septiembre 14, 2006

Gaceta Literaria de Santa Fe Nº 125
OTOÑO de 2005



PÁGINA EDITORIAL
Acerca de los premios literarios.

El escritor al que le ha tocado en suerte habitar en los arrabales de esta aldea global organizada para provecho de pocos y perjuicio de muchos, antes de comenzar a cuestionarse sobre el valor de los premios literarios debería preguntarse acerca de la utilidad de la literatura. Ese sería el punto de partida para entrar en las tradicionales discusiones bizantinas acerca de este asunto de obstinaciones, perseverancias y tenacidades al que lo conduce la simple necesidad de comunicarse con los otros a través de la palabra escrita.
Porque él se ha empecinado en hacer literatura en estos contextos poco propicios donde ni las clases sociales ni la mayoría de sus representantes parecen preocuparse demasiado por la difusión de lo producido por una intelectualidad que opera desde el anonimato, y ya debe haber comprendido que la literatura, como producto social, no detenta otro poder que el de esclarecer los tiempos de la búsqueda; el de legar al prójimo las armas necesarias para enfrentar a la desesperanza.
Claro está que siempre se puede citar a Juan José Saer: es únicamente a través de la lectura que el lenguaje (…) encuentra su historicidad. Entonces entra en escena el libro. El libro como inapreciable objeto de desvelo; como último, íntimo e insustituible contacto con el lector. Un objeto al que se accede a través de esa entelequia, esa especie en vías de extinción a la que solía conocerse con el nombre de editorial.
Y solamente quien escribe desde una realidad social, histórica y cultural donde lo que queda de ellas ostenta la ignominia de sus indiscretas bancarrotas porque han sido arrasadas, engullidas, inmoladas en aras de los famosos meganombres que monopolizaron la actividad hasta transformarlas en mal enmascarados talleres gráficos y desde donde sobre - mueren en la deprimente vergüenza de vender al mejor postor sus más caros principios fundacionales, puede dar testimonio de que el acceso a la publicación depende de un poder adquisitivo privilegiado, que le permita, financieramente, hacerse cargo de los gastos. Circunstancia que no garantiza la calidad intelectual del producto ni el valor cultural del mensaje pero que, además, ni siquiera asegura una adecuada difusión de la obra.
Según Felipe Noé: el arte (…) siempre ha sido un fruto de la relación del artista con lo circundante, con su tiempo, con su lugar, un testimonio de esa relación y el fruto de esta relación. Por tanto, ante estos enlaces poco propicios, es lógico que el creador se aferre a los premios literarios como estímulo a su desvalido quehacer, pero también como promesa de acceso a la publicación. Y cuando decimos premios literarios estamos haciendo referencia a los que han sido creados por motivos de política cultural y sin espíritu de lucro, porque es, generalmente, en ellos, donde se logran incorporar mecanismos de deliberación nada tendenciosos y el jurado puede actuar con plena libertad e independencia, haciéndose cargo, en cierta forma, de un patrocinio que desvanece parcialmente la orfandad, todo lo que de oculto y de secreto rodea a las obras iniciáticas, ayudando a dar a luz ediciones modestas y semi – clandestinas en el cumplimiento de una función tutelar que haga posible, siquiera a unos pocos, el acceso a su lectura.
Rosa Montero cree que: Escribir es un trabajo muy neurótico, estás siempre rodeando una especie de agujero, que es la nada, el sin sentido absoluto de lo que haces, y nunca llegas a tener la confirmación plena de que lo que haces sirve para algo. Por ello, es indudable que los premios literarios sirven, en los comienzos, como aliciente, como amable lisonja, como afectuosa palmadita en la espalda, como impulso a perseverar en la búsqueda de ese lenguaje común capaz de hermanarnos y, más adelante, como recompensa, como reconocimiento a toda una vida dedicada a la escritura. Momento clave en que el descubrimiento debiera darnos alcance para comprender que escribir nunca fue una manera de ganarnos la vida sino la única forma válida para no morir.
Si así lo aceptara, el escritor no caería en la trampa de andar peregrinando por los caminos de la incertidumbre sometiendo cada creación literaria a periódicas evaluaciones. Y solamente participaría en certámenes cuando estuviera convencido de la transparencia de la organización y confiado en la ecuanimidad de los jurados.
Por ello, la mayoría de los que eligen exiliarse de la prepotencia, el cinismo y la megalomanía de aquellos que reparten los dudosos galardones con que suelen premiarse mediocridades y modas, los marginados de los círculos literarios oficiales, reniegan de los premios comerciales, de los premios editoriales y prefieren aquellos otros que, desde una atmósfera más proba y más discreta promueven algunas instituciones cuya integridad no presenta fisuras.
De todos modos, es probable que los premios literarios sean sólo un invento de algún irónico demiurgo capaz de regodearse en la paciencia con que el tiempo derrota todo resto de arrogancia o, mejor todavía, no sean nada más que una colina desde donde avizorar, avergonzados, nuestros desnudos y mezquinos horizontes preguntándonos acerca de esta absurda necesidad de ser reconocidos.
PÁGINA Nº 2
Las puertas del cielo

