombre acechado
Por Ángel Balzarino (Rafaela)
A pasos decididos, impulsada por una ansiedad que no le daba tregua, se dispuso a cumplir la cita de todos los días. Obstinada. Con la sensación de reavivar una punzante herida. Es lo único que puedo hacer ahora. Comprendiendo, sin embargo, que era demasiado poco el diario ritual, no sólo para compensar el amor prodigado por él con desmesurada dosis de pasión y entrega, sino también para encontrar una razón, justificativo o mero consuelo para seguir andando por el camino que se presentaba árido y despiadadamente solitario. Verla. Tenerla entre mis brazos. Una vez más. La modesta y ya única pretensión que abrigaba ahora mientras los ojos enturbiados por el cansancio y la fiebre vigilaban obsesivos la puerta a la espera de la figura querida. Sabía que era inútil. Él mismo le había pedido que dejara de visitarlo. Sí. Es lo mejor. Ahorrarle el dolor y el bochorno de verme convertido en una piltrafa. Asumir solo, sin proferir un grito de protesta, la condena de encontrarse postrado en el mísero camastro que le habían asignado en la celda fría y maloliente, ya demasiado débil no sólo para permanecer sentado sino para aferrar un lápiz y escribir algunos de los tantos versos que hubiera querido dedicarle. Ya el único puente de comunicación lo establecía el cesto de comida que todos los viernes ella le hacía llegar como el regalo más precioso, reconfortante, a través del cual pretendía expresarle la dedicación, el amor, la fidelidad. Es un arrebatado. Incapaz de esperar un minuto para tener lo que quiere. Súbitamente había comenzado el acoso de él, primero al pasar todos los días frente al taller de costura donde ella trabajaba y, después, siguiéndola por la calle o cualquier otro sitio. Fogoso. Desbordante. Incansable. Como si se tratara de un juego en que tenía la carta de triunfo, demoró en ceder, en dar una señal de aprobación. Halagada, sin llegar a definir si era por cierta piedad al notarlo tan impaciente y desesperado, o vencida por tanta tozudez, o más bien para relegar el peso de la rutina y la soledad. Impulsados por gusto y afinidades comunes, comenzaron a los encuentros. Cotidianos. Plenos de ansiedad y fervor. En lugares apartados, libres de la curiosa y acusadora mirada de los habitantes de Orihuela. Aprendieron a conocerse a través de los besos dulces y las manos irrefrenables, transformadas en el medio más adecuado para entenderse, escapar a la tediosa chatura de los días, disfrutar con mayor intensidad el placer que anhelaban para siempre. Todo fue demasiado breve. Como si un inesperado huracán hubiera arrasado nuestros sueños. Brutalmente. Un sentimiento de añoranza y desolación solía acometerla cada vez que evocaba aquellos meses en que, enfervorizados y ajenos de cuanto los rodeaba, llegaron a ser verdaderamente felices, antes de sobrevenir la separación y las huidas y el acecho implacable de la muerte. El dolor de cabeza. Acuciante. Grave. Impidiéndole cualquier instante de reposo, lo obligaba a revivir, sin escapatoria, aquel tiempo de la infancia en que a través de los golpes en la cabeza su padre pretendía sofocar las ansias de libertad y obligarlo a cuidar las majadas, repartir leche por el pueblo, realizar otras duras tareas del campo. Sin presentir ni importarle que él sólo anhelaba plasmar en poemas aquello que alentaba como un pájaro impetuoso en su corazón, leer toda la noche hasta quedarse dormido o recostarse con una inefable sensación de gozo y serenidad junto al río Segura. Por fin, en un acto de súbito arrojo, se dirigió hacia Madrid. La única tabla de salvación. Ansioso por vivir sin ligaduras y obtener el alentador reconocimiento por el cúmulo de poemas que representaba su tesoro más preciado. Inútil. Le bastaron pocos meses para ser ganado por la mayor decepción al sentirse perdido en la ciudad hostil y desconocida, sin amigos, acorralado por la extrema pobreza. Llevando a cuestas el estigma de la ruina y el fracaso, debió regresar al hogar pueblerino. Cuando ya se creía aplastado por un muro siniestro, surgió algo. Inesperadamente. Con la gratificación de una suave y alentadora caricia. Ella. La muchacha de profundos ojos negros. Josefina. Sola. Cuando más necesitaba tenerlo a mi lado. Empezaba a sentir la fuerza del hijo que iba creciendo en su vientre cuando la guerra, anunciada con repetidos actos de protesta y beligerancia, lo apartó de su lado, al enrolarse en las filas milicianas dispuesto a defender los valores de la República. La constante zozobra prosiguió a la separación. Sin saber dónde estaba ni si volvería a verlo. Consumida por la espera. Morosa. Interminable. Y nada -ni el desarrollo del trabajo diario, ni la inminente llegada del hijo, ni atender a su madre enferma- lograba cubrir el vacío. Hasta que regresó. Fugazmente. Para dejarme la terrible certeza de haber recibido su última visita. Entonces conocí la violencia y el dolor de la muerte. Allí, en los campos de batalla, junto a las trincheras, en la lucha cuerpo a cuerpo. Y quiso sustraerse a tanto horror. Escribiendo. Durante los escasos momentos libres, robando horas al descanso. Como una forma de reafirmar la vida. Poemas y poemas leídos con voz fervorosa a sus compañeros de batallón, gobernado por el deseo de estrechar más aún los lazos de amistad, de alcanzar una mutua cuota de ánimo y confianza. Hasta que sobrevino el derrumbe. Destrozadas las fuerzas del ejército republicano, comenzó a peregrinar de un sitio a otro, sin tregua, con el creciente terror de verse apresado por manos aviesas. Urgido por la necesidad de estar junto a Josefina y al hijo de escasos meses. Aunque era el lugar menos seguro, regresó a Orihuela. Nada más gratificante que estrecharlos contra mi pecho. Soñar con la posibilidad de vivir juntos para siempre. Imposible conseguir eso allí donde resultaba fácil blanco para sus perseguidores. Prefiero saber que estás vivo en algún lugar y no verte caer muerto a mi lado, le confesó ella un día, desolada, sin poder soportar ya la situación de permanente inquietud. Sí. Tal vez sea lo mejor. Hasta que desaparezca el peligro. Pero tácitamente ninguno llegó a creer demasiado en eso. Alcanzar un estado libre de sobresaltos les resultó una meta muy lejana. La inevitable separación tuvo un carácter desgarrador. De nuevo solo, deambulando como un paria, sin encontrar el amparo de una mano amiga ni un intimo hueco para guarecerse, abrigó el deseo de abandonar el país. Pasó por Sevilla y Huelva, pero al llegar a la frontera portuguesa las sombras tantas veces presentidas se materializaron en rostros tallados en piedra y manos imperiosas y fusiles cargados de amenaza. Esporádicamente le llegaron noticias sobre el lugar donde se encontraba él: la Prisión Celular de la calle de los Torrijos, las cárceles de Palencia y Ocaña, finalmente el reformatorio para adultos de Alicante. Allí pudo verlo, a través de las rejas del locutorio, todos los viernes. Como si fuera otro hombre. Quebrado, esforzándose por hilvanar las palabras, sin ánimo para esbozar la sonrisa tan espontánea y habitual en otro tiempo. Impotente para brindarle una ayuda. Deseando romper las rejas y apretarlo entre mis brazos, cubrirlo de besos hasta devolverle las fuerzas y la alegría. Inútil. Lo supo con abrumadora violencia ese viernes que no le permitieron verlo y ni siquiera aceptaron que dejara, como era habitual, el cesto lleno de comida. Mi cabeza. Convertida en codiciado trofeo. A lo largo del torvo itinerario de prisión en prisión, los guardias se habían confabulado en centrar allí -como lo hizo su padre muchos años atrás- la mayor reciedumbre del castigo, sin duda por considerar lo más delicado e importante, lo que necesitaba preservar tanto para resistir los interrogatorios y los golpes como para volcar en el papel el torrente de palabras que expresaran sus anhelos, desilusiones, bronca, rebeldía, soledad. Han logrado su propósito. Abatirme. Reducir cualquier atisbo de protesta. Impedir la expresión del más pequeño de mis sueños. Y por eso el hecho de transformar la condena a muerte en una pena de treinta años de reclusión le parecía el fruto de una broma macabra, despiadada, como si ellos -los carceleros ya convertidos en dueños de su vida- le hubieran concedido la gracia de tener esperanza, de creer que podría sobrevivir tanto. No. Resultaba absurdo dejarse encandilar por semejante idea. Sobre todo a partir del día en que, incapaz de moverse para ir al dispensario, el médico comenzó a atenderlo en la celda. ¿Cuántas veces volveré a ver la luz del día? Y el hálito de vida que se escabullía brutalmente quería ocuparlo en pensar sólo en ellos, Josefina y el hijo, como una instintiva forma de darse ánimo, pero también dominado por la certeza de que esas presencias querida le pertenecían cada vez menos. Sí. Han logrado despojarme de las cosas más sentidas. Aquellas que justificaban una razón para vivir. Y esa mañana, cuando ya el menor movimiento le exigía un esfuerzo sobrehumano, sintió el impulso le escribir algo de todo eso que le martilleaba la cabeza. Con mano temblorosa, en garabatos casi ininteligibles sobre el papel arrugado. ¡Adiós hermanos, camaradas, amigos: despedidme del sol y de los trigos! Se detuvo al fin, agitada, y quedó contemplando el pequeño rectángulo de mármol con una mezcla de dolor e incredulidad, todavía sin poder aceptar el hecho de que él se encontraba allí. Después, con gestos mecánicos, desenvolvió el ramo de flores. Sí. Lo único que puedo hacer ahora. Como cada día, en un acto que llevaba implícito una dosis de pesadumbre, desamparo y, sobre todo, amor, colocó los claveles junto a la lápida donde solamente se leía "Miguel Hernández, poeta".
Por Marcelo Fiorentino (Santa Fe)
Él era un hombre común, según cuentan las vecinas. Respetable, a juzgar de consorcistas. "Buen cliente" a decir de almaceneros. "Limpio", dijo alguien. En realidad era un conjunto de pasiones aprisionadas dentro del cuerpo de un hombre discreto. Todo transcurría en una supuesta calma gris hasta la mañana en que la conoció a ella y su corazón empezó a liberarse de a poco dando sentido a su vida.
Ella es una mujer especial, según exclaman sus amigas. Inteligente, a juicio de sus compañeros de trabajo. "Buena chica" a decir de cantineros. "Bellísima", dijo alguien.
Ellos fueron un emblema mítico de la libertad vigilada, la exaltación de la vida, una apuesta a la utopía y la consumación de una mentira.
La cuestión es que la sociedad cercana dejó de considerarlo apto. Lo discriminaron duro y lo sellaron con leyendas que decían: insano, demente, corruptor, asesino, proxeneta, bufarrón y escaparate de cambalache triste.
Claro... él hacía cosas raras: tambaleaba en la calma, caminaba bajo la lluvia cubierto con pétalos de flores inventadas, declaraba un amor fuera de moda y entonaba, sin permiso, melancólicas canciones de color sepia.
Cuando ella se fue, él quedó vulnerable ante todos. Entonces lo devoraron con fruición. Le comieron los ojos, los sueños, el corazón, el alma y buena parte de la voluntad. Pero jamás lograron arrancarle sus recuerdos y usando a ellos como cimiento fundó una esperanza algo pobrecita, un poco raquítica, pero lo suficientemente luminosa como para iniciar con humildad los primeros pasos de un camino tortuoso. Fueron años difíciles, desgarradores, de esos que uno ni acordarse quisiera.
Chocó una y otra vez contra la indiferencia, el rechazo, la incomprensión, las buenas y malas costumbres, el "no te metás", la desconfianza de médicos psiquiatras, la lógica de mercado, las políticas oficiales, los códigos del hampa, la falta de fe de los religiosos, el ateísmo de ciertos dogmáticos y las camisas planchadas de los mormones.
Jornada tras jornada él se iba convirtiendo en una piltrafa, en un desclasado, en un Ave Fénix sin beneficio de resurrección, en una lágrima enorme y ácida que corroía hasta las veredas de baldosas mejor pintadas.
Lo más duro para él, sin embargo, fue la indiferencia de ella, y lo peor era que no se daba cuenta de que en realidad ya no le interesaba a nadie. Los ex-amigos cruzaban de acera para no saludarlo, los compañeros de oficina ni lo recordaban, algún familiar lo visitaba de mes en mes y de vez en nunca.
Todos, eso sí, coincidían en etiquetarlo como idiota, a él eso poco le importaba. Insistía en morir minuto a minuto tras su obsesión que lo destruía como el cáncer más hostil.
Una tarde, contra todos los pronósticos, reapareció ella. Fue como una imagen moderna y contemporánea a la vez. Algo mágico. Idílico e infernal al mismo tiempo. Ciertos testigos juran que él empezó a juntar los jirones de su cuerpo y los vacíos de su alma para intentar reconstruir con tantos retazos algo parecido a una presencia humana digna.
Entonces cuentan que ella, más hermosa que nunca, se le acercó y le dijo al oído "te amo", y a él, a pesar de los espantos, se le dibujó en el rostro la sonrisa más bella que jamás se haya visto sobre la tierra.
Una sonrisa que duró apenas un instante más que su vida.
Cronistas de ocasión -fríos ellos- consignan que el hombre murió al encontrarse con la mujer. Ciertos espíritus más sensibles aseguran, sin temor a equivocarse, que ellos fueron felices para siempre. Si entendemos por siempre ese eterno instante del reencuentro
Por José Gabriel Ceballos (Corrientes)
Porque la pastilla para el temblor de las manos le había hecho efecto, pudo echar una mirada más detenida hacia la plaza, a través del binóculo de oro. Varios años atrás había implantado aquella costumbre, que después la vejez y la enfermedad fueron limitando a las grandes ocasiones. Su corazón se regocijaba al atisbar a la multitud desde la cúpula. El alma se le ensanchaba; su voz adquiría el tono justo para hablarle al mundo. Unos minutos sintiendo a sus pies la impaciencia de aquel mar humano, viéndolo contraerse y dilatarse, estremecerse y aquietarse, revolverse espeso como un magma multicolor, escuchando su bullicio que se mezclaba con los himnos de los altavoces y se menguaba por el viento, bastaban para que luego todo ocurriera debidamente.
Repitió en silencio: Os hablo con mi espíritu desnudo. Una crispación curvó apenas sus labios en el extremo izquierdo, formando una extraña mueca con la inmovilidad que el último accidente cerebral había impuesto al resto de la boca. Confiaba en su tónico para la memoria, pero aún temía olvidar algún fragmento, equivocar las palabras. Mejor dicho: temía a la urgencia por expresarlo todo antes que lo interrumpieran, temía al temor. Sabía que no resultaba suficiente haber escogido los vocablos durante semanas, haberse ejercitado mentalmente durante innumerables horas insomnes, haber medido y corregido los tiempos con la obsesión de un trapecista.
—¿Desea algo, Santidad? —murmuró una mancha escarlata a su costado.
Él meneó la cabeza de un modo casi imperceptible. Alzó la barbilla, giró su observación hacia izquierda y derecha, el sol puso por un instante un destello en los gemelos.
Sólo unos metros delante de la fuente, bailaban unas mujeres negras con turbantes. Mecían pechos y brazos con sincronizada monotonía, como si aquel ritmo les poseyera solamente los cuerpos y pretendieran bailar así por la eternidad. Unas monjas rezaban o cantaban más al frente. Sin duda superaban las cien, sus tocas resplandecían por la albura y una sor obesa las dirigía mediante enérgicos ademanes, un megáfono en bandolera. Más al fondo, jóvenes rubios aguardaban muy compuestos mirando en torno. Sostenían una pancarta que proclamaba Juventud austríaca contra el aborto, y por la perplejidad y la estatura contrastaban con un grupo numeroso que los rodeaba, también de jóvenes, la mayoría morenos, al parecer latinoamericanos, que saltaban frenéticos, algunos golpeando tambores. Leyó otros carteles: Nueva Zelanda te saluda. Libertad para los disidentes tunecinos. España contigo.
Repasó las frases siguientes cuidando que ni la menor alteración se produjera en su rostro. He meditado largamente este mensaje, y hay en mi pensamiento la plenitud que mi cuerpo ya no tiene. Una lucidez de un vigor incuestionable, pues ha vencido enormes borrascas para traerme hasta aquí, a cumplir con mi lealtad hacia vosotros. ¿No sería mucho como introducción? Cada segundo era precioso, definía quizá la probabilidad de que sus vigilantes le cortaran el discurso. Bastaría una pequeña sospecha en aquellas mentes agudísimas para que procedieran. Sin embargo, debía hacer una introducción. ¿Cumplir con mi lealtad hacia vosotros no anticipaba demasiado? No —se había dicho a sí mismo una y cien veces—; todavía unas semanas antes había empleado el comodín. La lealtad con la grey: un recurso formidable concebido en alguna de aquellas mentes brillantes que lo rodeaban, con el cual justificar las más diversas cosas inaceptables para la razón. ¿Acaso el peligro estaba en la advertencia sobre la lucidez? Tampoco —se tranquilizaba—; los redactores de sus discursos creían conveniente contrarrestar así lo que se rumoreaba sobre él en cuanto a su salud mental. Por otra parte, que improvisara algún párrafo constituía su estilo. Verdad que tal costumbre preocupaba últimamente de un modo especial a los vigilantes, que incluso le recomendaban ajustarse a lo escrito. Pero un anciano con el cerebro revuelto no provoca tanto pánico con mantener el estilo. Contaba además con que la lentitud propia de la ceremonia demoraría la reacción. Lo importante era decirlo todo en los segundos exactos, con firmeza pero sin mostrarse ansioso. Tenía que borrar de su cabeza la idea de que si lo intentaba no habría una nueva oportunidad, de que si entonces fracasaba mañana en aquella plaza se lloraría su muerte.
Una bandada de palomas partió desde la columnata, cruzó sobre la muchedumbre y se perdió hacia el cuartel de la Guardia Suiza. Un ejército compacto, con un rumbo preciso. Miles de soldados alados que confiaban ciegamente en su guía. En un sector de la plaza se agitaron pañuelos saludando a los pájaros. Él también había disfrutado con aquellas irrupciones, tantas veces. Luego, los altoparlantes lo avivaron y la multitud respondió con fuertes ovaciones.
—No debemos demorarnos, Santidad —susurró la mancha escarlata, ahora en su oreja derecha.
A su espalda alguien recordó:
—A las once, el presidente mexicano. A las once y media, los científicos rusos.
Él hizo una seña con un dedo y la mancha se transformó en un rostro enjuto y severo, con una desproporcionada nariz corva sobre la que cabalgaban unos lentes redondos. Preguntó con un hilo de voz cuánto duraría el discurso. El rostro se le acercó más acentuando su olor a espuma de afeitar y susurró que cuatro minutos y medio.
Se llevó el binóculo a la cara. Simuló interesarse por algo en particular de allá abajo, adelantando el cuello.
Cuatro minutos y medio. Un despilfarro. A él le bastaría mucho menos para cambiar la historia de la humanidad. Claro, no había resultado nada simple dar con las palabras justas. Sólo en preparar las frases se le había ido gran parte de la energía que le restaba, esa sensación tenía. Y sin embargo, las palabras tan buscadas eran las más sencillas. Aun para quien dispone del tiempo mínimo —reflexionó— y aun bajo aquella investidura, las mejores palabras para confesar el horror a la propia muerte son las más sencillas.
Lo sencillo, la facilidad, eficaces armas del demonio, según le habían enseñado en su juventud.
El demonio tampoco existe ya, como todo lo otro, se replicó a sí mismo.
No para tu corazón.
Si no existe para mi corazón, ¿para quién, entonces?
¿Dudaba todavía? No: débiles ecos de las dudas. La duda final, la que se refería no ya a las consecuencias sino al sentido de aquel acto, se había ahogado en una especie de ira contra lo que se había hecho de su vida.
Accionó el control de la silla de ruedas y puso a ésta en dirección al ascensor. Movió otra vez su mano derecha sobre la palanquita y la silla avanzó con un tenue zumbido. No se fijó en quiénes entraron con él en el ascensor. Fingía meditar como siempre que se encaminaba hacia las muchedumbres. Repasaba: Declaro que mi fe se ha muerto. Profiteor meam exstinctam esse fidem. Convenía decirlo en latín, el latín le daba una grandeza superior.
Abajo, junto a la puerta del ascensor lo esperaban unos secretarios. Uno le entregó el discurso. Quizá no leería nada o casi nada, quizá soltaría lo suyo bien al principio. Haciéndolo después de leer unos párrafos causaría una mayor confusión entre quienes lo controlaban, pero haciéndolo al comienzo potenciaría el factor sorpresa. Flexionó un brazo y alguien colocó unas gafas entre los dedos reumáticos. Se las puso. Un asistente de guantes blancos empezó a empujar la silla por sobre la alfombra y él simuló revisar las cuartillas. No eran pocas, por el tamaño de las letras. La última estaba escrita en varios idiomas, las habituales menciones especiales a guerras, dictaduras, hambrunas, terremotos y demás tragedias colectivas que cada semana afligían más a la especie humana. Pues bien, probablemente desde ahora aquellas novedades se multiplicarían en forma incontenible, pensó.
Se detuvieron ante otro ascensor abierto, éste menor y lujoso, con su interior tapizado de terciopelo púrpura. Tras la silla entraron dos cardenales y un secretario civil. Fue una subida rápida, de dos pisos. Salieron a un pasillo iluminado con luz artificial donde aguardaba otra comitiva. Un aire aún más solemne embargaba a aquellos hombres, en cuyas vestiduras predominaban el negro y el rojo. Caminaron tras la silla —que todavía conducía el asistente enguantado— sin hablarse casi, intercambiándose sólo informaciones escuetas. Su andar resuelto aunque lento denunciaba un hábito, un dominio de los acontecimientos. Verlos progresar por aquel corredor alfombrado de púrpura daba incluso la impresión de una celeridad creciente. Dejaron atrás unas cuantas puertas gigantescas, algunas abiertas a salas muy amplias. En cierto punto alcanzaron el rumor de la plaza que enseguida comenzó a aumentar. Desembocaron en un salón con columnas de mármol, al fondo del cual, por tres claros entre el cortinaje, penetraba con el ruido de la plaza la violencia del sol. Pese a ello las arañas permanecían encendidas. Había allí, contra las paredes ornadas con grandes frescos, una numerosa concurrencia que saludó con una inclinación de cabezas, unánime.
Él apenas tendió la mirada por sobre las gafas e irguió la diestra en un esbozo de bendición. Después paseó brevemente la vista por una pared. Un santo envuelto en ropas de monje lo contemplaba con piedad, las manos sobre el pecho, un chorro de luz celestial posado sobre la coronilla. Parecía querer elevarse en medio de una tempestad que agitaba los árboles a su alrededor y colmaba el cielo de nubarrones, rescatado por aquella luz milagrosa. A su lado, en una pintura que cuando menos doblaba el tamaño natural, una Virgen sonreía a su niño mientras cuatro angelotes la coronaban con flores. Más allá, un San Sebastián sufría las saetas con su resignación pendiente del techo.
Quitó la vista de las pinturas. Volvió a sumirse en los papeles.
Los altavoces lo anunciaron. La aclamación inundó el recinto como un bramido y se desflecó en oleadas declinantes de gritos aislados y aplausos.
—¿Vamos, Santidad? —preguntó a su oído una voz melodiosa.
Asintió con la cabeza.
La silla avanzó bajo la lluvia luminosa de las arañas hacia el claro central. Al aparecer en el balcón, exactamente ante el atril, provocó otro bramido, ahora más violento todavía. El resplandor del día lo cegó. Impartió la bendición a una danza de sombras, hacia ambos lados y al frente. Nada de crear sospechas. Acomodó los papeles en su regazo y dirigió la mirada hacia el atril, donde dos manos pequeñas ubicaban las copias. Las manos terminaron de formarse en las sombras que se disipaban. Unas manitas muy blancas, con puños de encaje blanco. Miró a su dueño. Un niño. Rubio, hermoso, su edad llegaría lo mucho a los doce años. Sus rizos color oro le tocaban los hombros cubiertos por una casulla roja. Al sentirse observado, el niño le insinuó una reverencia, muy serio. Algo tornó la observación más intensa.
—¿Pero, tú eres una niña? —inquirió él, subiéndose los anteojos.
—Sí, Santidad.
La sorpresa se plasmó en las arrugas del ceño. Preguntó:
—¿Y qué haces aquí?
—Soy sacerdotisa de tu iglesia. Y un día ocuparé tu lugar.
La sorpresa se expandió por todo el rostro. Fue una expresión fugaz, y la sustituyó una sonrisa o lo que en aquel semblante podía ser una sonrisa. ¿Qué le importaba ya lo que sucedía o sucedería en el mundo?
Ella le sonrió ligeramente mientras enderezaba el micrófono adherido al atril. Luego bajó las manos y se quedó cabizbaja, se diría que indecisa.
—Qué bonita cruz —dijo él. —Déjame verla mejor.
Ella se arrimó y él examinó la joya que pendía de una fina cadena. Era una cruz plateada. En el centro había, labrado, un ojo, en cuyo centro rutilaba una piedra rojiza. Él comprobó el incipiente relieve de los senos y aspiró una fragancia rara y suave, que le recordó a la lluvia en la hierba. Entonces la niña le ordenó al oído:
—No intentes nada, o desconectaré ese micrófono.
PÁGINA 17
Por Alejandro Maciel (Paraguay-Corrientes)
Alejandro Maciel: En “Yo, el Supremo”, la figura de Gaspar Francia es particularísima. Un dictador que muere pobre escapa a las estadísticas. Es algo insólito. Tan insólito como la novela que Usted escribió.
Augusto Roa Bastos: Desde mi infancia me fascinó mucho este personaje tan misterioso del cual no se sabía prácticamente nada y no se sabe nada, ya que no dejó ningún testimonio útil de lo que fue su propia vida. En el archivo hay casi veinte mil legajos pero son todos de carácter administrativo: bandos, órdenes, instrucciones, inventarios, auditorías.
“Auto Supremo: Pagar 30 onzas de plata a la viuda Gaspara Cantuaria de Arroyo en reparación de daños morales y perjuicios materiales. Más una pensión de seis pesos con dos reales por cada hijo hasta que el mayor alcance mayoría de edad. Cumplida, entrará a revistar en el cuerpo de la Banda del Cuartel del Hospital con el grado de cabo músico. A propósito, y a fin de que todas las bandas del país vuelvan a atronar el aire con sus marciales sonoridades tal como tengo ordenado, toma nota del siguiente pedido a los comerciantes brasileros del Itapúa: 300 clarines de metal latón y otros tantos bañados en bronce; 200 cornetas de llaves; 100 oboes, 100 trompas; 100 violines; 200 clarinetes; 50 triángulos;100 pífanos; 100 panderetas; 50 timbales; 50 trombones; dos gruesas de papeles de música; 1000 docenas de cuerdas y bordonas de guitarra, para reponer la anterior partida que cayó al agua en el cruce del Paraná...”(1)
A.M.: Pero la persona de Francia no existe. Se habrá sepultado debajo de los veinte mil inventarios y había que inventarla.
A.R.B.: No quedó ningún documento digamos biográfico salvo versiones orales... pero eso hay que tomarlo siempre con reservas.
A.M.: Digamos que en la novela la figura del dictador latinoamericano se viene repitiendo desde Carpentier, Asturias, García Márquez... aunque el enfoque que Usted le dio es absolutamente original. Tal vez tan original como Gaspar Francia que no es, por ejemplo, como “El Señor Presidente”, de Asturias o El Primer Magistrado de Carpentier. Francia era ilustrado, no se enriqueció a costa del Estado, en fin...
“¿Podría alguien reemplazarme en la muerte?. Del mismo modo nadie podría reemplazarme en vida. Aunque tuviera un hijo no podría reemplazarme ni heredarme. Mi dinastía comienza y termina en mí, en YO-ÉL. La soberanía, el poder de que nos hallamos investidos, volverán al pueblo al cual pertenecen de manera imperecedera. En cuanto a mis bienes personales serán repartidos de la siguiente forma: La chacra de Ybyray a mis dos hijas naturales que viven en la Casa de Recogidas y Huérfanas; de mis haberes no cobrados que alcanzan la suma de 36.564 pesos fuertes con dos reales, se hará pagar un mes de sueldo a los soldados de los cuarteles, fuertes, fronteras y resguardos tanto del Chaco como de la Región Oriental. A mis dos viejas criadas 400 pesos, más el mate con la bombilla de plata a Santa; a Juana, que ya está más arqueada que un asa, mi vaso de noche, que le corresponde de hecho y de derecho por haberlo manipulado día y noche con más que sacrificada devoción. A la señora Petrona Regalada, de quien dicen que es mi hermana, 400 pesos, además del vestuario, guardado en ese baúl. El resto de mis haberes no cobrados serán distribuidos asimismo a los maestros de escuela, a los maestros y aprendices músicos, a razón de un mes de sueldo a cada uno sin hacer omisión de los indiecitos músicos que sirven en todas las bandas de los cuarteles...”(2)
A.R.B.: ¡Distribuyó las tierras!, se preocupó de que la población viviera sana y alimentada durante todo su régimen, promovió una enseñanza uniforme para todo el país que llegaba hasta el tercer grado de la primaria. Por el respeto a la condición humana una dictadura nunca es deseable, pero hay que juzgarlo a Francia en función de su época. Él estaba encerrado en un bastión siempre amenazado por anexiones de los países más fuertes, sobre todo el Brasil. Y un poco también la Argentina. Él cerró esto con una muralla impenetrable, fue la “muralla china” del Doctor Francia y así salvó, no sé si para bien o para mal, una comunidad como la nuestra. Y aquí estamos todavía.
“Pedro Juan Caballero me recibió en la puerta: ya sabrá, amigo doctor, que le hemos echado la capa al toro y que nos resultó muy manso. Mientras cruzábamos el patio le pregunté: ¿Qué se ha dispuesto, qué se hace?. Se ha determinado enviar de expreso al naviero José de María en una canoa dando parte a la Junta de Buenos Aires de lo que ha sucedido, contestó el capitán.
En el puesto de guardia estaba Somellera dando los últimos toques al oficio. Se lo arranqué de las manos. Este parte no parte, dije. Si tal se hace sería dar el mayor alegrón a los orgullosos porteños. Nada de eso. Acabamos de salir de un despotismo y debemos andar con cuidado para no caer en otro. No vamos a enviar nuestro tácito reconocimiento a la Junta de Buenos Aires, en el tono de un subordinado a un superior. El Paraguay no necesita mendigar auxilio de nadie. Se basta a sí mismo para rechazar cualquier agresión. Volvíme luego a Somellera que me acechaba, irritado camaleón. Con mucha suavidad le sugerí: Usted ya no hace falta aquí. Más bien le diría que estorba. Es menester que cada uno sirva a su país en su país”.(3)
A.M.: Entonces defendió la unidad en un momento riesgoso.
A.R.B.: Defendió la integridad, tanto la territorial como la política y económica. La identidad se va haciendo todos los días, no es algo estático, porque las nuevas generaciones entran en una realidad que se va transformando. Pero antes de esto hace falta una integridad.
A.M.: ¿Recurrió al material histórico para reconstruir la vida de Gaspar Francia, o es más imaginaria que real?. Como yo no conozco la historia del Paraguay, o conozco muy poco, no sé qué es imaginario y qué real dentro de la novela.
A.R.B.: Probablemente acá en el Paraguay yo sea uno de los que más conoce la historia de Francia, y lo digo modestamente porque sé que tenemos muy buenos historiadores. Pero no la investigué para afirmar la historia oficial sino para negarla.
“Yo soy el árbitro. Puedo decidir la cosa. Fraguar los hechos. Inventar los acontecimientos. Podría evitar guerras, invasiones, pillajes, devastaciones. Descifrar esos jeroglíficos sangrientos que nadie puede descifrar. Consultar a la Esfinge es exponerse a ser devorado por ella sin que se pueda develar su secreto. Adivina y te devoro. Ellos vienen. Nadie anda solamente porque quiere y tiene dos patas. Nos vamos deslizando en un tiempo que rueda también sobre una llanta rota. Los dos carruajes ruedan juntos a la inversa. La mitad hacia adelante, la mitad hacia atrás. Se separan. Se rozan. Rechinan los ejes. Se alejan. El tiempo está lleno de grietas. Hace agua por todas partes. Por momentos tengo la sensación de estar viendo todo esto desde siempre. O de haber vuelto después de una larga ausencia. Retomar la visión de lo que ya ha sucedido. Puede también que nada haya sucedido realmente salvo en esta escritura-imagen que va tejiendo sus alucinaciones sobre el papel. Lo que es enteramente visible nunca es visto enteramente. Siempre ofrece alguna otra cosa que exige aún ser mirada. Nunca se llega al fin.”(4)
A.M.: Lo hizo desde la literatura....
A.R.B.: Yo soy un anti-historiador. Pero para negar la historia, primero tenía que conocerla. Ése fue el deber que me impuse, pero no porque yo sea un historiador. La novela es totalmente imaginaria. Pero una vez un estudiante me preguntó quién era el personaje central de “Yo, el Supremo” y recién en ese instante me planteé seriamente la cuestión. Él decía que la obra era autobiográfica y que casi ocultamente yo era el personaje central, pero creo que no es así. El protagonista absoluto de la novela es el lenguaje. Si observa con atención verá que los personajes son casi pretextos, como coartadas para el desarrollo de esa lucha entre el lector, el autor y el lenguaje. Todo el universo del lenguaje, con sus virtudes y artificios, está omnipresente en cada parte de la obra. Las discusiones entre los personajes son en realidad formas de examinar las leyes del discurso y el pensamiento.
A.M.: En la novela, Francia aparece como un neurótico obsesivo, un poco sádico.
A.R.B.: Creo que era un neurótico solitario más bien. La suma del poder lo aisló más. Ya no tenía ni siquiera consejeros confiables.
A.M.: En la novela se transmite ese enorme peso de la responsabilidad de tener que sostener un gobierno. Todo lo hacía él y solo él.
A.R.B.: ¡Hasta los ejercicios militares los hacía él, no siendo militar!.
A.M.: Y el diseño de los uniformes civiles y militares...
A.R.B.: Era un perfeccionista.
A.M.: Me gustan esas comparaciones económico-administrativas que hace continuamente durante sus reflexiones antes de decidir un acto de gobierno: “un militar no puede ganar tanto puesto que un maestro está ganando tanto” parece que buscaba un equilibrio racional continuamente.
A.R.B.: Él fue un personaje único. Había sido doctor “por ambos derechos” el canónico y el civil. Sobre ese material yo recreé mi propia versión de Gaspar Francia. Una invención de mis propias obsesiones con respecto al Poder que es el tema central de toda mi obra. Así como el amor, la persecución. Somos un país perseguido por la fatalidad y cada uno de nosotros tiene sedimentado como una marca el exilio interior por una parte, la persecución por otra, todo esto añejado en más de cien años. Y hemos sobrevivido a pesar de todo y ahí está la fuerza que mantenemos, gracias a tener que sobrevivir. Y también la modestia y la contención de nuestra colectividad.
(1) De “Yo el Supremo”, pág. 174, edic. Alfaguara, Asunción, 1997.
(2) De “Yo el Supremo”, pág. 126, edic. cit. página
(3) De “Yo el Supremo”, pág. 155, edic. cit.
(4) De “Yo, el Supremo” pág. 196, Edit. Alfaguara, 1997.
PÁGINA 19 – GASTÓN GORI
Por Manuel Bande (Santa Fe)
“Se marchó risueño / después de cantar / y tal es su sueño /
que no tiene empeño / ¡ay! en despertar...” Amado Nervo
Esta página destinada a la recordación de tantos poetas, tiene por objeto rescatarlos del olvido para las cátedras de literatura. Es allí donde deben perpetuarse sus nombres en la memoria de las generaciones jóvenes. Ellos son los ejemplos a incorporar en toda formación intelectual y humanística, tan depreciada en los niveles de la educación actual. Y son los profesores los únicos que pueden asumir el compromiso y la responsabilidad, dado que son quienes mantienen diálogos cotidianos con los alumnos. Y aunque la disciplina esté en crisis, la reiteración del conocimiento en el aula, mantendrá en el subconsciente de sus estudiantes un resto suficiente como para ser, en un futuro no tan lejano, evocados con nostalgia. El paso por las aulas nunca se olvida y tampoco los personajes que hacen mella en la sensibilidad naciente.
José Cibils es un ejemplo de humanismo, de humildad y de talento poético.
Nacido en la ciudad de Nogoyá (Entre Ríos) el 8 de agosto de 1866, llega a Santa Fe en 1878 y, al año siguiente, se inscribe como alumno en el Colegio de la Inmaculada Concepción, en cuya Academia Literaria se destaca, egresando en 1884 con el título de bachiller. Radicado en Rosario, comienza a publicar sus obras y a actuar en el periodismo como fundador del diario “Nuevo Día” de Santa Fe y como asiduo colaborador en diarios y revistas.
En 1888 contrajo matrimonio con Delia Molinari, con quien tuvo diez hijos.
Fue Secretario de la Sub Delegación Política y designado Juez de Paz de la ciudad de Reconquista, luego de Florencia. Posteriormente asume como Inspector General de Escuelas y resultó electo Diputado y Convencional por el Departamento Vera en 1909 y reelecto hasta 1911 presentando el proyecto de Ley Escolar. Ese mismo año es nombrado vocal del Consejo de Educación.
Con posterioridad publica: “La Huérfana” (1885); “Rimas y Estrofas” (1888); “Crisálidas” (1895); “El Ángel del Amor (1895); “Nenúfares” (1900); “Flores Nativas” (1908); “Ondas de Luz” (1909); “Los Laureles” (1909); “Auras de Salud” (1918); “La Canción Ideal – Brillazones” (Poesías póstumas, 1921).
El 3 de octubre de 1919, fallece en Santa Fe, que le honra con una de sus calles, ubicada en el Barrio Estanislao López, al oeste de la ciudad, flanqueado por Juan Mantovani y José Pedroni.
En Santo Tomé tenía su casa y allí vivió durante ocho años, apartado de las luchas políticas que le habían llenado de amargura. En esa casa escribe su poema “Porvenir” dedicado a los jóvenes amigos: “Los arrestos que provienen de la fuerza más extraña, / aureolado de una estrella por los nimbos de zafir, / hoy el joven peregrino se dirige a la montaña / y a la sombra del abismo va diciéndole al subir: // Es en vano que pretenda detenerme la maraña: / el dolor más formidable de este mundo sé sufrir / y la fe de los atletas a la cima me acompaña / donde voy el alto premio de la gloria a recibir. // Ya los muertos no gobiernan a los hombres del futuro, / con las nuevas redenciones voy barriendo entre lo obscuro / los prejuicios que entorpecen los senderos del vivir. // En mi mente va la idea victoriosa y redimida, / con su ardor voy incendiando las malezas de la vida... / ¡soy el Sol que en otro tiempo se llamaba ´Porvenir´”!
En su canto “A la Poesía” dice el poeta: “Si el pan de la vida para él escasea, / si el oro del mundo le quita el perverso / ¿qué pan más sagrado que el pan de la idea / y qué oro más puro que el oro del verso?”
Suplicó a su esposa, en un poema cargado de humildad: “Y por eso mi bien, si siempre me amas; / cuando muera, ¡por tu amor te pido, / que arrojes estos versos a las llamas / para dormir seguro en el olvido!”
En toda su poesía encontramos arrebatos poéticos tales como en “La Espuma”: “Blanca es la espuma de la mar, y es blanca / como la nieve o cual la blanca pluma / de la garza dormida en la barranca, / así, blanca es la espuma.”
Como amante de toda la naturaleza, también admiraba el campo. Por eso, en “Cuadro Campero” expresó: “Es un camino largo por la llanura escueta. / El campo está reseco, la ardiente ventolina / levanta polvareda en tanto que camina / al paso de los bueyes, chirriando, la carreta.” y en “Mi rancho”: “Cuando era joven tenía / mi rancho sobre una loma; / le llamaban ´La Paloma´/ porque torcaz parecía; / de lejos se lo veía / coronando un pajonal / y a la orilla de un ceibal / en cuyas copas lozanas / en las tardes y mañanas / cantaba alegre el zorzal.”
Por José Luis Víttori (Santa Fe)
“Poner palabras es poner ideas o/es
instigar una actividad creadora de ideas”
J.L.Borges
¿Nos da margen el pensamiento del escritor para referirnos a una estética personal? Una estética, decimos, no una ajena filosofía del arte. Una estética en cuanto meditación sobre los medios formales, en la cual suele menudear el pensamiento de un escritor cuando la entiende como condición del arte de la palabra hecha poesía, narrativa, drama o ensayo, “con la heroica urgencia de aferrar la vida huidiza”.
Puestos al trabajo de su identificación, ¿en qué sentido utilizaríamos el término “estética”? Para no enredarnos en un debate sobre los alcances del concepto o de la disciplina, diremos de un modo provisorio y para iniciar nuestra búsqueda, que Estética es la reflexión sobre la actitud creadora que se manifiesta en el uso de los medios formales al componer una obra de arte (en nuestro caso literaria), y también sobre los valores estéticos que en el acto de crearla se incorporan a dichos medios.
En un ensayo de su libro “El idioma de los argentinos” (1928), obra temprana (o “mañanera”, en su lenguaje), Borges escribe: “Indagar ¿qué es lo estético? es indagar ¿qué otra cosa es lo estético, qué única cosa es lo estético?” (“La simulación de la imagen”, 73 y Ss.). A partir de esas preguntas inicia el autor su perseverante, renovado, discutidor y cíclico examen del tema, en los diversos aspectos y componentes que incluye.
Ya en libros anteriores a “El idioma...” se advierte la preocupación de Borges en definir de un modo personal los medios formales de qué (y cómo) se vale en su lenguaje y su particular visión de la literatura. Con este ejercicio intelectual no quiere “dictar normas, sino escribir observaciones” que valdrán para él (o no) en lo sucesivo y también para quienes lo sigan.
“El lenguaje (nos dijo en sus comienzos) es la díscola forzosidad de todo escritor” (...) –gran fijación de la constancia humana en la fatal movilidad de las cosas-, práctico, inliterario, mucho más apto para organizar que para conmover, no ha recabado aún su adecuación a la urgencia poética y necesita troquelarse en figuras” (Cf. “Inquisiciones”: “Examen de metáforas”, P.71 y Ss.).
El escritor, el poeta, conjuran en su aspiración expresiva los aspectos o niveles eidéticos del idioma: con entrañable ánimo lírico buscan (o van al encuentro) de ciertos valores verbales necesarios para plasmar sus emociones; mientras esa forma íntima de la expresión personal no se logra, el autor adorna su lenguaje con figuras: la metáfora (“vocinglero alarde” de los “literatos cultos”) o la hipérbole (“parcialidad” de la poesía popular), entre ellas.
En este punto acordaba el joven Borges, urgido de un estilo tan confidencial como elocuente en su sencillez, con los preceptistas Luis de Granada y Bernard Lamy, allí donde ambos afirmaron que “el origen de la metáfora fue la indigencia del idioma”. A lo cual agregaría: “El idioma es un ordenamiento eficaz de esa enigmática abundancia del mundo (...) Un prolijo mapa que nos orienta por las apariencias, un santo y seña utilísimo (...) mucho más apto para organizar que para conmover (pues) no ha recabado aún su adecuación a la urgencia poética y necesita troquelarse en figuras” (O.C., 72/73). Así, los tropos o las figuras de dicción, entre las que se encuentra la metáfora, son aderezos al lenguaje en estado silvestre –diríamos-, tal como el escritor lo recibe de los usos cotidianos no requeridos y por lo tanto no valorizados en la lisa y llana expresión de un sentir.
En “La metáfora”, luego de diferenciar lo individual del coplista y lo meramente personal del poeta culto –sin admitir confusión entre ambos-, ensaya él mismo una nueva ordenación de los tropos, “allende la secuencia de traslaciones” ya legalizadas por los preceptistas clásicos. Y seduce con su propio arte de desentrañar imágenes en una “labor clasificatoria comparable a un diseño sobre papel cuadriculado”, que así lo escribe con su incipiente genio irónico.
Ironía y autoironía ya manifestadas en un ensayo anterior a éste: “Después de las imágenes”, en el cual se sonríe de la prodigalidad con que los poetas de su generación “fatigamos largamente la metáfora, vinculando cosas lejanas”, e insta a olvidar su “hechicería”, a no adoptar el error “que desanima tantos versos: el de confiarlo todo a la connotación de las palabras, al ambiente que esparcen, al estilo de vida que ellas premisan” (P.147, sobre la poesía de Herrera y Reissig): “Ojalá nuestro arte olvidándola pueda zarpar a intactos mares” (O.Cit., P.31)
Son estos los tiempos y el pronunciamiento del ultraísmo que Borges ha vivido en España y trasladado consigo a Buenos Aires. “Comenzaba el ultraísmo en tierras de América y su voluntad de renuevo que fue traviesa y brincadora en Sevilla” (...), un clamor contra “la excepcional preeminencia que hoy suele adjudicarse al yo” (Cf. “La nadería de la personalidad”, P.93 y Ss.) o el amaneramiento ornamental de “la egolatría romántica y el vocinglero individualismo” (P.101). En nombre de las sencillas imágenes renovadas, Borges exalta la personalidad y la poesía de Cansinos Asséns, de Fernán Silva Valdés y de Norah Lange.
“El alba especular de la palabra lírica, tras de haber reflejado todas las actitudes y todas las ciudades de los hombres, torna (Cansinos) a su manantial y espeja el nacimiento de su propia gracia ambiciosa” (Cf.52). A su impulso “ejercimos la imagen, la sentencia, el epíteto, rápidamente andariegos y graves a lo largo de las estrellas del suburbio, solicitando un límpido arte que fuese tan intemporal como el de siempre. Abominamos los matices borrosos del rubenismo (de la “afrancesada secta”) y nos enardeció la metáfora por la precisión que hay en ella, por su algébrica forma de mundo” (O.Cit., P.133). En el mexicano, “generoso de imágenes preclaras”, “también de adjetivos”, se complace en remarcar que no acude “al prestigio de los vocablos aislados, sino a la conjunción feliz de ambas voces” (´atónita ventana´, ´calle planchada´, ´voz ojerosa´). Esto es, a la acertada metáfora.
Tempranero y retador en la divergencia, a Borges le gusta medirse en sus afinidades con los coincidentes –los ya nombrados y Unamuno y González Lanuza-, al tiempo que diferenciarse en sus animosidades con los desiguales. Entre estos, Leopoldo Lugones, (“su altilocuencia de bostezable asustador de leyentes” –dice-) y Ricardo Rojas (“gritador hecho de espuma y patriotería y de insondable nada”. O.Cit., P.144)
(1) Este trabajo es un anticipo del libro que, con el mismo título, se publicará en fecha próxima.
PÁGINA 22
VERANO de 2005
PÁGINA EDITORIAL
La deuda del escritor genial.
Los escritores clásicos fueron aquellos que representaron más fielmente los rasgos del ámbito en que vivieron, crecieron y murieron y, profundizando en ellos, mostraron la presencia de lo trascendente a lo que solamente se llega a través de lo concreto y singular. Ni siquiera los autores de narraciones fantásticas valiosas dejaron de mostrar su pertenencia a un medio y a una época.
Dante, Shakespeare, Cervantes, Goethe, son representantes cabales del pueblo al que pertenecieron, con sus contradicciones y toda su riqueza. Vale decir que, de algún modo, aflora en ellos no solamente la presencia de la inspiración que viene de lo alto sino la carnadura que le han otorgado la tradición, el paisaje y la manera de ser de su gente.
Digamos que si esos grandes artistas llegaron a la cumbre desde donde se vislumbra la eternidad fue por su deuda con la savia que le prestó su experiencia con la llanura fecunda de su pueblo. Esos nombres son más que individuales, porque en ellos se funde la inspiración divina con el aporte anónimo extraído de anécdotas, rasgos, gracia, decires, vivencias de los seres que los rodeaban.
El creador auténtico no es el narcicista que vive para ser un ídolo.
¡Cuánto representa de la humanidad de todos los tiempos un personaje que solamente podría haber sido creado en España: el Quijote de la Mancha! Ese pobre personaje que quiere ser héroe para desfacer entuertos y vengar agravios, es tan humano en su debilidad y extravío que nos involucra a todos, ya que no hay nadie que no haya soñado con la grandeza y que no aspire a destacarse de algún modo. Y no todos aprenden como él a comprender sus límites, a recuperar la objetividad que viene a ser el comienzo de otra historia, donde quizás Alonso Quijano entienda que para llegar a la verdad hay que someterse a la voluntad de Dios.
En el Quijote se da la tragicomedia humana, la del individuo común que lucha contra el poder sin otras armas que sus sueños. Y Cervantes, cuando creó su obra, estaba unido al destino de todos los hombres de su pueblo. Tanto es así que Sancho termina por convertirse también en el Quijote.
Cervantes le debe a sus andanzas su contacto con lo popular y, por supuesto, encontrar allí la presencia de Dios, la inspiración para su obra máxima.
Los ejemplos pueden multiplicarse con Shakespeare, Dante, Goethe y sus personajes. Ninguno ha surgido del narcicismo o del subjetivismo. Allí desfilan tipos humanos que han nacido de la observación amorosa de personas anónimas y de paisajes concretos.
Hay que comprender que cuando decimos esos nombres de la literatura clásica universal estamos reconociendo en ellos la tradición, el genio, la identidad.
¿Qué conclusión extraemos de estas reflexiones? Que un artista genial recibe su don desde el cielo y a través del aporte de personas y circunstancias que lo rodean. Y que su genialidad la demuestra, precisamente, por devolverle a todos esos factores lo que ellos le han dado. Deja su individualidad aislada para fundirse en el amor universal que siempre actúa a través de las circunstancias concretas.
Hay muchos artistas geniales que no dejaron sus nombres inscriptos en la historia de la literatura.
Los escritores clásicos fueron aquellos que representaron más fielmente los rasgos del ámbito en que vivieron, crecieron y murieron y, profundizando en ellos, mostraron la presencia de lo trascendente a lo que solamente se llega a través de lo concreto y singular. Ni siquiera los autores de narraciones fantásticas valiosas dejaron de mostrar su pertenencia a un medio y a una época.
Dante, Shakespeare, Cervantes, Goethe, son representantes cabales del pueblo al que pertenecieron, con sus contradicciones y toda su riqueza. Vale decir que, de algún modo, aflora en ellos no solamente la presencia de la inspiración que viene de lo alto sino la carnadura que le han otorgado la tradición, el paisaje y la manera de ser de su gente.
Digamos que si esos grandes artistas llegaron a la cumbre desde donde se vislumbra la eternidad fue por su deuda con la savia que le prestó su experiencia con la llanura fecunda de su pueblo. Esos nombres son más que individuales, porque en ellos se funde la inspiración divina con el aporte anónimo extraído de anécdotas, rasgos, gracia, decires, vivencias de los seres que los rodeaban.
El creador auténtico no es el narcicista que vive para ser un ídolo.
¡Cuánto representa de la humanidad de todos los tiempos un personaje que solamente podría haber sido creado en España: el Quijote de la Mancha! Ese pobre personaje que quiere ser héroe para desfacer entuertos y vengar agravios, es tan humano en su debilidad y extravío que nos involucra a todos, ya que no hay nadie que no haya soñado con la grandeza y que no aspire a destacarse de algún modo. Y no todos aprenden como él a comprender sus límites, a recuperar la objetividad que viene a ser el comienzo de otra historia, donde quizás Alonso Quijano entienda que para llegar a la verdad hay que someterse a la voluntad de Dios.
En el Quijote se da la tragicomedia humana, la del individuo común que lucha contra el poder sin otras armas que sus sueños. Y Cervantes, cuando creó su obra, estaba unido al destino de todos los hombres de su pueblo. Tanto es así que Sancho termina por convertirse también en el Quijote.
Cervantes le debe a sus andanzas su contacto con lo popular y, por supuesto, encontrar allí la presencia de Dios, la inspiración para su obra máxima.
Los ejemplos pueden multiplicarse con Shakespeare, Dante, Goethe y sus personajes. Ninguno ha surgido del narcicismo o del subjetivismo. Allí desfilan tipos humanos que han nacido de la observación amorosa de personas anónimas y de paisajes concretos.
Hay que comprender que cuando decimos esos nombres de la literatura clásica universal estamos reconociendo en ellos la tradición, el genio, la identidad.
¿Qué conclusión extraemos de estas reflexiones? Que un artista genial recibe su don desde el cielo y a través del aporte de personas y circunstancias que lo rodean. Y que su genialidad la demuestra, precisamente, por devolverle a todos esos factores lo que ellos le han dado. Deja su individualidad aislada para fundirse en el amor universal que siempre actúa a través de las circunstancias concretas.
Hay muchos artistas geniales que no dejaron sus nombres inscriptos en la historia de la literatura.
PÁGINA 2
La muerte de “San Agapito”.
Por Manuel Bande (Santa Fe)
Agapito era tape puro, aquerenciado en la estancia “Las Mulitas” desde chico. Había nacido en el Chaco, en la pequeña toldería toba autorizada por la Administración para vivir según sus costumbres en los esteros del río Tapenagá.
Se había ganado el ala del capataz, que lo apadrinó y lo usó siempre de mandadero, cazador, baqueano, resero o lo que fuera que necesitase. Es que Agapito era obediente, servicial y simpático. Hasta que se puso viejo, de repente, cuando cumplió los treinta años, después de sufrir la picadura de una yarará.
Según el brujo de los tobas, se salvó porque antes de que lo llevaran al hospital, él le puso un payé de uso permanente atado en una punta del pañuelo de cuello, para protegerlo del veneno.
Siete horas tardaron en llegar al hospital de Resistencia, para su atención, y debió ser por la tardanza que quedó bastante mal. Se hinchaba y orinaba sangre cuando soplaba el viento norte.
Después de que se repuso de la picadura de la yarará, Agapito se juntó con una peona de la Administración y lo nombraron puestero en un rincón alejado de la estancia, sin obligación fija, más que nada para hacer que, con su presencia, se alejaran los cazadores furtivos y los cuatreros que incursionaban en la zona.
Cada tanto salía para hacer algún recorrido acompañado por sus siete perros. Ellos husmeaban por los alrededores del sendero sin recibir la menor atención de su dueño hasta que el ladrido de uno y la atropellada del resto iniciaban la cacerñía de algún bicho escondido. Era entonces cuando Agapito, con su parsimonia habitual, desmontaba, y a faca y talero ultimaba la presa descubierta y acosada por la perrada. Y al parecer fue en uno de esos días de mal tiempo cuando, según el brujo y los manosantas entendidos, por haber perdido el payé mientras cazaba, se le escapó la ponzoña que tenía en el cuerpo y se murió.
La noticia de su muerte corrió como un reguero, sin esperar confirmación, desde el mismo momento en que todos supieron que había vuelto el caballo solo al rancho y la mujer, asustada, temiendo lo peor, se allegó a la Administración para dar aviso, en un galope desbocado sobre el mismo caballo de Agapito.
Todos conocían ese tordillo manso y obediente y presentían que solamente con su dueño muerto podia haber regresado así a su casa, como pidiendo socorro. La mujer contó que el caballo traía los aperos bien encinchados y las riendas colgando, lo que hacía maliciar algún tipo de accidente grave.
Cuatro peones y el capataz salieron a buscarlo siguiendo el rastro y lo encontraron, bien adentro del monte, en el claro de un pajonal, como a una legua de su casa.
Agapito yacía muerto desde hacía días, rodeado de algunos chanchos salvajes que había cazado antes de morir. Debido a la pelea dura y extenuante con los animales o al mal tiempo y el viento norte que no dejaba de soplar o a que ya no se sentía bien, después de cerrarle los ojos, el capataz diagnosticó con autoridad: “paro cardiáco”.
Los siete perros que lo velaban lo salvaron de ser comido por las fieras, pero fue difícil hacercarse. El tufo y las moscas, excitadas por el calor, tornaron un suplicio cruzarlo en la cruz de su caballo. Para colmo comenzó a llover.
Era de noche cuando llegaron al puesto y se amontonaron apurados en el único ambiente. Casi no cabían, por lo que, sentados en el suelo, aguantaron como pudieron, atormentados por los alaridos que, cada tanto, profería la viuda... y a la mosquitada que aprovechaba el alimento a mano.los caballos quedaron desensillados y sueltos, con el padrillo atado al cepo para evitar que los otros se alejaran demasiado. Lo dejaron al Agapìto sobre un tablón, debajo de un timbó centenario cuya enramada casi llegaba al rancho, tapado apenas con algunos plásticos, para que se oreara y perdiera un poco la pestilencia. La lluvia impidió traer un cajón del pueblo, por lo que, al otro día, temprano, lo amortajaron casi sin ropa, con una bolsa de arpillera que le metieron por la cabeza hasta la cintura, y otra desde los pies a la barriga, unidas en el centro con alambre fino bien apretado porque se estaba hinchando demasiado y había peligro de explosión-.
Quedó medio encogido y hubo que hacer fuerza para acomodarlo, porque ya estaba duro por culpa de eso que le dicen el rigor mortis. Parecía un fardo preparado para el despacho. Y lo dejaron nomás donde estaba porque no se animaron a meterlo bajo el techo reservado para la gente en caso de que siguiera arreciando el mal tiempo.
La calidad del cadalso quedó asegurado por las cuatro velas de sebo colocadas en cada punta del tablón y, sobre el embolsado, depositaron un ramo de margaritas de papel que la viuda guardaba de su casamiento. Aprovechando el asueto decretado por la Administración, todo el personal de la estancia, con sus mujeres, las peonas de los servicios y algunos vecinos se convocaron para darle la despedida. Eran como cincuenta en total. Algunos hombres flojos lloraban sin vergüenza y casi sin control, animados por las lloronas tobas que, cada tanto, proferían los alaridos del rito de los difuntos, estremeciendo la circunstancia. El brujo puso algunas brasas en un tazón de barro y, con hojas de eucaliptos y ramitas de ruda macho, humeó el entorno, mejorando el ambiente.
El capataz autorizó carnear tres ovejas y, al reparo del timbó, prepararon un fuego grande. Los hombres le hicieron la rueda, sentados en cuclillas o sobre los aperos, dejando a las mujeres paradas, chismorreando sus cosas. La Administración asignó, como era de costumbre, dos damajuanas grandes de vino y una caja de caña quemada y los tobas se hicieron presentes con una tinaja de aloja recién fabricada.
Entre los mates circulantes y un gran jarro escanciador, se fue armando el velorio. Los más amigos se acercaron al muerto y la viuda improvisó algunos rezos aprendidos en su infancia, acompañada por aquellos que tampoco sabían bien la letra pero hacían la coda.
Mientras el asador hacía su trabajo, una acordeona chamamecera, una guitarra y un cantor improvisado, pusieron el punto en honor del difunto. Cuando el primer sapukay vibró en el aire, las mujeres comenzaron el baile, pero la viuda, por respeto, rechazó el cumplido que todos le ofrecieron y se quedó sentada en un banquito con las manos en la falda, conteniendo las ganas y aplaudiendo los requiebros de los bailarines.
A medida que el asado se hacía, cada uno se fue sirviendo y, antes de la media tarde, todos quedaron almorzados, incluidos los perros.
Cansados por el baile, el calor y el alcohol, la modorra atropelló fuerte y hasta las velas dejaron de arder. Los amigos se dieron por cumplidos, ensillaron y se fueron casi sin despedirse porque se había levantado un viento feo y el tiempo amenazaba.
Las indias, cansadas y sudorosas, también se fueron, llevando en el enfaldo de sus polleras las entrañas de las ovejas desdeñadas en la carneada. De los tobas sólo quedó el brujo, canturreando bajito el quejido de sus oraciones y tratando de meterle al muerto una bolsita con un payé agorero para la otra vida mientras esperaba la propina de la viuda o, al menos, alguna ropita del difunto.
El Párroco de Basail, advertido del suceso por el comisario del pueblo, envió a su teniente cura para hacer presencia cristiana en el velorio, pero el barro y la lluvia impidieron que el jovencito llegara más allá del pavimento de la ruta, detenido en el boliche caminero por un juego de naipes y las consabidas copas. Tampoco el comisario pudo llegar por lo que el parte del deceso lo confeccionó sobre la misma mesa donde jugaban y tomaban, con el trascendido diagnóstico del capataz: “paro cardiáco”.
Allá, en el velorio, no quedó nadie más que el muerto, la viuda y un peón asignado por el capataz para sepulturero. El Agapito fue enterrado de urgencia por la lluvia que se venía. En una carretilla de mano lo llevaron más que ligerito hasta el lugar elegido. Medio metro de fosa y otro tanto arriba con la misma tierra marcaron el apuro del enterrador, aturdido por el calor, la bebida, el hedor y el cansancio de los días ocupado en la tarea encomendada. Clavaron una cruz de palo en la cabecera justo cuando comenzó a llover. Quedó solo el Agapito, enterrado bastante lejos del rancho. la carretilla, la pala y la cruz delineaban en la grisura de la tarde un mausoleo fantasmal. Cuando regresaron al rancho, corriendo bajo la lluvia, la viuda ya no lloraba y hasta parecía contenta de haber podido cumplir hasta el último momento con aquello de: “hasta que la muerte nos separe”.
El peón se quedó varios días en el rancho para hacerle compañía y para aguantar la tormenta. Pero, después de un tiempo, se había encariñado por demás con la viuda y el capataz lo autorizó para ocupar el puesto.
La tumba fue saqueada casi enseguida por los mismos perros de Agapito quienes, por falta de la mínima atención alimentaria, se habían vuelto cimarrones.
Y Agapito hubiera desaparecido hasta del recuerdo, si no fuera porque el curita de Basail lo registró como difunto cristiano en el libro de la Parroquia y, quizás atribulado por no haber llegado al velorioy por falta de mejores beatos, lo anotó en el Santoral de ceremonias, sin advertir que no estaba bautizado.
Cada tanto le dedican una misa y las santurronas le llevan el chimento a la viuda, que todavía vive en el puesto con los catorce hijos, entre propios y entenados, aportados por su nuevo marido.
Como es costumbre, en el lugar donde cayó Agapito, manos piadosas levantaron una capillita de madera dura donde siempre aparecían flores, estatuitas, estampas y velas encendidas. Hasta que un día de viento norte, las velas incendiaron el recordatorio y el bendito quedó hecho carbón. Entonces todos lo atribuyeron a un milagro que aprovechan las empresas de turismo para organizar excursiones que llegan desde todo el país y algunos limítrofes para visitar al Santo.
Es que Agapito ha sido declarado Santo por el pueblo, la parroquia y varias empresas de turismo. Y, como siempre ocurre en casos semejantes, muchos paisanos y paisanas del lugar aseguran haber recibido los milagros.
Un camino asfaltado llega hasta los esteros del Tapenagá y se está construyendo una hostería para atender a los forasteros que llegan del exterior para visitar al Santo.
Aunque la caza no está permitida, todos los extranjeros vienen a cazar a “Las Mulitas”, previo pago de los permisos establecidos. Los indios están tan avivados que le largan a los gringos hasta los chanchos del chiquero, sabedores de que éstos descargan su artillería contra cualquier cosa que se mueve.
En todo el monte hay más dólares que en la ciudad y todos conocen el valor del cambio. Algunos audaces más informados importan de USA, máscaras, escudos, arcos y flechas “apaches”, mucho mejor terminadas que nuestras rústicas artesanías, para venderlas a los turistas como souvenirs “autóctonos”.
Ante tantas bendiciones, nadie puede decir que Agapito no es un Santo milagroso. Si hasta un músico del lugar le ha compuesto un chamamé que dice así:
“El indio San Agapito, / que nunca fue bautizau, / aquí se encuentra enterrau / y aura es San Agapito. // Su mujer, que lo ha querido, / para olvidar el deceso, / se ha echau otro marido / y nada más que por eso. // En su tumba milagrosa / crece la flor de amancay / y en el pago lo recuerdan / con un fuerte sapucay”.
PÁGINA 3 – IDIOMÁTICAS
DE LAS ABREVIATURAS
Por Jorge Alberto Hernández (Santa Fe)
Llamamos abreviatura al modo de representar en la escritura las palabras con sólo una o varias de sus letras. Consiste en la “representación gráfica reducida de una palabra mediante la expresión de letras finales o centrales, y que suele cerrarse con un punto; p.ej. “afmo, por afectísimo, D. Por don...” El deseo de brevedad ha hecho surgir el uso de infinidad de símbolos, como suceden en las denominaciones químicas, la notación musical, los signos matemáticos de infinito, integral, raíz, diámetro, mayor, menor, igual, etc. Pero en realidad, en el sentido estricto del vocablo, la abreviatura se limita a la representación de las palabras con menos letras de las que intervienen en su pronunciación o en la escritura de esos vocablos. La academia en su Esbozo..., dice: “El deseo de escribir con mayor rapidez y la necesidad de encerrar en poco espacio muchas noticias, fueron causa de abreviar ciertos vocablos que pudieran adivinarse fácilmente. Los romanos, para quienes tanto significaban las fórmulas, llegaron a establecer un sistema completo de abreviaturas en las inscripciones de monumentos públicos y privados, y en lo manuscrito se valían de breves y oportunos rasgos para dar a entender las terminaciones variables de nombres y verbos...”
Como podemos apreciar, no es un fenómeno nuevo, aunque en nuestra época se haga uso y abuso de esta licencia. Ysi no, ahí está la amputación familiar arbitraria de algunas voces para hacerlas más breves, como auto (automóvil), moto (motocicleta), bici (bicicleta), foto (fotografía), taxi (taxímetro), subte (subterráneo), radio (radiofonía o radiotelefonía), cine (cinematógrafo), etc. Además, hay que agregar que en el español antiguo, el escribano real utilizaba deliberada y exageradamente las abreviaturas, con la finalidad de hacer dificultosa o imposible la lectura por terceros, y que se acudiera a él para poder entender el contenido de lo escrito, lo que redundaba en su beneficio.
Debemos diferenciar, eso sí, lo de abreviatura, sigla, cifra y acrónimo, aunque las tres últimas están comprendidas en la primera. Según el Diccionario, sigla es la “letra inicial que se emplea como abreviatura de una palabra. S.D.M., por ejemplo, son las siglas de Su Divina Majestad...” Es también el “rótulo o denominación que se forma con varias siglas: INRI, que ha pasado al lenguaje corriente sin que la mayoría de los que lo dicen tengan idea de qué significa. Es: Iesus Nazarenus Rex Iudoeorum, rótulo latino en la Santa Cruz, que se traduce como Jesús Nazareno, Rey de los Judíos, como Él se denominaba. Cifra es, en la tercera acepción, el “enlace de dos o más letras, generalmente iniciales de nombres y apellidos, que como abreviaturas se emplean en sellos, marcas, etc.” Mientras que acrónimo es la “sigla constituida por las iniciales (y a veces otras letras que siguen a la inicial), con las cuales se forma un nombre·, como ENTEL (Empresa Nacional de Telecomunicaciones). Tales formas lingüísticas se salen de las reglas generales del idioma, ya que se deben a necesidades muy especiales y a usos conocidos y establecidos entre quienes utilizan esta clase de lenguaje, aunque algunas se generalicen de manera tal que se convierten en elementos del habla corriente.
Hay que tener en cuenta que en ciertos círculos la economía de tiempo es considerable. No es lo mismo pronunciar, sobre todo escribir, Yacimientos Petrolíferos Fiscales, que YPF; salvo error u omisión, que s.e.u.o.; OEA, que Organización de Estados Americanos, etc.
Podemos señalar que en general las abreviaturas se emplean en las cartas, los papeles de negocio (contratos, por ejemplo), formularios de oficinas y otros textos. Pero no es así con respecto a lo literario, ya que los escritores no utilizan, por regla general, abreviaturas, como tampoco los signos más comunes ($, %, &, etcétera), ya que se entiende que este apresuramiento que caracteriza a lo comercial, a lo periodístico, se debe a la intención de apresurar la lectura, salvo en algunas narraciones muy especiales en que se usan deliberadamente, como una forma de acelerar la exposición. La taquigrafía misma es el arte de escribir por medio de signos y abreviaturas.
Todos los diccionarios incluyen largas listas de abreviaturas oficialmente aceptadas en idioma español. El de la RAE (he aquí un ejemplo: Real Academia Española) también, como no podía ser de otra manera, con la aclaración de que ninguna de ellas responde a reglas determinadas. Además señala que todas deben terminar con punto, con excepción de las que indican medidas del sistema métrico decimal o el sistema internacional de unidades de medida. Así las palabras kilogramo, decalitro, litro. decímetro, metro, etcétera, deberán escribirse Kg, Dl, l, dm, m, en todos los casos sin el punto final. La diferencia entre Dl (decalitro) y dl (decilitro) está en la D mayúscula de la primera, para evitar confusiones, pero siempre sin el punto. En cambio, las palabras señorita, doctor, general (grado militar) deben abreviarse Srta., Dr., Gral., con el punto de cierre correspondiente. Otro tanto sucede con vocablos de uso comercial, como compañía (Cía. o cía.), moneda nacional (m/n. o m.n.) etcétera.
A pesar de que no hay reglas establecidas para este fin, debe preferirse: 1) Que la forma elegida sea inteligible para todos (señorita, por ejemplo, debe abreviarse Srta. y no Sta., porque podría confundirse con santa); 2) Que en la abreviatura no aparezca ninguna letra que no esté en la palabra original (Sres., señores); 3) Deberá llevar la tilde que tiene en el vocablo que le da origen (pág., página); 4) Al final de la abreviatura se pondrá punto (Dr.) u oblicua (ch/. cheque), salvo en las que se refieren a medidas del sistema métrico decimal y al sistema internacional de unidades de medida (k, kilo; min , minuto; cal., caloría); 5) Que efectivamente ahorre espacio y tiempo, sin dejar de ser comprensible para todos.
En cuanto a las siglas, podemos acotar brevemente que no tienen plural (ASDE, Asociación Santafesina de Escritores; OTAN, Organización del Tratado del Atlántico Norte); que el género se los da la primera palabra significativa de su enunciado (la UNESCO o Unesco, por la Unión..., etc.; el COE, Comité Olímpico Español) y que cuando exista sigla castellana y extranjera se habrá de preferir la castellana, en especial si se trata de organismos internacionales (OTAN, Organización del Tratado del Atlántico Norte, por NATO, North Atlantic Treaty Organization).
PÁGINA 4
Hiperdiccionario.
Por Arturo Lomello (Santa Fe)
Lo que las palabras pueden significar cuando se escapan de la costumbre.
Amar: Salir al mar sin costas de la vida, sin ahogarse.
Armar: Salir al mar de la vida sin amar, provisto de una pistola, una ametralladora o una bomba.
Antojo: Por capricho, usar un anteojo que no nos sirve.
Cretino: El que ni cree ni tiene tino.
Desbaratar: Aumentar los precios en lugar de bajarlos, hecho que casi siempre ocurre.
Engreído: Individuo que disimula su insignificancia disfrazándose de suficiente.
Gracia: Aquel don sin el cual el mundo no nos causa ninguna gracia.
Irracional: Lo que decimos de los animales, pero que nos cabe al noventa y nueve por ciento de los humanos, generalmente más irracionales que los animales porque cometemos barbaridades en nombre de la razón.
Panteísta: Persona afecta a tomar el te con pan, convirtiéndose en un fanático de tal práctica.
Progresista: Quien cree que con una computadora se es mejor que contando con los dedos.
Sinuoso: El que odia la línea recta para ir de un lugar a otro.
................................................
Todo por una risa.
Por Gloria de Bertero (Buenos Aires)
Javier se despertó esa mañana por una risa caída debajo de su ventana.
Abrió los ojos, pero la pereza le descendió los párpados.
Después, ya más consciente se dejó invadir por el mundo exterior.
Aquella risa, se le introdujo por los poros, recorrió sus terminaciones nerviosas, maduró en el cerebro y ahora le florecía en la mirada.
Era inevitable vérsela travesear en los ojos, en tanto, en las venas, la sangre corría, oxigenada.
Al fin descendió de la cama y aunque no encontró las pantuflas, por no perder el efecto de esa risa, se tragó el rezongo habitual.
Se duchó, se afeitó. Y no le importó el agua demasiado fría, ni el dentífrico ausente del tubo pegado y fruncido.
Al vestirse, trató de combinar los colores del atuendo como no lo hacía desde tiempo atrás.
Miró por la ventana y, por un instante observó el verde de los árboles hasta aquella línea del horizonte.
Qué brisa- pensó- y qué sol.
La risa lo había hecho receptor de todo cuanto veía, sin crear rechazo hacia nada.
Pensó entonces en los derivados de la risa: alegría, humor, optimismo.
Y pensó también en la cantidad de risas que le hacían falta al mundo.
Se despidió de Silvina con un beso húmedo y lento como aquella primera vez y a ella le brillaron los ojos, como aquella vez. Tumbó otro beso sobre la frente de los chicos que dormían y, con el portafolio en la mano, se largó a la calle llevando un silbido tímido de tan olvidado. Un silbido que le caminó por delante durante todo el trayecto.
Silvina se sentó un rato en el diván, plumero y gamuza en manos.
Se miró, desarreglada, con sus zoquetes desteñidos, las piernas sin depilar y esos kilos de más que, de golpe, descubría con rabia.
Me besó como aquella vez y tenía las mismas estrellas en los ojos.
-¡Mamá!, ¿para cuándo la leche? ¡Tengo hambre!.
-Ya vá, mi amor, ya vá.
Cuánto hacía que no me pintaba los ojos.
-¡Mamá!, ¿qué te pasa?. ¿No nos querés más?.
-¿A quién se le ocurre?, los adoro, pero, un chiquitito pueden esperar ¿no?
Tenías razón Javier: el gris me hace más celestes los ojos. Me lo dijiste tantas veces en otros tiempos.
Y las sombras y los rouges y su pelo realizaron una metamorfosis que la hizo sentir ligera hasta en su peso.
El desayuno no estuvo tan a punto esa mañana, pero Roque y Martita lo tomaron con los ojos fijos en esa mamá que ahora cantaba y se movía divirtiéndolos como locos.
Se vistieron los tres.
-¡Al parque, al parque!
-Un rato de sol les hará bien. ¡Vamos!.
Mamá estatus dejó paso a mamá compañera.
-Bueno, ¡basta chicos! no me tumben.
Javier, en la oficina, acomodó sus papeles. Adelantó el trabajo. Ordenó obligaciones, mezclándolas a un dosificado humor. Los secretarios se dinamizaron. Así daban ganas de cumplir órdenes.
-¿Qué día será hoy?- se preguntaban.
Afuera el sol era un grito de luz con optimismo.
-¿Para cuando su jubilación, Pascual?.
-Siempre falta algún papel. En eso estoy.
-Tráigame el expediente, veré que puedo hacer para que se la otorguen de una vez.
-Y a usted, Rafael ¿ya le aumentó la familia?
-Sí, claro, tenemos otra nena, y van cinco...
-Desde el primero le correrá aumento por familia numerosa.
Y el noticiero: “La deuda externa asciende al órden de los... Acaparadores de papas en descubierto... Droga en Lanús... Los desocupados suman.... Hace falta comida y ropa de abrigo...”
Apagó la radio pensando: igual saldremos adelante, cómo pude pensar que no. Sólo hay que contagiar risas y no comisuras caídas desde el amanecer, y menos avanzar el día bajándoselas a los demás por transmitir presagios de tormentas inevitables.
Guardó las carpetas y salió a la calle.
Al florista de la esquina le preguntó: ¿Nuevo en el barrio, amigo?
-Señor Gutiérrez, creo que soy más antiguo que usted en la zona.
-¡Qué calor hace!. Quisiera una docena de esas rosas. No, de aquellas de tono rosa más definido- “como aquella vez”- pensó.
-“¿Para mí?” había dicho Silvina, y él “todas” y ella: “Nunca vi rosas tan preciosas”.
Las volverás a ver Silvina. Entre los pétalos anda de incógnita una risa que maduró a lo largo de todo el día.
No tocaré el timbre.
Tomó la llave, la giró en el tambor y entró.
El orden era perfecto. Se olía a hogar desde la entrada.
Entre las ollas estará Silvina, y los chicos pegados a su pollera –pensó.
Pero no, Silvina no estaba en la cocina... y en el dormitorio de los chicos tampoco.
Abrió el de ellos.
Sobre la cama, tirada como al descuido, la Silvina de aquella vez, con sombra celeste sobre los ojos, con la misma hebilla en el pelo algo resbalada hacia las puntas, el vestido del color de sus rosas -viejo pero nuevo en su intención- sostenía a Roque en un brazo y a Martita en el otro. De la arena del parque estaban llenos los zapatos y la alfombra.
Miró sus rosas y las dejó en la silla.
Tuvo miedo de que el cuadro se moviera.
Estaba construido sobre una sola risa.
..................................
Lectura obligatoria.
Por Alfredo Di Bernardo (Santa Fe)
Lo siento mucho, pero debo informarle que está usted en mi poder. Lo he atrapado.
Quizás usted aún no lo haya advertido, pero desde el momento en que posó su mirada sobre la primera de las palabras que componen este cuento, quedó completamente a mi merced. Por más que lo intente, ya no podrá escapar de mí. Al menos, no hasta que termine de leer estas líneas.
Tal vez, si hace unos segundos hubiese optado por elegir otro texto, o, simplemente, por seguir cualquier otro de sus impulsos (ponerse a escuchar música, por ejemplo) las cosas serían diferentes. Pero no lo hizo y ahora es demasiado tarde: no tiene margen posible para evadirse de mí. ¿Le molesta que se lo haga notar? Es natural; a nadie le gusta asumir que ha perdido el dominio de sus actos. Pero no se rebele contra lo inevitable. Sólo acéptelo: no podrá dejar de leer este texto hasta no acabar con la última frase.
Usted dirá que lo que termino de afirmar es ridículo y exagerado. Seguramente argumentará que la simple maniobra de alejar sus ojos del papel le alcanzaría para librarse de mí. Puedo incluso imaginar la expresión desafiante de su rostro mientras su mente se apoya en esta tranquilizadora hipótesis. ¿Realmente cree que las cosas son tan sencillas? Supongamos por un instante que es cierto, que usted abandona la lectura de estas líneas aquí mismo y emprende la lectura de un nuevo texto (decisión que, sin embargo, no ha tomado, ¿me equivoco?) ¿Piensa acaso que le será tan fácil prescindir de todo lo leído hasta ahora? Permítame ahorrarle el bochorno de una respuesta equivocada: no. El fantasma inquietante de aquello que su imprudencia y su ingenuidad dejaron interrumpido lo perseguirá a lo largo de la nueva página, impidiéndole concentrarse en ella.
Lo sé, usted no tiene por qué ponerse a leer otro texto ya mismo. Bien, hagamos a un lado entonces sus futuras incursiones literarias. Haga uso de su ilusoria libertad e imagine que, efectivamente, corta la lectura en este preciso punto. Imagine que se dedica a mirar televisión, a darse un baño, a escuchar música o a comer chocolates. ¿Verdaderamente supone que realizar cualquiera de esas actividades lo pondrá a salvo de mi control? Permítame una vez más el placer de socavar -con fundamento- sus candorosas esperanzas: no lo logrará. No niego que quizás consiga desligarse de mí por un lapso determinado, pero se lo aseguro: no pasará demasiado tiempo hasta que descubra en su boca un regusto amargo de curiosidad insatisfecha y compruebe que lo único que ha logrado es retorcerse patéticamente como la mosca enredada en la telaraña. Mis palabras continuarán acosándolo, acechando su sueño y su vigilia, listas para derrumbar sin piedad sus frágiles anhelos cuando usted menos lo espere.
¿Piensa que estoy siendo tendencioso? Está bien, deje entonces de rumiar vanas protestas contra mi actitud presuntamente despótica y reivindique con hechos su libre albedrío. Adelante, no imagine nada; hágalo. Aléjese de mis trampas y señuelos. Salga del laberinto que he creado para usted. Vamos, anímese, deje de leer ya mismo, dése el gusto, cumpla su deseo. Saltéese el final de este cuento y demuéstreme que estoy equivocado. Sorpréndame, haga añicos mi convicción, aniquile mi soberbia.
Es inútil; no lo hará.
¿Lo ve? Todavía sigue allí.
PÁGINA 5 – NUESTROS POETAS
Llueve desde el jacarandá la tarde.
Llueve desde el jacarandá la tarde
y en la hierba esparcido el violento lila
que esta melancolía tenaz hila
junto al pecho rojo de un sol cobarde.
Urdir del signo del aletargado
tiempo que sobreviene a la memoria
y borra el presente y borra la historia
su morosidad de jardín cerrado.
Cómo es que cede la belleza breve
sin matarnos, y cómo es que alimenta
el sentimiento su tenaz caída.
Algo vehemente habita el alma leve
otro árbol de sangrante flor sustenta;
y lloviéndonos se nos va la vida.
Roberto Malatesta (Santa Fe)
Llueve desde el jacarandá la tarde
y en la hierba esparcido el violento lila
que esta melancolía tenaz hila
junto al pecho rojo de un sol cobarde.
Urdir del signo del aletargado
tiempo que sobreviene a la memoria
y borra el presente y borra la historia
su morosidad de jardín cerrado.