Por Marta Ortiz (Rosario)

I
Con el borde de la mano derecha se sacude una pelusa rebelde en la solapa del trajecito sastre negro. Abrocha el collar de perlas cultivadas de dos vueltas y el prendedor de la vaquita de san Antonio que Ariete le trajo de Bariloche hace una friolera de años y que si no se lo pone le parece que está desnuda.
Un resplandor espeso desafía entre sus párpados como telones drapeados. Esta vez no va a fallar, nada de timideces ni discreciones, después el remordimiento le mordisquea los sueños y no la deja dormir. Hay que buscar un momento óptimo, el sector bien despejado, acercarse y tocar. Y si se justifica, redoblar el esfuerzo y hablar.
Se acostumbró a tocarlas. Aprovecha cuando hay poca gente y va y las toca. A las amigas, nada más. La misma Ariete que la acompañó tantas veces opinaba que eso de tocar era una manía, una obsesión. Y sí, una obsesión, pero de otra clase. Por seguridad más que por obsesión. Para saber si las cosas se habían hecho como era debido y quedarse tranquila. Para que no se repitiera lo que pasó cuando se cortó Amelia, la primera, que cuando ella fue y la tocó estaba todavía tibiecita y medio blanda y no tuvo el coraje, todos rezaban oraciones y jaculatorias dirigidas por el nieto cura y la surtían de los más tiernos cuidados para hacerle más llevadero el tránsito a la vida eterna; y así, en esas condiciones, a Pía le fue imposible hablar; le dio no sé qué, una cosa de discreción, un pudor tonto y al final no supo con certeza si la enterraron viva o muerta, la querida Amelia no tenía esa frialdad y consistencia de mármol propia de los muertos. Y ahora claro, las pesadillas no la dejan en paz, un pozo negro borboteando imágenes de películas de terror, cuentos de muertos epilépticos, dopados enterrados vivos, comatosos profundos. Y si a esa galería de horrores le suma el resultado de la pesquisa en el geriátrico Los años dorados...
Pía no era mujer de equivocarse dos veces. A Dorita, que fue la segunda en irse, súbitamente, sin dar tiempo a nada, la palpó con manos expertas y la encontró como era debido: fría y dura. Isabelita también, y Janet, la última, no hizo ni un mes todavía. Además, si algo brillaba débilmente favoreciendo la aceptación de esas tres muertes, ese algo era la llamativa coincidencia de que ninguna de las tres había tenido contacto con la residencia para ancianos.
Y ahora Ariete, qué mala ocurrencia irse así, sin despedidas, como Amelia, como Dorita, como todas, antes de que ella pudiera buscar algún testigo, compartir con alguien lo que sabe y le pesa tanto en la cabeza y en el corazón.
Las piernas no la sostienen, pierde el equilibrio al entrar, demasiadas emociones. Ojalá esté esperándola Finita, sentirse así de sola, tanto vacío de amigas, la puntada en el pecho cada vez que suena el teléfono. Si por lo menos sonara para decir algo bueno. ¡Ahhh!, allá está, menos mal, de la mano de Claudita y de Mimí, dos manojos de tristeza, pobres, tan unidas a la madre.
II
Con las yemas del índice y el pulgar de la mano derecha, Pía se abre el primer botón de la blusa de seda blanca. De pronto transpira copiosamente la cara y el cuello, se siente sofocada y lo que chorrea es puro sudor frío, parece una descompostura. Busca un lugar donde sentarse, tiene vahídos.
¿Será una broma macabra? Ariete le hubiera dicho: eso por andar tocando, por meterte en lo que no te importa. Pero sí, cómo que no le importa, sí que le importa, cómo no le va a importar.