Cómo es que cede la belleza breve
sin matarnos, y cómo es que alimenta
el sentimiento su tenaz caída.
Algo vehemente habita el alma leve
otro árbol de sangrante flor sustenta;
y lloviéndonos se nos va la vida.
Roberto Malatesta (Santa Fe)
Una forma de olvidar.
digamos, como a un libro
de ritos, invariable, necesario.
Conoce los colores que prefiero
para pintar algunas negligencias
(verbigracia, el pasado),
los axiomas que voy a proponerle
dentro de diez minutos y la clave
-que no voy a decir- de mi naufragio.
Conoce los lunares de mi espalda,
mi vergüenza, mi voto, mis proyectos,
la llave de mis torpes rebeliones
y el precio de mi llanto.
Conoce los abismos que me nombran,
los peñones airados donde estallo,
mi silencio insular y las alturas
desde donde me arrojo a la mentira
entre otros accidentes
más o menos geográficos.
Ella sabe de mi cierta tristeza
que encuentra en los bolsillos de mi sueño
y dos o tres ausencias interinas
en la pausa segura de sus labios;
sabe por qué la muerte me preocupa
como si se tratara de un asunto
realmente de importancia, sabe cuándo
dejar su corazón para más tarde,
a qué sitios no iré ni en pesadillas,
la talla de mi espanto, mis rencores,
a qué hora volveré y sabe, sobre todo,
que olvidaré el reloj sobre el cansancio.
Pero hay ciertos derrumbes que ella ignora,
algunas inclemencias de mi parte
que no sabe ni teme ni sospecha.
Hay algunos presagios,
tribulaciones, magias, testamentos,
disidencias compactas, paroxismos
(por no decir pecados) que aluden a su propia orografía
y que ella no conoce sin embargo,
porque me sabe casi de memoria
y estudiar de memoria -ya sabemos-
es una forma de olvidar, un hueco
donde funda el amor su desamparo.
Ariel Giacardi (Santa Fe)
Abrazo.
Abrazar
el alocado trepidar
de las luces y las sombras.
Abrazar
las alturas y los llanos,
la tierra espesa
de los montes,
la quebrada de luz
en cada espacio.
Abrazar
la tierra americana,
la tierra patria.
La amarilla
burbuja de la espiga,
la superficie azul
de los linares,
el cielo de tus ojos
y el silencio
de estatura gigante
que dispersa
los miedos,
para abrazar
la tierra
toda
de otro mundo nuevo.
María del Carmen Villaverde (Santa Fe)
Elocuencias.
La palabra sólo pensada,
el tiempo y sus instantes de vidrio,
el vino certero recorriendo
las regiones blandas del insomnio,
un martillo de alas quebrando
la substancia funeral de la noche,
el agua abandonada
en el baldío de la espera.
Y mi mano súbita
escribiendo
este poema de silencios.
Sergio Bartés (Santa Fe)
Ariádnica.
Veo un animal enigmático que se acerca.
Me trae la punta del hilo que lleva al Laberinto.
Sigo el hilo.
Entro.
Voy por la Tejedora.
La Tejedora está en el centro,
urdiendo una eterna manta
que reproduce la figura completa del Laberinto,
con un hilo que va del centro a la salida.
En el centro de la trama estoy yo,
en imagen y semejanza,
tomando la punta del hilo
que vuelve desde el centro del Laberinto
hacia la salida.
Salgo...
Me acerco a ese hombre que me mira.
Me siento un animal enigmático.
Rubén Vedovaldi (Capitán Bermúdez)
Alucinada.
El calor asciende por la voz
de las cigarras, busca
el eje del día
y lo quita de su centro.
A la deriva / los sueños.
El verano quiebra y desgaja este enero
con su marca de fuego.
Aprendo la indolencia que me enseña
el tiempo... y me dejo ser.
Parto en un doblez del viento
con la impunidad del silencio.
Despido horarios y rutinas
descubro un estado nuevo en mí,
el de la serenidad / tan cierto
y fructuoso como un pacto resuelto.
Ya en la noche
dejo que duerman todos los verbos.
Sin ellos, sucumben los versos.
Los rescataré mañana.
Hoy navegan en mis aguas de sosiego.
Presumo que estoy
alucinada por enero.
Miryam Colomboto de Seia (Gálvez)
allá afuera hace frío,
entre los hombres,
esos bosquejos que pueblan las calles,
alquilando remeras,
recorriendo
la soledad del día suicidado...
hasta mi desconcierto es más hospitalario:
tiene un hastial más limpio,
un lecho menos devastado por las claudicaciones
y, también,
porque mi casa tiene una consciencia
que va creciendo como los cereales
para fructificar,
en mí y en otros,
algún día...
allá afuera hace frío:
va la cultura toda mordisqueada en sus ropajes:
de tan cansada ya va mostrando
todas sus bambalinas
y avanza medio tuerta de candilejas,
violada de progreso...
podría decirse que,
bajo la nada,
la progresiva numeración de las casas en las calles,
en subybaja
va midiendo el frío...
hay un dios derribado,
allá afuera...
Horacio Rossi (Santa Fe)
PÁGINA 6
VIVIR EN LAS ENTRAÑAS DEL MONSTRUO: Poetas e inmigrados en Nueva York.
Por Silvia Favaretto (Argentina- Italia)
Sentada sobre una roca del Central Park, inevitablemente pienso en el hecho de que este espacio verde debe haber sido una forma para pedirle perdón a Dios por tanto cemento... Nueva York respira sacando afuera vapor desde las rejillas del metro. La música mexicana resuena por todos lados y es la música más melancólica que exista, más que el tango. El otro sonido de la metrópoli es el chillido del acero. La humanidad reuma bajo el sol de esta ciudad insomne, enferma, eternamente despierta, marchita y chispeante, rica y miserable.
Si se logra sobrevivir la tristezza de las canciones mexicanas, se puede aventurarse más allá del Upper West Side de Manhattan o del Queens, donde los barrios hispánicos ofrecen la ilusión de entrar, por unos minutos, en un lugar distinto; donde la América del Norte intransigente, ordenada, sana y productiva no habita más.
Los dominicanos de Harlem beben sentados en las calles, en la misma calle Broadway que, bajando hacia downtown se enriquece de teatros y resplandecientes locales. Están sentados sobre los escalones de los edificios desmoronados y esa misma música mexicana los entristece. Sin embargo, Nueva York ha sido un gran sueño para todos ellos, han hecho enormes sacrificios para entrar aquí, la mayoría de ellos en forma clandestina, con la esperanza de mejorar sus condiciones, pero ahora se encuentran holgazaneando por la calle día y noche, soñando con volver a su tierra natal, que desde lejos y con el pasar de los años, aparece de sobremanera esplendorosa y perfecta, en la alteración del recuerdo. Y ese mundo del cual se han, por ese entonces, fugado, no les pertenece más: quien se ensucia de Nueva York, no se puede limpiar más. Este no poder más sentirse perteneciente a ningún lado, la peregrinación eternal del destierro y la rabia que llevan encima tantos inmigrados centroamericanos que habitan en los barrios degradados de la vieja Manhattan, se trasparentan en la literatura de una corriente de poetas contemporáneos muy interesante denominada Nuyoricans (desde la contracción de los términos que designan los portorriqueños y la ciudad de Nueva York), entre ellos los poetas Primiero, Bob Holman, Miguel Algarín y Tato Labiera. De éste último quiero citar una frase que me parece emblemática para describir la relación de amor y odio hacia Puerto Rico, tierra cuyas condiciones económicas han obligado a sus hijos a una emigración en masa : “Me mandaste a nacer nativo de otras tierras”. En efecto, Puerto Rico es, de hecho, un territorio de pertenencia de los Estados Unidos, pero su cultura, su mentalidad, sus costumbres y sus tradiciones son todavía estrechamente atadas a América Latina, y el portorriqueño lleva sobre sus hombros la pesada cruz de la diversidad, el sentirse inferior, un ciudadano de segunda clase respecto al estadounidense doc, rubio, atlético, ganador. Son estereotipos, es cierto, pero no tenemos que subestimar la potencia de los estereotipos y las secuelas que dejan, sobretodo en las mentes jóvenes. Y la repulsión hacia la propia raza, el avergonzarse de los orígenes de uno, renegar de la propia sangre, es la consecuencia más triste de esta situación. Análoga es la situación de los mexicanos en California y, respecto a este tema, remito al hermoso ensayo de Octavio Paz “El laberinto de la soledad”. Sin embargo, en algunos casos, sobretodo en las personas que emigran a una edad bastante avanzada, persiste la voluntad del exiliado de reimplantar su cultura en el país de adopción. Este “engastarse” de dos mundos da lugar a un fenómeno lingüístico estudiado ampliamente por estudiosos de sociolingüística como Nash, Poplack y Sankoff y que se refleja también en la literatura de los Nuyoricans más allá de que en el lenguaje usado por la casi totalidad de los inmigrados latinoamericanos: el así llamado “code-switching” o sea alternancia de códigos lingüísticos distintos, en este caso el inglés y el español, han dado lugar a un lenguaje híbrido llamado “spanglish”. Un ejemplo de esto puede ser el verso de Algarìn “Your feelings cocinan en mi sangre el poder de realizarme”.
Camino a lo largo de la 5° Avenida y me pregunto “¿Cómo ha nacido el monstruo?” (Resuenan en mi mente las palabras de José Martí : “Conozco el monstruo porqué viví en sus entrañas”). Dejando de lado a los vikingos, Colón y los indios de Manhattan, la colonización inglesa y holandesa, la verdadera historia de Nueva York empieza con los inmigrados. Empezando por los Pilgrims Fathers y acabando con el siglo XX. Encuentran refugio en Nueva York, huyendo de la Europa totalitaria y en guerra, muchos intelectuales como Einstein, Mondrian y Chagall. Pero, más allá de las oleadas inmigratorias, Nueva York ha sobrevivido a desastres económicos que quizás hubieran extenuado a cualquier otra ciudad: desde el bajón financiero del 29 de Octubre de 1929 en Wall Street (del cual nació luego toda una rama de estupendos escritores norteamericanos como John Steinbeck) hasta la crisis financiera del ‘75.
Las vidrieras brillantes del barrio de la bolsa me ciegan de eslogan y lamparitas : ¿Dónde encuentra esta ciudad las fuerzas para sustener el peso de su importancia? Primero, de todo el rigor que la defiende del hundirse en el caos de tantas culturas distintas: un espacio ciudadano con la típica partitura ajedrezada de calles numeradas cuyo origen se remonta al 1807 y el orden, se sabe, es una enfermedad incurable. El loco crecimiento y la urbanización forzada, han llevado muchas veces al límite el precario equilibrio de la ciudad, pero ya en el 1866 en Nueva York había un servicio sanitario donde un equipo de inspectores se ocupaban de hacer respetar leyes a veces inaplicables, por ejemplo, la obligación de tener una ventana para cada habitación. Como si todo esto no fuera suficiente, el fuego también siempre ha sido enemigo de la ciudad: famosa es la hoguera que se tragó en el 1858 el Crystal Palace o la tragedia en la Triangle Shirtwaist Company (25-3-11) donde estalló un incendio en una fábrica de camisetas y 146 obreras murieron ahogadas o en el intento de saltar de las ventanas. Para estas catástrofes que han marcado profundamente la memoria colectiva, han sido impuestas a la ciudad las Fire Escapes, las famosas escaleras metálicas que vemos en cada película y que afean las fachadas de los palacios. Lamentablemente, todas estas precauciones no han servido para salvar las 7.000 víctimas del ataque terrorista del 11 de Septiembre pasado. Los aviones “pilotados” por Bin Laden no han escogido un objetivo casual: las torres gemelas son también llamadas World Trade Center, el centro de comercio mundial, y Nueva York no es una ciudad cualquiera, es el símbolo del sueño americano, del capitalismo, el corazón de Estados Unidos y el ombligo de la actividad comercial y financiera de todo el mundo. El ataque a las Twin Towers ha sido un ataque simbólico a una idea, a una metáfora de la americanidad.
Vagabundeo por los alrededores del Nuyorican Poets Café (236 E. 3rd Street, tel. 212 780 9384) y recibo la impresión de que el crimen también ha encontrado siempre un habitat ideal en la “big apple”: omitiendo el banal connubio con la mafia italiana y china (arraigadas en los barrios downtown de Little Italy y Chinatown), la historia de la metrópoli está constelada de delitos de cada género: de eco internacional fue el asesinato en el diciembre del 1980 del cantante John Lennon. En el 1977 el terror estalló para un plurihomicida que firmaba sus asesinatos como “hijo de Sam” (al final será encarcelado un tal David Berkowitz después de que numerosos inocentes habían sido denunciados en un clima de fobia que arrolló la ciudad). La locura y el delirio son propios en Nueva York: el 13 Julio 1977 la ciudad cayó en la oscuridad total y al pánico general por el black out lo siguieron incendios, robos y revueltas.
Camino despacio hacia la punta extrema de Manhattan mirando la cara de las personas que caminan frenéticamente, apuradas. Me acerco al ferry que lleva a Long Island.
Muchas veces violada por cada género de traumas (inclusive el más ineluctable que es el flujo inmigratorio que la trastorna sin descanso desde ya más que un siglo, con una primera oleada de ingleses, holandeses, judíos, irlandeses y alemanes, para luego seguir con eslavos e italianos del sur, terminando con los latinoamericanos, los chinos y los soviéticos) la “gran manzana”, sin embargo, un poco abollada y con sus barrios podridos, brilla todavía con un rojo cautivador para millones de turistas y resiste, con sus rascacielos recortantes, que han colmado de sueños y esperanzas los miles de inmigrados que llegaban al puerto. Miro hacia el mar, respirando el sol y ahí la veo: desdeñosa en su islita apartada, una gran mujer en bata verde, que todavía nos da la bienvenida.
Referencias literarias
Walt Whitman, pero también Poe, Melville, Henry Miller, Dos Passos, Henry James, Céline y entre los italianos Eugenio Montale y Mario Soldati y los más grandes escritores han escrito sobre Nueva York. Daré aquí una mínima indicación de algunos volúmenes de prosa y poesía para una introdución al panorama literario sobre Nueva York: W. Irving “The history of New York”, P.Hone “The diary”, M. Fuller “The city Charities”, H. Melville “Bartleby the scrivener”, W. Whitman “Crossing Brooklyn Ferry”, H. James “Washington Square”, J. Weldon Johnson “The autobiography of an Ex-colored man”, S. Crane “New York city sketches”, E. Wharton “The age of innocence”, J. Dos Passos “Manhattan Transfer”, H. Roth “Call it sleep”, P. Auster “the New York trilogy” y, al final, la interesante antología “Writing New York, a literary anthology” ed. O.Lopate, New York, Library of America, 1998. Musicalmente, aconsejaría los cantantes y poetas Lou Reed y Jeff Buckley, mientras que, para el cine, la mayoría de las películas de Woody Allen, Spike lee, Martin Scorsese y Sidney Lumet.
Sentada sobre una roca del Central Park, inevitablemente pienso en el hecho de que este espacio verde debe haber sido una forma para pedirle perdón a Dios por tanto cemento... Nueva York respira sacando afuera vapor desde las rejillas del metro. La música mexicana resuena por todos lados y es la música más melancólica que exista, más que el tango. El otro sonido de la metrópoli es el chillido del acero. La humanidad reuma bajo el sol de esta ciudad insomne, enferma, eternamente despierta, marchita y chispeante, rica y miserable.
Si se logra sobrevivir la tristezza de las canciones mexicanas, se puede aventurarse más allá del Upper West Side de Manhattan o del Queens, donde los barrios hispánicos ofrecen la ilusión de entrar, por unos minutos, en un lugar distinto; donde la América del Norte intransigente, ordenada, sana y productiva no habita más.
Los dominicanos de Harlem beben sentados en las calles, en la misma calle Broadway que, bajando hacia downtown se enriquece de teatros y resplandecientes locales. Están sentados sobre los escalones de los edificios desmoronados y esa misma música mexicana los entristece. Sin embargo, Nueva York ha sido un gran sueño para todos ellos, han hecho enormes sacrificios para entrar aquí, la mayoría de ellos en forma clandestina, con la esperanza de mejorar sus condiciones, pero ahora se encuentran holgazaneando por la calle día y noche, soñando con volver a su tierra natal, que desde lejos y con el pasar de los años, aparece de sobremanera esplendorosa y perfecta, en la alteración del recuerdo. Y ese mundo del cual se han, por ese entonces, fugado, no les pertenece más: quien se ensucia de Nueva York, no se puede limpiar más. Este no poder más sentirse perteneciente a ningún lado, la peregrinación eternal del destierro y la rabia que llevan encima tantos inmigrados centroamericanos que habitan en los barrios degradados de la vieja Manhattan, se trasparentan en la literatura de una corriente de poetas contemporáneos muy interesante denominada Nuyoricans (desde la contracción de los términos que designan los portorriqueños y la ciudad de Nueva York), entre ellos los poetas Primiero, Bob Holman, Miguel Algarín y Tato Labiera. De éste último quiero citar una frase que me parece emblemática para describir la relación de amor y odio hacia Puerto Rico, tierra cuyas condiciones económicas han obligado a sus hijos a una emigración en masa : “Me mandaste a nacer nativo de otras tierras”. En efecto, Puerto Rico es, de hecho, un territorio de pertenencia de los Estados Unidos, pero su cultura, su mentalidad, sus costumbres y sus tradiciones son todavía estrechamente atadas a América Latina, y el portorriqueño lleva sobre sus hombros la pesada cruz de la diversidad, el sentirse inferior, un ciudadano de segunda clase respecto al estadounidense doc, rubio, atlético, ganador. Son estereotipos, es cierto, pero no tenemos que subestimar la potencia de los estereotipos y las secuelas que dejan, sobretodo en las mentes jóvenes. Y la repulsión hacia la propia raza, el avergonzarse de los orígenes de uno, renegar de la propia sangre, es la consecuencia más triste de esta situación. Análoga es la situación de los mexicanos en California y, respecto a este tema, remito al hermoso ensayo de Octavio Paz “El laberinto de la soledad”. Sin embargo, en algunos casos, sobretodo en las personas que emigran a una edad bastante avanzada, persiste la voluntad del exiliado de reimplantar su cultura en el país de adopción. Este “engastarse” de dos mundos da lugar a un fenómeno lingüístico estudiado ampliamente por estudiosos de sociolingüística como Nash, Poplack y Sankoff y que se refleja también en la literatura de los Nuyoricans más allá de que en el lenguaje usado por la casi totalidad de los inmigrados latinoamericanos: el así llamado “code-switching” o sea alternancia de códigos lingüísticos distintos, en este caso el inglés y el español, han dado lugar a un lenguaje híbrido llamado “spanglish”. Un ejemplo de esto puede ser el verso de Algarìn “Your feelings cocinan en mi sangre el poder de realizarme”.
Camino a lo largo de la 5° Avenida y me pregunto “¿Cómo ha nacido el monstruo?” (Resuenan en mi mente las palabras de José Martí : “Conozco el monstruo porqué viví en sus entrañas”). Dejando de lado a los vikingos, Colón y los indios de Manhattan, la colonización inglesa y holandesa, la verdadera historia de Nueva York empieza con los inmigrados. Empezando por los Pilgrims Fathers y acabando con el siglo XX. Encuentran refugio en Nueva York, huyendo de la Europa totalitaria y en guerra, muchos intelectuales como Einstein, Mondrian y Chagall. Pero, más allá de las oleadas inmigratorias, Nueva York ha sobrevivido a desastres económicos que quizás hubieran extenuado a cualquier otra ciudad: desde el bajón financiero del 29 de Octubre de 1929 en Wall Street (del cual nació luego toda una rama de estupendos escritores norteamericanos como John Steinbeck) hasta la crisis financiera del ‘75.
Las vidrieras brillantes del barrio de la bolsa me ciegan de eslogan y lamparitas : ¿Dónde encuentra esta ciudad las fuerzas para sustener el peso de su importancia? Primero, de todo el rigor que la defiende del hundirse en el caos de tantas culturas distintas: un espacio ciudadano con la típica partitura ajedrezada de calles numeradas cuyo origen se remonta al 1807 y el orden, se sabe, es una enfermedad incurable. El loco crecimiento y la urbanización forzada, han llevado muchas veces al límite el precario equilibrio de la ciudad, pero ya en el 1866 en Nueva York había un servicio sanitario donde un equipo de inspectores se ocupaban de hacer respetar leyes a veces inaplicables, por ejemplo, la obligación de tener una ventana para cada habitación. Como si todo esto no fuera suficiente, el fuego también siempre ha sido enemigo de la ciudad: famosa es la hoguera que se tragó en el 1858 el Crystal Palace o la tragedia en la Triangle Shirtwaist Company (25-3-11) donde estalló un incendio en una fábrica de camisetas y 146 obreras murieron ahogadas o en el intento de saltar de las ventanas. Para estas catástrofes que han marcado profundamente la memoria colectiva, han sido impuestas a la ciudad las Fire Escapes, las famosas escaleras metálicas que vemos en cada película y que afean las fachadas de los palacios. Lamentablemente, todas estas precauciones no han servido para salvar las 7.000 víctimas del ataque terrorista del 11 de Septiembre pasado. Los aviones “pilotados” por Bin Laden no han escogido un objetivo casual: las torres gemelas son también llamadas World Trade Center, el centro de comercio mundial, y Nueva York no es una ciudad cualquiera, es el símbolo del sueño americano, del capitalismo, el corazón de Estados Unidos y el ombligo de la actividad comercial y financiera de todo el mundo. El ataque a las Twin Towers ha sido un ataque simbólico a una idea, a una metáfora de la americanidad.
Vagabundeo por los alrededores del Nuyorican Poets Café (236 E. 3rd Street, tel. 212 780 9384) y recibo la impresión de que el crimen también ha encontrado siempre un habitat ideal en la “big apple”: omitiendo el banal connubio con la mafia italiana y china (arraigadas en los barrios downtown de Little Italy y Chinatown), la historia de la metrópoli está constelada de delitos de cada género: de eco internacional fue el asesinato en el diciembre del 1980 del cantante John Lennon. En el 1977 el terror estalló para un plurihomicida que firmaba sus asesinatos como “hijo de Sam” (al final será encarcelado un tal David Berkowitz después de que numerosos inocentes habían sido denunciados en un clima de fobia que arrolló la ciudad). La locura y el delirio son propios en Nueva York: el 13 Julio 1977 la ciudad cayó en la oscuridad total y al pánico general por el black out lo siguieron incendios, robos y revueltas.
Camino despacio hacia la punta extrema de Manhattan mirando la cara de las personas que caminan frenéticamente, apuradas. Me acerco al ferry que lleva a Long Island.
Muchas veces violada por cada género de traumas (inclusive el más ineluctable que es el flujo inmigratorio que la trastorna sin descanso desde ya más que un siglo, con una primera oleada de ingleses, holandeses, judíos, irlandeses y alemanes, para luego seguir con eslavos e italianos del sur, terminando con los latinoamericanos, los chinos y los soviéticos) la “gran manzana”, sin embargo, un poco abollada y con sus barrios podridos, brilla todavía con un rojo cautivador para millones de turistas y resiste, con sus rascacielos recortantes, que han colmado de sueños y esperanzas los miles de inmigrados que llegaban al puerto. Miro hacia el mar, respirando el sol y ahí la veo: desdeñosa en su islita apartada, una gran mujer en bata verde, que todavía nos da la bienvenida.
Referencias literarias
Walt Whitman, pero también Poe, Melville, Henry Miller, Dos Passos, Henry James, Céline y entre los italianos Eugenio Montale y Mario Soldati y los más grandes escritores han escrito sobre Nueva York. Daré aquí una mínima indicación de algunos volúmenes de prosa y poesía para una introdución al panorama literario sobre Nueva York: W. Irving “The history of New York”, P.Hone “The diary”, M. Fuller “The city Charities”, H. Melville “Bartleby the scrivener”, W. Whitman “Crossing Brooklyn Ferry”, H. James “Washington Square”, J. Weldon Johnson “The autobiography of an Ex-colored man”, S. Crane “New York city sketches”, E. Wharton “The age of innocence”, J. Dos Passos “Manhattan Transfer”, H. Roth “Call it sleep”, P. Auster “the New York trilogy” y, al final, la interesante antología “Writing New York, a literary anthology” ed. O.Lopate, New York, Library of America, 1998. Musicalmente, aconsejaría los cantantes y poetas Lou Reed y Jeff Buckley, mientras que, para el cine, la mayoría de las películas de Woody Allen, Spike lee, Martin Scorsese y Sidney Lumet.
PÁGINA 7 – PAGINAS MEMORABLES
Alfonsina Storni (1892-1938)
En un plazo histórico posterior al modernismo, cuando comienza a crecer cualitativa y cuantitativamente el discurso femenino, su voz desafiante se eleva en medio de tensiones que no sólo tienen que ver con lo comunicativo sino con las pertenecientes a su intimista sensorialidad. Publicó siete libros de poemas: La inquietud del rosal (1916), El dulce daño (1918), Irremediablemente (1919), Languidez (1920), Ocre (1925), Mundo de siete pozos (1934) y Mascarilla y trébol (1938).
Lo inacabable.
No tienes tú la culpa si en tus manos
mi amor se deshojó como una rosa:
vendrá la primavera y habrá flores...
el tronco seco dará nuevas hojas.
Las lágrimas vertidas se harán perlas
de un collar nuevo: romperá la sombra
un sol precioso que dará a las venas
la savia fresca, loca y bullidora.
Tú seguirás tu ruta; yo la mía
y ambos, libertos, como mariposas
perderemos el polen de las alas
y hallaremos más polen en la flora.
Las palabras se secan como ríos
y los besos se secan como rosas,
pero por cada muerte siete vidas
buscan los labios demandando auroras.
....................................................
Mas ... ¿lo que fue? ¡Jamás se recupera!
¡Y toda primavera que se esboza
es un cadáver más que adquiere vida
y es un capullo más que se deshoja!
Dulce tortura.
Polvo de oro en tus manos fue mi melancolía;
sobre tus manos largas desparramé mi vida;
mis dulzuras quedaron a tus manos prendidas;
ahora soy un ánfora de perfumes vacía.
¡Cuánta dulce tortura quietamente sufrida,
cuando, picada el alma de tristeza sombría,
sabedora de engaños me pasaba los días
besando las dos manos que me ajaban la vida!
¿Qué diría?
¿Qué diría la gente, recortada y vacía,
si en un día fortuito, por ultrafantasía,
me tiñera el cabello de plateado y violeta,
usara peplo griego, cambiara la peineta
por cintillo de flores, miosotis o jazmines,
cantara por las calles al compás de violines
o dijera mis versos recorriendo las plazas,
libertado mi gusto de vulgares mordazas?
¿Irían a mirarme cubriendo las aceras?
¿Me quemarían como quemaron hechiceras?
¿Campanas tocarían para llamar a misa?
En verdad que pensarlo me da un poco de risa.
Cuadros y ángulos.
Casas enfiladas, casas enfiladas,
casas enfiladas,
cuadrados, cuadrados, cuadrados.
Casas enfiladas.
Las gentes ya tienen el alma cuadrada,
ideas en fila
y ángulo en la espalda.
Yo misma he vertido ayer una lágrima,
Dios mío, cuadrada.
El hombre sombrío.
Altivo, ese que pasa, miradlo al hombre mío.
En sus manos se advierten orígenes preclaros,
no le miréis la boca porque podéis quemaros,
no le miréis los ojos, pues moriréis de frío.
Cuando va por los llanos tiembla el cauce del río,
las sombras de los bosques se convierten en claros,
y al cruzarlos, soberbio, jugueteando a disparos,
las fieras se acurrucan bajo su aire sombrío.
Ama a muchas mujeres, no domina su suerte;
en una primavera lo alcanzará la muerte
coronado de pámpanos, entre vinos y fruta.
Mas mi mano de amiga, que destrona sus galas,
donde aceros tenía le mueve un brote de alas
y llora como el niño que ha extraviado la ruta.
La que comprende.
Con la cabeza negra caída hacia adelante
está la mujer bella, la de mediana edad,
postrada de rodillas, y un Cristo agonizante
desde su duro leño la mira con piedad.
En los ojos la carga de una enorme tristeza,
en el seno la carga del hijo por nacer,
al pie del blanco Cristo que está sangrando reza:
-¡Señor, el hijo mío que no nazca mujer!
Tú, que nunca serás.
Sábado fue y caprichoso el beso dado,
capricho de varón, audaz y fino,
mas fue dulce el capricho masculino
a este mi corazón, lobezno alado.
No es que crea, no creo, si inclinado
sobre mis manos te sentí divino
y me embriagué; comprendo que este vino
no es para mí, mas juego y rueda el dado...
Ya soy yo la mujer que vive alerta,
tú el tremendo varón que se despierta
y es un torrente que se ensancha en río
y más se encrespa mientras corre y poda.
Ah, me resisto, mas me tienes toda,
tú, que nunca serás del todo mío.
Voy a dormir.
Dientes de flores, cofia de rocío,
manos de hierbas, tú, nodriza fina,
tenme prestas las sábanas terrosas
y el edredón de musgos encardados.
Voy a dormir, nodriza mía, acuéstame.
Ponme una lámpara a la cabecera;
una constelación; la que te guste;
todas son buenas; bájala un poquito,
déjame sola: ¿oyes romper los brotes...?
te acuna un pie celeste desde arriba
y un pájaro te traza unos compases
para que olvides... Gracias. Ah, un encargo:
si el llama nuevamente por teléfono
le dices que no insista, que he salido.
PÁGINA 8
27 intentos de aproximación a Jubipén Itsara (El Gamulano)
Por Rogelio Ramos Signes (Tucumán)
1. Cansado de vivir de sus defectos, Jubipén Itsara (El Gamulano), una tarde en que ladraba a las ruedas de un camión, optó por ser normal.
2. Alicia, y no Gladys ni Estela, fue quien descubrió la metamorfosis de Jubipén Itsara (El Gamulano) a pesar de cuanta cosa diversa pueda escucharse por ahí.
3. Desde niño Jubipén Itsara gustaba discutirle a sus vecinas, conspirar con sus compañeros de manualidades e inventar frases célebres. De allí lo de Gamulano.
4. Huérfano e insigne desde el primer día de su vida, Jubipén rondó las talabarterías buscando su propia identidad.
5. Buscando su propia identidad fue que Jubipén dio con un alquimista liberal y un latinista retirado. De allí lo de Itsara.
6. Si a cada Jubipén (es tradición) corresponde un Itsara; a cada Jubipén Itsara corresponde una Iracema Snif, con quien se casó a la medianoche de un 31 de diciembre, saludados por las bombas, bengalas y petardos de todo el país; tal vez de todo el mundo.
7. La vida del matrimonio Itsara fue un martirio, si también se entiende por martirio la sucesión de los días pendiendo de una cruz.
8. La joven Snif, esposa de Jubipén Itsara desde un 31 de diciembre a la medianoche, nació de mujer mulata y de granado alemán. Por eso aullaron los coyotes. Por eso menguó la luna y perdió brevas la higuera. De allí Iracema.
9. Iracema Scherwitz, esposa de Jubipén y madre de un talento menor nacido hacia la primavera, adquirió el llanto como única forma de expresión. Por eso Snif.
10. Jubipén Itsara (El Gamulano) fue hombre de hogar, hasta donde el hogar se lo permitió, y ciudadano de cada bar que acertó a inaugurar en su camino.
11. Cuentan que Jubipén era diestro para las tareas manuales, parco a la hora de los besos y un tanto distraído.
12. De la primera distracción surgió Caifás, un talento menor nacido hacia la primavera.
13. Hacia la primavera, y en el espacio que va del 14 al 15 de noviembre, Alicia Estrázulas de Varela y Cross redescubrió al Gamulano, pero ya era tarde.
14. Sobrecogido por los espacios interiores de su infancia, Jubipén Itsara abandonó los vicios del destete; fijación oral que hizo añicos una noche de cigarrillos, gomas de mascar y alguna ginebra.
15. Temeroso de todo lo que no fuese natural, Jubipén Itsara fundó el Club de Enemigos de Jubipén Itsara, secundado por un descendiente directo de Rousseau y el más serio biografista de Lao Tsé.
16. En la Universidad Taoísta de su barrio, exactamente, fue que Jubipén instaló un quiosco de emparedados y gaseosas. El "Tao-Te-Ching" (que así se llamaba) le dejó pérdidas cuatro semanas antes de inaugurado y un peligroso indicio de reumatismo articular.
17. Distanciado a muerte de los naturalistas del Club de Enemigos de Jubipén Itsara, y a la vez escapando a los acreedores del "Tao-Te-Ching Nourishing Kiosk", conoció a Blonda Cruz, la mujer vegetal de pájaros en la cabeza.
18. Iracema Snif y Blonda Cruz inspiraron a Guay Descartes la novela éxito de aquel verano.
19. "Hombre perro, mujer llanto, niña olivo" fue llevada al cine por los franceses, a la televisión por una cooperativa de California, y al video por un ejecutivo de Madrid.
20. Libro condensado en Colombia, prendedor en Buenos Aires, historieta en México y remera estampada en Alabama, la novela de Guay Descartes dio la vuelta al mundo en menos de ochenta días.
21. Como toda historia que pierde intimidad, la historia del Gamulano fue una guía telefónica.
22. Pobre, desnutrido y prematuramente avejentado, Jubipén Itsara fue a la vida lo que un príncipe ruso en el exilio fue a París: suspiros y destellos.
23. Alicia, y no Gladys ni Estela, sino Alicia Estrázulas de Varela y Cross murió de amor por lo imposible, por el tiempo y por un Jubipén heroico descubierto hacia la adolescencia.
24. Caifás Itsara, un talento menor nacido en primavera, ingresó al ambiente de la gente linda de la mano de su madre y en brazos de su padrastro Lucas, un cantante belga que había colocado un par de éxitos en aquella temporada.
25. Loco y triste de locura y tristeza elementales, Jubipén reflejó su desgracia en un viejo espejo durante los 29 primeros días de un mes que no fue febrero.
26. Imaginando desenlaces felices para un radioteatro que auguraba truculencias, fue que Itsara, sin saberlo, ingresó al bovarysmo.
27. Una tarde, mientras miraba fornicar despreocupadamente a dos hormigas, Jubipén Itsara (El Gamulano) cansado de ser normal, optó por ladrar a las ruedas de un camión.
PÁGINA 9
Por Rogelio Ramos Signes (Tucumán)
1. Cansado de vivir de sus defectos, Jubipén Itsara (El Gamulano), una tarde en que ladraba a las ruedas de un camión, optó por ser normal.
2. Alicia, y no Gladys ni Estela, fue quien descubrió la metamorfosis de Jubipén Itsara (El Gamulano) a pesar de cuanta cosa diversa pueda escucharse por ahí.
3. Desde niño Jubipén Itsara gustaba discutirle a sus vecinas, conspirar con sus compañeros de manualidades e inventar frases célebres. De allí lo de Gamulano.
4. Huérfano e insigne desde el primer día de su vida, Jubipén rondó las talabarterías buscando su propia identidad.
5. Buscando su propia identidad fue que Jubipén dio con un alquimista liberal y un latinista retirado. De allí lo de Itsara.
6. Si a cada Jubipén (es tradición) corresponde un Itsara; a cada Jubipén Itsara corresponde una Iracema Snif, con quien se casó a la medianoche de un 31 de diciembre, saludados por las bombas, bengalas y petardos de todo el país; tal vez de todo el mundo.
7. La vida del matrimonio Itsara fue un martirio, si también se entiende por martirio la sucesión de los días pendiendo de una cruz.
8. La joven Snif, esposa de Jubipén Itsara desde un 31 de diciembre a la medianoche, nació de mujer mulata y de granado alemán. Por eso aullaron los coyotes. Por eso menguó la luna y perdió brevas la higuera. De allí Iracema.
9. Iracema Scherwitz, esposa de Jubipén y madre de un talento menor nacido hacia la primavera, adquirió el llanto como única forma de expresión. Por eso Snif.
10. Jubipén Itsara (El Gamulano) fue hombre de hogar, hasta donde el hogar se lo permitió, y ciudadano de cada bar que acertó a inaugurar en su camino.
11. Cuentan que Jubipén era diestro para las tareas manuales, parco a la hora de los besos y un tanto distraído.
12. De la primera distracción surgió Caifás, un talento menor nacido hacia la primavera.
13. Hacia la primavera, y en el espacio que va del 14 al 15 de noviembre, Alicia Estrázulas de Varela y Cross redescubrió al Gamulano, pero ya era tarde.
14. Sobrecogido por los espacios interiores de su infancia, Jubipén Itsara abandonó los vicios del destete; fijación oral que hizo añicos una noche de cigarrillos, gomas de mascar y alguna ginebra.
15. Temeroso de todo lo que no fuese natural, Jubipén Itsara fundó el Club de Enemigos de Jubipén Itsara, secundado por un descendiente directo de Rousseau y el más serio biografista de Lao Tsé.
16. En la Universidad Taoísta de su barrio, exactamente, fue que Jubipén instaló un quiosco de emparedados y gaseosas. El "Tao-Te-Ching" (que así se llamaba) le dejó pérdidas cuatro semanas antes de inaugurado y un peligroso indicio de reumatismo articular.
17. Distanciado a muerte de los naturalistas del Club de Enemigos de Jubipén Itsara, y a la vez escapando a los acreedores del "Tao-Te-Ching Nourishing Kiosk", conoció a Blonda Cruz, la mujer vegetal de pájaros en la cabeza.
18. Iracema Snif y Blonda Cruz inspiraron a Guay Descartes la novela éxito de aquel verano.
19. "Hombre perro, mujer llanto, niña olivo" fue llevada al cine por los franceses, a la televisión por una cooperativa de California, y al video por un ejecutivo de Madrid.
20. Libro condensado en Colombia, prendedor en Buenos Aires, historieta en México y remera estampada en Alabama, la novela de Guay Descartes dio la vuelta al mundo en menos de ochenta días.
21. Como toda historia que pierde intimidad, la historia del Gamulano fue una guía telefónica.
22. Pobre, desnutrido y prematuramente avejentado, Jubipén Itsara fue a la vida lo que un príncipe ruso en el exilio fue a París: suspiros y destellos.
23. Alicia, y no Gladys ni Estela, sino Alicia Estrázulas de Varela y Cross murió de amor por lo imposible, por el tiempo y por un Jubipén heroico descubierto hacia la adolescencia.
24. Caifás Itsara, un talento menor nacido en primavera, ingresó al ambiente de la gente linda de la mano de su madre y en brazos de su padrastro Lucas, un cantante belga que había colocado un par de éxitos en aquella temporada.
25. Loco y triste de locura y tristeza elementales, Jubipén reflejó su desgracia en un viejo espejo durante los 29 primeros días de un mes que no fue febrero.
26. Imaginando desenlaces felices para un radioteatro que auguraba truculencias, fue que Itsara, sin saberlo, ingresó al bovarysmo.
27. Una tarde, mientras miraba fornicar despreocupadamente a dos hormigas, Jubipén Itsara (El Gamulano) cansado de ser normal, optó por ladrar a las ruedas de un camión.
PÁGINA 9
Bowles y un “descenso a los infiernos”.
Por Olga Zamboni (Misiones)
La experiencia del desierto.
Por Olga Zamboni (Misiones)
La experiencia del desierto.
Ilimitado es el desierto y su atracción, irresistible sobre ciertos espíritus, puede llegar a matar como el más peligroso laberinto en el cuento de Borges de “Los dos reyes...”.
Ilimitado también es en sus formas exteriores: el Erg, en la lengua aborigen saharawi, significa “mar de dunas”; hamada designa al desierto pedregoso; reg, es todo sitio montañoso árido, y oued, “lecho de río seco”, el cual se aparece con una que otra hilera minúscula de arbustillos negros que alguna lontanísima vez pudieran allí haber verdecido. Esas formas ofrece la lengua para designar la extensión que a un profano tal vez se le aparecerá como monótono juego de arena, sol y viento, y en cambio para un experto lugareño tiene mil matices diversos.
El desierto ofrece la fascinación de sus paisajes y de sus culturas, inexplicables a nuestros ojos occidentales; están los “hombres azules”, sus habitantes naturales, así denominados por las túnicas que los cubren en fresca elegancia; otras son las telas y otros tonos, los que vestirán las mujeres, que en esto bien se diferencian. Para comprar en El-Aiún (capital de Sahara Occidental) cierto corte de algodón azul, precioso por cierto, y destinado solamente a ropa de varón, tuve que convencer al vendedor de una mentira: que no lo usaría yo sino que era un regalo a un amigo.
Y están los guerrilleros del ejército Polisario, grupo que aspira a independizar definitivamente a Sahara de Marruecos.
No pude apartar de la mente las imágenes de esa extensión desolada y misteriosa cuando me enteré -hace ya bastante tiempo- de la muerte de Paul Bowles, neoyorquino por nacimiento y nor-africano por residencia y temática de su obra narrativa. Y desde entonces me debía a mí misma esta nota.
Bowles residió buenos años de su vida en ciudades situadas al mero borde del Sahara. En sus cuentos marchan abigarrados personajes extraídos de los barrios de Tánger, Orán o Argel, seres exóticos, indescifrables en sus reacciones, tratos y actitudes. Bowles no juzga; presenta simplemente, los deja andar.
Su mujer, también escritora, y de una originalidad avasallante en su estilo, que nada tiene que ver con el de la producción literaria de su marido, firmó como Jane Bowles una novela tal vez extraña, que fue la favorita de Tennessee Williams: Dos damas muy serias; y un libro de cuentos “Placeres sencillos”.
El Cielo Protector
La que acaso sea la novela más autobiográfica de Bowles - y es por lejos la más famosa- nos presenta a seres excéntricos que, como él mismo, dejaron la “civilización” y el confort de USA para meterse de lleno en culturas tan alejados y a las que seguramente jamás lograrían comprender.
“El cielo protector” se hizo más conocida luego de la excelente versión fílmica de Bertolucci, que se nos ofreció bajo un mal traducido y reductivo título en castellano de “Refugio para el amor”. Quien quiera conocer los rasgos físicos del autor ya en su edad madura, lo verá en el papel del narrador “testigo” que abre y cierra la película en un bar del puerto de Argel (o Al Jaza’ir) –la circularidad estructural es evidente, pero a modo de espiral, porque no coincide exactamente el final con el principio-; y estas son sus palabras de cierre:
¿Cuántas veces recordarás cierta tarde de tu infancia, una tarde que es parte tan entrañable de tu ser que no puedes concebir ni siquiera tu vida sin ella? Quizá cuatro o cinco veces más. Quizá ni eso. ¿Cuántas veces más mirarás salir la luna llena? Quizá veinte. Y, sin embargo, todo parece ilimitado.
El relato desenvuelve el tradicional esquema del viaje, con sus pruebas y estaciones, pero en este caso es viaje sin retorno. Un viaje a la muerte para Port (interpretado por John Malkovich) y a la enajenación para Kit, su mujer, (que protagoniza con la excelencia que la caracteriza Debra Winger), quien regresa a ese bar de puerto del que partieron, pero ella ya es otra muy diferente y está sola. Port había perdido primero su pasaporte (identidad disuelta) y Kit deja entre arenas y beduinos la razón en un largo camino de despojamiento y disolución de vidas y sentires.
A la pareja acompaña, para formar el clásico triángulo, un desubicado Tunner; y otros ocasionales acompañantes que cruzan y descruzan sus itinerarios. Se podría decir que viajan desesperadamente, como movidos por una compulsión: en tren, en primitivos autobuses, en camellos y hasta en bicicletas; van “descendiendo” en el sentido de que cada paso hacia el interior del erg más los compromete, crucialmente, con sus circunstancias.
Pueblos casi inexistentes se mimetizan con el desierto en su color y chatura. Cada calle de El Ga’a, desde la desesperación de Kit “parece un callejón sin salida, con una pared en el fondo”; el Hotel Du Ksar les cierra sus puertas, hay peste, las moscas invaden el ambiente. Prosiguen viaje, con un Port ya delirante, hacia la antigua fortaleza de Sba, de la Legión extrajera, en medio del Gran Erg Occidental. He visto estas fortalezas como restos de alguna loca empresa llevada a las arenas por un demente. Son imágenes de la soledad más absoluta sobre la tierra. Y si el cielo es protector, está muy lejos: alta es su protección; no cabe más que pensar, entonces, que la tierra, su contraparte, es el infierno.
Port y Kit descienden, pero a diferencia de los héroes clásicos, no los espera ningún elixir ni icono mágico. Han vivido -seres de aventurera estirpe- el viaje como experiencia vital única y tal vez sin otro sentido más que la aventura misma. Y el riesgo.
“La diferencia entre el turista y el viajero -dice Bowles- reside en el tiempo: el turista se apresura a regresar a casa, y el viajero no pertenece a un lugar más que a otro”.
Las cartas estaban echadas y el destino marcó permanecer para siempre en el desierto que, con lento despojamiento, fue apoderándose de los viajeros. Como el rey del cuento de Borges. Perdido para siempre en el gran laberinto del Erg. Port enterrado en las arenas bajo el “cielo casi sólido” del desierto. Y Kit deambulando entre beduinos y caravanas, embrujada para siempre por esa geografía insoluble. Que tan bien recrea Bowles. Y Bertolucci. Por lo que vale la pena volver a ellos, a la novela o al film. Y re-crear, nosotros receptores, con ellos, el desierto y su fascinación.
Paul Bowles nació en 1911 en Nueva York y murió en 2001. Estudió música y pasó muchos años viviendo en ciudades del norte de África. Publicó entre otros, los siguientes libros: Misa de gallo (cuentos); Déjala que caiga”; “Un episodio distante”; “El Cielo protector” y “La Tierra Caliente” (novelas).
PÁGINA 10 Y 11 – RESEÑAS DE LIBROS
El fulgor de la espera – Ernesto F. Costa Perazzo – Simurg Ediciones – 76 pgs.- Buenos Aires
Ernesto F. Costa Perazzo elige la gran metáfora de la evocación a partir de ese enigma que es la memoria; ese pulso del tiempo, esa forma abstracta de la conciencia donde la melancolía crea un mundo autónomo, trasciende lo subjetivo y se hace visible a través de ciertos símbolos recurrentes: un sol que estalla, lugares a los que siempre se vuelve, la permanencia de un paisaje que no existe y que persigue los días.
Lo onírico se suma a una línea de quietudes donde todo es ingrávido en virtud de las reminiscencias de “delectatio morosa”, pues acaso lo bello es siempre lo perdido. Secuencias que aportan un sesgo de refinamiento y confidencialidad a un mundo poético de terrazas nocturnas, patios abandonados, islas lejanas, cúpulas negras; puros aconteceres sin retorno, una vigilia abierta a un ventanal donde la tarde huye hacia el comienzo.
Susana Valenti (Rosario
El pensamiento socialdemócrata italiano: Mondolfo, Saragat, Bobbio – Carlos José Rocca – Edición del autor – 100 pgs. – La Plata
Nuevamente nos sorprende el Ing. Carlos José Rocca, con este nuevo libro acerca de la historia contemporánea argentina, podríamos decir acerca de la epopeya del socialismo en Italia y la influencia que sus pensadores y políticos tuvieron sobre los fundadores del Partido Socialista Argentino. Y el conocimiento de estos pensadores no solamente influyó en los destinos políticos universales, sino que también estableció coincidencias y relaciones con los ideólogos del socialismo en nuestro país.
El Ing. Rocca, al tratar la semblanza de los políticos italianos, también comenta la actualidad de la política argentina de todo el siglo pasado, nombrando a los personajes fundacionales del socialismo democrático y a las luchas por la democracia en un escenario corrompido por los golpes de estado y las luchas de clases conducidas por organizaciones sindicales cuyos dirigentes siempre respondieron a intereses personales, apoyando a políticos influenciados por intereses económicos -generalmente foráneos-, que destruyeron la economía nacional.
En este reconocimiento a la obra de Rocca, figura reconocida de la Universidad Nacional de La Plata, de la UPAK y en el desarrollo del socialismo democrático argentino, coetáneo y conocido personal de casi todos los políticos que nombra, no podemos dejar de mencionar dos citas que nos enorgullecen: una, referida a nuestra publicación, la otra, a la figura de su fundador, Don Luis Di Filippo, integrando el listado de destacados pensadores santafesinos.
Rodolfo Mondolfo nació en Italia, en 1877, donde se graduó de Profesor Docto en Filosofía y murió en Buenos Aires, en 1876. Emigró a la Argentina en 1939 porque su origen judío le impidió continuar en su país. Aquí fue acogido en el ámbito universitario y comenzó su carrera docente en la Universidad de Córdoba como simple profesor de Griego.
Giuseppe Saragat nació en Torino, en 1898 y murió en Roma, en 1988. Fue el primer Presidente Socialista Democrático Italiano. “... sin que el pueblo sea consciente del valor de la libertad, es imposible la realización de un socialismo que, como afirmara Justo, más que una teoría económica o una doctrina política, es una postura ética ...”
Con respecto a Norberto Bobbio, diremos que su reciente desaparición, el 8 de enero ppdo., renovó su vigencia en el campo político filosófico. La prensa de todo el mundo le rindió homenaje. Había nacido en 1909 y sobrevivió a las dos guerras mundiales. En la Constitución española de 1978 y en el PSOE, dejó sus ideas sobre la preservación y defensa de los Derechos Humanos en los países desangrados por la intolerancia y la perversidad de prolongadas dictaduras. En 1984, a los 75 años, fue designado Senador Vitalicio, por el presidente Sandro Pertini.
La presente obra del Ing. Rocca se suma a una extensa bibliografía que contribuye sobremanera al conocimiento de nuestra hitoria contemporánea.
Manuel Bande (Santa Fe)
El último penal – Jorge Isaías – Editorial Ciudad Gótica – 97 pgs. - Rosario
Refugio de sencillez, puesta en escena de “lo real” que se transforma subrepticiamente en significado, la literatura de Isaías inscribe sin sobresaltos la laboriosa concreción de un estilo que se regodea en otorgar densidad y sentido a los recuerdos. “El último penal” reúne una nueva serie de relatos que enfatiza la transparencia de una producción que se puede caracterizar como la constante expansión de un relato original arraigado en la mitología personal del escritor santafesino.
En la obra de Isaías el pueblo, o en un sentido más amplio y a la vez más exacto, los pueblos de la llanura constituyen la geografía donde el tiempo extravía la existencia y la arrastra a la ficción. El escritor es la conciencia que toma posesión del tiempo y lo encauza en un orden poético: “En ese tiempo lento donde el tiempo se detenía a veces para verlos, pero a ellos no les preocupaba demasiado, porque ellos intuían que también eran tiempo. Estaban –como el aire- hechos de tiempo. Pero de un tiempo recién hecho, a la medida de sus años”
En “Futboleras”, el legendario Huracán Fútbol Club convoca la pasión de incondicionales “hinchas” y delimita las acciones de héroes populares que el lenguaje eleva a la categoría de mito. El tono no desestima el humor; el fútbol es fiesta y celebración, por lo tanto tiene en su máscara lo trágico y lo cómico; “...lo cierto es que yo sentía la respiración del delantero en mi nuca y sin pensar, como venía, le pegué un zapatazo de zurda, con tanta mala suerte que la clavé en el ángulo izquierdo del arquero./ Era lo recuerdo, el arco que da hacia los antiguos hornos de ladrillos de don Máximo Spizzo, es decir, la parte sur de nuestra cancha./ Si yo tenía de madera la derecha, la zurda era de cemento, diré en mi disculpa./ El oprobio, la pitada final, y la culpa. Yo había hecho el primer y único gol de mi vida, pero en mi propio arco./ La gente se olvidó de todos los que salvé, incluso uno en un clásico, pero no perdona los errores. Así de exitistas son los hinchas de fútbol”. La pasión, la magia del fútbol imponen ciertas reglas, el gol es la apoteosis de la celebración, ¿quién le perdona a su héroe que caiga en el ridículo?
Lo mítico emerge como sustrato profundo de un estilo que no se detiene sólo en ese aspecto y trabaja otras obsesiones tal como la búsqueda de una identidad acosada por el tiempo. La presencia de un yo narrativo, lábil, adelgazado por la pérdida de su carnadura existencial se adensa y afirma en el soliloquio, recurso que organiza el peso de lo acontecido en la memoria y que Isaías utiliza en estos relatos de modo ágil y eficaz: “Yo fui de los últimos que vio jugar al Chiche Borello./ Usted me dirá que no era lo que se dice un crack –cosa que yo no comparto- Porque, ¿qué es ser un crack?/ Sí, ya sé, adivino la respuesta: `Cracks eran Laliana, Juancito Renzi o el Pelado Miguez, un poco más lejos´/ Pero mi concepto de crack tiene que ver con la alegría que se le regala a la hinchada.”
La presencia de un interlocutor textual no hace otra cosa que poner las cosas en su lugar y enfatizar el carácter imaginario de la ficción, aun cuando se le de un nombre, como en Cazadores: “¿No es cierto que usted existió, Ana Zarza, y que hoy en algún lugar recuerda a esa barrita dispersa por el vendaval de los años, indiferente a otra cosa que no fueran los juegos, o el inminente fervor de la caza?”, ese nombre señala la ambigüedad del referente y el esfuerzo de una conciencia que trata de recuperar la unidad en la polifonía onomástica del texto.
El mundo narrativo de Isaías es una cosmogonía del recuerdo que especialmente en Lejanas, la segunda parte de estos relatos –creemos que de una manera inédita en su obra- registra sin eufemismo la Historia. Su contar comparte: “-Los gorilas están bombardeando Plaza de Mayo./ -¡Qué?- preguntó mi madre entre incrédula y aterrada. / -Que los enemigos de Perón y del Pueblo están matando gente inocente con aviones en Buenos Aires./ (...) Todos en mi familia eran o habían sido obreros rurales o peones de campo. Todos sabían qué había sido para ellos el gobierno de Perón, nosotros lo habíamos mamado, no eran palabras huecas, no era demagogia. Nos sentíamos dignos”, la conciencia individual se hace más ecuménica, toma a su cargo las marcas de una épica popular vilipendiada, pero que persiste en el imaginario colectivo como epopeya ejemplar. No sólo los grandes acontecimientos se transforman en mito, también los mitos alimentan los sueños para que los pueblos transformen la historia y sobrevengan los acontecimientos que finalmente son rescatados por las palabras, y así sucesivamente.
Aída Albarrán (Rosario)
Al (otro) Estados Unidos – Daniel Barros – Editorial Dunken – 120 pgs – Buenos Aires
Resulta ameno, alegre e ilustrativo leer a Daniel Barros. Su extensa obra resulta siempre interesante a los lectores que salen de la ortodoxia y se internan en los nuevos terrenos de la lexicología que propone el escritor.
A manera de prólogo, Barros inicia su libro con citas y referencias alusivas a la intención de su temática: “Los Estados Unidos son potentes y grandes. / Cuando ellos se estremecen hay un hondo temblor / que pasa por las vértebras enormes de los Andes.” “-Eres los Estados Unidos / eres el futuro invasor / de la América ingenua que tiene sangre indígena, / que aún reza a Jesucristo y aún habla en español” (Rubén Darío: A Rooselvet, 1905) “¡Basta ya... basta, basta! / ¿Por qué me golpeais? / Estoy aturdido... Dejadme, / dejad que me rehaga, / que vuelva de mi sopor, / de mi delirio, de mi agonía... / Esto es un error.” (Walt Whitman, 1819-1892). “El momento más prudente para embalsar el mar, es cuando el mar ya se ha ido” (Emily Dickinson, 1830-1886). “El gobierno de (G.) Bush supera cualquier sátira” (Harold Bloom, 2004)
Previa esta introducción, Daniel Barros comienza el desarrollo de los poemas dedicados a cuarenta y siete personajes norteamericanos, poemas que reciben el aporte de interesantes epígrafes. El primero se titula “Hernán Melville o el desnudo ritmo del ser” y su epígrafe dice: “¡Ay! de aquel que quiera salvarse a costa de la verdad” Hernán Melville, mientras que, en “El Tío Sam”, el epígrafe humorístico pertenece a Sarmiento: “En los EE.UU. todos los hombres son, a la vista, un solo hombre, el norteamericano... ¡Qué escándalo dieran si llegasen de improviso a ser picados por la tarántula!”; en “Groucho Marx”, al propio Groucho: “Nunca pertenecería a un club que tuviera como socio a alguien como yo.” y en “Abraham Lincoln” nuevamente al autor de “Facundo”: “Porque el norteamericano es el pueblo, es la masa, es la humanidad no muy moralizada todavía, cubierta allí en todas sus graduaciones de desenvolvimiento bajo una apariencia común”
En el poema “Dorothy Lamour ha muerto” (1915-1996) el autor expresa: “Yo no lo creo, / porque toda “diva” / que se precie de tal / es y será eterna...”; en “La pantalla sin héroes” dice “... han muerto en pocos días / Jimmy Stewart y Robert Mitchum, / esa especie, hoy rara, / de actores que se parecieron / desde la función, / ´a ellos mismos´... y en “Demasiado anacrónico” manifiesta: “ahora resulta que un educador / norteamericano, llamado Clifford / Madsen, autor de un típico ´best seller´ / sobre la delicada materia / viene a descubrir, pecadores míos, / que la disciplina también sirve / para enseñar...”
Termina el libro con dos epílogos: “La misión de los Estados Unidos actual va contra el cristianismo” (Todorov, 2003) y “¡No cedamos, no cedamos! Afirmemos que el mundo es tal como siempre lo hemos creído.” “La única ciencia que podemos pretender es la de la humildad, que es infinita” (T.S.Eliot 1888-1962)
Manuel Bande
Tracción a sangre - Laura Yasan - Editorial La Bohemia – 63 pgs. – Buenos Aires
Laura Yasan no dice tracción animal, tracción mecánica, o a vapor, según los ejemplos propuestos por los diccionarios. Ella dice tracción a sangre, con lo cual el efecto de medir la resistencia de los materiales, señalado por María Moliner, debe adecuarse al hecho de que el material sometido a la prueba es la sangre. Y la pregunta fundamental que nos propone es: ¿ Cuánto podrá resistir la sangre ese tironeo mediante el cual el cuerpo vivo es arrastrado de aquí para allá por el vértigo de la vida?
Esta imagen, esta pregunta, instalan el libro en la tradición de la estética expresionista. Es decir: aquí la gracia, las armonías de los contrarios, han desaparecido. Lo que queda es el cráter de la ruptura, y el lenguaje da cuenta de esa ruptura proponiendo una torsión manierista de la expresión. De este modo, la deformación hallada en lo escindido del objeto se refleja en lo escindido de la sensación que lo recibe.
En “Tracción a sangre”, lo escindido es el cuerpo obligado a separarse de su posibilidad de plenitud para adecuarse a la oscura misión de arrastrar el aparato psíquico -eso que antes denominábamos alma-, vapuleado a su vez por la angustia de no recibir del cuerpo otra señal que las narcotizadas sensaciones que provoca el choque incesante entre lo que se busca y lo que se logra.
Si este choque, en la vida real, deforma y degrada la plenitud de los sentidos, en el plano de la realización poética propone una disyuntiva inquietante, y sin duda enigmática: el poema está obligado a no perder de vista su obligatoria búsqueda de perfección formal, en tanto que el cuerpo que escribe se hunde más y más a medida que el significado halla en el logro estético su forma definitiva.
Detengámonos en un verso: “el fulgor que no existe y me sigue alumbrando como una estrella muerta”, un verso con tanta amplitud y belleza, que resume la idea del mundo, y la estética implícita en esa idea mundo. Todo el siglo XX está atravesado, en Occidente, por la actividad del dios muerto. El dios vivo, todopoderoso y tonante, el dios cruel y misericordioso de la teología judeo-cristiana, está activo aún, activo como actividad de lo muerto, como ese "fulgor que no existe", dirá Yasan, pero sigue "alumbrando como una estrella muerta".
El mundo se convierte así en un enorme velatorio, con la idea del dios muerto exhalando la pálida luz del sin sentido, la ominosa sensación de vacío que da la carencia entendida no sólo como carencia de la condición humana, sino como carencia en el estatuto conceptual del universo.
Pero el verso de Laura es, si se quiere, más categórico aún: el fulgor no existe, nunca existió, siempre estuvo ausente y siempre alumbró como una estrella ausente. El sinsentido, o el dolor de no dar con el sentido en caso de que el sentido exista y sea posible descubrir el modo de alcanzarlo, le hace decir, en las postrimerías del poema: “no llegaré a la noche esperando palabras / ya fui sequía”
Así como Geor Trakl, Laura construye una versión lírica de la existencia a partir de las ruinas y fragmentos del mundo dado, sólo que en su libro la subjetividad opera con una crispación ausente en los textos del gran poeta alemán. Lo que en Trakl son otoñales atmósferas de la decadencia, en Laura Yasan pasan a ser estallidos conceptuales ligados, muy ligados, con la agonía psíquica y el desmembramiento de la sensación corporal.
"Aborta el cuerpo su mensaje" , escribe. "Lo escrito con el cuerpo enhebra en su collar / la llave de dos mundos" , insiste. Así encuentra "harapos de miedo" cuando sale “a golpear por su ración". “Cargo en mi cuerpo una mujer inválida que baila cuando duerme", escribe en el poema que da título al libro, y agrega versos rotundos sobre la condición escindida, rota, de lo que Heidegger, refiriéndose a Trakl, describe como el ser arrojado en la huella perdida, la huella que ya no es senda dadora de sentido. Dice Laura: “cargo su enfermedad en la penumbra de mis huesos / su equipaje de anemia / su andamiaje de circo / la quiero al otro lado pero el puente se ha roto / la primera mitad no le interesa / la segunda es negada / vuelvo sobre sus pasos cada noche / para ocultar la huella cada día / como el guardián de un ancla que se oxida”
De este modo, Laura pasa del "fulgor que no existe" y sin embargo alumbra como una estrella muerta al “ancla que se oxida". La primera imagen está todavía emparentada con la metafísica desacralizada del siglo XX, y se la podría asociar con el desasosiego de Henri Michaux, acaso el más importante poeta en lo que hace a este modo de sentir, cuando dice: "He sido construido sobre una columna ausente". Pero “ser el guardián de un ancla que se oxida", propone una lectura distinta, y acaso más tensa, que la quietud fatalista de Michaux.
En primer lugar, nos habla de algo que es, que está, nos habla de un ancla, es decir, de una materia presente, de una herramienta mediante la cual el andar de la nave -es decir, el conductor del andar de la nave- puede decidir detenerla con la intención de mirar lo hecho, descansar, reflexionar sobre el trayecto cumplido o, incluso, si ha llegado a puerto, proceder a reparar las averías, embellecer su pote, ¡tantas cosas puede hacer el sujeto cuando todavía es capaz de detenerse para mirar en sí mismo!
Pero ocurre que el ancla de Yasan se oxida, está en trance de degradación, ya no es tan confiable porque el óxido, como ustedes saben, corroe. Y así como admitimos en Michaux la utilización de esa palabra, columna, como metáfora del sentido que debería atravesar la materialidad consciente del sujeto, podemos aceptar en Yasan la metáfora del ancla como paradero de su voluntad conceptual.
Es esa voluntad, entonces, lo que aparece corroído. Es esa voluntad la que debe ser arrastrada por el cuerpo, la nave, es esa oxidada voluntad conceptual la que ya no responde a los requerimientos de la duración propuesta al viaje terrestre.
He aquí la tracción a sangre a que está condenada la travesía.
Estas imágenes del libro de Yasan, y muchas otras que atraviesan el texto, retoman un aspecto siempre presente en la gran poesía de todos los tiempos. Me refiero a la responsabilidad que nos cabe como constructores de sentido. No sólo somos víctimas de la corrosión de la voluntad conceptual, también somos responsables de esa corrosión.
El mundo no ha quedado en ruinas por un capricho de los dioses, ni el sujeto ha quedado a la deriva por la ausencia metafísica de la columna conceptual que le daba sentido. Lo que somos, y también lo que no somos, es obra nuestra.
La completud que pensamos para afincar lo mejor de nosotros, y la completud que nos falta para dejar de ser menesterosos del espíritu, son obra nuestra.
Los clásicos no eran caritativos con las excentricidades agónicas del sujeto, ni se engolosinaban con sus desventuras subjetivas. Es precisamente esta actitud de aceptar la contingencia como responsabilidad personal lo que retoma la poesía de Laura Yasan. Por eso puede escribir con conmovedora seriedad lírica: el tiempo dice que si no me apuro / voy a entrar a la edad del desengaño / por la puerta de atrás / condenada a la humedad artificial como una flor de invernadero / el tiempo antes me acariciaba el pelo / escondido en los patios de la infancia / ahora le crecieron tenazas en las uñas / cada día despierto con los huesos partidos / y un crujido de barco en medio de la noche.
Luis Tedesco (Buenos Aires)
Poemas Americanos – Rubén Vela – Ediciones Eleusis – 159 pgs.- Buenos Aires.
Rubén Vela es un poeta mayor, una voz inconfundible dentro del quehacer literario argentino y latinoamericano. De allí que esta nueva selección y estudio crítico de su poética emprendido por Nina Thürler y Ediciones Eleusis signifique un valioso aporte de reflexión para todos aquellos lectores ávidos de poesía.
Si bien la producción de Vela implica en sí un constante desafío, un constante descubrimiento, estos poemas tienen el poder de transportarnos hacia lo más profundo de un americanismo que, en apariencia, parecía habernos sido negado a los argentinos, legatarios de una identidad cultural resultante de históricas oleadas de migraciones europeas.
Desde un conmovedor interrogante:“¿Cómo eras, patria de mi patria, antes de llamarte / América?”, en la respuesta crece, como un viento nocturno, la palabra desnuda, el decir despojado: “Alta luz del silencio / sobre la noche / tu mansa voz de luto / me desnuda.”
Quizás porque el poeta presiente –tal como lo declarara en una entrevista- que la musicalidad de Rubén Darío, el apasionamiento de Pablo Neruda o la exaltación indigenista de Vallejo cantaron ya con voces únicas al suelo continental, su palabra elige un sendero diferente, se eleva intentando no develarlo todo, acercando al lector un fragmento, una huella, apenas una imagen que, sin decirlo en su totalidad, sin definirlo, lo ayude a reconstruir el concepto de espacio americano. “Mi obra es, en ese sentido, casi arqueológica. Mis poemas (...) son una contraposición de voz y de silencio, de canto y de soledad.”
Este poeta nacido en Santa Fe, perteneciente por razones cronológicas a la generación del 50, en una forma particularísima de denunciar olvidos, sin erigir estructuras panfletarias, manifiesta: “´Esto es América´, me decían, / mostrándome las altas cordilleras, / el suicidio del sol sobre los trópicos, / los grandes ríos furiosos. / Sólo vi pies descalzos, / criaturas americanas / sobre el hambre y el frío / como frutos desnudos. / ´Esto es América´. Sobre las tierras / indias del centro y del sur / vi desolación. Y, al borde, / las grandes ciudades opulentas, sólo / al borde...”
Licenciado en antropología y en arqueología, Rubén Vela confiesa ser urgido por decir todo lo que lo rodea, por cantar todo lo que lo conmueve. Es así que nos habla de ciudades abandonadas en misterios selváticos por los dedos del tiempo: “La edad / de los cuerpos / desnudos / donde todo / está muerto / o todo está / por nacer”; de razas sometidas por “una larga memoria de violencias”: “Raza entera de hombres / con los pies en la tierra / y con tanto dolor / como cabe en el mundo.”; de dudas inquietantes acerca del futuro: “¿Qué tendrás, hijo mío, / qué muerte elegirás / para seguir viviendo?”
Y para toda denuncia, para todo reclamo, se aferra a la palabra: “Si por acaso / algún día olvido la palabra, / si por acaso / -digo- / la palabra me olvida / me volcaré a la tierra, / me llenaré las manos / con barro nutritivo, / con profundas memorias vegetales, / con raíces de pan.”; “La palabra / siempre / temerosa / del vestido / de / gala / sobre su desnudez / magnífica.”; “La palabra en armas / su porfiada vehemencia / su penetrante ardor / su insolente / su incómoda / sencillez.”
Al decir de Nina Thürler, “Rubén Vela ocupa un espacio de privilegio en la poética Hispanoamericana de la segunda mitad del siglo XX.” Justo es, entonces, que las nuevas generaciones se nutran de su personal cosmovisión para que, abandonado el excesivamente farragoso territorio de la metáfora o los sitios sangrantes con olor a trinchera, esas voces nacientes comprendan que: “El trueno liberado / aún no es poesía. / Conviértelo en silencio.”; y que, cuando lo logren, al igual que ante las ruinas de Chichén-Itzá, puedan decir, con total convencimiento: “Has vencido a la lluvia / y al viento de esa lluvia. / Has vencido a la muerte / y al viento de esa muerte.”
Norma Segades – Manias (Santa Fe)
Ernesto F. Costa Perazzo elige la gran metáfora de la evocación a partir de ese enigma que es la memoria; ese pulso del tiempo, esa forma abstracta de la conciencia donde la melancolía crea un mundo autónomo, trasciende lo subjetivo y se hace visible a través de ciertos símbolos recurrentes: un sol que estalla, lugares a los que siempre se vuelve, la permanencia de un paisaje que no existe y que persigue los días.
Lo onírico se suma a una línea de quietudes donde todo es ingrávido en virtud de las reminiscencias de “delectatio morosa”, pues acaso lo bello es siempre lo perdido. Secuencias que aportan un sesgo de refinamiento y confidencialidad a un mundo poético de terrazas nocturnas, patios abandonados, islas lejanas, cúpulas negras; puros aconteceres sin retorno, una vigilia abierta a un ventanal donde la tarde huye hacia el comienzo.
Susana Valenti (Rosario
El pensamiento socialdemócrata italiano: Mondolfo, Saragat, Bobbio – Carlos José Rocca – Edición del autor – 100 pgs. – La Plata
Nuevamente nos sorprende el Ing. Carlos José Rocca, con este nuevo libro acerca de la historia contemporánea argentina, podríamos decir acerca de la epopeya del socialismo en Italia y la influencia que sus pensadores y políticos tuvieron sobre los fundadores del Partido Socialista Argentino. Y el conocimiento de estos pensadores no solamente influyó en los destinos políticos universales, sino que también estableció coincidencias y relaciones con los ideólogos del socialismo en nuestro país.
El Ing. Rocca, al tratar la semblanza de los políticos italianos, también comenta la actualidad de la política argentina de todo el siglo pasado, nombrando a los personajes fundacionales del socialismo democrático y a las luchas por la democracia en un escenario corrompido por los golpes de estado y las luchas de clases conducidas por organizaciones sindicales cuyos dirigentes siempre respondieron a intereses personales, apoyando a políticos influenciados por intereses económicos -generalmente foráneos-, que destruyeron la economía nacional.
En este reconocimiento a la obra de Rocca, figura reconocida de la Universidad Nacional de La Plata, de la UPAK y en el desarrollo del socialismo democrático argentino, coetáneo y conocido personal de casi todos los políticos que nombra, no podemos dejar de mencionar dos citas que nos enorgullecen: una, referida a nuestra publicación, la otra, a la figura de su fundador, Don Luis Di Filippo, integrando el listado de destacados pensadores santafesinos.
Rodolfo Mondolfo nació en Italia, en 1877, donde se graduó de Profesor Docto en Filosofía y murió en Buenos Aires, en 1876. Emigró a la Argentina en 1939 porque su origen judío le impidió continuar en su país. Aquí fue acogido en el ámbito universitario y comenzó su carrera docente en la Universidad de Córdoba como simple profesor de Griego.
Giuseppe Saragat nació en Torino, en 1898 y murió en Roma, en 1988. Fue el primer Presidente Socialista Democrático Italiano. “... sin que el pueblo sea consciente del valor de la libertad, es imposible la realización de un socialismo que, como afirmara Justo, más que una teoría económica o una doctrina política, es una postura ética ...”
Con respecto a Norberto Bobbio, diremos que su reciente desaparición, el 8 de enero ppdo., renovó su vigencia en el campo político filosófico. La prensa de todo el mundo le rindió homenaje. Había nacido en 1909 y sobrevivió a las dos guerras mundiales. En la Constitución española de 1978 y en el PSOE, dejó sus ideas sobre la preservación y defensa de los Derechos Humanos en los países desangrados por la intolerancia y la perversidad de prolongadas dictaduras. En 1984, a los 75 años, fue designado Senador Vitalicio, por el presidente Sandro Pertini.
La presente obra del Ing. Rocca se suma a una extensa bibliografía que contribuye sobremanera al conocimiento de nuestra hitoria contemporánea.
Manuel Bande (Santa Fe)
El último penal – Jorge Isaías – Editorial Ciudad Gótica – 97 pgs. - Rosario
Refugio de sencillez, puesta en escena de “lo real” que se transforma subrepticiamente en significado, la literatura de Isaías inscribe sin sobresaltos la laboriosa concreción de un estilo que se regodea en otorgar densidad y sentido a los recuerdos. “El último penal” reúne una nueva serie de relatos que enfatiza la transparencia de una producción que se puede caracterizar como la constante expansión de un relato original arraigado en la mitología personal del escritor santafesino.
En la obra de Isaías el pueblo, o en un sentido más amplio y a la vez más exacto, los pueblos de la llanura constituyen la geografía donde el tiempo extravía la existencia y la arrastra a la ficción. El escritor es la conciencia que toma posesión del tiempo y lo encauza en un orden poético: “En ese tiempo lento donde el tiempo se detenía a veces para verlos, pero a ellos no les preocupaba demasiado, porque ellos intuían que también eran tiempo. Estaban –como el aire- hechos de tiempo. Pero de un tiempo recién hecho, a la medida de sus años”
En “Futboleras”, el legendario Huracán Fútbol Club convoca la pasión de incondicionales “hinchas” y delimita las acciones de héroes populares que el lenguaje eleva a la categoría de mito. El tono no desestima el humor; el fútbol es fiesta y celebración, por lo tanto tiene en su máscara lo trágico y lo cómico; “...lo cierto es que yo sentía la respiración del delantero en mi nuca y sin pensar, como venía, le pegué un zapatazo de zurda, con tanta mala suerte que la clavé en el ángulo izquierdo del arquero./ Era lo recuerdo, el arco que da hacia los antiguos hornos de ladrillos de don Máximo Spizzo, es decir, la parte sur de nuestra cancha./ Si yo tenía de madera la derecha, la zurda era de cemento, diré en mi disculpa./ El oprobio, la pitada final, y la culpa. Yo había hecho el primer y único gol de mi vida, pero en mi propio arco./ La gente se olvidó de todos los que salvé, incluso uno en un clásico, pero no perdona los errores. Así de exitistas son los hinchas de fútbol”. La pasión, la magia del fútbol imponen ciertas reglas, el gol es la apoteosis de la celebración, ¿quién le perdona a su héroe que caiga en el ridículo?
Lo mítico emerge como sustrato profundo de un estilo que no se detiene sólo en ese aspecto y trabaja otras obsesiones tal como la búsqueda de una identidad acosada por el tiempo. La presencia de un yo narrativo, lábil, adelgazado por la pérdida de su carnadura existencial se adensa y afirma en el soliloquio, recurso que organiza el peso de lo acontecido en la memoria y que Isaías utiliza en estos relatos de modo ágil y eficaz: “Yo fui de los últimos que vio jugar al Chiche Borello./ Usted me dirá que no era lo que se dice un crack –cosa que yo no comparto- Porque, ¿qué es ser un crack?/ Sí, ya sé, adivino la respuesta: `Cracks eran Laliana, Juancito Renzi o el Pelado Miguez, un poco más lejos´/ Pero mi concepto de crack tiene que ver con la alegría que se le regala a la hinchada.”
La presencia de un interlocutor textual no hace otra cosa que poner las cosas en su lugar y enfatizar el carácter imaginario de la ficción, aun cuando se le de un nombre, como en Cazadores: “¿No es cierto que usted existió, Ana Zarza, y que hoy en algún lugar recuerda a esa barrita dispersa por el vendaval de los años, indiferente a otra cosa que no fueran los juegos, o el inminente fervor de la caza?”, ese nombre señala la ambigüedad del referente y el esfuerzo de una conciencia que trata de recuperar la unidad en la polifonía onomástica del texto.
El mundo narrativo de Isaías es una cosmogonía del recuerdo que especialmente en Lejanas, la segunda parte de estos relatos –creemos que de una manera inédita en su obra- registra sin eufemismo la Historia. Su contar comparte: “-Los gorilas están bombardeando Plaza de Mayo./ -¡Qué?- preguntó mi madre entre incrédula y aterrada. / -Que los enemigos de Perón y del Pueblo están matando gente inocente con aviones en Buenos Aires./ (...) Todos en mi familia eran o habían sido obreros rurales o peones de campo. Todos sabían qué había sido para ellos el gobierno de Perón, nosotros lo habíamos mamado, no eran palabras huecas, no era demagogia. Nos sentíamos dignos”, la conciencia individual se hace más ecuménica, toma a su cargo las marcas de una épica popular vilipendiada, pero que persiste en el imaginario colectivo como epopeya ejemplar. No sólo los grandes acontecimientos se transforman en mito, también los mitos alimentan los sueños para que los pueblos transformen la historia y sobrevengan los acontecimientos que finalmente son rescatados por las palabras, y así sucesivamente.
Aída Albarrán (Rosario)
Al (otro) Estados Unidos – Daniel Barros – Editorial Dunken – 120 pgs – Buenos Aires
Resulta ameno, alegre e ilustrativo leer a Daniel Barros. Su extensa obra resulta siempre interesante a los lectores que salen de la ortodoxia y se internan en los nuevos terrenos de la lexicología que propone el escritor.
A manera de prólogo, Barros inicia su libro con citas y referencias alusivas a la intención de su temática: “Los Estados Unidos son potentes y grandes. / Cuando ellos se estremecen hay un hondo temblor / que pasa por las vértebras enormes de los Andes.” “-Eres los Estados Unidos / eres el futuro invasor / de la América ingenua que tiene sangre indígena, / que aún reza a Jesucristo y aún habla en español” (Rubén Darío: A Rooselvet, 1905) “¡Basta ya... basta, basta! / ¿Por qué me golpeais? / Estoy aturdido... Dejadme, / dejad que me rehaga, / que vuelva de mi sopor, / de mi delirio, de mi agonía... / Esto es un error.” (Walt Whitman, 1819-1892). “El momento más prudente para embalsar el mar, es cuando el mar ya se ha ido” (Emily Dickinson, 1830-1886). “El gobierno de (G.) Bush supera cualquier sátira” (Harold Bloom, 2004)
Previa esta introducción, Daniel Barros comienza el desarrollo de los poemas dedicados a cuarenta y siete personajes norteamericanos, poemas que reciben el aporte de interesantes epígrafes. El primero se titula “Hernán Melville o el desnudo ritmo del ser” y su epígrafe dice: “¡Ay! de aquel que quiera salvarse a costa de la verdad” Hernán Melville, mientras que, en “El Tío Sam”, el epígrafe humorístico pertenece a Sarmiento: “En los EE.UU. todos los hombres son, a la vista, un solo hombre, el norteamericano... ¡Qué escándalo dieran si llegasen de improviso a ser picados por la tarántula!”; en “Groucho Marx”, al propio Groucho: “Nunca pertenecería a un club que tuviera como socio a alguien como yo.” y en “Abraham Lincoln” nuevamente al autor de “Facundo”: “Porque el norteamericano es el pueblo, es la masa, es la humanidad no muy moralizada todavía, cubierta allí en todas sus graduaciones de desenvolvimiento bajo una apariencia común”
En el poema “Dorothy Lamour ha muerto” (1915-1996) el autor expresa: “Yo no lo creo, / porque toda “diva” / que se precie de tal / es y será eterna...”; en “La pantalla sin héroes” dice “... han muerto en pocos días / Jimmy Stewart y Robert Mitchum, / esa especie, hoy rara, / de actores que se parecieron / desde la función, / ´a ellos mismos´... y en “Demasiado anacrónico” manifiesta: “ahora resulta que un educador / norteamericano, llamado Clifford / Madsen, autor de un típico ´best seller´ / sobre la delicada materia / viene a descubrir, pecadores míos, / que la disciplina también sirve / para enseñar...”
Termina el libro con dos epílogos: “La misión de los Estados Unidos actual va contra el cristianismo” (Todorov, 2003) y “¡No cedamos, no cedamos! Afirmemos que el mundo es tal como siempre lo hemos creído.” “La única ciencia que podemos pretender es la de la humildad, que es infinita” (T.S.Eliot 1888-1962)
Manuel Bande
Tracción a sangre - Laura Yasan - Editorial La Bohemia – 63 pgs. – Buenos Aires
Laura Yasan no dice tracción animal, tracción mecánica, o a vapor, según los ejemplos propuestos por los diccionarios. Ella dice tracción a sangre, con lo cual el efecto de medir la resistencia de los materiales, señalado por María Moliner, debe adecuarse al hecho de que el material sometido a la prueba es la sangre. Y la pregunta fundamental que nos propone es: ¿ Cuánto podrá resistir la sangre ese tironeo mediante el cual el cuerpo vivo es arrastrado de aquí para allá por el vértigo de la vida?
Esta imagen, esta pregunta, instalan el libro en la tradición de la estética expresionista. Es decir: aquí la gracia, las armonías de los contrarios, han desaparecido. Lo que queda es el cráter de la ruptura, y el lenguaje da cuenta de esa ruptura proponiendo una torsión manierista de la expresión. De este modo, la deformación hallada en lo escindido del objeto se refleja en lo escindido de la sensación que lo recibe.
En “Tracción a sangre”, lo escindido es el cuerpo obligado a separarse de su posibilidad de plenitud para adecuarse a la oscura misión de arrastrar el aparato psíquico -eso que antes denominábamos alma-, vapuleado a su vez por la angustia de no recibir del cuerpo otra señal que las narcotizadas sensaciones que provoca el choque incesante entre lo que se busca y lo que se logra.
Si este choque, en la vida real, deforma y degrada la plenitud de los sentidos, en el plano de la realización poética propone una disyuntiva inquietante, y sin duda enigmática: el poema está obligado a no perder de vista su obligatoria búsqueda de perfección formal, en tanto que el cuerpo que escribe se hunde más y más a medida que el significado halla en el logro estético su forma definitiva.
Detengámonos en un verso: “el fulgor que no existe y me sigue alumbrando como una estrella muerta”, un verso con tanta amplitud y belleza, que resume la idea del mundo, y la estética implícita en esa idea mundo. Todo el siglo XX está atravesado, en Occidente, por la actividad del dios muerto. El dios vivo, todopoderoso y tonante, el dios cruel y misericordioso de la teología judeo-cristiana, está activo aún, activo como actividad de lo muerto, como ese "fulgor que no existe", dirá Yasan, pero sigue "alumbrando como una estrella muerta".
El mundo se convierte así en un enorme velatorio, con la idea del dios muerto exhalando la pálida luz del sin sentido, la ominosa sensación de vacío que da la carencia entendida no sólo como carencia de la condición humana, sino como carencia en el estatuto conceptual del universo.
Pero el verso de Laura es, si se quiere, más categórico aún: el fulgor no existe, nunca existió, siempre estuvo ausente y siempre alumbró como una estrella ausente. El sinsentido, o el dolor de no dar con el sentido en caso de que el sentido exista y sea posible descubrir el modo de alcanzarlo, le hace decir, en las postrimerías del poema: “no llegaré a la noche esperando palabras / ya fui sequía”
Así como Geor Trakl, Laura construye una versión lírica de la existencia a partir de las ruinas y fragmentos del mundo dado, sólo que en su libro la subjetividad opera con una crispación ausente en los textos del gran poeta alemán. Lo que en Trakl son otoñales atmósferas de la decadencia, en Laura Yasan pasan a ser estallidos conceptuales ligados, muy ligados, con la agonía psíquica y el desmembramiento de la sensación corporal.
"Aborta el cuerpo su mensaje" , escribe. "Lo escrito con el cuerpo enhebra en su collar / la llave de dos mundos" , insiste. Así encuentra "harapos de miedo" cuando sale “a golpear por su ración". “Cargo en mi cuerpo una mujer inválida que baila cuando duerme", escribe en el poema que da título al libro, y agrega versos rotundos sobre la condición escindida, rota, de lo que Heidegger, refiriéndose a Trakl, describe como el ser arrojado en la huella perdida, la huella que ya no es senda dadora de sentido. Dice Laura: “cargo su enfermedad en la penumbra de mis huesos / su equipaje de anemia / su andamiaje de circo / la quiero al otro lado pero el puente se ha roto / la primera mitad no le interesa / la segunda es negada / vuelvo sobre sus pasos cada noche / para ocultar la huella cada día / como el guardián de un ancla que se oxida”
De este modo, Laura pasa del "fulgor que no existe" y sin embargo alumbra como una estrella muerta al “ancla que se oxida". La primera imagen está todavía emparentada con la metafísica desacralizada del siglo XX, y se la podría asociar con el desasosiego de Henri Michaux, acaso el más importante poeta en lo que hace a este modo de sentir, cuando dice: "He sido construido sobre una columna ausente". Pero “ser el guardián de un ancla que se oxida", propone una lectura distinta, y acaso más tensa, que la quietud fatalista de Michaux.
En primer lugar, nos habla de algo que es, que está, nos habla de un ancla, es decir, de una materia presente, de una herramienta mediante la cual el andar de la nave -es decir, el conductor del andar de la nave- puede decidir detenerla con la intención de mirar lo hecho, descansar, reflexionar sobre el trayecto cumplido o, incluso, si ha llegado a puerto, proceder a reparar las averías, embellecer su pote, ¡tantas cosas puede hacer el sujeto cuando todavía es capaz de detenerse para mirar en sí mismo!
Pero ocurre que el ancla de Yasan se oxida, está en trance de degradación, ya no es tan confiable porque el óxido, como ustedes saben, corroe. Y así como admitimos en Michaux la utilización de esa palabra, columna, como metáfora del sentido que debería atravesar la materialidad consciente del sujeto, podemos aceptar en Yasan la metáfora del ancla como paradero de su voluntad conceptual.
Es esa voluntad, entonces, lo que aparece corroído. Es esa voluntad la que debe ser arrastrada por el cuerpo, la nave, es esa oxidada voluntad conceptual la que ya no responde a los requerimientos de la duración propuesta al viaje terrestre.
He aquí la tracción a sangre a que está condenada la travesía.
Estas imágenes del libro de Yasan, y muchas otras que atraviesan el texto, retoman un aspecto siempre presente en la gran poesía de todos los tiempos. Me refiero a la responsabilidad que nos cabe como constructores de sentido. No sólo somos víctimas de la corrosión de la voluntad conceptual, también somos responsables de esa corrosión.
El mundo no ha quedado en ruinas por un capricho de los dioses, ni el sujeto ha quedado a la deriva por la ausencia metafísica de la columna conceptual que le daba sentido. Lo que somos, y también lo que no somos, es obra nuestra.
La completud que pensamos para afincar lo mejor de nosotros, y la completud que nos falta para dejar de ser menesterosos del espíritu, son obra nuestra.
Los clásicos no eran caritativos con las excentricidades agónicas del sujeto, ni se engolosinaban con sus desventuras subjetivas. Es precisamente esta actitud de aceptar la contingencia como responsabilidad personal lo que retoma la poesía de Laura Yasan. Por eso puede escribir con conmovedora seriedad lírica: el tiempo dice que si no me apuro / voy a entrar a la edad del desengaño / por la puerta de atrás / condenada a la humedad artificial como una flor de invernadero / el tiempo antes me acariciaba el pelo / escondido en los patios de la infancia / ahora le crecieron tenazas en las uñas / cada día despierto con los huesos partidos / y un crujido de barco en medio de la noche.
Luis Tedesco (Buenos Aires)
Poemas Americanos – Rubén Vela – Ediciones Eleusis – 159 pgs.- Buenos Aires.
Rubén Vela es un poeta mayor, una voz inconfundible dentro del quehacer literario argentino y latinoamericano. De allí que esta nueva selección y estudio crítico de su poética emprendido por Nina Thürler y Ediciones Eleusis signifique un valioso aporte de reflexión para todos aquellos lectores ávidos de poesía.
Si bien la producción de Vela implica en sí un constante desafío, un constante descubrimiento, estos poemas tienen el poder de transportarnos hacia lo más profundo de un americanismo que, en apariencia, parecía habernos sido negado a los argentinos, legatarios de una identidad cultural resultante de históricas oleadas de migraciones europeas.
Desde un conmovedor interrogante:“¿Cómo eras, patria de mi patria, antes de llamarte / América?”, en la respuesta crece, como un viento nocturno, la palabra desnuda, el decir despojado: “Alta luz del silencio / sobre la noche / tu mansa voz de luto / me desnuda.”
Quizás porque el poeta presiente –tal como lo declarara en una entrevista- que la musicalidad de Rubén Darío, el apasionamiento de Pablo Neruda o la exaltación indigenista de Vallejo cantaron ya con voces únicas al suelo continental, su palabra elige un sendero diferente, se eleva intentando no develarlo todo, acercando al lector un fragmento, una huella, apenas una imagen que, sin decirlo en su totalidad, sin definirlo, lo ayude a reconstruir el concepto de espacio americano. “Mi obra es, en ese sentido, casi arqueológica. Mis poemas (...) son una contraposición de voz y de silencio, de canto y de soledad.”
Este poeta nacido en Santa Fe, perteneciente por razones cronológicas a la generación del 50, en una forma particularísima de denunciar olvidos, sin erigir estructuras panfletarias, manifiesta: “´Esto es América´, me decían, / mostrándome las altas cordilleras, / el suicidio del sol sobre los trópicos, / los grandes ríos furiosos. / Sólo vi pies descalzos, / criaturas americanas / sobre el hambre y el frío / como frutos desnudos. / ´Esto es América´. Sobre las tierras / indias del centro y del sur / vi desolación. Y, al borde, / las grandes ciudades opulentas, sólo / al borde...”
Licenciado en antropología y en arqueología, Rubén Vela confiesa ser urgido por decir todo lo que lo rodea, por cantar todo lo que lo conmueve. Es así que nos habla de ciudades abandonadas en misterios selváticos por los dedos del tiempo: “La edad / de los cuerpos / desnudos / donde todo / está muerto / o todo está / por nacer”; de razas sometidas por “una larga memoria de violencias”: “Raza entera de hombres / con los pies en la tierra / y con tanto dolor / como cabe en el mundo.”; de dudas inquietantes acerca del futuro: “¿Qué tendrás, hijo mío, / qué muerte elegirás / para seguir viviendo?”
Y para toda denuncia, para todo reclamo, se aferra a la palabra: “Si por acaso / algún día olvido la palabra, / si por acaso / -digo- / la palabra me olvida / me volcaré a la tierra, / me llenaré las manos / con barro nutritivo, / con profundas memorias vegetales, / con raíces de pan.”; “La palabra / siempre / temerosa / del vestido / de / gala / sobre su desnudez / magnífica.”; “La palabra en armas / su porfiada vehemencia / su penetrante ardor / su insolente / su incómoda / sencillez.”
Al decir de Nina Thürler, “Rubén Vela ocupa un espacio de privilegio en la poética Hispanoamericana de la segunda mitad del siglo XX.” Justo es, entonces, que las nuevas generaciones se nutran de su personal cosmovisión para que, abandonado el excesivamente farragoso territorio de la metáfora o los sitios sangrantes con olor a trinchera, esas voces nacientes comprendan que: “El trueno liberado / aún no es poesía. / Conviértelo en silencio.”; y que, cuando lo logren, al igual que ante las ruinas de Chichén-Itzá, puedan decir, con total convencimiento: “Has vencido a la lluvia / y al viento de esa lluvia. / Has vencido a la muerte / y al viento de esa muerte.”
Norma Segades – Manias (Santa Fe)
PÁGINA 12
El hombre acechado
Por Ángel Balzarino (Rafaela)
A pasos decididos, impulsada por una ansiedad que no le daba tregua, se dispuso a cumplir la cita de todos los días. Obstinada. Con la sensación de reavivar una punzante herida. Es lo único que puedo hacer ahora. Comprendiendo, sin embargo, que era demasiado poco el diario ritual, no sólo para compensar el amor prodigado por él con desmesurada dosis de pasión y entrega, sino también para encontrar una razón, justificativo o mero consuelo para seguir andando por el camino que se presentaba árido y despiadadamente solitario. Verla. Tenerla entre mis brazos. Una vez más. La modesta y ya única pretensión que abrigaba ahora mientras los ojos enturbiados por el cansancio y la fiebre vigilaban obsesivos la puerta a la espera de la figura querida. Sabía que era inútil. Él mismo le había pedido que dejara de visitarlo. Sí. Es lo mejor. Ahorrarle el dolor y el bochorno de verme convertido en una piltrafa. Asumir solo, sin proferir un grito de protesta, la condena de encontrarse postrado en el mísero camastro que le habían asignado en la celda fría y maloliente, ya demasiado débil no sólo para permanecer sentado sino para aferrar un lápiz y escribir algunos de los tantos versos que hubiera querido dedicarle. Ya el único puente de comunicación lo establecía el cesto de comida que todos los viernes ella le hacía llegar como el regalo más precioso, reconfortante, a través del cual pretendía expresarle la dedicación, el amor, la fidelidad. Es un arrebatado. Incapaz de esperar un minuto para tener lo que quiere. Súbitamente había comenzado el acoso de él, primero al pasar todos los días frente al taller de costura donde ella trabajaba y, después, siguiéndola por la calle o cualquier otro sitio. Fogoso. Desbordante. Incansable. Como si se tratara de un juego en que tenía la carta de triunfo, demoró en ceder, en dar una señal de aprobación. Halagada, sin llegar a definir si era por cierta piedad al notarlo tan impaciente y desesperado, o vencida por tanta tozudez, o más bien para relegar el peso de la rutina y la soledad. Impulsados por gusto y afinidades comunes, comenzaron a los encuentros. Cotidianos. Plenos de ansiedad y fervor. En lugares apartados, libres de la curiosa y acusadora mirada de los habitantes de Orihuela. Aprendieron a conocerse a través de los besos dulces y las manos irrefrenables, transformadas en el medio más adecuado para entenderse, escapar a la tediosa chatura de los días, disfrutar con mayor intensidad el placer que anhelaban para siempre. Todo fue demasiado breve. Como si un inesperado huracán hubiera arrasado nuestros sueños. Brutalmente. Un sentimiento de añoranza y desolación solía acometerla cada vez que evocaba aquellos meses en que, enfervorizados y ajenos de cuanto los rodeaba, llegaron a ser verdaderamente felices, antes de sobrevenir la separación y las huidas y el acecho implacable de la muerte. El dolor de cabeza. Acuciante. Grave. Impidiéndole cualquier instante de reposo, lo obligaba a revivir, sin escapatoria, aquel tiempo de la infancia en que a través de los golpes en la cabeza su padre pretendía sofocar las ansias de libertad y obligarlo a cuidar las majadas, repartir leche por el pueblo, realizar otras duras tareas del campo. Sin presentir ni importarle que él sólo anhelaba plasmar en poemas aquello que alentaba como un pájaro impetuoso en su corazón, leer toda la noche hasta quedarse dormido o recostarse con una inefable sensación de gozo y serenidad junto al río Segura. Por fin, en un acto de súbito arrojo, se dirigió hacia Madrid. La única tabla de salvación. Ansioso por vivir sin ligaduras y obtener el alentador reconocimiento por el cúmulo de poemas que representaba su tesoro más preciado. Inútil. Le bastaron pocos meses para ser ganado por la mayor decepción al sentirse perdido en la ciudad hostil y desconocida, sin amigos, acorralado por la extrema pobreza. Llevando a cuestas el estigma de la ruina y el fracaso, debió regresar al hogar pueblerino. Cuando ya se creía aplastado por un muro siniestro, surgió algo. Inesperadamente. Con la gratificación de una suave y alentadora caricia. Ella. La muchacha de profundos ojos negros. Josefina. Sola. Cuando más necesitaba tenerlo a mi lado. Empezaba a sentir la fuerza del hijo que iba creciendo en su vientre cuando la guerra, anunciada con repetidos actos de protesta y beligerancia, lo apartó de su lado, al enrolarse en las filas milicianas dispuesto a defender los valores de la República. La constante zozobra prosiguió a la separación. Sin saber dónde estaba ni si volvería a verlo. Consumida por la espera. Morosa. Interminable. Y nada -ni el desarrollo del trabajo diario, ni la inminente llegada del hijo, ni atender a su madre enferma- lograba cubrir el vacío. Hasta que regresó. Fugazmente. Para dejarme la terrible certeza de haber recibido su última visita. Entonces conocí la violencia y el dolor de la muerte. Allí, en los campos de batalla, junto a las trincheras, en la lucha cuerpo a cuerpo. Y quiso sustraerse a tanto horror. Escribiendo. Durante los escasos momentos libres, robando horas al descanso. Como una forma de reafirmar la vida. Poemas y poemas leídos con voz fervorosa a sus compañeros de batallón, gobernado por el deseo de estrechar más aún los lazos de amistad, de alcanzar una mutua cuota de ánimo y confianza. Hasta que sobrevino el derrumbe. Destrozadas las fuerzas del ejército republicano, comenzó a peregrinar de un sitio a otro, sin tregua, con el creciente terror de verse apresado por manos aviesas. Urgido por la necesidad de estar junto a Josefina y al hijo de escasos meses. Aunque era el lugar menos seguro, regresó a Orihuela. Nada más gratificante que estrecharlos contra mi pecho. Soñar con la posibilidad de vivir juntos para siempre. Imposible conseguir eso allí donde resultaba fácil blanco para sus perseguidores. Prefiero saber que estás vivo en algún lugar y no verte caer muerto a mi lado, le confesó ella un día, desolada, sin poder soportar ya la situación de permanente inquietud. Sí. Tal vez sea lo mejor. Hasta que desaparezca el peligro. Pero tácitamente ninguno llegó a creer demasiado en eso. Alcanzar un estado libre de sobresaltos les resultó una meta muy lejana. La inevitable separación tuvo un carácter desgarrador. De nuevo solo, deambulando como un paria, sin encontrar el amparo de una mano amiga ni un intimo hueco para guarecerse, abrigó el deseo de abandonar el país. Pasó por Sevilla y Huelva, pero al llegar a la frontera portuguesa las sombras tantas veces presentidas se materializaron en rostros tallados en piedra y manos imperiosas y fusiles cargados de amenaza. Esporádicamente le llegaron noticias sobre el lugar donde se encontraba él: la Prisión Celular de la calle de los Torrijos, las cárceles de Palencia y Ocaña, finalmente el reformatorio para adultos de Alicante. Allí pudo verlo, a través de las rejas del locutorio, todos los viernes. Como si fuera otro hombre. Quebrado, esforzándose por hilvanar las palabras, sin ánimo para esbozar la sonrisa tan espontánea y habitual en otro tiempo. Impotente para brindarle una ayuda. Deseando romper las rejas y apretarlo entre mis brazos, cubrirlo de besos hasta devolverle las fuerzas y la alegría. Inútil. Lo supo con abrumadora violencia ese viernes que no le permitieron verlo y ni siquiera aceptaron que dejara, como era habitual, el cesto lleno de comida. Mi cabeza. Convertida en codiciado trofeo. A lo largo del torvo itinerario de prisión en prisión, los guardias se habían confabulado en centrar allí -como lo hizo su padre muchos años atrás- la mayor reciedumbre del castigo, sin duda por considerar lo más delicado e importante, lo que necesitaba preservar tanto para resistir los interrogatorios y los golpes como para volcar en el papel el torrente de palabras que expresaran sus anhelos, desilusiones, bronca, rebeldía, soledad. Han logrado su propósito. Abatirme. Reducir cualquier atisbo de protesta. Impedir la expresión del más pequeño de mis sueños. Y por eso el hecho de transformar la condena a muerte en una pena de treinta años de reclusión le parecía el fruto de una broma macabra, despiadada, como si ellos -los carceleros ya convertidos en dueños de su vida- le hubieran concedido la gracia de tener esperanza, de creer que podría sobrevivir tanto. No. Resultaba absurdo dejarse encandilar por semejante idea. Sobre todo a partir del día en que, incapaz de moverse para ir al dispensario, el médico comenzó a atenderlo en la celda. ¿Cuántas veces volveré a ver la luz del día? Y el hálito de vida que se escabullía brutalmente quería ocuparlo en pensar sólo en ellos, Josefina y el hijo, como una instintiva forma de darse ánimo, pero también dominado por la certeza de que esas presencias querida le pertenecían cada vez menos. Sí. Han logrado despojarme de las cosas más sentidas. Aquellas que justificaban una razón para vivir. Y esa mañana, cuando ya el menor movimiento le exigía un esfuerzo sobrehumano, sintió el impulso le escribir algo de todo eso que le martilleaba la cabeza. Con mano temblorosa, en garabatos casi ininteligibles sobre el papel arrugado. ¡Adiós hermanos, camaradas, amigos: despedidme del sol y de los trigos! Se detuvo al fin, agitada, y quedó contemplando el pequeño rectángulo de mármol con una mezcla de dolor e incredulidad, todavía sin poder aceptar el hecho de que él se encontraba allí. Después, con gestos mecánicos, desenvolvió el ramo de flores. Sí. Lo único que puedo hacer ahora. Como cada día, en un acto que llevaba implícito una dosis de pesadumbre, desamparo y, sobre todo, amor, colocó los claveles junto a la lápida donde solamente se leía "Miguel Hernández, poeta".
PÁGINA 13 - POETAS ARGENTINOS
Maneras de luchar.
Que no me digan
que escriben simplemente,
que dicen el poema
sin pensarlo siquiera.
Que él nace porque sí.
Es un arduo trabajo,
un oficio de herreros,
un hacer proletario.
Un cansancio que continuará mañana.
Que no me digan
que se hacen poemas sin sudores,
sin una larga y violenta jornada de trabajo.
Tengo las manos como las de un labriego,
duras, gastadas, llenas de poemas.
Rubén Vela (Buenos Aires)
Foto sepia.
Que no me digan
que escriben simplemente,
que dicen el poema
sin pensarlo siquiera.
Que él nace porque sí.
Es un arduo trabajo,
un oficio de herreros,
un hacer proletario.
Un cansancio que continuará mañana.
Que no me digan
que se hacen poemas sin sudores,
sin una larga y violenta jornada de trabajo.
Tengo las manos como las de un labriego,
duras, gastadas, llenas de poemas.
Rubén Vela (Buenos Aires)
Foto sepia.
Así debimos de haber permanecido
con una pequeñísima imperfección que nos haría sublimes,
inmarcesibles:
el volado del calzón desparejo
inmarcesibles:
el volado del calzón desparejo
un leve fruncimiento del ceño y la piel tan tersa
rivalizando con el primer durazno de estación.
En algún firmamento, así somos.
La casa hermosa, el jardín pulcro.
La rueda de la vida brinca, reina
la flecha de la aguja trucada, desde el vamos
pero tanto desmayabas por jugar
que girabas la manivela con fruición
a sabiendas que los prodigios no eran
ni de tu voz ni de tu tiempo
ni de tu voz ni de tu tiempo
un mundo de abrazos y humores exangües fue tu lote
y confundiste géneros, meteoros con planetas,
derroche y derrota, tan vecinos.
Entre los pliegues vagamente celestes zurcidos de la burqa.
Detrás de las escarificaciones
anidan destellos de soberbia.
anidan destellos de soberbia.
Aquí y ahora
mi desvencijada máquina de vivir.
Luisa Futoransky (Buenos Aires – Francia)
Fablar
Hablo, no para dejar de callar
no para expulsar el terror de la muerte
que es silencio infinito,
hablo en la calma de las noches
para saber quién soy,
para reconocerme en el resplandor del velador
sobre un papel garabateado,
hablo cuando todos callan
cuando todos sueñan y nadie me oye
(aunque íntimamente espero que ella me escuche),
hablo conmigo y hablo con mis otros
hablo hasta caer en la ruina de los ojos
anhelando que la noche responda.
Aldo Novelli (Neuquén)
Todos estamos solos en buenos aires.
ella duerme con piyama de seda
afuera merodea un vendaval sudaca
la noche cobra víctimas
babea en las terrazas una furia homicida
nada cambia jamás
todos estamos solos en buenos aires
todos estamos turbios
todos estamos hartos
ella duerme con piyama de seda
abrazada a la almohada como hacemos los náufragos
detrás de la ventana
una mujer se enciende de pastillas
y se pone a pescar besos enfermos
todos estamos solos en buenos aires
todos estamos sucios
todos huérfanos
ella duerme y es joven hermosa vulnerable
afuera un hombre miente
en las pensiones se revuelve la sopa
en los bares circulan líquidos oscuros
todos convalecemos en buenos aires
todos estamos solos
nada cambia jamás
la noche cobra víctimas
y ella duerme con piyama de seda
Laura Yasán (Buenos Aires)
Visita
Hoy vino mi madre a visitarme
y caminamos las dos por estas calles.
Hablamos de mi hermano,
de los hijos, de las chicas del Sur,
de mi cuñado. Otra vez yo critiqué
al gobierno y ella dijo otra vez
“¡Es un país tan grande!”. No quiere
que me queje: “¡Este país generoso
recibió a tu padre!” y rodamos las dos
hacia una zona de tristeza, en silencio,
hasta que se detiene y dice: “Ayer
hice dulce de duraznos” y yo digo
que hablaron de mi libro
en el diario.
María Teresa Andruetto (Córdoba)
Y es tan difícil encontrarse.
Huelo esa arena,
el país de la palma de tu mano,
y es tan difícil encontrarse.
Porque es así:
empiezas con la magia,
y luego sigues, trepas,
engañas tempestades.
Simulacro y liturgia.
Eres su extrema operación nocturna.
La noche circular
donde arde el mundo.
Caricia que inventa en mi cintura
tu galope de potros.
Me levantas de la nada
con el errar de la mirada por mi pecho
y mi sexo,
todo siendo y no siendo.
Y recomienzan los naufragios,
la lenta natación hacia las playas
en su lecho de arena,
allí donde al fin bebo,
donde la forma de tu espalda
sucesión de las cuatro estaciones,
me pasea los dedos por la piel
y me dibuja en el espacio.
María Silvia Pérsico (Buenos Aires)
Luisa Futoransky (Buenos Aires – Francia)
Fablar
Hablo, no para dejar de callar
no para expulsar el terror de la muerte
que es silencio infinito,
hablo en la calma de las noches
para saber quién soy,
para reconocerme en el resplandor del velador
sobre un papel garabateado,
hablo cuando todos callan
cuando todos sueñan y nadie me oye
(aunque íntimamente espero que ella me escuche),
hablo conmigo y hablo con mis otros
hablo hasta caer en la ruina de los ojos
anhelando que la noche responda.
Aldo Novelli (Neuquén)
Todos estamos solos en buenos aires.
ella duerme con piyama de seda
afuera merodea un vendaval sudaca
la noche cobra víctimas
babea en las terrazas una furia homicida
nada cambia jamás
todos estamos solos en buenos aires
todos estamos turbios
todos estamos hartos
ella duerme con piyama de seda
abrazada a la almohada como hacemos los náufragos
detrás de la ventana
una mujer se enciende de pastillas
y se pone a pescar besos enfermos
todos estamos solos en buenos aires
todos estamos sucios
todos huérfanos
ella duerme y es joven hermosa vulnerable
afuera un hombre miente
en las pensiones se revuelve la sopa
en los bares circulan líquidos oscuros
todos convalecemos en buenos aires
todos estamos solos
nada cambia jamás
la noche cobra víctimas
y ella duerme con piyama de seda
Laura Yasán (Buenos Aires)
Visita
Hoy vino mi madre a visitarme
y caminamos las dos por estas calles.
Hablamos de mi hermano,
de los hijos, de las chicas del Sur,
de mi cuñado. Otra vez yo critiqué
al gobierno y ella dijo otra vez
“¡Es un país tan grande!”. No quiere
que me queje: “¡Este país generoso
recibió a tu padre!” y rodamos las dos
hacia una zona de tristeza, en silencio,
hasta que se detiene y dice: “Ayer
hice dulce de duraznos” y yo digo
que hablaron de mi libro
en el diario.
María Teresa Andruetto (Córdoba)
Y es tan difícil encontrarse.
Huelo esa arena,
el país de la palma de tu mano,
y es tan difícil encontrarse.
Porque es así:
empiezas con la magia,
y luego sigues, trepas,
engañas tempestades.
Simulacro y liturgia.
Eres su extrema operación nocturna.
La noche circular
donde arde el mundo.
Caricia que inventa en mi cintura
tu galope de potros.
Me levantas de la nada
con el errar de la mirada por mi pecho
y mi sexo,
todo siendo y no siendo.
Y recomienzan los naufragios,
la lenta natación hacia las playas
en su lecho de arena,
allí donde al fin bebo,
donde la forma de tu espalda
sucesión de las cuatro estaciones,
me pasea los dedos por la piel
y me dibuja en el espacio.
María Silvia Pérsico (Buenos Aires)
PÁGINA 14
Adán no tuvo padres.
Por Alejandro Maciel (Argentina – Paraguay)
Releyendo el libro “La letra e” de Augusto Monterroso me encontré con el palíndromo (1) Adán no calla con nada. Y se me ocurrió hacer algunas variaciones, recordando que en algún sitio un autor cuyo nombre ahora no puedo olvidar y por lo tanto no recuerdo, había llamado al padre de la especie “el hombre que no tuvo ombligo”. Esto se vincula “hic et nunc” con el templo de Apolo en Delfos del que se decía que era “el ombligo del mundo”; en cuyo frontispicio figuraba la frase que fundó toda la filosofía socrática: “Conócete a ti mismo”. Y del conocer se trata, porque aunque “Adán no calla con nada” de nada valió su falta de silencio: no ha sabido defenderse desde que el Espíritu inspirara el Génesis hasta que yo sepa, mi alegato del tercer milenio.
Vayamos por parte. En el primer libro de esa colección que los griegos llamaron “Los libros” (La Biblia) se relata la creación del hombre Adán a partir del barro, luego el soplo divino que le instila aliento vital (alma) y por último la tramposa prescripción de El-Que-Es prohibiendo comer del fruto del árbol de la ciencia, que siempre crea conciencia. En el Edén de Adán había plantado un árbol que fructificaba conocimiento. Antes de comer su fruto, Adán estaba ciego. Después de probar la drupa, ‘eritis sicut dii’ (seréis como dioses), tal como había advertido la Serpiente, Adán vio la luz como nuestros modernos pastores electrónicos.
Ahora bien, por primitivos que fueren nuestros conocimientos de puericultura, todos sabemos que la obediencia y la desobediencia responden al aprendizaje que en las etapas tempranas nos transmiten los padres a través de ejemplos prácticos: no hay teorema que pueda sustituir al ejemplo en la mente del niño. El hombre es un animal de imitación. El Conductismo nos revela que hay dos formas de aprendizaje de conductas: el condicionamiento operante y el aprendizaje por observación. Toda la fuente de este conocimiento primitivo proviene de la parentela, especialmente de los padres. Pero aquí tenemos un problema: ¿qué pudo haber aprendido el pobre Adán de padres inexistentes? Un día abrió los ojos y del barro se hizo la anatomía humana pero nada pudo suplantar la academia doméstica que le faltó a la pareja primitiva. Ni Adán ni Eva tuvieron padres, tías obsesivas (como las que me deparó la suerte), madrinas, abuelos, hermanos, primos primeros, primas segundas, parentela política.... ¿de quién tomarían el ejemplo de obediencia debida si ni siquiera había tutela militar en el Edén de Adán?
No se le puede reprochar a Dios desconocer los rudimentos de la Pediatría, pero su amanuense humano, el autor material si no intelectual del Pentateuco debía haber previsto esta laguna en el relato. No hay pedagogo, por novedoso que sea, capaz de sostener que aprendemos espontáneamente sin experiencia previa. El innatismo (que sostenía la existencia de un conocimiento natural que trae el hombre con el nacimiento) que pregonó Descartes hace tiempo fue abandonado en el desván de la ciencia y el empirismo, que sostiene que somos un pizarrón vacío que los sentidos van llenando de datos a medida que crecemos, está unánimemente aceptado.
Cuando en el catecismo se vuelva a insistir sobre el pecado original cuya consecuencia arrastramos desde el paleolítico; cargando sobre los hombros del hombre la pesada cruz de una culpa inocente, indultemos definitivamente a nuestro protopadre humano recordando que desobedeció la orden divina porque Adán no tuvo padres. Y seamos felices con Adán, en el Edén.
...................................................
Por Alejandro Maciel (Argentina – Paraguay)
Releyendo el libro “La letra e” de Augusto Monterroso me encontré con el palíndromo (1) Adán no calla con nada. Y se me ocurrió hacer algunas variaciones, recordando que en algún sitio un autor cuyo nombre ahora no puedo olvidar y por lo tanto no recuerdo, había llamado al padre de la especie “el hombre que no tuvo ombligo”. Esto se vincula “hic et nunc” con el templo de Apolo en Delfos del que se decía que era “el ombligo del mundo”; en cuyo frontispicio figuraba la frase que fundó toda la filosofía socrática: “Conócete a ti mismo”. Y del conocer se trata, porque aunque “Adán no calla con nada” de nada valió su falta de silencio: no ha sabido defenderse desde que el Espíritu inspirara el Génesis hasta que yo sepa, mi alegato del tercer milenio.
Vayamos por parte. En el primer libro de esa colección que los griegos llamaron “Los libros” (La Biblia) se relata la creación del hombre Adán a partir del barro, luego el soplo divino que le instila aliento vital (alma) y por último la tramposa prescripción de El-Que-Es prohibiendo comer del fruto del árbol de la ciencia, que siempre crea conciencia. En el Edén de Adán había plantado un árbol que fructificaba conocimiento. Antes de comer su fruto, Adán estaba ciego. Después de probar la drupa, ‘eritis sicut dii’ (seréis como dioses), tal como había advertido la Serpiente, Adán vio la luz como nuestros modernos pastores electrónicos.
Ahora bien, por primitivos que fueren nuestros conocimientos de puericultura, todos sabemos que la obediencia y la desobediencia responden al aprendizaje que en las etapas tempranas nos transmiten los padres a través de ejemplos prácticos: no hay teorema que pueda sustituir al ejemplo en la mente del niño. El hombre es un animal de imitación. El Conductismo nos revela que hay dos formas de aprendizaje de conductas: el condicionamiento operante y el aprendizaje por observación. Toda la fuente de este conocimiento primitivo proviene de la parentela, especialmente de los padres. Pero aquí tenemos un problema: ¿qué pudo haber aprendido el pobre Adán de padres inexistentes? Un día abrió los ojos y del barro se hizo la anatomía humana pero nada pudo suplantar la academia doméstica que le faltó a la pareja primitiva. Ni Adán ni Eva tuvieron padres, tías obsesivas (como las que me deparó la suerte), madrinas, abuelos, hermanos, primos primeros, primas segundas, parentela política.... ¿de quién tomarían el ejemplo de obediencia debida si ni siquiera había tutela militar en el Edén de Adán?
No se le puede reprochar a Dios desconocer los rudimentos de la Pediatría, pero su amanuense humano, el autor material si no intelectual del Pentateuco debía haber previsto esta laguna en el relato. No hay pedagogo, por novedoso que sea, capaz de sostener que aprendemos espontáneamente sin experiencia previa. El innatismo (que sostenía la existencia de un conocimiento natural que trae el hombre con el nacimiento) que pregonó Descartes hace tiempo fue abandonado en el desván de la ciencia y el empirismo, que sostiene que somos un pizarrón vacío que los sentidos van llenando de datos a medida que crecemos, está unánimemente aceptado.
Cuando en el catecismo se vuelva a insistir sobre el pecado original cuya consecuencia arrastramos desde el paleolítico; cargando sobre los hombros del hombre la pesada cruz de una culpa inocente, indultemos definitivamente a nuestro protopadre humano recordando que desobedeció la orden divina porque Adán no tuvo padres. Y seamos felices con Adán, en el Edén.
...................................................
Relato en color sepia.
Él era un hombre común, según cuentan las vecinas. Respetable, a juzgar de consorcistas. "Buen cliente" a decir de almaceneros. "Limpio", dijo alguien. En realidad era un conjunto de pasiones aprisionadas dentro del cuerpo de un hombre discreto. Todo transcurría en una supuesta calma gris hasta la mañana en que la conoció a ella y su corazón empezó a liberarse de a poco dando sentido a su vida.
Ella es una mujer especial, según exclaman sus amigas. Inteligente, a juicio de sus compañeros de trabajo. "Buena chica" a decir de cantineros. "Bellísima", dijo alguien.
Ellos fueron un emblema mítico de la libertad vigilada, la exaltación de la vida, una apuesta a la utopía y la consumación de una mentira.
La cuestión es que la sociedad cercana dejó de considerarlo apto. Lo discriminaron duro y lo sellaron con leyendas que decían: insano, demente, corruptor, asesino, proxeneta, bufarrón y escaparate de cambalache triste.
Claro... él hacía cosas raras: tambaleaba en la calma, caminaba bajo la lluvia cubierto con pétalos de flores inventadas, declaraba un amor fuera de moda y entonaba, sin permiso, melancólicas canciones de color sepia.
Cuando ella se fue, él quedó vulnerable ante todos. Entonces lo devoraron con fruición. Le comieron los ojos, los sueños, el corazón, el alma y buena parte de la voluntad. Pero jamás lograron arrancarle sus recuerdos y usando a ellos como cimiento fundó una esperanza algo pobrecita, un poco raquítica, pero lo suficientemente luminosa como para iniciar con humildad los primeros pasos de un camino tortuoso. Fueron años difíciles, desgarradores, de esos que uno ni acordarse quisiera.
Chocó una y otra vez contra la indiferencia, el rechazo, la incomprensión, las buenas y malas costumbres, el "no te metás", la desconfianza de médicos psiquiatras, la lógica de mercado, las políticas oficiales, los códigos del hampa, la falta de fe de los religiosos, el ateísmo de ciertos dogmáticos y las camisas planchadas de los mormones.
Jornada tras jornada él se iba convirtiendo en una piltrafa, en un desclasado, en un Ave Fénix sin beneficio de resurrección, en una lágrima enorme y ácida que corroía hasta las veredas de baldosas mejor pintadas.
Lo más duro para él, sin embargo, fue la indiferencia de ella, y lo peor era que no se daba cuenta de que en realidad ya no le interesaba a nadie. Los ex-amigos cruzaban de acera para no saludarlo, los compañeros de oficina ni lo recordaban, algún familiar lo visitaba de mes en mes y de vez en nunca.
Todos, eso sí, coincidían en etiquetarlo como idiota, a él eso poco le importaba. Insistía en morir minuto a minuto tras su obsesión que lo destruía como el cáncer más hostil.
Una tarde, contra todos los pronósticos, reapareció ella. Fue como una imagen moderna y contemporánea a la vez. Algo mágico. Idílico e infernal al mismo tiempo. Ciertos testigos juran que él empezó a juntar los jirones de su cuerpo y los vacíos de su alma para intentar reconstruir con tantos retazos algo parecido a una presencia humana digna.
Entonces cuentan que ella, más hermosa que nunca, se le acercó y le dijo al oído "te amo", y a él, a pesar de los espantos, se le dibujó en el rostro la sonrisa más bella que jamás se haya visto sobre la tierra.
Una sonrisa que duró apenas un instante más que su vida.
Cronistas de ocasión -fríos ellos- consignan que el hombre murió al encontrarse con la mujer. Ciertos espíritus más sensibles aseguran, sin temor a equivocarse, que ellos fueron felices para siempre. Si entendemos por siempre ese eterno instante del reencuentro
PÁGINA 15
El Cyberpunk, o no todo ha sido escrito todavía.
Por Susana Ibáñez (Santa Fe)
La ciencia ha jugado un rol esencial en la historia del pensamiento utópico y también en el surgimiento de las distopías. En nuestro tiempo, el impulso hacia la utopía ha sido reemplazado por proyecciones distópicas que simbolizan nuestro actual descreimiento en cualquier visión idealizada de la sociedad. Hasta subgéneros como la ciencia ficción, que inicialmente propusieron visiones optimistas de las posibilidades del progreso tecnológico, han dado un giro hacia la distopía que se manifiesta en el surgimiento, por ejemplo, del cyberpunk, subgénero fundado por William Gibson con Neuromancer (1984), y que encuentra antecesores en escritores de primera línea como Thomas Pynchon.
Aunque sin hacer un análisis profundo del subgénero, Frederic Jameson llamó al cyberpunk “si no la suprema expresión literaria del postmodernismo, al menos sí del capitalismo tardío” (mi traducción, 1991: 417). Se trata de una afirmación por demás extraordinaria en un pensador que siempre enfatizó el rol mediador de los géneros, sobre todo porque relaciona el cyberpunk directamente con el contexto de producción sin hacer alusión a su relación con otros dos subgéneros, la ciencia ficción y la narrativa postmoderna. Jameson convierte el cyberpunk en un síntoma de la pérdida de conciencia histórica, que tiene un paralelo en la ficción en Un Mundo Feliz, la novela también distópica de Aldous Huxley.
El cyberpunk puede ser muchas cosas (una generación más en la evolución de la ciencia ficción, una escuela dentro de ese género, un fenómeno de mercado), pero para Mc Hale se trata precisamente de la escritura que surge de la convergencia entre la ciencia ficción y la ficción que él llama “de elite” (1992: 149). Aunque parte de la crítica sostiene que no hay gran diferencia entre esta forma narrativa y la ciencia ficción, puede detectarse la recurrencia de algunos motivos que justifican su clasificación como un subgénero nuevo.
Puede decirse del cyberpunk que es una forma de ficción postmodernista por la preocupación que demuestra por lo ontológico: estas historias no apuntan ya a qué hay que conocer del mundo o cómo puede conocerse el mundo, sino a qué es el mundo, a cómo está conformado, a la existencia de mundos alternativos y a las diferencias entre estos mundos y el que conocemos, y a qué ocurre cuando pasamos de un mundo al otro. La ciencia ficción se dedicó a explorar pequeños mundos alternativos para hablar del mundo real, y ubicó esos mundos bajo el mar, en el espacio, en sitios recluidos donde estos mundos alternativos pudieran existir incontaminados y al mismo tiempo representar la categoría “mundo”. El cyberpunk también utiliza estos mundos espaciales o subterráneos, pero en vez de presentarlos como ultramodernos y asépticos, los construye en términos de pobreza y corrupción, submundos de los que sólo se desea escapar. A veces estos nuevos mundos se dibujan sobre el mapa político actual, de modo que Estados Unidos aparece representado como una serie de enclaves con diferentes ideologías que pueden llegar a legitimar el apartheid o las dictaduras más recalcitrantes, como en Snow Crash (Stephenson 1992). A estas “islas” se suman otras virtuales en las que los personajes se refugian para vivir existencias alternativas, enfatizando pro contraste los defectos del mundo que prefieren abandonar.
El héroe de estas historias tiene características legendarias: en su itinerario visita estos submundos, reales o virtuales, remarca sus diferencias y se manifiesta como un rebelde: es hacker, contrabandista de hormonas, o traficante de drogas o de órganos, en fin, el producto del avance tanto de la pobreza como de la tecnología. En su movimiento, el protagonista de estas historias actualiza lo que Foucault llamó “heterotopías”, esos espacios imposibles en los que se yuxtaponen submundos sin un orden aparente. Las historias pueden transcurrir en zonas de guerra, pero cuando ocurren en espacios urbanos, no existen fronteras que distingan un espacio de otro, de modo que algunos espacios aparecen como implosiones dentro de otros más extensos. El caso típico es el del Sprawl o de Chiba, zonas que podrían ubicarse geográficamente en Nueva York y en Tokio respectivamente, pero que se diferencian del resto del mundo en que son una mezcla de culturas y de estilos, de idiomas, de riqueza y exclusión, ciudades carnivalizadas (Neuromancer, Gibson). Dentro de los grandes espacios de estas ficciones, aparecen otros más reducidos que actúan como sinécdoques de los anteriores, como una mise en abyme: así los barrios rojos, los ghettos, los enclaves racistas... (Snow Crash, Stephenson)
Esta combinación de submundos, ya presente en la ciencia ficción, es diferente en el cyberpunk por la inclusión de un eje vertical, por la superposición de mundos que se hace posible gracias a la existencia de espacios virtuales. Aquí ya no hablamos de submundos, sino de meta-mundos, como es el caso del Metaverse en Snow Crash, un espacio que únicamente existe en la Red y del que participan sólo aquellos que han creado una identidad para pasear e interaccionar a lo largo de una calle virtual carnivalizada. No son espacios que constituyan un ornamento en la narrativa, sino que se erigen en lugares donde la trama avanza tanto como en los espacios “reales”, ya que el Metaverse es una parte crucial del itinerario del héroe. Es importante apuntar que el término “ciberespacio” que hemos incorporado al lenguaje fue acuñado por Gibson, uno de los primeros autores de cyberpunk, quien se habría inspirado en los videojuegos para elaborar la posibilidad de mundos que sólo existen en una computadora. A este espacio también se lo llama, en este subgénero, Matrix (matriz), y le permite al protagonista ser no ya un héroe metafórico, como Leopold Bloom, sino un héroe legendario literal, porque la Matrix puede estar diseñada siguiendo patrones mitológicos y hacer posible que un Leopold Bloom no represente a Ulises, sino que adopte su identidad y sea realmente Ulises.
La mediación de la computadora ofrece más superposiciones de espacios: el héroe de Neuromancer, Case, acompaña a Molly mediante una computadora, y puede vivir entonces en tres planos: el propio, el Metaverse y el plano en el que se mueve Molly, ya que mediante la conexión cibernética que los une él experimenta las mismas sensaciones que ella.
Ya la literatura modernista había experimentado con la idea de fragmentación al incorporar el punto de vista múltiple, que ofrecía visiones diferentes y hasta opuestas de un mismo hecho desde diversos centros estables, pero es recién en la literatura postmodernista que la fragmentación se convierte en el centro de la narración, aunque en forma figurada y a nivel de lenguaje y estructura. Los textos de cyberpunk logran trabajar el tema de la fragmentación sacándolo del plano metafórico mediante la utilización de elementos como la simbiosis hombre-máquina, los autómatas y los robots, las inteligencias artificiales y los alter egos creados por la bioingeniería. En la literatura modernista el personaje hablaba consigo mismo, mientras que en el cyberpunk las conversaciones que sostiene en su mente se desarrollan con un otro especialmente diseñado para ayudarlo tanto a resolver problemas como para cometer crímenes, y con el que se conecta a través de una computadora portátil (elemento que invariablemente acompaña al héroe como otrora lo hicieran el caballo y las armas), lo que redunda en una fragmentación del yo que el modernismo no había explotado.
Estas inteligencias no son la única ayuda con la que cuenta el protagonista en un mundo hostil: su cuerpo puede alterarse quirúrgicamente para hacerse más fuerte o mortal: es común encontrar personajes con cuchillos retráctiles bajo las uñas, con visión artificial o con otro tipo de prótesis que los acercan a los superhéroes pero que también contribuyen al carnaval general. Estos aditamentos mecánicos o cibernéticos añaden elementos a la idea del hombre-máquina, problematizando aún más el aspecto ontológico del subgénero
Resta decir que, al igual que otros subgéneros populares, el cyberpunk está tanto en manos de escritores comerciales como de aquellos que, como los ya citados Gibson y Stephenson, saber hacer del lenguaje una fuente de deleite. En Argentina tal vez conozcamos mejor las manifestaciones fílmicas de este género (basta con aludir a la serie Matrix), pero no hay dudas de que la dirección que toma el avance tecnológico permite prever que el futuro de las distopías se encuentra en este nuevo subgénero, que permite renovar el lenguaje de la crítica social y que puede llegar a deleitar a los más jóvenes y a asombrar a la generación que todavía no comprendió las posibilidades que ofrece la cibernética.
Foucault, Michel (1970), The Order of Things: An Archeology of the Human Sciences . Nueva York: Pantheon.
Gibson, William (1984), Neuromancer. Nueva York: Ace Science Fiction.
Jameson, Frederic (1991), Postmodernism, or, The Cultural Logic of Late Capitalism . Durham, NC: Duke UP.
McHale, Brian (1992), “Elements of a Poetics of Cyberpunk”. Critique: 33: 3.
Stephenson, Neal (1992), Snow Crash. Nueva York: Bantam Books.
Por Susana Ibáñez (Santa Fe)
La ciencia ha jugado un rol esencial en la historia del pensamiento utópico y también en el surgimiento de las distopías. En nuestro tiempo, el impulso hacia la utopía ha sido reemplazado por proyecciones distópicas que simbolizan nuestro actual descreimiento en cualquier visión idealizada de la sociedad. Hasta subgéneros como la ciencia ficción, que inicialmente propusieron visiones optimistas de las posibilidades del progreso tecnológico, han dado un giro hacia la distopía que se manifiesta en el surgimiento, por ejemplo, del cyberpunk, subgénero fundado por William Gibson con Neuromancer (1984), y que encuentra antecesores en escritores de primera línea como Thomas Pynchon.
Aunque sin hacer un análisis profundo del subgénero, Frederic Jameson llamó al cyberpunk “si no la suprema expresión literaria del postmodernismo, al menos sí del capitalismo tardío” (mi traducción, 1991: 417). Se trata de una afirmación por demás extraordinaria en un pensador que siempre enfatizó el rol mediador de los géneros, sobre todo porque relaciona el cyberpunk directamente con el contexto de producción sin hacer alusión a su relación con otros dos subgéneros, la ciencia ficción y la narrativa postmoderna. Jameson convierte el cyberpunk en un síntoma de la pérdida de conciencia histórica, que tiene un paralelo en la ficción en Un Mundo Feliz, la novela también distópica de Aldous Huxley.
El cyberpunk puede ser muchas cosas (una generación más en la evolución de la ciencia ficción, una escuela dentro de ese género, un fenómeno de mercado), pero para Mc Hale se trata precisamente de la escritura que surge de la convergencia entre la ciencia ficción y la ficción que él llama “de elite” (1992: 149). Aunque parte de la crítica sostiene que no hay gran diferencia entre esta forma narrativa y la ciencia ficción, puede detectarse la recurrencia de algunos motivos que justifican su clasificación como un subgénero nuevo.
Puede decirse del cyberpunk que es una forma de ficción postmodernista por la preocupación que demuestra por lo ontológico: estas historias no apuntan ya a qué hay que conocer del mundo o cómo puede conocerse el mundo, sino a qué es el mundo, a cómo está conformado, a la existencia de mundos alternativos y a las diferencias entre estos mundos y el que conocemos, y a qué ocurre cuando pasamos de un mundo al otro. La ciencia ficción se dedicó a explorar pequeños mundos alternativos para hablar del mundo real, y ubicó esos mundos bajo el mar, en el espacio, en sitios recluidos donde estos mundos alternativos pudieran existir incontaminados y al mismo tiempo representar la categoría “mundo”. El cyberpunk también utiliza estos mundos espaciales o subterráneos, pero en vez de presentarlos como ultramodernos y asépticos, los construye en términos de pobreza y corrupción, submundos de los que sólo se desea escapar. A veces estos nuevos mundos se dibujan sobre el mapa político actual, de modo que Estados Unidos aparece representado como una serie de enclaves con diferentes ideologías que pueden llegar a legitimar el apartheid o las dictaduras más recalcitrantes, como en Snow Crash (Stephenson 1992). A estas “islas” se suman otras virtuales en las que los personajes se refugian para vivir existencias alternativas, enfatizando pro contraste los defectos del mundo que prefieren abandonar.
El héroe de estas historias tiene características legendarias: en su itinerario visita estos submundos, reales o virtuales, remarca sus diferencias y se manifiesta como un rebelde: es hacker, contrabandista de hormonas, o traficante de drogas o de órganos, en fin, el producto del avance tanto de la pobreza como de la tecnología. En su movimiento, el protagonista de estas historias actualiza lo que Foucault llamó “heterotopías”, esos espacios imposibles en los que se yuxtaponen submundos sin un orden aparente. Las historias pueden transcurrir en zonas de guerra, pero cuando ocurren en espacios urbanos, no existen fronteras que distingan un espacio de otro, de modo que algunos espacios aparecen como implosiones dentro de otros más extensos. El caso típico es el del Sprawl o de Chiba, zonas que podrían ubicarse geográficamente en Nueva York y en Tokio respectivamente, pero que se diferencian del resto del mundo en que son una mezcla de culturas y de estilos, de idiomas, de riqueza y exclusión, ciudades carnivalizadas (Neuromancer, Gibson). Dentro de los grandes espacios de estas ficciones, aparecen otros más reducidos que actúan como sinécdoques de los anteriores, como una mise en abyme: así los barrios rojos, los ghettos, los enclaves racistas... (Snow Crash, Stephenson)
Esta combinación de submundos, ya presente en la ciencia ficción, es diferente en el cyberpunk por la inclusión de un eje vertical, por la superposición de mundos que se hace posible gracias a la existencia de espacios virtuales. Aquí ya no hablamos de submundos, sino de meta-mundos, como es el caso del Metaverse en Snow Crash, un espacio que únicamente existe en la Red y del que participan sólo aquellos que han creado una identidad para pasear e interaccionar a lo largo de una calle virtual carnivalizada. No son espacios que constituyan un ornamento en la narrativa, sino que se erigen en lugares donde la trama avanza tanto como en los espacios “reales”, ya que el Metaverse es una parte crucial del itinerario del héroe. Es importante apuntar que el término “ciberespacio” que hemos incorporado al lenguaje fue acuñado por Gibson, uno de los primeros autores de cyberpunk, quien se habría inspirado en los videojuegos para elaborar la posibilidad de mundos que sólo existen en una computadora. A este espacio también se lo llama, en este subgénero, Matrix (matriz), y le permite al protagonista ser no ya un héroe metafórico, como Leopold Bloom, sino un héroe legendario literal, porque la Matrix puede estar diseñada siguiendo patrones mitológicos y hacer posible que un Leopold Bloom no represente a Ulises, sino que adopte su identidad y sea realmente Ulises.
La mediación de la computadora ofrece más superposiciones de espacios: el héroe de Neuromancer, Case, acompaña a Molly mediante una computadora, y puede vivir entonces en tres planos: el propio, el Metaverse y el plano en el que se mueve Molly, ya que mediante la conexión cibernética que los une él experimenta las mismas sensaciones que ella.
Ya la literatura modernista había experimentado con la idea de fragmentación al incorporar el punto de vista múltiple, que ofrecía visiones diferentes y hasta opuestas de un mismo hecho desde diversos centros estables, pero es recién en la literatura postmodernista que la fragmentación se convierte en el centro de la narración, aunque en forma figurada y a nivel de lenguaje y estructura. Los textos de cyberpunk logran trabajar el tema de la fragmentación sacándolo del plano metafórico mediante la utilización de elementos como la simbiosis hombre-máquina, los autómatas y los robots, las inteligencias artificiales y los alter egos creados por la bioingeniería. En la literatura modernista el personaje hablaba consigo mismo, mientras que en el cyberpunk las conversaciones que sostiene en su mente se desarrollan con un otro especialmente diseñado para ayudarlo tanto a resolver problemas como para cometer crímenes, y con el que se conecta a través de una computadora portátil (elemento que invariablemente acompaña al héroe como otrora lo hicieran el caballo y las armas), lo que redunda en una fragmentación del yo que el modernismo no había explotado.
Estas inteligencias no son la única ayuda con la que cuenta el protagonista en un mundo hostil: su cuerpo puede alterarse quirúrgicamente para hacerse más fuerte o mortal: es común encontrar personajes con cuchillos retráctiles bajo las uñas, con visión artificial o con otro tipo de prótesis que los acercan a los superhéroes pero que también contribuyen al carnaval general. Estos aditamentos mecánicos o cibernéticos añaden elementos a la idea del hombre-máquina, problematizando aún más el aspecto ontológico del subgénero
Resta decir que, al igual que otros subgéneros populares, el cyberpunk está tanto en manos de escritores comerciales como de aquellos que, como los ya citados Gibson y Stephenson, saber hacer del lenguaje una fuente de deleite. En Argentina tal vez conozcamos mejor las manifestaciones fílmicas de este género (basta con aludir a la serie Matrix), pero no hay dudas de que la dirección que toma el avance tecnológico permite prever que el futuro de las distopías se encuentra en este nuevo subgénero, que permite renovar el lenguaje de la crítica social y que puede llegar a deleitar a los más jóvenes y a asombrar a la generación que todavía no comprendió las posibilidades que ofrece la cibernética.
Foucault, Michel (1970), The Order of Things: An Archeology of the Human Sciences . Nueva York: Pantheon.
Gibson, William (1984), Neuromancer. Nueva York: Ace Science Fiction.
Jameson, Frederic (1991), Postmodernism, or, The Cultural Logic of Late Capitalism . Durham, NC: Duke UP.
McHale, Brian (1992), “Elements of a Poetics of Cyberpunk”. Critique: 33: 3.
Stephenson, Neal (1992), Snow Crash. Nueva York: Bantam Books.
PÁGINA 16
Dueños del mañana.
Porque la pastilla para el temblor de las manos le había hecho efecto, pudo echar una mirada más detenida hacia la plaza, a través del binóculo de oro. Varios años atrás había implantado aquella costumbre, que después la vejez y la enfermedad fueron limitando a las grandes ocasiones. Su corazón se regocijaba al atisbar a la multitud desde la cúpula. El alma se le ensanchaba; su voz adquiría el tono justo para hablarle al mundo. Unos minutos sintiendo a sus pies la impaciencia de aquel mar humano, viéndolo contraerse y dilatarse, estremecerse y aquietarse, revolverse espeso como un magma multicolor, escuchando su bullicio que se mezclaba con los himnos de los altavoces y se menguaba por el viento, bastaban para que luego todo ocurriera debidamente.
Repitió en silencio: Os hablo con mi espíritu desnudo. Una crispación curvó apenas sus labios en el extremo izquierdo, formando una extraña mueca con la inmovilidad que el último accidente cerebral había impuesto al resto de la boca. Confiaba en su tónico para la memoria, pero aún temía olvidar algún fragmento, equivocar las palabras. Mejor dicho: temía a la urgencia por expresarlo todo antes que lo interrumpieran, temía al temor. Sabía que no resultaba suficiente haber escogido los vocablos durante semanas, haberse ejercitado mentalmente durante innumerables horas insomnes, haber medido y corregido los tiempos con la obsesión de un trapecista.
—¿Desea algo, Santidad? —murmuró una mancha escarlata a su costado.
Él meneó la cabeza de un modo casi imperceptible. Alzó la barbilla, giró su observación hacia izquierda y derecha, el sol puso por un instante un destello en los gemelos.
Sólo unos metros delante de la fuente, bailaban unas mujeres negras con turbantes. Mecían pechos y brazos con sincronizada monotonía, como si aquel ritmo les poseyera solamente los cuerpos y pretendieran bailar así por la eternidad. Unas monjas rezaban o cantaban más al frente. Sin duda superaban las cien, sus tocas resplandecían por la albura y una sor obesa las dirigía mediante enérgicos ademanes, un megáfono en bandolera. Más al fondo, jóvenes rubios aguardaban muy compuestos mirando en torno. Sostenían una pancarta que proclamaba Juventud austríaca contra el aborto, y por la perplejidad y la estatura contrastaban con un grupo numeroso que los rodeaba, también de jóvenes, la mayoría morenos, al parecer latinoamericanos, que saltaban frenéticos, algunos golpeando tambores. Leyó otros carteles: Nueva Zelanda te saluda. Libertad para los disidentes tunecinos. España contigo.
Repasó las frases siguientes cuidando que ni la menor alteración se produjera en su rostro. He meditado largamente este mensaje, y hay en mi pensamiento la plenitud que mi cuerpo ya no tiene. Una lucidez de un vigor incuestionable, pues ha vencido enormes borrascas para traerme hasta aquí, a cumplir con mi lealtad hacia vosotros. ¿No sería mucho como introducción? Cada segundo era precioso, definía quizá la probabilidad de que sus vigilantes le cortaran el discurso. Bastaría una pequeña sospecha en aquellas mentes agudísimas para que procedieran. Sin embargo, debía hacer una introducción. ¿Cumplir con mi lealtad hacia vosotros no anticipaba demasiado? No —se había dicho a sí mismo una y cien veces—; todavía unas semanas antes había empleado el comodín. La lealtad con la grey: un recurso formidable concebido en alguna de aquellas mentes brillantes que lo rodeaban, con el cual justificar las más diversas cosas inaceptables para la razón. ¿Acaso el peligro estaba en la advertencia sobre la lucidez? Tampoco —se tranquilizaba—; los redactores de sus discursos creían conveniente contrarrestar así lo que se rumoreaba sobre él en cuanto a su salud mental. Por otra parte, que improvisara algún párrafo constituía su estilo. Verdad que tal costumbre preocupaba últimamente de un modo especial a los vigilantes, que incluso le recomendaban ajustarse a lo escrito. Pero un anciano con el cerebro revuelto no provoca tanto pánico con mantener el estilo. Contaba además con que la lentitud propia de la ceremonia demoraría la reacción. Lo importante era decirlo todo en los segundos exactos, con firmeza pero sin mostrarse ansioso. Tenía que borrar de su cabeza la idea de que si lo intentaba no habría una nueva oportunidad, de que si entonces fracasaba mañana en aquella plaza se lloraría su muerte.
Una bandada de palomas partió desde la columnata, cruzó sobre la muchedumbre y se perdió hacia el cuartel de la Guardia Suiza. Un ejército compacto, con un rumbo preciso. Miles de soldados alados que confiaban ciegamente en su guía. En un sector de la plaza se agitaron pañuelos saludando a los pájaros. Él también había disfrutado con aquellas irrupciones, tantas veces. Luego, los altoparlantes lo avivaron y la multitud respondió con fuertes ovaciones.
—No debemos demorarnos, Santidad —susurró la mancha escarlata, ahora en su oreja derecha.
A su espalda alguien recordó:
—A las once, el presidente mexicano. A las once y media, los científicos rusos.
Él hizo una seña con un dedo y la mancha se transformó en un rostro enjuto y severo, con una desproporcionada nariz corva sobre la que cabalgaban unos lentes redondos. Preguntó con un hilo de voz cuánto duraría el discurso. El rostro se le acercó más acentuando su olor a espuma de afeitar y susurró que cuatro minutos y medio.
Se llevó el binóculo a la cara. Simuló interesarse por algo en particular de allá abajo, adelantando el cuello.
Cuatro minutos y medio. Un despilfarro. A él le bastaría mucho menos para cambiar la historia de la humanidad. Claro, no había resultado nada simple dar con las palabras justas. Sólo en preparar las frases se le había ido gran parte de la energía que le restaba, esa sensación tenía. Y sin embargo, las palabras tan buscadas eran las más sencillas. Aun para quien dispone del tiempo mínimo —reflexionó— y aun bajo aquella investidura, las mejores palabras para confesar el horror a la propia muerte son las más sencillas.
Lo sencillo, la facilidad, eficaces armas del demonio, según le habían enseñado en su juventud.
El demonio tampoco existe ya, como todo lo otro, se replicó a sí mismo.
No para tu corazón.
Si no existe para mi corazón, ¿para quién, entonces?
¿Dudaba todavía? No: débiles ecos de las dudas. La duda final, la que se refería no ya a las consecuencias sino al sentido de aquel acto, se había ahogado en una especie de ira contra lo que se había hecho de su vida.
Accionó el control de la silla de ruedas y puso a ésta en dirección al ascensor. Movió otra vez su mano derecha sobre la palanquita y la silla avanzó con un tenue zumbido. No se fijó en quiénes entraron con él en el ascensor. Fingía meditar como siempre que se encaminaba hacia las muchedumbres. Repasaba: Declaro que mi fe se ha muerto. Profiteor meam exstinctam esse fidem. Convenía decirlo en latín, el latín le daba una grandeza superior.
Abajo, junto a la puerta del ascensor lo esperaban unos secretarios. Uno le entregó el discurso. Quizá no leería nada o casi nada, quizá soltaría lo suyo bien al principio. Haciéndolo después de leer unos párrafos causaría una mayor confusión entre quienes lo controlaban, pero haciéndolo al comienzo potenciaría el factor sorpresa. Flexionó un brazo y alguien colocó unas gafas entre los dedos reumáticos. Se las puso. Un asistente de guantes blancos empezó a empujar la silla por sobre la alfombra y él simuló revisar las cuartillas. No eran pocas, por el tamaño de las letras. La última estaba escrita en varios idiomas, las habituales menciones especiales a guerras, dictaduras, hambrunas, terremotos y demás tragedias colectivas que cada semana afligían más a la especie humana. Pues bien, probablemente desde ahora aquellas novedades se multiplicarían en forma incontenible, pensó.
Se detuvieron ante otro ascensor abierto, éste menor y lujoso, con su interior tapizado de terciopelo púrpura. Tras la silla entraron dos cardenales y un secretario civil. Fue una subida rápida, de dos pisos. Salieron a un pasillo iluminado con luz artificial donde aguardaba otra comitiva. Un aire aún más solemne embargaba a aquellos hombres, en cuyas vestiduras predominaban el negro y el rojo. Caminaron tras la silla —que todavía conducía el asistente enguantado— sin hablarse casi, intercambiándose sólo informaciones escuetas. Su andar resuelto aunque lento denunciaba un hábito, un dominio de los acontecimientos. Verlos progresar por aquel corredor alfombrado de púrpura daba incluso la impresión de una celeridad creciente. Dejaron atrás unas cuantas puertas gigantescas, algunas abiertas a salas muy amplias. En cierto punto alcanzaron el rumor de la plaza que enseguida comenzó a aumentar. Desembocaron en un salón con columnas de mármol, al fondo del cual, por tres claros entre el cortinaje, penetraba con el ruido de la plaza la violencia del sol. Pese a ello las arañas permanecían encendidas. Había allí, contra las paredes ornadas con grandes frescos, una numerosa concurrencia que saludó con una inclinación de cabezas, unánime.
Él apenas tendió la mirada por sobre las gafas e irguió la diestra en un esbozo de bendición. Después paseó brevemente la vista por una pared. Un santo envuelto en ropas de monje lo contemplaba con piedad, las manos sobre el pecho, un chorro de luz celestial posado sobre la coronilla. Parecía querer elevarse en medio de una tempestad que agitaba los árboles a su alrededor y colmaba el cielo de nubarrones, rescatado por aquella luz milagrosa. A su lado, en una pintura que cuando menos doblaba el tamaño natural, una Virgen sonreía a su niño mientras cuatro angelotes la coronaban con flores. Más allá, un San Sebastián sufría las saetas con su resignación pendiente del techo.
Quitó la vista de las pinturas. Volvió a sumirse en los papeles.
Los altavoces lo anunciaron. La aclamación inundó el recinto como un bramido y se desflecó en oleadas declinantes de gritos aislados y aplausos.
—¿Vamos, Santidad? —preguntó a su oído una voz melodiosa.
Asintió con la cabeza.
La silla avanzó bajo la lluvia luminosa de las arañas hacia el claro central. Al aparecer en el balcón, exactamente ante el atril, provocó otro bramido, ahora más violento todavía. El resplandor del día lo cegó. Impartió la bendición a una danza de sombras, hacia ambos lados y al frente. Nada de crear sospechas. Acomodó los papeles en su regazo y dirigió la mirada hacia el atril, donde dos manos pequeñas ubicaban las copias. Las manos terminaron de formarse en las sombras que se disipaban. Unas manitas muy blancas, con puños de encaje blanco. Miró a su dueño. Un niño. Rubio, hermoso, su edad llegaría lo mucho a los doce años. Sus rizos color oro le tocaban los hombros cubiertos por una casulla roja. Al sentirse observado, el niño le insinuó una reverencia, muy serio. Algo tornó la observación más intensa.
—¿Pero, tú eres una niña? —inquirió él, subiéndose los anteojos.
—Sí, Santidad.
La sorpresa se plasmó en las arrugas del ceño. Preguntó:
—¿Y qué haces aquí?
—Soy sacerdotisa de tu iglesia. Y un día ocuparé tu lugar.
La sorpresa se expandió por todo el rostro. Fue una expresión fugaz, y la sustituyó una sonrisa o lo que en aquel semblante podía ser una sonrisa. ¿Qué le importaba ya lo que sucedía o sucedería en el mundo?
Ella le sonrió ligeramente mientras enderezaba el micrófono adherido al atril. Luego bajó las manos y se quedó cabizbaja, se diría que indecisa.
—Qué bonita cruz —dijo él. —Déjame verla mejor.
Ella se arrimó y él examinó la joya que pendía de una fina cadena. Era una cruz plateada. En el centro había, labrado, un ojo, en cuyo centro rutilaba una piedra rojiza. Él comprobó el incipiente relieve de los senos y aspiró una fragancia rara y suave, que le recordó a la lluvia en la hierba. Entonces la niña le ordenó al oído:
—No intentes nada, o desconectaré ese micrófono.
PÁGINA 17
Manifestaciones de lo inenarrable en tres novelas latinoamericanas.
Por Gustavo Lespada (Buenos Aires)
La idea de que el lenguaje humano no puede decirlo ni abarcarlo todo no es nueva. Para el pensamiento oriental lo inefable es la culminación iluminadora del acto contemplativo, al que arriba el sabio después de desprenderse de las limitaciones del lenguaje, sobre todo del concepto ingenuo y consecutivo del tiempo, inherente a la sintaxis. A manera de ejemplo remitimos a la célebre compilación de aforismos y sentencias atribuida a Lao Tsé bajo el título de Tao Te King (siglo VI A. C.), y a su forma de desarticular los encadenamientos silogísticos utilizando la paradoja como herramienta fundamental para evitar el razonamiento lineal y poder acceder al verdadero sentido de la vida humana. Por otra parte, mediante los koan-zen los maestros budistas enseñan las limitaciones de la lógica causal provocando una ruptura, un desfase entre la interrogación del discípulo y la naturaleza absurda de la respuesta. Más reciente, sin embargo, resulta el intento fundamental de la literatura moderna de romper las secuencias causales y la temporalidad lineal y sucesiva con el propio lenguaje, con las palabras y con el silencio.
Probablemente las manifestaciones más sofocantes del silencio sean las que se articulan con el exterminio, la constatación después de Auschwitz de que el mal absoluto no es sólo un motivo de la literatura fantástica ni el descenso al infierno una prerrogativa de los héroes homéricos. Por razones de espacio, voy a referirme a unos pocos ejemplos paradigmáticos entre las numerosas modulaciones latinoamericanas del holocausto. Empezaré por destacar Morirás lejos del mexicano José Emilio Pacheco, cuya potenciación de la hipótesis y su morfología fragmentaria permiten la inclusión de múltiples aspectos del nazismo, a la vez que sus reflexiones alcanzan dimensión profética respecto de la metodología de exterminio practicada por las dictaduras del Cono Sur una década después. Efectivamente, en 1967 Pacheco estampa su advertencia: el nazi acorralado que es eme “no duda que sus servicios volverán a ser utilizados”.
Morirás lejos es un texto que no descansa en una estructura lineal y progresiva, todo aquí sucumbe en el esbozo como si fuera la puesta en escena de la imposibilidad de narrar. Pero esta imposibilidad de alcanzar las aristas definitivas de la forma es deliberada. Decimos que es novela porque circula como tal, dado que pese a abrevar en el testimonio no es un texto que apele al rigor de la historia ni a las ciencias sociales, aunque tenga mucho de ambas. Ficción entonces, aunque tan escuálida que carece de unidad de acción y de personajes. Ficción descarnada y hambrienta de desarrollos más certeros o desenlaces menos ambiguos, quizás añorando la consistencia de rasgos claramente definidos y no estos espectros inciertos (eme y Alguien) que nunca terminan de cuajar. Pero no olvidemos que la literatura es la forma de decir que dice por la forma, y aquí lo formal pareciera haber sido alcanzado por la devastación extrema del campo, la escritura pierde su serenidad progresiva, el formato homogéneo de la tipografía es asaltado, carcomido por espacios en blanco que disgregan toda ilusión de totalidad y transparencia. El borde abrupto y desparejo del fragmento remite a la violencia ejercida sobre cierta integridad previa, porque las construcciones verbales no pueden permanecer indiferentes a la desestructuración existencial que significó el nazismo (en este sentido leemos la frase de Adorno sobre la imposibilidad de la poesía –tal como la conocíamos- después de Auschwitz). Todo ordenamiento expositivo pareciera haber estallado, el texto mismo participa de una angustia sobreviviente urgida de dar su testimonio, testimonio que siempre remite al dolor de lo ignorado, que es un saber atravesado por un no-saber: no estamos frente al relato de una situación de acoso, sino frente a la acción de acoso de lo indecible llevada a cabo por un texto.
Por su parte, a partir de un encuentro imaginario entre Kafka y Hitler en un café de Praga en 1909, Ricardo Piglia en Respiración artificial confronta el modelo del escritor contemporáneo con el autoritarismo, a la vez que introduce una reflexión cifrada sobre los crímenes de la dictadura argentina. Kafka se constituye en “el hombre que sabe oír” los proyectos abominables de aquel psicópata ridículo llamado Adolf: la sociedad convertida en una inmensa “Colonia penitenciaria” y el Estado como la maquinaria anónima del terror, en “un mundo donde todos pueden ser acusados y culpables”. La novela de Piglia nos dice que Kafka hace en su ficción lo que Hitler proyectaba hacer en la vida; la literatura anticipándose a la historia porque las palabras son un componente inseparable de la realidad material, y si “las palabras podían ser dichas, entonces podían ser realizadas”. En el momento en que el escritor agoniza en un sanatorio de Kierling (1924), el Führer se pasea en un castillo de la Selva Negra dictando los párrafos de Mein Kampf. Ambos registros se encuentran, se alternan en la página. La escenificación del dictador chillando sus planes macabros contrasta con los últimos momentos silenciosos del escritor al que la tuberculosis ha privado de la voz y apenas puede escribir para sus íntimos. En una confluencia de significados y significantes, la palabra literaria es desplazada por la amenaza de despojar de la palabra a los pueblos sometidos, de “impedirles todo aprendizaje para ahogar toda inteligencia y toda posibilidad de rebeldía”. Mientras Kafka se ahoga por la enfermedad, los chillidos de un animal aterrorizado en su madriguera introducen la marca de lo que permanece fuera del lenguaje. Porque la obra de Kafka –concluye Piglia- es aquella que se atreve a hablar de lo indecible, de eso que no se puede nombrar. ¿Qué diríamos hoy que es lo indecible? El mundo de Auschwitz. Ese mundo está más allá del lenguaje, es la frontera donde están las alambradas del lenguaje. En ese núcleo inaccesible el horror de los campos nazis se prolonga en la Escuela de Mecánica de la Armada, en El Vesubio o La Perla, y el emblemático Kafka encarna en nuestros Haroldo Conti, Paco Urondo y Rodolfo Walsh.
Resulta muy sugerente también la solución narrativa que encuentra el recientemente fallecido Roberto Bolaño en Estrella distante. No se trata tanto de una novela sobre la dictadura de Pinochet –aunque también lo sea-, no es que la literatura busque al fascismo en el ámbito del referente, es decir afuera de ella, sino que hace surgir al fascismo dentro de lo literario, continuando y profundizando el gesto iniciado en La literatura nazi en América. Un teniente de la fuerza aérea llamado Carlos Wieder se infiltra en los talleres literarios de una ciudad del interior de Chile durante la presidencia de Salvador Allende, bajo el nombre falso de Alberto Ruiz-Tagle, para luego, con el advenimiento de la dictadura, dirigir personalmente a los escuadrones encargados de secuestrar, torturar y asesinar a las poetas opuestas al régimen. Signado por la duplicidad y la máscara, Ruiz-Tagle lee sus poemas con tal desaprensión que parece que no fueran suyos, y a las notorias diferencias respecto de los otros jóvenes poetas tanto por su forma de hablar como por su aspecto pulcro y vestimentas caras, se le suma que vive solitario en una casa percibida como preparada, en la que faltaba algo innombrable –en el decir de otro personaje-, “como si el anfitrión hubiera amputado trozos de su vivienda.”
Anuncios y presagios se van tramando desde la proclama de “revolucionar a la poesía chilena”, no tanto por la que piense escribir sino por “la que él va a hacer” –y ese verbo en bastardilla funciona claramente como una amenaza-. Opera aquí la misma oposición entre fascismo y literatura que señaláramos en la novela de Piglia, con el ingrediente de que esta confrontación se plantea dentro de la institución literaria mediante promesas de cambios radicales mezclados con exabruptos vanguardistas a lo Marinetti, como si se tratara de un golpe de estado en la patria de las letras. Es la acometida de manifestaciones escritas “por gente ajena a la literatura”: donde un cuchillo puede irrumpir inesperadamente en un poema, o se describen rituales de iniciación –como los de la secta de Escritores Bárbaros- que son justamente lo contrario de una lectura reflexiva. Finalmente Wieder confirma el nuevo retorno de los brujos, dejando un rastro de desaparecidos, una constelación de crímenes expuestos como una poética del horror.
Ya como el teniente Wieder será el piloto que escribe versos en el cielo desde un avión alemán de la Segunda Guerra, exhibición de “poesía aérea” que mezcla versículos de la Biblia con referencias en clave a sus víctimas, y que hará coincidir con una macabra exposición de fotografías de cadáveres y cuerpos mutilados por la tortura. Esta exaltación de lo efímero está dada no sólo desde lo explícito de las imágenes desgarradoras del exterminio o de los versos-consignas que glorifican a la muerte, sino también desde la forma de la escritura de humo que enseguida se disgrega en el cielo y la fugacidad de la exposición cuyas fotos los agentes de Inteligencia procederán a requisar rápidamente previo inventario de todos los que asistieron a la fiesta. Estos actos de barbarie e intimidación presentados como simulacros artísticos se revelan justamente como lo opuesto a la trascendencia y perdurabilidad del acto estético.
Pareciera que es en la referencia oblicua, en el rastro latente, en la excrecencia inasimilable por donde se accede a la verdad, una verdad que no sea mera tautología, es decir, la que nos provoque un conocimiento capaz de modificar aunque sea en algo nuestra circunstancia. Como si lo trascendente residiera en el margen, en lo más ínfimo. La producción estética procede como el automovilista de cualquier gran metrópoli que circula con la mirada centrada en el tránsito de adelante pero dependiendo de su visión periférica –sin la cual se expondría a innumerables accidentes- para su desplazamiento. En la sombra hay una reserva estimulante de caracteres recesivos, no evidentes, de ambiguas manifestaciones. Es esta lateralidad, esta presencia acechante del borde tenebroso lo que hace de la literatura una codificación fronteriza siempre gestándose en otra parte, siempre a caballo de la cifra y el silencio. De este silencio también depende la opacidad necesaria para que no se agoten los sentidos de la obra, para que nunca esté dicha la última palabra.
Por Gustavo Lespada (Buenos Aires)
La idea de que el lenguaje humano no puede decirlo ni abarcarlo todo no es nueva. Para el pensamiento oriental lo inefable es la culminación iluminadora del acto contemplativo, al que arriba el sabio después de desprenderse de las limitaciones del lenguaje, sobre todo del concepto ingenuo y consecutivo del tiempo, inherente a la sintaxis. A manera de ejemplo remitimos a la célebre compilación de aforismos y sentencias atribuida a Lao Tsé bajo el título de Tao Te King (siglo VI A. C.), y a su forma de desarticular los encadenamientos silogísticos utilizando la paradoja como herramienta fundamental para evitar el razonamiento lineal y poder acceder al verdadero sentido de la vida humana. Por otra parte, mediante los koan-zen los maestros budistas enseñan las limitaciones de la lógica causal provocando una ruptura, un desfase entre la interrogación del discípulo y la naturaleza absurda de la respuesta. Más reciente, sin embargo, resulta el intento fundamental de la literatura moderna de romper las secuencias causales y la temporalidad lineal y sucesiva con el propio lenguaje, con las palabras y con el silencio.
Probablemente las manifestaciones más sofocantes del silencio sean las que se articulan con el exterminio, la constatación después de Auschwitz de que el mal absoluto no es sólo un motivo de la literatura fantástica ni el descenso al infierno una prerrogativa de los héroes homéricos. Por razones de espacio, voy a referirme a unos pocos ejemplos paradigmáticos entre las numerosas modulaciones latinoamericanas del holocausto. Empezaré por destacar Morirás lejos del mexicano José Emilio Pacheco, cuya potenciación de la hipótesis y su morfología fragmentaria permiten la inclusión de múltiples aspectos del nazismo, a la vez que sus reflexiones alcanzan dimensión profética respecto de la metodología de exterminio practicada por las dictaduras del Cono Sur una década después. Efectivamente, en 1967 Pacheco estampa su advertencia: el nazi acorralado que es eme “no duda que sus servicios volverán a ser utilizados”.
Morirás lejos es un texto que no descansa en una estructura lineal y progresiva, todo aquí sucumbe en el esbozo como si fuera la puesta en escena de la imposibilidad de narrar. Pero esta imposibilidad de alcanzar las aristas definitivas de la forma es deliberada. Decimos que es novela porque circula como tal, dado que pese a abrevar en el testimonio no es un texto que apele al rigor de la historia ni a las ciencias sociales, aunque tenga mucho de ambas. Ficción entonces, aunque tan escuálida que carece de unidad de acción y de personajes. Ficción descarnada y hambrienta de desarrollos más certeros o desenlaces menos ambiguos, quizás añorando la consistencia de rasgos claramente definidos y no estos espectros inciertos (eme y Alguien) que nunca terminan de cuajar. Pero no olvidemos que la literatura es la forma de decir que dice por la forma, y aquí lo formal pareciera haber sido alcanzado por la devastación extrema del campo, la escritura pierde su serenidad progresiva, el formato homogéneo de la tipografía es asaltado, carcomido por espacios en blanco que disgregan toda ilusión de totalidad y transparencia. El borde abrupto y desparejo del fragmento remite a la violencia ejercida sobre cierta integridad previa, porque las construcciones verbales no pueden permanecer indiferentes a la desestructuración existencial que significó el nazismo (en este sentido leemos la frase de Adorno sobre la imposibilidad de la poesía –tal como la conocíamos- después de Auschwitz). Todo ordenamiento expositivo pareciera haber estallado, el texto mismo participa de una angustia sobreviviente urgida de dar su testimonio, testimonio que siempre remite al dolor de lo ignorado, que es un saber atravesado por un no-saber: no estamos frente al relato de una situación de acoso, sino frente a la acción de acoso de lo indecible llevada a cabo por un texto.
Por su parte, a partir de un encuentro imaginario entre Kafka y Hitler en un café de Praga en 1909, Ricardo Piglia en Respiración artificial confronta el modelo del escritor contemporáneo con el autoritarismo, a la vez que introduce una reflexión cifrada sobre los crímenes de la dictadura argentina. Kafka se constituye en “el hombre que sabe oír” los proyectos abominables de aquel psicópata ridículo llamado Adolf: la sociedad convertida en una inmensa “Colonia penitenciaria” y el Estado como la maquinaria anónima del terror, en “un mundo donde todos pueden ser acusados y culpables”. La novela de Piglia nos dice que Kafka hace en su ficción lo que Hitler proyectaba hacer en la vida; la literatura anticipándose a la historia porque las palabras son un componente inseparable de la realidad material, y si “las palabras podían ser dichas, entonces podían ser realizadas”. En el momento en que el escritor agoniza en un sanatorio de Kierling (1924), el Führer se pasea en un castillo de la Selva Negra dictando los párrafos de Mein Kampf. Ambos registros se encuentran, se alternan en la página. La escenificación del dictador chillando sus planes macabros contrasta con los últimos momentos silenciosos del escritor al que la tuberculosis ha privado de la voz y apenas puede escribir para sus íntimos. En una confluencia de significados y significantes, la palabra literaria es desplazada por la amenaza de despojar de la palabra a los pueblos sometidos, de “impedirles todo aprendizaje para ahogar toda inteligencia y toda posibilidad de rebeldía”. Mientras Kafka se ahoga por la enfermedad, los chillidos de un animal aterrorizado en su madriguera introducen la marca de lo que permanece fuera del lenguaje. Porque la obra de Kafka –concluye Piglia- es aquella que se atreve a hablar de lo indecible, de eso que no se puede nombrar. ¿Qué diríamos hoy que es lo indecible? El mundo de Auschwitz. Ese mundo está más allá del lenguaje, es la frontera donde están las alambradas del lenguaje. En ese núcleo inaccesible el horror de los campos nazis se prolonga en la Escuela de Mecánica de la Armada, en El Vesubio o La Perla, y el emblemático Kafka encarna en nuestros Haroldo Conti, Paco Urondo y Rodolfo Walsh.
Resulta muy sugerente también la solución narrativa que encuentra el recientemente fallecido Roberto Bolaño en Estrella distante. No se trata tanto de una novela sobre la dictadura de Pinochet –aunque también lo sea-, no es que la literatura busque al fascismo en el ámbito del referente, es decir afuera de ella, sino que hace surgir al fascismo dentro de lo literario, continuando y profundizando el gesto iniciado en La literatura nazi en América. Un teniente de la fuerza aérea llamado Carlos Wieder se infiltra en los talleres literarios de una ciudad del interior de Chile durante la presidencia de Salvador Allende, bajo el nombre falso de Alberto Ruiz-Tagle, para luego, con el advenimiento de la dictadura, dirigir personalmente a los escuadrones encargados de secuestrar, torturar y asesinar a las poetas opuestas al régimen. Signado por la duplicidad y la máscara, Ruiz-Tagle lee sus poemas con tal desaprensión que parece que no fueran suyos, y a las notorias diferencias respecto de los otros jóvenes poetas tanto por su forma de hablar como por su aspecto pulcro y vestimentas caras, se le suma que vive solitario en una casa percibida como preparada, en la que faltaba algo innombrable –en el decir de otro personaje-, “como si el anfitrión hubiera amputado trozos de su vivienda.”
Anuncios y presagios se van tramando desde la proclama de “revolucionar a la poesía chilena”, no tanto por la que piense escribir sino por “la que él va a hacer” –y ese verbo en bastardilla funciona claramente como una amenaza-. Opera aquí la misma oposición entre fascismo y literatura que señaláramos en la novela de Piglia, con el ingrediente de que esta confrontación se plantea dentro de la institución literaria mediante promesas de cambios radicales mezclados con exabruptos vanguardistas a lo Marinetti, como si se tratara de un golpe de estado en la patria de las letras. Es la acometida de manifestaciones escritas “por gente ajena a la literatura”: donde un cuchillo puede irrumpir inesperadamente en un poema, o se describen rituales de iniciación –como los de la secta de Escritores Bárbaros- que son justamente lo contrario de una lectura reflexiva. Finalmente Wieder confirma el nuevo retorno de los brujos, dejando un rastro de desaparecidos, una constelación de crímenes expuestos como una poética del horror.
Ya como el teniente Wieder será el piloto que escribe versos en el cielo desde un avión alemán de la Segunda Guerra, exhibición de “poesía aérea” que mezcla versículos de la Biblia con referencias en clave a sus víctimas, y que hará coincidir con una macabra exposición de fotografías de cadáveres y cuerpos mutilados por la tortura. Esta exaltación de lo efímero está dada no sólo desde lo explícito de las imágenes desgarradoras del exterminio o de los versos-consignas que glorifican a la muerte, sino también desde la forma de la escritura de humo que enseguida se disgrega en el cielo y la fugacidad de la exposición cuyas fotos los agentes de Inteligencia procederán a requisar rápidamente previo inventario de todos los que asistieron a la fiesta. Estos actos de barbarie e intimidación presentados como simulacros artísticos se revelan justamente como lo opuesto a la trascendencia y perdurabilidad del acto estético.
Pareciera que es en la referencia oblicua, en el rastro latente, en la excrecencia inasimilable por donde se accede a la verdad, una verdad que no sea mera tautología, es decir, la que nos provoque un conocimiento capaz de modificar aunque sea en algo nuestra circunstancia. Como si lo trascendente residiera en el margen, en lo más ínfimo. La producción estética procede como el automovilista de cualquier gran metrópoli que circula con la mirada centrada en el tránsito de adelante pero dependiendo de su visión periférica –sin la cual se expondría a innumerables accidentes- para su desplazamiento. En la sombra hay una reserva estimulante de caracteres recesivos, no evidentes, de ambiguas manifestaciones. Es esta lateralidad, esta presencia acechante del borde tenebroso lo que hace de la literatura una codificación fronteriza siempre gestándose en otra parte, siempre a caballo de la cifra y el silencio. De este silencio también depende la opacidad necesaria para que no se agoten los sentidos de la obra, para que nunca esté dicha la última palabra.
PÁGINA 18
De dictadores, tiranos y supremos.
Entrevista a Augusto Roa Bastos
Entrevista a Augusto Roa Bastos
Alejandro Maciel: En “Yo, el Supremo”, la figura de Gaspar Francia es particularísima. Un dictador que muere pobre escapa a las estadísticas. Es algo insólito. Tan insólito como la novela que Usted escribió.
Augusto Roa Bastos: Desde mi infancia me fascinó mucho este personaje tan misterioso del cual no se sabía prácticamente nada y no se sabe nada, ya que no dejó ningún testimonio útil de lo que fue su propia vida. En el archivo hay casi veinte mil legajos pero son todos de carácter administrativo: bandos, órdenes, instrucciones, inventarios, auditorías.
“Auto Supremo: Pagar 30 onzas de plata a la viuda Gaspara Cantuaria de Arroyo en reparación de daños morales y perjuicios materiales. Más una pensión de seis pesos con dos reales por cada hijo hasta que el mayor alcance mayoría de edad. Cumplida, entrará a revistar en el cuerpo de la Banda del Cuartel del Hospital con el grado de cabo músico. A propósito, y a fin de que todas las bandas del país vuelvan a atronar el aire con sus marciales sonoridades tal como tengo ordenado, toma nota del siguiente pedido a los comerciantes brasileros del Itapúa: 300 clarines de metal latón y otros tantos bañados en bronce; 200 cornetas de llaves; 100 oboes, 100 trompas; 100 violines; 200 clarinetes; 50 triángulos;100 pífanos; 100 panderetas; 50 timbales; 50 trombones; dos gruesas de papeles de música; 1000 docenas de cuerdas y bordonas de guitarra, para reponer la anterior partida que cayó al agua en el cruce del Paraná...”(1)
A.M.: Pero la persona de Francia no existe. Se habrá sepultado debajo de los veinte mil inventarios y había que inventarla.
A.R.B.: No quedó ningún documento digamos biográfico salvo versiones orales... pero eso hay que tomarlo siempre con reservas.
A.M.: Digamos que en la novela la figura del dictador latinoamericano se viene repitiendo desde Carpentier, Asturias, García Márquez... aunque el enfoque que Usted le dio es absolutamente original. Tal vez tan original como Gaspar Francia que no es, por ejemplo, como “El Señor Presidente”, de Asturias o El Primer Magistrado de Carpentier. Francia era ilustrado, no se enriqueció a costa del Estado, en fin...
“¿Podría alguien reemplazarme en la muerte?. Del mismo modo nadie podría reemplazarme en vida. Aunque tuviera un hijo no podría reemplazarme ni heredarme. Mi dinastía comienza y termina en mí, en YO-ÉL. La soberanía, el poder de que nos hallamos investidos, volverán al pueblo al cual pertenecen de manera imperecedera. En cuanto a mis bienes personales serán repartidos de la siguiente forma: La chacra de Ybyray a mis dos hijas naturales que viven en la Casa de Recogidas y Huérfanas; de mis haberes no cobrados que alcanzan la suma de 36.564 pesos fuertes con dos reales, se hará pagar un mes de sueldo a los soldados de los cuarteles, fuertes, fronteras y resguardos tanto del Chaco como de la Región Oriental. A mis dos viejas criadas 400 pesos, más el mate con la bombilla de plata a Santa; a Juana, que ya está más arqueada que un asa, mi vaso de noche, que le corresponde de hecho y de derecho por haberlo manipulado día y noche con más que sacrificada devoción. A la señora Petrona Regalada, de quien dicen que es mi hermana, 400 pesos, además del vestuario, guardado en ese baúl. El resto de mis haberes no cobrados serán distribuidos asimismo a los maestros de escuela, a los maestros y aprendices músicos, a razón de un mes de sueldo a cada uno sin hacer omisión de los indiecitos músicos que sirven en todas las bandas de los cuarteles...”(2)
A.R.B.: ¡Distribuyó las tierras!, se preocupó de que la población viviera sana y alimentada durante todo su régimen, promovió una enseñanza uniforme para todo el país que llegaba hasta el tercer grado de la primaria. Por el respeto a la condición humana una dictadura nunca es deseable, pero hay que juzgarlo a Francia en función de su época. Él estaba encerrado en un bastión siempre amenazado por anexiones de los países más fuertes, sobre todo el Brasil. Y un poco también la Argentina. Él cerró esto con una muralla impenetrable, fue la “muralla china” del Doctor Francia y así salvó, no sé si para bien o para mal, una comunidad como la nuestra. Y aquí estamos todavía.
“Pedro Juan Caballero me recibió en la puerta: ya sabrá, amigo doctor, que le hemos echado la capa al toro y que nos resultó muy manso. Mientras cruzábamos el patio le pregunté: ¿Qué se ha dispuesto, qué se hace?. Se ha determinado enviar de expreso al naviero José de María en una canoa dando parte a la Junta de Buenos Aires de lo que ha sucedido, contestó el capitán.
En el puesto de guardia estaba Somellera dando los últimos toques al oficio. Se lo arranqué de las manos. Este parte no parte, dije. Si tal se hace sería dar el mayor alegrón a los orgullosos porteños. Nada de eso. Acabamos de salir de un despotismo y debemos andar con cuidado para no caer en otro. No vamos a enviar nuestro tácito reconocimiento a la Junta de Buenos Aires, en el tono de un subordinado a un superior. El Paraguay no necesita mendigar auxilio de nadie. Se basta a sí mismo para rechazar cualquier agresión. Volvíme luego a Somellera que me acechaba, irritado camaleón. Con mucha suavidad le sugerí: Usted ya no hace falta aquí. Más bien le diría que estorba. Es menester que cada uno sirva a su país en su país”.(3)
A.M.: Entonces defendió la unidad en un momento riesgoso.
A.R.B.: Defendió la integridad, tanto la territorial como la política y económica. La identidad se va haciendo todos los días, no es algo estático, porque las nuevas generaciones entran en una realidad que se va transformando. Pero antes de esto hace falta una integridad.
A.M.: ¿Recurrió al material histórico para reconstruir la vida de Gaspar Francia, o es más imaginaria que real?. Como yo no conozco la historia del Paraguay, o conozco muy poco, no sé qué es imaginario y qué real dentro de la novela.
A.R.B.: Probablemente acá en el Paraguay yo sea uno de los que más conoce la historia de Francia, y lo digo modestamente porque sé que tenemos muy buenos historiadores. Pero no la investigué para afirmar la historia oficial sino para negarla.
“Yo soy el árbitro. Puedo decidir la cosa. Fraguar los hechos. Inventar los acontecimientos. Podría evitar guerras, invasiones, pillajes, devastaciones. Descifrar esos jeroglíficos sangrientos que nadie puede descifrar. Consultar a la Esfinge es exponerse a ser devorado por ella sin que se pueda develar su secreto. Adivina y te devoro. Ellos vienen. Nadie anda solamente porque quiere y tiene dos patas. Nos vamos deslizando en un tiempo que rueda también sobre una llanta rota. Los dos carruajes ruedan juntos a la inversa. La mitad hacia adelante, la mitad hacia atrás. Se separan. Se rozan. Rechinan los ejes. Se alejan. El tiempo está lleno de grietas. Hace agua por todas partes. Por momentos tengo la sensación de estar viendo todo esto desde siempre. O de haber vuelto después de una larga ausencia. Retomar la visión de lo que ya ha sucedido. Puede también que nada haya sucedido realmente salvo en esta escritura-imagen que va tejiendo sus alucinaciones sobre el papel. Lo que es enteramente visible nunca es visto enteramente. Siempre ofrece alguna otra cosa que exige aún ser mirada. Nunca se llega al fin.”(4)
A.M.: Lo hizo desde la literatura....
A.R.B.: Yo soy un anti-historiador. Pero para negar la historia, primero tenía que conocerla. Ése fue el deber que me impuse, pero no porque yo sea un historiador. La novela es totalmente imaginaria. Pero una vez un estudiante me preguntó quién era el personaje central de “Yo, el Supremo” y recién en ese instante me planteé seriamente la cuestión. Él decía que la obra era autobiográfica y que casi ocultamente yo era el personaje central, pero creo que no es así. El protagonista absoluto de la novela es el lenguaje. Si observa con atención verá que los personajes son casi pretextos, como coartadas para el desarrollo de esa lucha entre el lector, el autor y el lenguaje. Todo el universo del lenguaje, con sus virtudes y artificios, está omnipresente en cada parte de la obra. Las discusiones entre los personajes son en realidad formas de examinar las leyes del discurso y el pensamiento.
A.M.: En la novela, Francia aparece como un neurótico obsesivo, un poco sádico.
A.R.B.: Creo que era un neurótico solitario más bien. La suma del poder lo aisló más. Ya no tenía ni siquiera consejeros confiables.
A.M.: En la novela se transmite ese enorme peso de la responsabilidad de tener que sostener un gobierno. Todo lo hacía él y solo él.
A.R.B.: ¡Hasta los ejercicios militares los hacía él, no siendo militar!.
A.M.: Y el diseño de los uniformes civiles y militares...
A.R.B.: Era un perfeccionista.
A.M.: Me gustan esas comparaciones económico-administrativas que hace continuamente durante sus reflexiones antes de decidir un acto de gobierno: “un militar no puede ganar tanto puesto que un maestro está ganando tanto” parece que buscaba un equilibrio racional continuamente.
A.R.B.: Él fue un personaje único. Había sido doctor “por ambos derechos” el canónico y el civil. Sobre ese material yo recreé mi propia versión de Gaspar Francia. Una invención de mis propias obsesiones con respecto al Poder que es el tema central de toda mi obra. Así como el amor, la persecución. Somos un país perseguido por la fatalidad y cada uno de nosotros tiene sedimentado como una marca el exilio interior por una parte, la persecución por otra, todo esto añejado en más de cien años. Y hemos sobrevivido a pesar de todo y ahí está la fuerza que mantenemos, gracias a tener que sobrevivir. Y también la modestia y la contención de nuestra colectividad.
(1) De “Yo el Supremo”, pág. 174, edic. Alfaguara, Asunción, 1997.
(2) De “Yo el Supremo”, pág. 126, edic. cit. página
(3) De “Yo el Supremo”, pág. 155, edic. cit.
(4) De “Yo, el Supremo” pág. 196, Edit. Alfaguara, 1997.
PÁGINA 19 – GASTÓN GORI
Se fue Gastón Gori, el escritor solidario.
Se ha ido Gastón Gori, uno de los más apasionados cultores de la literatura santafesina. No solamente fue uno de los autores más prolíficos e inquietos por la realidad social del país sino que también estuvo constantemente dispuesto a alentar a los escritores jóvenes y a ofrecer su consejo, siempre con una sonrisa en la boca, siempre con una visión esperanzada de la vida. Asimismo tuvo fecundo desempeño en las instituciones que nuclearon a los escritores de nuestra provincia.
Su larga y fructífera vida le permitió conocer e influir a tres generaciones de escritores santafesinos, rodeándose de jóvenes hasta sus años postreros y siendo uno de los inspiradores de Tupambaé, grupo literario productor de obras valiosas.
Constante buceador de los problemas planteados por la apropiación indebida de las tierras y los abusos cometidos contra los humildes y los obreros escribió libros como “Inmigración y colonización en la Argentina”, “La tragedia de La Forestal”, “La pampa sin gaucho”, entre otros que alcanzaron gran difusión.
En la ficción escribió las novelas “El desierto no tiene dueño” y “La muerte de Antonini”, la colección de cuentos “El camino de las nutrias” y el difundido libro “Y además era pecoso” en que el protagonista cuenta andanzas y travesuras de su infancia. Su preocupación por los problemas sociales también se manifiesta en estas creaciones literarias a las que sumó una interesante obra poética.
De Gastón se puede decir que nada humano le era ajeno. Aunque denunció injusticias a las que encaró como hombre, escritor y abogado, nunca dejó de asombrarse ante el misterio de la existencia. Por eso fue un gran cultor de la amistad. La importancia de su obra lo llevó recibir la Faja de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores y a ser designado como miembro de la Academia Argentina de Letras.
Se ha ido no sólo un incansable escritor, luchador y propulsor de las letras santafesinas sino también un amigo con alma de maestro.
...........................................
Se ha ido Gastón Gori, uno de los más apasionados cultores de la literatura santafesina. No solamente fue uno de los autores más prolíficos e inquietos por la realidad social del país sino que también estuvo constantemente dispuesto a alentar a los escritores jóvenes y a ofrecer su consejo, siempre con una sonrisa en la boca, siempre con una visión esperanzada de la vida. Asimismo tuvo fecundo desempeño en las instituciones que nuclearon a los escritores de nuestra provincia.
Su larga y fructífera vida le permitió conocer e influir a tres generaciones de escritores santafesinos, rodeándose de jóvenes hasta sus años postreros y siendo uno de los inspiradores de Tupambaé, grupo literario productor de obras valiosas.
Constante buceador de los problemas planteados por la apropiación indebida de las tierras y los abusos cometidos contra los humildes y los obreros escribió libros como “Inmigración y colonización en la Argentina”, “La tragedia de La Forestal”, “La pampa sin gaucho”, entre otros que alcanzaron gran difusión.
En la ficción escribió las novelas “El desierto no tiene dueño” y “La muerte de Antonini”, la colección de cuentos “El camino de las nutrias” y el difundido libro “Y además era pecoso” en que el protagonista cuenta andanzas y travesuras de su infancia. Su preocupación por los problemas sociales también se manifiesta en estas creaciones literarias a las que sumó una interesante obra poética.
De Gastón se puede decir que nada humano le era ajeno. Aunque denunció injusticias a las que encaró como hombre, escritor y abogado, nunca dejó de asombrarse ante el misterio de la existencia. Por eso fue un gran cultor de la amistad. La importancia de su obra lo llevó recibir la Faja de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores y a ser designado como miembro de la Academia Argentina de Letras.
Se ha ido no sólo un incansable escritor, luchador y propulsor de las letras santafesinas sino también un amigo con alma de maestro.
...........................................
El primer paso.
Por Martin Orell (Santa Fe)
No toda civilización comienza con un diálogo.
Fue antes de la primer palabra, de la primer duda existencial, o no.
Antes de la primer vacilación del camino a seguir, o no.
No siempre existe el primer momento de todo.
Probablemente en África,
o en cualquier lugar;
probablemente hace muchos años
o dentro de algunos,
probablemente sin ser conscientes,
probablemente fue así...
(o será)
El macho dominante los mirará a todos con desprecio.
Sabía la fuerza y el efecto de esa mirada en los demás. Contará con eso.
Había llegado el momento; confiaba en sus fuerzas, la experiencia de los años, dirán, pensaban algunos. Y no tendrá miedo a morir dignamente en la reyerta, el recelo surgirá de quién lo sustituiría.
El macho joven sabía que se habrá pasado de la raya y esta vez no quedaría sólo en gritos intimidatorios. Estará asustado y por lo tanto exponía arrogancia.
Las hembras se alejarán en las ramas llevándose a los pequeños.
Los árboles se sacudirán, el miedo se palpaba y el olor de la adrenalina los provocará.
Una tormenta comenzó a formarse en el horizonte, horizonte todavía vasto, enorme, implacable; o lleno de escombros, de ceniza y humo, restos de ciudades, enorme y vasto e igual de implacable.
Dios (los) mira de reojo.
El acercamiento será lento, ceremonioso, como parte de una danza cuya coreografía se ha repetido alguna vez, algún Dios llevará la cuenta; pero claro, ellos no lo sabían. Hasta que el macho dominante clavará sus colmillos en el hombro peludo del más joven y la sangre regada los terminó de enloquecer.
El Diablo esperaba su turno (otra vez.)
Cuando el joven lo arroje de la rama en la que peleaban pareció que el final será irrevocable, pero el viejo se sostendrá del follaje más bajo y volvió ciego de odio, echando espuma por la boca.
Algunos apoyaban en silencio al más joven en que algo debía cambiar.
Otros sostenían que todo estará bien así.
Todos esperaban esto;
pero sin razones,
ni dialécticas complejas,
ni masturbaciones intelectuales;
así por sentirlo nomás,
especie de inferencias instintivas
anudadas a un tiempo
no correlativo.
Los truenos rodaban sobre los ojos de todos.
La riña continuará aun cuando los dos estaban al límite de sus fuerzas.
Dios y el Diablo corrían con la ventaja de saber como terminaría, empezaría la historia.
A los dos simios los protegía el miedo.
En un leve respiro de ambos, el joven trastabilló y caerá sin que rama alguna lo sostuviera.
El piso lo esperará sin piedad.
Podría ser un final, un comienzo más interesante, más emocionante, lleno de acción, de suspenso; pero no, no valía la pena.
Parecía muerto.
Tres minutos, tres horas, tres días más tarde se levantará como resucitando.
Se mirarán a los ojos y el que estaba en la tierra supo que ya no valía la pena pelear por un árbol.
Ni por otro.
Se irá caminando, erguido, sabiendo que lo acompañarían un grupo de rasgos simiescos que compartirán ese entendimiento raro, la fortaleza que corteja a los que se saben del lado de los más débiles.
En esto también es difícil determinar la existencia de un entendimiento.
“Los primeros homínidos bajaron de los árboles”, hubiera titulado algún diario de la época.
Por Martin Orell (Santa Fe)
No toda civilización comienza con un diálogo.
Fue antes de la primer palabra, de la primer duda existencial, o no.
Antes de la primer vacilación del camino a seguir, o no.
No siempre existe el primer momento de todo.
Probablemente en África,
o en cualquier lugar;
probablemente hace muchos años
o dentro de algunos,
probablemente sin ser conscientes,
probablemente fue así...
(o será)
El macho dominante los mirará a todos con desprecio.
Sabía la fuerza y el efecto de esa mirada en los demás. Contará con eso.
Había llegado el momento; confiaba en sus fuerzas, la experiencia de los años, dirán, pensaban algunos. Y no tendrá miedo a morir dignamente en la reyerta, el recelo surgirá de quién lo sustituiría.
El macho joven sabía que se habrá pasado de la raya y esta vez no quedaría sólo en gritos intimidatorios. Estará asustado y por lo tanto exponía arrogancia.
Las hembras se alejarán en las ramas llevándose a los pequeños.
Los árboles se sacudirán, el miedo se palpaba y el olor de la adrenalina los provocará.
Una tormenta comenzó a formarse en el horizonte, horizonte todavía vasto, enorme, implacable; o lleno de escombros, de ceniza y humo, restos de ciudades, enorme y vasto e igual de implacable.
Dios (los) mira de reojo.
El acercamiento será lento, ceremonioso, como parte de una danza cuya coreografía se ha repetido alguna vez, algún Dios llevará la cuenta; pero claro, ellos no lo sabían. Hasta que el macho dominante clavará sus colmillos en el hombro peludo del más joven y la sangre regada los terminó de enloquecer.
El Diablo esperaba su turno (otra vez.)
Cuando el joven lo arroje de la rama en la que peleaban pareció que el final será irrevocable, pero el viejo se sostendrá del follaje más bajo y volvió ciego de odio, echando espuma por la boca.
Algunos apoyaban en silencio al más joven en que algo debía cambiar.
Otros sostenían que todo estará bien así.
Todos esperaban esto;
pero sin razones,
ni dialécticas complejas,
ni masturbaciones intelectuales;
así por sentirlo nomás,
especie de inferencias instintivas
anudadas a un tiempo
no correlativo.
Los truenos rodaban sobre los ojos de todos.
La riña continuará aun cuando los dos estaban al límite de sus fuerzas.
Dios y el Diablo corrían con la ventaja de saber como terminaría, empezaría la historia.
A los dos simios los protegía el miedo.
En un leve respiro de ambos, el joven trastabilló y caerá sin que rama alguna lo sostuviera.
El piso lo esperará sin piedad.
Podría ser un final, un comienzo más interesante, más emocionante, lleno de acción, de suspenso; pero no, no valía la pena.
Parecía muerto.
Tres minutos, tres horas, tres días más tarde se levantará como resucitando.
Se mirarán a los ojos y el que estaba en la tierra supo que ya no valía la pena pelear por un árbol.
Ni por otro.
Se irá caminando, erguido, sabiendo que lo acompañarían un grupo de rasgos simiescos que compartirán ese entendimiento raro, la fortaleza que corteja a los que se saben del lado de los más débiles.
En esto también es difícil determinar la existencia de un entendimiento.
“Los primeros homínidos bajaron de los árboles”, hubiera titulado algún diario de la época.
PÁGINA 20 – POETAS OLVIDADOS
José Cibils.
“Se marchó risueño / después de cantar / y tal es su sueño /
que no tiene empeño / ¡ay! en despertar...” Amado Nervo
Esta página destinada a la recordación de tantos poetas, tiene por objeto rescatarlos del olvido para las cátedras de literatura. Es allí donde deben perpetuarse sus nombres en la memoria de las generaciones jóvenes. Ellos son los ejemplos a incorporar en toda formación intelectual y humanística, tan depreciada en los niveles de la educación actual. Y son los profesores los únicos que pueden asumir el compromiso y la responsabilidad, dado que son quienes mantienen diálogos cotidianos con los alumnos. Y aunque la disciplina esté en crisis, la reiteración del conocimiento en el aula, mantendrá en el subconsciente de sus estudiantes un resto suficiente como para ser, en un futuro no tan lejano, evocados con nostalgia. El paso por las aulas nunca se olvida y tampoco los personajes que hacen mella en la sensibilidad naciente.
José Cibils es un ejemplo de humanismo, de humildad y de talento poético.
Nacido en la ciudad de Nogoyá (Entre Ríos) el 8 de agosto de 1866, llega a Santa Fe en 1878 y, al año siguiente, se inscribe como alumno en el Colegio de la Inmaculada Concepción, en cuya Academia Literaria se destaca, egresando en 1884 con el título de bachiller. Radicado en Rosario, comienza a publicar sus obras y a actuar en el periodismo como fundador del diario “Nuevo Día” de Santa Fe y como asiduo colaborador en diarios y revistas.
En 1888 contrajo matrimonio con Delia Molinari, con quien tuvo diez hijos.
Fue Secretario de la Sub Delegación Política y designado Juez de Paz de la ciudad de Reconquista, luego de Florencia. Posteriormente asume como Inspector General de Escuelas y resultó electo Diputado y Convencional por el Departamento Vera en 1909 y reelecto hasta 1911 presentando el proyecto de Ley Escolar. Ese mismo año es nombrado vocal del Consejo de Educación.
Con posterioridad publica: “La Huérfana” (1885); “Rimas y Estrofas” (1888); “Crisálidas” (1895); “El Ángel del Amor (1895); “Nenúfares” (1900); “Flores Nativas” (1908); “Ondas de Luz” (1909); “Los Laureles” (1909); “Auras de Salud” (1918); “La Canción Ideal – Brillazones” (Poesías póstumas, 1921).
El 3 de octubre de 1919, fallece en Santa Fe, que le honra con una de sus calles, ubicada en el Barrio Estanislao López, al oeste de la ciudad, flanqueado por Juan Mantovani y José Pedroni.
En Santo Tomé tenía su casa y allí vivió durante ocho años, apartado de las luchas políticas que le habían llenado de amargura. En esa casa escribe su poema “Porvenir” dedicado a los jóvenes amigos: “Los arrestos que provienen de la fuerza más extraña, / aureolado de una estrella por los nimbos de zafir, / hoy el joven peregrino se dirige a la montaña / y a la sombra del abismo va diciéndole al subir: // Es en vano que pretenda detenerme la maraña: / el dolor más formidable de este mundo sé sufrir / y la fe de los atletas a la cima me acompaña / donde voy el alto premio de la gloria a recibir. // Ya los muertos no gobiernan a los hombres del futuro, / con las nuevas redenciones voy barriendo entre lo obscuro / los prejuicios que entorpecen los senderos del vivir. // En mi mente va la idea victoriosa y redimida, / con su ardor voy incendiando las malezas de la vida... / ¡soy el Sol que en otro tiempo se llamaba ´Porvenir´”!
En su canto “A la Poesía” dice el poeta: “Si el pan de la vida para él escasea, / si el oro del mundo le quita el perverso / ¿qué pan más sagrado que el pan de la idea / y qué oro más puro que el oro del verso?”
Suplicó a su esposa, en un poema cargado de humildad: “Y por eso mi bien, si siempre me amas; / cuando muera, ¡por tu amor te pido, / que arrojes estos versos a las llamas / para dormir seguro en el olvido!”
En toda su poesía encontramos arrebatos poéticos tales como en “La Espuma”: “Blanca es la espuma de la mar, y es blanca / como la nieve o cual la blanca pluma / de la garza dormida en la barranca, / así, blanca es la espuma.”
Como amante de toda la naturaleza, también admiraba el campo. Por eso, en “Cuadro Campero” expresó: “Es un camino largo por la llanura escueta. / El campo está reseco, la ardiente ventolina / levanta polvareda en tanto que camina / al paso de los bueyes, chirriando, la carreta.” y en “Mi rancho”: “Cuando era joven tenía / mi rancho sobre una loma; / le llamaban ´La Paloma´/ porque torcaz parecía; / de lejos se lo veía / coronando un pajonal / y a la orilla de un ceibal / en cuyas copas lozanas / en las tardes y mañanas / cantaba alegre el zorzal.”
....................................................................
Homenaje a Miguel Ángel Zanelli.
Se rindió homenaje a los 55 años de proficua labor cultural de Miguel Angel Zanelli. El acto se realizó ante una sala colmada de público, en el Centro Cultural de la Ciudad de Santa Fe. En la oportunidad hicieron uso de la palabra la Sra. Nélida de Allegro por el Taller Literario de la ASDE y Arturo Lomello por los amigos. Ambos destacaron distintos aspectos de la tarea de promoción cultural y literaria del homenajeado. También intervino Víctor Hugo Zanelli, hermano del nombrado, quien se refirió al nacimiento de su vocación cultural.
Participaron además representantes de diversas entidades santafesinas y esperancinas, lugar donde Zanelli dirigiera un taller literario. Finalizando el acto, interpretó composiciones el Coro de la Unione e Benevolenza Dante Alighieri, dirigido por el maestro Cristian Gómez.
Se rindió homenaje a los 55 años de proficua labor cultural de Miguel Angel Zanelli. El acto se realizó ante una sala colmada de público, en el Centro Cultural de la Ciudad de Santa Fe. En la oportunidad hicieron uso de la palabra la Sra. Nélida de Allegro por el Taller Literario de la ASDE y Arturo Lomello por los amigos. Ambos destacaron distintos aspectos de la tarea de promoción cultural y literaria del homenajeado. También intervino Víctor Hugo Zanelli, hermano del nombrado, quien se refirió al nacimiento de su vocación cultural.
Participaron además representantes de diversas entidades santafesinas y esperancinas, lugar donde Zanelli dirigiera un taller literario. Finalizando el acto, interpretó composiciones el Coro de la Unione e Benevolenza Dante Alighieri, dirigido por el maestro Cristian Gómez.
PÁGINA 21
“Como decía Borges...”
Notas sobre sus ideas estéticas (1)
Notas sobre sus ideas estéticas (1)
“Poner palabras es poner ideas o/es
instigar una actividad creadora de ideas”
J.L.Borges
¿Nos da margen el pensamiento del escritor para referirnos a una estética personal? Una estética, decimos, no una ajena filosofía del arte. Una estética en cuanto meditación sobre los medios formales, en la cual suele menudear el pensamiento de un escritor cuando la entiende como condición del arte de la palabra hecha poesía, narrativa, drama o ensayo, “con la heroica urgencia de aferrar la vida huidiza”.
Puestos al trabajo de su identificación, ¿en qué sentido utilizaríamos el término “estética”? Para no enredarnos en un debate sobre los alcances del concepto o de la disciplina, diremos de un modo provisorio y para iniciar nuestra búsqueda, que Estética es la reflexión sobre la actitud creadora que se manifiesta en el uso de los medios formales al componer una obra de arte (en nuestro caso literaria), y también sobre los valores estéticos que en el acto de crearla se incorporan a dichos medios.
En un ensayo de su libro “El idioma de los argentinos” (1928), obra temprana (o “mañanera”, en su lenguaje), Borges escribe: “Indagar ¿qué es lo estético? es indagar ¿qué otra cosa es lo estético, qué única cosa es lo estético?” (“La simulación de la imagen”, 73 y Ss.). A partir de esas preguntas inicia el autor su perseverante, renovado, discutidor y cíclico examen del tema, en los diversos aspectos y componentes que incluye.
Ya en libros anteriores a “El idioma...” se advierte la preocupación de Borges en definir de un modo personal los medios formales de qué (y cómo) se vale en su lenguaje y su particular visión de la literatura. Con este ejercicio intelectual no quiere “dictar normas, sino escribir observaciones” que valdrán para él (o no) en lo sucesivo y también para quienes lo sigan.
“El lenguaje (nos dijo en sus comienzos) es la díscola forzosidad de todo escritor” (...) –gran fijación de la constancia humana en la fatal movilidad de las cosas-, práctico, inliterario, mucho más apto para organizar que para conmover, no ha recabado aún su adecuación a la urgencia poética y necesita troquelarse en figuras” (Cf. “Inquisiciones”: “Examen de metáforas”, P.71 y Ss.).
El escritor, el poeta, conjuran en su aspiración expresiva los aspectos o niveles eidéticos del idioma: con entrañable ánimo lírico buscan (o van al encuentro) de ciertos valores verbales necesarios para plasmar sus emociones; mientras esa forma íntima de la expresión personal no se logra, el autor adorna su lenguaje con figuras: la metáfora (“vocinglero alarde” de los “literatos cultos”) o la hipérbole (“parcialidad” de la poesía popular), entre ellas.
En este punto acordaba el joven Borges, urgido de un estilo tan confidencial como elocuente en su sencillez, con los preceptistas Luis de Granada y Bernard Lamy, allí donde ambos afirmaron que “el origen de la metáfora fue la indigencia del idioma”. A lo cual agregaría: “El idioma es un ordenamiento eficaz de esa enigmática abundancia del mundo (...) Un prolijo mapa que nos orienta por las apariencias, un santo y seña utilísimo (...) mucho más apto para organizar que para conmover (pues) no ha recabado aún su adecuación a la urgencia poética y necesita troquelarse en figuras” (O.C., 72/73). Así, los tropos o las figuras de dicción, entre las que se encuentra la metáfora, son aderezos al lenguaje en estado silvestre –diríamos-, tal como el escritor lo recibe de los usos cotidianos no requeridos y por lo tanto no valorizados en la lisa y llana expresión de un sentir.
En “La metáfora”, luego de diferenciar lo individual del coplista y lo meramente personal del poeta culto –sin admitir confusión entre ambos-, ensaya él mismo una nueva ordenación de los tropos, “allende la secuencia de traslaciones” ya legalizadas por los preceptistas clásicos. Y seduce con su propio arte de desentrañar imágenes en una “labor clasificatoria comparable a un diseño sobre papel cuadriculado”, que así lo escribe con su incipiente genio irónico.
Ironía y autoironía ya manifestadas en un ensayo anterior a éste: “Después de las imágenes”, en el cual se sonríe de la prodigalidad con que los poetas de su generación “fatigamos largamente la metáfora, vinculando cosas lejanas”, e insta a olvidar su “hechicería”, a no adoptar el error “que desanima tantos versos: el de confiarlo todo a la connotación de las palabras, al ambiente que esparcen, al estilo de vida que ellas premisan” (P.147, sobre la poesía de Herrera y Reissig): “Ojalá nuestro arte olvidándola pueda zarpar a intactos mares” (O.Cit., P.31)
Son estos los tiempos y el pronunciamiento del ultraísmo que Borges ha vivido en España y trasladado consigo a Buenos Aires. “Comenzaba el ultraísmo en tierras de América y su voluntad de renuevo que fue traviesa y brincadora en Sevilla” (...), un clamor contra “la excepcional preeminencia que hoy suele adjudicarse al yo” (Cf. “La nadería de la personalidad”, P.93 y Ss.) o el amaneramiento ornamental de “la egolatría romántica y el vocinglero individualismo” (P.101). En nombre de las sencillas imágenes renovadas, Borges exalta la personalidad y la poesía de Cansinos Asséns, de Fernán Silva Valdés y de Norah Lange.
“El alba especular de la palabra lírica, tras de haber reflejado todas las actitudes y todas las ciudades de los hombres, torna (Cansinos) a su manantial y espeja el nacimiento de su propia gracia ambiciosa” (Cf.52). A su impulso “ejercimos la imagen, la sentencia, el epíteto, rápidamente andariegos y graves a lo largo de las estrellas del suburbio, solicitando un límpido arte que fuese tan intemporal como el de siempre. Abominamos los matices borrosos del rubenismo (de la “afrancesada secta”) y nos enardeció la metáfora por la precisión que hay en ella, por su algébrica forma de mundo” (O.Cit., P.133). En el mexicano, “generoso de imágenes preclaras”, “también de adjetivos”, se complace en remarcar que no acude “al prestigio de los vocablos aislados, sino a la conjunción feliz de ambas voces” (´atónita ventana´, ´calle planchada´, ´voz ojerosa´). Esto es, a la acertada metáfora.
Tempranero y retador en la divergencia, a Borges le gusta medirse en sus afinidades con los coincidentes –los ya nombrados y Unamuno y González Lanuza-, al tiempo que diferenciarse en sus animosidades con los desiguales. Entre estos, Leopoldo Lugones, (“su altilocuencia de bostezable asustador de leyentes” –dice-) y Ricardo Rojas (“gritador hecho de espuma y patriotería y de insondable nada”. O.Cit., P.144)
(1) Este trabajo es un anticipo del libro que, con el mismo título, se publicará en fecha próxima.
PÁGINA 22
Irene y Ernesto.
Por Patricia Suárez (Buenos Aires)
Fue en la época en que teníamos todos aquellos problemas y tratábamos de arreglarlos. Estábamos tirados en la cama, a medianoche, desnudos y con los ojos como platos mirando el cielo raso, el calor era intolerable, y estábamos bocarriba en la cama con los ojos tan abiertos, las sábanas hechas un lío, podríamos haber hecho el amor, pero ya no lo hacíamos por aquella época, con todos nuestros problemas, y el gato maullaba con furia para entrar en la pieza, y porque el calor era intolerable.
Entonces oímos la música.
-Ernesto, ¿la oís?- le pregunté. Él murmuró:
-Es un disco.
-Es una polca - dije yo, y aguardé en silencio que la polca corrompiera con su énfasis el calor de la noche y la sombra de los edificios, y socavara todos y cada uno de los cimientos. -No es un disco- aseguré, -No, no es un disco-. Había imperfecciones en la interpretación de esa música, se notaba en el aire: había impurezas. Mi marido se levantó al punto, y fue hacia el balcón. No hizo el menor gesto por cubrirse, y se acercó al balcón, blanco y desnudo, como un cachorro o un niño. En ese instante pensé que él era un hombre hermoso. Sonaron los aplausos en la casa vecina, gritaban "Bravo, Laura". Prácticamente podía ver a Laura, tiesa, al borde de las lágrimas, agradeciendo a la parentela sus aplausos. Nunca antes habíamos visto a Laura, pero podíamos verla, prácticamente, en el momento en que sonaron los aplausos.
-No era un disco- dije. Mi marido se volvió a mirarme, desnudo y blanco, con apenas dos lunares que yo conocía muy bien, en un hombro y en la nalga. El de la nalga era un antojo que su madre había tenido durante el embarazo. Higos, había deseado. Se quedó mirándome como si nunca me hubiera visto, como si nunca me hubiera visto bien, tal vez porque teníamos todos aquellos problemas. Estaba blanco y desnudo, ornado con sus lunares, tan completo en sí, exhalaba una sensación de completud tal, que no fue difícil imaginar por qué ya no me amaba. De pronto, dejó de mirarme, y volvió al balcón, así de desnudo y largo como estaba. Dió dos pasos hacia el balcón, él se movía de una manera que me daban ganas de reir y de llorar a la vez de sólo verlo: hubiera querido pasar toda mi vida con él. Me vino a la mente una frase que había leído mucho tiempo atrás, y que creo que era de Shakespeare. La frase decía: "Cuando era joven y amaba, y amaba, todo muy dulce me parecía...". Después empezó a repicar dentro mío, me sacudía, yo no sé por qué tenía que enredarse en mí de esa manera, pero una y otra vez, durante esa noche, yo oí dentro de mi mente: "Cuando era joven y amaba, y amaba, todo muy dulce me parecía..."
-Es una criatura- dijo cuando estuvo en el balcón. -Y está llorando.
-¿Llorando?
-Sí- contestó mi marido, y salió al balcón, desnudo, a observar a la criatura que pocos segundos antes tocaba una polca y ahora lloraba solitaria en un balcón.
-¿Por qué?- pregunté -¿Por qué está llorando?
-Ay, Irene- suspiró mi marido con un suspiro. Yo conocía esa clase de suspiro de mi marido, los había bebido, dulces, venenosos y salobres desde el día en que nos casamos y él suspiró el mismo suspiro en el "Sí" delante de un cura y de la estatua de la Virgen de los ángeles.
Vino luego y volvió a tenderse a mi lado, y nos quedamos otra vez en medio de la oscuridad y del calor, mirando el cielo raso con los ojos como platos. Aún en medio de la oscuridad, sus valijas relumbraban igual que caparazones de insectos gigantescos.
El gato arañó la puerta.
-No va a tocar otra vez- dijo mi marido.
-¿Quién?
-La criatura. Vas a ver.
-¿Por qué?
-Ya vas a ver.
Nos quedamos tensos, expectantes del llanto o de la música de la criatura, en el medio del calor, y la tirantez de nuestros nervios nos hacía sudar. La piel de él era perfecta y deslumbrante aquella noche, lo recuerdo claramente. Era el tipo de piel que todos los de su familia tenían, española. Yo habría querido estirar mi mano y plantarla en el asa de su ancha cadera y el calor me lo impedía. Tampoco él hubiera permitido que lo tocara, su cuerpo entero era para mí un principado de ira. Me había llamado con otro nombre cierta vez. Cecilia. Nunca le pregunté quién era ella. Pero su cuerpo era para mí un principado de ira, y mi cuerpo era para él más hueco que una campana.
Me mordí los labios. Él se sentó, en la oscuridad, destrozando la oscuridad con la fina silueta de su espalda blanca. Él tenía una figura, y se movía de una manera, que podía hacerme llorar. Cuando él no estaba, el aire me sobraba y quemaba a mi alrededor. Tanteó la perilla del velador. Los cuarenta watts de la luz vacilaron y eligieron luego la oscuridad.
-¿Qué pasa?- preguntó.
-Es el enchufe - dije. Él gruñó.
-¿La ves?- preguntó.
-No- respondí.
-Fijate.
Me corrí un poco hacia la derecha, pero yo no quería verla. No tenía interés en ver a la criatura llorando. Era un punto que vibraba al otro lado de la calle, en su balcón, un escarabajo o un grillo.
Mi marido fue hacia nuestro balcón, blanco y desnudo y liso, a excepción por sus dos lunares y la marca de la BCG en el brazo izquierdo. Estuvo un rato fuera, apoyado en la baranda, entre la fragancia indecorosa del jazmín de china que nos había regalado su madre. Estuvo mirando a la criatura, y ella, probablemente lo contemplara a él, los ojos en sus ojos pardos, o en la perfecta y cansina desnudez de él, el arco de sus clavículas o el sexo a medias oculto por la corrupta languidez del jazmín de china. Mi marido era un hombre hermoso. Yo lo conocía desde el corazón al pubis, y así me conocía él a mí.
Hubo un tiempo, muy anterior a nuestros problemas, en que dormíamos abrazados cada noche. Y cuando él no estaba me faltaba el sueño. Estaba perdida cuando él no estaba.
Bastaba verlo desnudo esa noche para que me diera cuenta cuán feliz estaba él consigo mismo, su mundo, el sol, los planetas eran su ombligo. Pero yo era una pelusa a merced del viento. Me sentía igual que una pelusa en el vaivén del viento.
En cambio, él era el mismísmo viento. El viento en persona.
-¿Qué estás haciendo, Laura?- preguntó una voz.
-Nada- contestó la criatura.
Entonces, lo llamé.
-Ernesto.
Mi marido vino a la cama, se acostó. Eran más de las cuatro cuando nos dormimos. Al otro día me desperté, y él ya se había llevado las valijas y se había ido. Me levanté a prepararme un café, y encontré al gato esperándome muy tieso a que le sirviera su alimento de sabor a atún. Le puse su alimento en silencio, y preparé mi café. Hasta hoy no he vuelto a ver a mi marido.
Por Patricia Suárez (Buenos Aires)
Fue en la época en que teníamos todos aquellos problemas y tratábamos de arreglarlos. Estábamos tirados en la cama, a medianoche, desnudos y con los ojos como platos mirando el cielo raso, el calor era intolerable, y estábamos bocarriba en la cama con los ojos tan abiertos, las sábanas hechas un lío, podríamos haber hecho el amor, pero ya no lo hacíamos por aquella época, con todos nuestros problemas, y el gato maullaba con furia para entrar en la pieza, y porque el calor era intolerable.
Entonces oímos la música.
-Ernesto, ¿la oís?- le pregunté. Él murmuró:
-Es un disco.
-Es una polca - dije yo, y aguardé en silencio que la polca corrompiera con su énfasis el calor de la noche y la sombra de los edificios, y socavara todos y cada uno de los cimientos. -No es un disco- aseguré, -No, no es un disco-. Había imperfecciones en la interpretación de esa música, se notaba en el aire: había impurezas. Mi marido se levantó al punto, y fue hacia el balcón. No hizo el menor gesto por cubrirse, y se acercó al balcón, blanco y desnudo, como un cachorro o un niño. En ese instante pensé que él era un hombre hermoso. Sonaron los aplausos en la casa vecina, gritaban "Bravo, Laura". Prácticamente podía ver a Laura, tiesa, al borde de las lágrimas, agradeciendo a la parentela sus aplausos. Nunca antes habíamos visto a Laura, pero podíamos verla, prácticamente, en el momento en que sonaron los aplausos.
-No era un disco- dije. Mi marido se volvió a mirarme, desnudo y blanco, con apenas dos lunares que yo conocía muy bien, en un hombro y en la nalga. El de la nalga era un antojo que su madre había tenido durante el embarazo. Higos, había deseado. Se quedó mirándome como si nunca me hubiera visto, como si nunca me hubiera visto bien, tal vez porque teníamos todos aquellos problemas. Estaba blanco y desnudo, ornado con sus lunares, tan completo en sí, exhalaba una sensación de completud tal, que no fue difícil imaginar por qué ya no me amaba. De pronto, dejó de mirarme, y volvió al balcón, así de desnudo y largo como estaba. Dió dos pasos hacia el balcón, él se movía de una manera que me daban ganas de reir y de llorar a la vez de sólo verlo: hubiera querido pasar toda mi vida con él. Me vino a la mente una frase que había leído mucho tiempo atrás, y que creo que era de Shakespeare. La frase decía: "Cuando era joven y amaba, y amaba, todo muy dulce me parecía...". Después empezó a repicar dentro mío, me sacudía, yo no sé por qué tenía que enredarse en mí de esa manera, pero una y otra vez, durante esa noche, yo oí dentro de mi mente: "Cuando era joven y amaba, y amaba, todo muy dulce me parecía..."
-Es una criatura- dijo cuando estuvo en el balcón. -Y está llorando.
-¿Llorando?
-Sí- contestó mi marido, y salió al balcón, desnudo, a observar a la criatura que pocos segundos antes tocaba una polca y ahora lloraba solitaria en un balcón.
-¿Por qué?- pregunté -¿Por qué está llorando?
-Ay, Irene- suspiró mi marido con un suspiro. Yo conocía esa clase de suspiro de mi marido, los había bebido, dulces, venenosos y salobres desde el día en que nos casamos y él suspiró el mismo suspiro en el "Sí" delante de un cura y de la estatua de la Virgen de los ángeles.
Vino luego y volvió a tenderse a mi lado, y nos quedamos otra vez en medio de la oscuridad y del calor, mirando el cielo raso con los ojos como platos. Aún en medio de la oscuridad, sus valijas relumbraban igual que caparazones de insectos gigantescos.
El gato arañó la puerta.
-No va a tocar otra vez- dijo mi marido.
-¿Quién?
-La criatura. Vas a ver.
-¿Por qué?
-Ya vas a ver.
Nos quedamos tensos, expectantes del llanto o de la música de la criatura, en el medio del calor, y la tirantez de nuestros nervios nos hacía sudar. La piel de él era perfecta y deslumbrante aquella noche, lo recuerdo claramente. Era el tipo de piel que todos los de su familia tenían, española. Yo habría querido estirar mi mano y plantarla en el asa de su ancha cadera y el calor me lo impedía. Tampoco él hubiera permitido que lo tocara, su cuerpo entero era para mí un principado de ira. Me había llamado con otro nombre cierta vez. Cecilia. Nunca le pregunté quién era ella. Pero su cuerpo era para mí un principado de ira, y mi cuerpo era para él más hueco que una campana.
Me mordí los labios. Él se sentó, en la oscuridad, destrozando la oscuridad con la fina silueta de su espalda blanca. Él tenía una figura, y se movía de una manera, que podía hacerme llorar. Cuando él no estaba, el aire me sobraba y quemaba a mi alrededor. Tanteó la perilla del velador. Los cuarenta watts de la luz vacilaron y eligieron luego la oscuridad.
-¿Qué pasa?- preguntó.
-Es el enchufe - dije. Él gruñó.
-¿La ves?- preguntó.
-No- respondí.
-Fijate.
Me corrí un poco hacia la derecha, pero yo no quería verla. No tenía interés en ver a la criatura llorando. Era un punto que vibraba al otro lado de la calle, en su balcón, un escarabajo o un grillo.
Mi marido fue hacia nuestro balcón, blanco y desnudo y liso, a excepción por sus dos lunares y la marca de la BCG en el brazo izquierdo. Estuvo un rato fuera, apoyado en la baranda, entre la fragancia indecorosa del jazmín de china que nos había regalado su madre. Estuvo mirando a la criatura, y ella, probablemente lo contemplara a él, los ojos en sus ojos pardos, o en la perfecta y cansina desnudez de él, el arco de sus clavículas o el sexo a medias oculto por la corrupta languidez del jazmín de china. Mi marido era un hombre hermoso. Yo lo conocía desde el corazón al pubis, y así me conocía él a mí.
Hubo un tiempo, muy anterior a nuestros problemas, en que dormíamos abrazados cada noche. Y cuando él no estaba me faltaba el sueño. Estaba perdida cuando él no estaba.
Bastaba verlo desnudo esa noche para que me diera cuenta cuán feliz estaba él consigo mismo, su mundo, el sol, los planetas eran su ombligo. Pero yo era una pelusa a merced del viento. Me sentía igual que una pelusa en el vaivén del viento.
En cambio, él era el mismísmo viento. El viento en persona.
-¿Qué estás haciendo, Laura?- preguntó una voz.
-Nada- contestó la criatura.
Entonces, lo llamé.
-Ernesto.
Mi marido vino a la cama, se acostó. Eran más de las cuatro cuando nos dormimos. Al otro día me desperté, y él ya se había llevado las valijas y se había ido. Me levanté a prepararme un café, y encontré al gato esperándome muy tieso a que le sirviera su alimento de sabor a atún. Le puse su alimento en silencio, y preparé mi café. Hasta hoy no he vuelto a ver a mi marido.
PÁGINA 23 - POETAS LATINOAMERICANOS
Nunca en mi vida.
Nunca en mi vida voy a conocer algunas cosas
como el dolor de una patada en los testículos
Tal vez nunca aprenda tailandés
o sepa que se siente tener los ojos azules
Nunca voy a competir en una olimpiada de matemáticas
o de mecánica cuántica
Desconoceré por completo sobre la emoción que se siente
al ser ascendida a comandante del EZLN
o enfermera en la próxima guerra de los Estados Unidos
Tal vez tampoco sabré por qué la vida es un poema mal escrito
pero conozco cosas simples como el dolor de machucarse un dedo
o el piquete de una abeja
y con eso me basta
no pienso llevarme todo.
Carmen Ávila Jacques (México)
Te aclaro amor que no siempre soy el mismo.
En ocasiones soy no más que alguien
que piensa en ti y se entristece.
Pero además otras veces
soy alguien que te mira en la calle
y recuerda.
He sido también el predicador insomne
de tus verdades,
el holgazán que sueña sonriente
con tus ojos,
el fino melómano
de los tonos de tu voz,
el enfermo incurable
que se droga
con la memoria incendiaria
de tu piel.
Te aclaro igual que siempre
bajo cualquier circunstancia
nosotros todos
te amamos.
Jorge Gómez Jiménez (Venezuela)
Triste.
Mi ciudad es triste
y va manchando uno a uno sus papeles,
está en mí con su derrota y su aguacero;
al borde de sus ventanales me sostengo,
entre sus sombrillas me escabullo,
soy fiel a su indiferencia de corbata,
fiel a su opacidad, a su dolor de escombro.
Estoy en medio de su prisa,
de los grises almacenados en disputa,
voy como uno más pulsando sus botones,
jugando a adivinar qué es la esperanza.
Y es triste cuando el sol
inclinado nos mira,
cuando un vehículo nos mata,
y no quedan sino cuadernos olvidados,
y son tristes sus pulmones de asedio,
sus anodinos relojes,
sus ancianos y cantinas.
Y como poetas tristes las palabras
han perdido su afán
entre papeles de oficio y timbres
y querellas,
municipal es su dolor;
muero con ella,
ejecutivo de mi propio entierro.
Ronald Bonilla. (Costa Rica)
La muerte verdadera.
Endurecí mis ojos para que ya no vieran
más pobreza
acallé mis oídos para que ya no oyeran
más dolor
mutilé mi esperanza para que ya no hablara
más Justicia
emparedé mi alma para que ya no amara
la Verdad
y cuando así maté lo más hermoso
me hice duro caucho
que no sonrió, no amó, ni siquiera lloró
mi propia muerte
porque la merecía
para siempre.
Waldina Mejía (Honduras)
Caín.
Mi quinto nombre es Caín
Soy la reencarnación del polvo
El hermano mayor de los caballos marinos
El barro que echó raíces
hasta volverse un hombre
Un río de poemas y arboladuras.
Soy agricultor
Cultivo pájaros y frutas
He vivido la mayor parte del destierro en Nod
al oriente del Edén
En donde el árbol prohibido
se extiende hacia los caminos olorosos que ahora circundo.
Soy Caín
Hermano de Abel
Hermano de las hojas secas,
del viento, de los pinos de Alepo,
de Set, del exilio y de las largas caminatas por la arena.
Gracias a la quijada de un burro
conozco la voz de las orillas,
el crepitar de la lluvia sobre los mundos subterráneos,
el silbido orquestal de las esferas,
las regiones desérticas del cosmos,
el palpitar angustiado del Mar Muerto.
Soy hijo de una multiplicación de huesos,
de Adamá, de la luz,
del manantial prístino que manó de las manos de mi padre.
Cosecho peces, madreselvas, aves mitológicas,
la belleza de la divina providencia
en donde yo,
labrador de las palabras,
soy la parte onírica de las cosas.
Mi quinto nombre es Caín
Soy un barco de polvo,
uno de los primeros nómadas verdes;
de mí descienden Enoc, Irad, Metusael, Lamec
y todos los hombres que tocan el arpa y la flauta.
No creo en los señalamientos, en las culpas,
tampoco en el azar
Las cosas están escritas, prefijadas,
soy agricultor
y aunque a mi padre azul no le gusten mis cosechas
hoy,
después de tanto tiempo,
vengo a ofrendarle mis poemas.
Winston Morales Chavarro (Colombia)
Malegría.
(nuevamente) la luz
llegó a mis ojos
junto con la palabra.
Humedecida
se extiende vocifera con un ardor de sueño y de resabio.
Empezamos a amar
y un lamento de sombra no nos deja:
ni yo se dice tú
ni el íncubo está lejos de tu cuerpo.
Miro despellejarse la mañana
sin que mis manos puedan
sostenerme.
Cae
que no cae
la vida
el amor
también es un chantaje que nos cobra
por los buenos momentos.
Dejar atrás lo andado es hacerlo morir
sin negarlo en los ojos
—este dejo de insomnio no puede ser la luz
no la palabra.
Cae
que no cae
el tiempo de saber
si este tarot del alma mostró todas sus cartas
o siguen escondidas
el cambio
y el olvido.
La mitad del amor
es esta luz agónica inconclusa de vernos
que vive de pastillas y de fraternidades.
La mitad del deseo
también tiene sus píldoras
y un tiempo que se alarga en la complicidad del triángulo y el luto.
Pero son diferentes (“Pandémica y celeste”)
como ojos en la cara.
Ver
después de haberlo adivinado en el espejo propio
es un tacto fortuito.
Decirlo fue una hazaña de cal y de contento.
Lo difícil es continuar la vida con los cinco sentidos en alerta
y un hombre que se queda
y a veces
(cae
que no cae)
soy
yo.
Descender hacia el vientre de mi madre memoria
sin más paracaídas que dos ojos
(pues todo se me olvida).
También esto es caer
porque en tus asideros hay niebla y hay ayuno.
Quejidos y jadeos.
También esto es decir lo que uno piensa.
Sin arnés. Sin montura.
Pero sí en un abrazo
en el cuento del hombre hecho de sal
y la tormenta.
Cae que no
cae la gota —líquida flor del hombre
que viene a eliminar ese hollín del tú y yo
y solo quede tuyo
y seas en ti más mío.
Lejos de este nosotros guarecido
—teorema de Pitágoras—
que nadie permanezca ya solo
(tanto ciego)
cuando vengan las aguas.
Luis Armenta Malpica (México)
Nunca en mi vida voy a conocer algunas cosas
como el dolor de una patada en los testículos
Tal vez nunca aprenda tailandés
o sepa que se siente tener los ojos azules
Nunca voy a competir en una olimpiada de matemáticas
o de mecánica cuántica
Desconoceré por completo sobre la emoción que se siente
al ser ascendida a comandante del EZLN
o enfermera en la próxima guerra de los Estados Unidos
Tal vez tampoco sabré por qué la vida es un poema mal escrito
pero conozco cosas simples como el dolor de machucarse un dedo
o el piquete de una abeja
y con eso me basta
no pienso llevarme todo.
Carmen Ávila Jacques (México)
Te aclaro amor que no siempre soy el mismo.
En ocasiones soy no más que alguien
que piensa en ti y se entristece.
Pero además otras veces
soy alguien que te mira en la calle
y recuerda.
He sido también el predicador insomne
de tus verdades,
el holgazán que sueña sonriente
con tus ojos,
el fino melómano
de los tonos de tu voz,
el enfermo incurable
que se droga
con la memoria incendiaria
de tu piel.
Te aclaro igual que siempre
bajo cualquier circunstancia
nosotros todos
te amamos.
Jorge Gómez Jiménez (Venezuela)
Triste.
Mi ciudad es triste
y va manchando uno a uno sus papeles,
está en mí con su derrota y su aguacero;
al borde de sus ventanales me sostengo,
entre sus sombrillas me escabullo,
soy fiel a su indiferencia de corbata,
fiel a su opacidad, a su dolor de escombro.
Estoy en medio de su prisa,
de los grises almacenados en disputa,
voy como uno más pulsando sus botones,
jugando a adivinar qué es la esperanza.
Y es triste cuando el sol
inclinado nos mira,
cuando un vehículo nos mata,
y no quedan sino cuadernos olvidados,
y son tristes sus pulmones de asedio,
sus anodinos relojes,
sus ancianos y cantinas.
Y como poetas tristes las palabras
han perdido su afán
entre papeles de oficio y timbres
y querellas,
municipal es su dolor;
muero con ella,
ejecutivo de mi propio entierro.
Ronald Bonilla. (Costa Rica)
La muerte verdadera.
Endurecí mis ojos para que ya no vieran
más pobreza
acallé mis oídos para que ya no oyeran
más dolor
mutilé mi esperanza para que ya no hablara
más Justicia
emparedé mi alma para que ya no amara
la Verdad
y cuando así maté lo más hermoso
me hice duro caucho
que no sonrió, no amó, ni siquiera lloró
mi propia muerte
porque la merecía
para siempre.
Waldina Mejía (Honduras)
Caín.
Mi quinto nombre es Caín
Soy la reencarnación del polvo
El hermano mayor de los caballos marinos
El barro que echó raíces
hasta volverse un hombre
Un río de poemas y arboladuras.
Soy agricultor
Cultivo pájaros y frutas
He vivido la mayor parte del destierro en Nod
al oriente del Edén
En donde el árbol prohibido
se extiende hacia los caminos olorosos que ahora circundo.
Soy Caín
Hermano de Abel
Hermano de las hojas secas,
del viento, de los pinos de Alepo,
de Set, del exilio y de las largas caminatas por la arena.
Gracias a la quijada de un burro
conozco la voz de las orillas,
el crepitar de la lluvia sobre los mundos subterráneos,
el silbido orquestal de las esferas,
las regiones desérticas del cosmos,
el palpitar angustiado del Mar Muerto.
Soy hijo de una multiplicación de huesos,
de Adamá, de la luz,
del manantial prístino que manó de las manos de mi padre.
Cosecho peces, madreselvas, aves mitológicas,
la belleza de la divina providencia
en donde yo,
labrador de las palabras,
soy la parte onírica de las cosas.
Mi quinto nombre es Caín
Soy un barco de polvo,
uno de los primeros nómadas verdes;
de mí descienden Enoc, Irad, Metusael, Lamec
y todos los hombres que tocan el arpa y la flauta.
No creo en los señalamientos, en las culpas,
tampoco en el azar
Las cosas están escritas, prefijadas,
soy agricultor
y aunque a mi padre azul no le gusten mis cosechas
hoy,
después de tanto tiempo,
vengo a ofrendarle mis poemas.
Winston Morales Chavarro (Colombia)
Malegría.
(nuevamente) la luz
llegó a mis ojos
junto con la palabra.
Humedecida
se extiende vocifera con un ardor de sueño y de resabio.
Empezamos a amar
y un lamento de sombra no nos deja:
ni yo se dice tú
ni el íncubo está lejos de tu cuerpo.
Miro despellejarse la mañana
sin que mis manos puedan
sostenerme.
Cae
que no cae
la vida
el amor
también es un chantaje que nos cobra
por los buenos momentos.
Dejar atrás lo andado es hacerlo morir
sin negarlo en los ojos
—este dejo de insomnio no puede ser la luz
no la palabra.
Cae
que no cae
el tiempo de saber
si este tarot del alma mostró todas sus cartas
o siguen escondidas
el cambio
y el olvido.
La mitad del amor
es esta luz agónica inconclusa de vernos
que vive de pastillas y de fraternidades.
La mitad del deseo
también tiene sus píldoras
y un tiempo que se alarga en la complicidad del triángulo y el luto.
Pero son diferentes (“Pandémica y celeste”)
como ojos en la cara.
Ver
después de haberlo adivinado en el espejo propio
es un tacto fortuito.
Decirlo fue una hazaña de cal y de contento.
Lo difícil es continuar la vida con los cinco sentidos en alerta
y un hombre que se queda
y a veces
(cae
que no cae)
soy
yo.
Descender hacia el vientre de mi madre memoria
sin más paracaídas que dos ojos
(pues todo se me olvida).
También esto es caer
porque en tus asideros hay niebla y hay ayuno.
Quejidos y jadeos.
También esto es decir lo que uno piensa.
Sin arnés. Sin montura.
Pero sí en un abrazo
en el cuento del hombre hecho de sal
y la tormenta.
Cae que no
cae la gota —líquida flor del hombre
que viene a eliminar ese hollín del tú y yo
y solo quede tuyo
y seas en ti más mío.
Lejos de este nosotros guarecido
—teorema de Pitágoras—
que nadie permanezca ya solo
(tanto ciego)
cuando vengan las aguas.
Luis Armenta Malpica (México)
PÁGINA 24 – NOTAS DE PARIS
Los descensos al infierno de Bernard – Henry Levy.
Por Irma Bignon (Santa Fe)
Desde hace algún tiempo, y en particular en Francia, vemos afirmarse la filosofía política. Ciertos filósofos persiguen una búsqueda sobre la especificidad del discurso y el gesto político, y las polémicas relaciones que mantienen con la filosofía.
Bernard – Henry Lévy pertenece a la corriente filosófica llamada la de los Nuevos Filósofos, caracterizados por una apertura ideológica abierta a los problemas del mundo moderno.
Nace en Beni Saf, Argelia, el 5 de noviembre de 1948. De nacionalidad francesa, es educado en el seno de una familia adinerada de descendencia judía. Su juventud discurre en Paris. Es precisamente en esa época cuando aflora su interés por la filosofía y por autores como Sartre, Camus o Marx. Se matricula en l´Ecole Normale Supérieure Jean-Paul Sartre y se convierte en una de las cabezas más destacadas del movimiento transgresor surgido en mayo del 68 en Paris.
Es autor de obras como “La barbarie à visage humain” (La barbarie con rostro humano), una crítica al comunismo. Esta misma idea se repite en las columnas que escribe en “La Règle du Jeu” (La regla del juego), revista trimestral que funda y dirige, que nace en 1989 en plena euforia democrática subsiguiente a la caída del muro de Berlín. Él mismo resume las razones de su revista de esta manera: “nuevo mundo; nuevas apuestas; sentimientos de una nueva urgencia; nuevas tareas para el pensamiento...”
De su voluminosa obra destacamos algunos de sus títulos: “Elogio de los intelectuales”; “Los últimos días de Charles Baudelaire”; “Las aventuras de la libertad”; “El siglo de Sartre”; “Hombres y mujeres”; “Comedia”.
El siglo que se fue ha sido, sin lugar a duda, el siglo de Sartre. Sobre este punto están de acuerdo tanto sus partidarios como sus adversarios. Muchos escritores han hablado de Sartre como el “hombre-orquesta”, representante de una “intelligentsia” comprometida en las luchas de la Guerra Fría y del descolonialismo; un personaje curioso, poco agraciado físicamente, pero con un encanto especial –según la opinión de muchos- procedente del brío de su mente y de su inatacable dialéctica. “Las palabras” (1964) es quizá su obra más lograda, modelo de autobiografía, admirada incluso por sus más encarnizados enemigos. La ambición de nuestro filósofo Bernard – Henry Lévy es escribir un gran libro sobre Sartre, lo que el mismo Sartre hizo, en su momento, a propósito de Flaubert; es decir, clarificar el recorrido de un pensamiento marcado tanto por las causas justas que defendió como por los extravíos en los que cayó. Logra su objetivo y la obra es editada por Grasset en 2000 con el título de “El siglo de Sartre”.
“Comédie” es un libro contra el tiempo, donde Bernard – Henry Lévy es totalmente sincero, donde están expuestos sobre un mismo plano los temas que nada tienen que ver entre ellos –la filosofía, Tanger, la filmografía, el pasado, la Historia, la actualidad- salvo el hecho de estar reunidos en el mismo libro. En su aparente y provocante libertad, en su desorden, todo está minuciosamente organizado. Nada se prepara tan bien como la improvisación; nada tan bien deliberada como la espontaneidad. Un bello desorden es un efecto del arte, eso es sabido. Pues esta obra es un ejemplo evidente. “Comédie” pone en su lugar los diferentes elementos de Bernard – Henry Lévy: la imagen, la palabra, la música (que detesta...), el periodismo, la reflexión, los conflictos políticos del momento, sin que falte su filosofía, por cierto. “En esta comedia, que no es otra cosa que el mundo en el que vivimos –escribe- hay una distribución de roles. En esta sociedad cruel, de una violencia sin precedente, diría que estas reflexiones son el homenaje del vicio a la virtud. Y es también mi deuda con Althusser y Derrida, los dos grandes filósofos a los que estoy sumamente arraigado porque son de mi generación”. Si en “Les aventures de la liberté” (Las aventuras de la libertad) relataba la comedia del arte en la escala del siglo XX, en “Comédie”, es la escala ascendente del principio del segundo milenio la que describe.
Los personajes de sus obras no eligen sus roles, sólo representan funciones o desempeños que adoptan una actitud. Es notorio que su personaje emblemático es el poeta Baudelaire (“Los últimos días de Charles Baudelaire”) que nunca fue tan sincero como cuando escribió “Fusées”, o, por qué no, cuando se tiñó el pelo de verde.
“Reflexiones sobre la guerra, el mal y el final de la historia”, Ed. Grasset 2002, es un enfoque autobiográfico del que ya habíamos probado su sabor en “Le Diable en tête”, Grasset 1984 y “Le Lys et la Cendre”, Grasset 1996. Enfrentando al hombre y su época, nuestro filósofo se cuestiona: “¿Qué hacemos de nuestros talentos, de nuestras heridas, de nuestros privilegios frente al mundo que nos rodea?”. Luego de partir a cinco países –Angola, Burundi, Sudán, Sri Lanka y Colombia- para testimoniar tantas guerras desprovistas de jugadas claras y privadas de temporalidad suficientemente fuerte; luego de escuchar pacientemente las voces de los hombres y las mujeres relatar de qué manera la desgracia se va apoderando de ellos; cuando ya nada queda, ni el significado ni la comprensión llegan a diluir el horror en las aguas de la razón. Eterna repetición del absurdo: paisajes apocalípticos, ejércitos devastadores, crueldades insostenibles. El horror impuesto. El miedo fortalecido.
En este descenso al infierno, Bernard – Henry Lévy condena a todos los que exaltan las virtudes de la guerra. Con un estilo claro, sus reflexiones muestran que, así como el amor y la muerte, la guerra también forma parte integral de la condición humana.
“Reflexiones sobre la guerra...” es el balance de una generación, la que muchas veces confunde el pensamiento con el sueño, la voluntad con el deseo, la responsabilidad con la ideología. “Lo que vuela en fragmentos, sobre estas carreteras burundíes, es toda la filosofía que tengo en la cabeza”. El autor de “El Siglo de Sartre” rehusa el lirismo fácil, la fascinación mórbida, la conclusión apresurada. No cesa de cincelar y de rectificar. Vuelve a ahondar los surcos dejados por sus reflexiones pasadas; nos da una nueva definición del “final de la Historia”; se subleva contra el olvido de las víctimas civiles; rehabilita la figura de Michel Foucault; denuncia la nivelación de los sufrimientos. “Todas esas ´guerras olvidadas´ deben ser salvadas de la indiferencia –escribe-, porque lo que hoy se niega nunca deja de existir. Muy por el contrario”.
Obsesionado por el asesinato del periodista norteamericano enviado por el “Wall Street Journal”, nuestro filósofo publica los resultados de su encuesta en Pakistán en un libro shock que titula “¿Quién mató a Daniel Pearl?”, Grasset 2003.
Sus investigaciones lo llevan a penetrar en el corazón de múltiples redes políticas, terroristas y financieras que llegan a formar un monstruoso pulpo.
Al preguntarse si la filosofía es un momento de su vida, responde: “Sí, es un momento hegeliano, muchas veces dejado atrás, pero siempre presente. En el adelantamiento hegeliano, los elementos quedan en su lugar, subyacentes. El momento es también concepto físico, es decir, una manera de expresar los distintos elementos. Y la filosofía es precisamente uno de los momentos de esos elementos, como la literatura, o la imagen, o la política”.
Bernard – Henry Lévy es un intelectual con sus interrogantes y sus respuestas para cada uno de los temas que le interesan y lo presionan. La filosofía primero, pero también sus notas periodísticas, el teatro o el cine, su revista “La Règle du Jeu”, la política, la meditación, y hasta, a veces, el silencio.
Por Irma Bignon (Santa Fe)
Desde hace algún tiempo, y en particular en Francia, vemos afirmarse la filosofía política. Ciertos filósofos persiguen una búsqueda sobre la especificidad del discurso y el gesto político, y las polémicas relaciones que mantienen con la filosofía.
Bernard – Henry Lévy pertenece a la corriente filosófica llamada la de los Nuevos Filósofos, caracterizados por una apertura ideológica abierta a los problemas del mundo moderno.
Nace en Beni Saf, Argelia, el 5 de noviembre de 1948. De nacionalidad francesa, es educado en el seno de una familia adinerada de descendencia judía. Su juventud discurre en Paris. Es precisamente en esa época cuando aflora su interés por la filosofía y por autores como Sartre, Camus o Marx. Se matricula en l´Ecole Normale Supérieure Jean-Paul Sartre y se convierte en una de las cabezas más destacadas del movimiento transgresor surgido en mayo del 68 en Paris.
Es autor de obras como “La barbarie à visage humain” (La barbarie con rostro humano), una crítica al comunismo. Esta misma idea se repite en las columnas que escribe en “La Règle du Jeu” (La regla del juego), revista trimestral que funda y dirige, que nace en 1989 en plena euforia democrática subsiguiente a la caída del muro de Berlín. Él mismo resume las razones de su revista de esta manera: “nuevo mundo; nuevas apuestas; sentimientos de una nueva urgencia; nuevas tareas para el pensamiento...”
De su voluminosa obra destacamos algunos de sus títulos: “Elogio de los intelectuales”; “Los últimos días de Charles Baudelaire”; “Las aventuras de la libertad”; “El siglo de Sartre”; “Hombres y mujeres”; “Comedia”.
El siglo que se fue ha sido, sin lugar a duda, el siglo de Sartre. Sobre este punto están de acuerdo tanto sus partidarios como sus adversarios. Muchos escritores han hablado de Sartre como el “hombre-orquesta”, representante de una “intelligentsia” comprometida en las luchas de la Guerra Fría y del descolonialismo; un personaje curioso, poco agraciado físicamente, pero con un encanto especial –según la opinión de muchos- procedente del brío de su mente y de su inatacable dialéctica. “Las palabras” (1964) es quizá su obra más lograda, modelo de autobiografía, admirada incluso por sus más encarnizados enemigos. La ambición de nuestro filósofo Bernard – Henry Lévy es escribir un gran libro sobre Sartre, lo que el mismo Sartre hizo, en su momento, a propósito de Flaubert; es decir, clarificar el recorrido de un pensamiento marcado tanto por las causas justas que defendió como por los extravíos en los que cayó. Logra su objetivo y la obra es editada por Grasset en 2000 con el título de “El siglo de Sartre”.
“Comédie” es un libro contra el tiempo, donde Bernard – Henry Lévy es totalmente sincero, donde están expuestos sobre un mismo plano los temas que nada tienen que ver entre ellos –la filosofía, Tanger, la filmografía, el pasado, la Historia, la actualidad- salvo el hecho de estar reunidos en el mismo libro. En su aparente y provocante libertad, en su desorden, todo está minuciosamente organizado. Nada se prepara tan bien como la improvisación; nada tan bien deliberada como la espontaneidad. Un bello desorden es un efecto del arte, eso es sabido. Pues esta obra es un ejemplo evidente. “Comédie” pone en su lugar los diferentes elementos de Bernard – Henry Lévy: la imagen, la palabra, la música (que detesta...), el periodismo, la reflexión, los conflictos políticos del momento, sin que falte su filosofía, por cierto. “En esta comedia, que no es otra cosa que el mundo en el que vivimos –escribe- hay una distribución de roles. En esta sociedad cruel, de una violencia sin precedente, diría que estas reflexiones son el homenaje del vicio a la virtud. Y es también mi deuda con Althusser y Derrida, los dos grandes filósofos a los que estoy sumamente arraigado porque son de mi generación”. Si en “Les aventures de la liberté” (Las aventuras de la libertad) relataba la comedia del arte en la escala del siglo XX, en “Comédie”, es la escala ascendente del principio del segundo milenio la que describe.
Los personajes de sus obras no eligen sus roles, sólo representan funciones o desempeños que adoptan una actitud. Es notorio que su personaje emblemático es el poeta Baudelaire (“Los últimos días de Charles Baudelaire”) que nunca fue tan sincero como cuando escribió “Fusées”, o, por qué no, cuando se tiñó el pelo de verde.
“Reflexiones sobre la guerra, el mal y el final de la historia”, Ed. Grasset 2002, es un enfoque autobiográfico del que ya habíamos probado su sabor en “Le Diable en tête”, Grasset 1984 y “Le Lys et la Cendre”, Grasset 1996. Enfrentando al hombre y su época, nuestro filósofo se cuestiona: “¿Qué hacemos de nuestros talentos, de nuestras heridas, de nuestros privilegios frente al mundo que nos rodea?”. Luego de partir a cinco países –Angola, Burundi, Sudán, Sri Lanka y Colombia- para testimoniar tantas guerras desprovistas de jugadas claras y privadas de temporalidad suficientemente fuerte; luego de escuchar pacientemente las voces de los hombres y las mujeres relatar de qué manera la desgracia se va apoderando de ellos; cuando ya nada queda, ni el significado ni la comprensión llegan a diluir el horror en las aguas de la razón. Eterna repetición del absurdo: paisajes apocalípticos, ejércitos devastadores, crueldades insostenibles. El horror impuesto. El miedo fortalecido.
En este descenso al infierno, Bernard – Henry Lévy condena a todos los que exaltan las virtudes de la guerra. Con un estilo claro, sus reflexiones muestran que, así como el amor y la muerte, la guerra también forma parte integral de la condición humana.
“Reflexiones sobre la guerra...” es el balance de una generación, la que muchas veces confunde el pensamiento con el sueño, la voluntad con el deseo, la responsabilidad con la ideología. “Lo que vuela en fragmentos, sobre estas carreteras burundíes, es toda la filosofía que tengo en la cabeza”. El autor de “El Siglo de Sartre” rehusa el lirismo fácil, la fascinación mórbida, la conclusión apresurada. No cesa de cincelar y de rectificar. Vuelve a ahondar los surcos dejados por sus reflexiones pasadas; nos da una nueva definición del “final de la Historia”; se subleva contra el olvido de las víctimas civiles; rehabilita la figura de Michel Foucault; denuncia la nivelación de los sufrimientos. “Todas esas ´guerras olvidadas´ deben ser salvadas de la indiferencia –escribe-, porque lo que hoy se niega nunca deja de existir. Muy por el contrario”.
Obsesionado por el asesinato del periodista norteamericano enviado por el “Wall Street Journal”, nuestro filósofo publica los resultados de su encuesta en Pakistán en un libro shock que titula “¿Quién mató a Daniel Pearl?”, Grasset 2003.
Sus investigaciones lo llevan a penetrar en el corazón de múltiples redes políticas, terroristas y financieras que llegan a formar un monstruoso pulpo.
Al preguntarse si la filosofía es un momento de su vida, responde: “Sí, es un momento hegeliano, muchas veces dejado atrás, pero siempre presente. En el adelantamiento hegeliano, los elementos quedan en su lugar, subyacentes. El momento es también concepto físico, es decir, una manera de expresar los distintos elementos. Y la filosofía es precisamente uno de los momentos de esos elementos, como la literatura, o la imagen, o la política”.
Bernard – Henry Lévy es un intelectual con sus interrogantes y sus respuestas para cada uno de los temas que le interesan y lo presionan. La filosofía primero, pero también sus notas periodísticas, el teatro o el cine, su revista “La Règle du Jeu”, la política, la meditación, y hasta, a veces, el silencio.
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home