Calentita y blandita, ¿y ahora qué hago con lo que sé? ¿Cómo decirlo? ¿A quién? A ver si me toman por loca y me encierran, que cuando una es vieja lo primero que dicen es mirá lo que dijo esa vieja loca. Pero Pía sabe bien que ella no es ninguna loca. Vieja sí, pero loca no. Con Claudita o con Mimí imposible hablar, tan dolidas, deshechas. Ha de haber sido el rayo fulminante de ese geriátrico, no debió haber entrado nunca, quién hubiera dicho, en el fondo, muy en el fondo, para decirlo con todas las letras, las cretinas de las hijas no tuvieron corazón, y ahora lloran como dos regaderas; de culpa lloran, a ver si todavía estamos frente a un asesinato... Busca el espejito con marco de carey en la cartera, lo toca con los dedos pero no se anima a sacarlo, no tiene coraje, la van a ver meter la mano entre las puntillas hasta llegar a la nariz y seguro que en ese preciso momento alguien se le acerca a compartir el dolor y entonces, adiós prueba del espejo. Sería como sacar patente de metida, de alcahueta, la llevarían entre varios al reservado para la familia donde la atendería un médico amigo y le daría un sedante, como si los oyera: Pía era la mejor amiga de mamá, no acepta la pérdida, pobre, está tan afligida... Y quedaría allí petrificada como la abeja reina y la corte de zánganos revoloteando no la dejaría sola y ella sudando su secreto y su descompostura sin poder nada de nada...
La última, la única coartada posible es hablar con Perico, el nieto de Ariete, a ver si entiende, decirle con discreción que se fije, que consulte...
III
Con los mismos dedos con los que abrió el primer botón de la camisa, lo cerró, porque de pronto dejó de sentir los hilos de sudor sobre la piel fría y empezó a temblar como si la agitara el viento y a enrojecer.
-Perico, querido, sacáme de la duda...
-¿Pía?
-Vos estudiaste para médico...
-Dos años, ¿por...?
-¿Quién de ustedes estaba con Ariete cuando murió?
-No, nadie, a las tres de la mañana... Una enfermera, la que la encontró muerta.
-Fräulein Marlén.
-Ni idea
-Ah, ni idea... Y como casi médico que sos, ¿sabés si un cadáver de tantas horas puede estar todavía medio calentito y bastante blandito?
-¿Qué me querés decir?
-Que la toqué en la mejilla, la frente y las manos, lo hago con todas mis amigas, más que nada por seguridad lo hago, por si la hubieran dopado con alguna droga perversa como aquella que el fraile le dio a Julieta Capuleto... -aunque muy análogo no es el ejemplo, te confundo, eso es pura literatura-; pero mirá querido, de ahí a enterrarla viva, a enterrarnos vivas, mi amor, un solo paso... Nosotros los viejos parecemos condenados a morir en manos extrañas...
La repentina oscuridad en la mirada de Perico reflejó, si no una gran conmoción, al menos una preocupación incipiente:
-Pero Pía...
-Y, tu abuela era mi mejor amiga....
IV
El médico consultado dijo que algunos cadáveres se enfrían más lentamente que otros, que depende de factores orgánicos y ambientales.
Pero Pía no le creyó. Había trabajado duro para sacar de mentiras verdad en el geriátrico y sus conclusiones eran muy otras. Ni un punto de coincidencia con la medicina de libro del doctor Ruiz Valente, amigo de la familia.
La tarea investigadora había empezado al día siguiente del entierro de Amelia. Calentita y blandita, tal como ella la sintió al tocarla. La primera sospecha creció limpia, de una sola tanda de primeras hipótesis y quedó ahí, agazapada al abrigo de su corazón justiciero: se le ocurrió la tarde cuando fue a retirar, acompañada de los hijos de la finadita, las pocas cosas que habían quedado en el geriátrico, y le vio relumbrar en el cuello a la jefa de enfermeras una cruz de oro que hubiera jurado era la que usaba Amelia y que en medio del estropicio causado por lo precipitado de la muerte nadie se acordó.
Una y otra vez volvió mintiendo la búsqueda de un hogar digno donde recluirse cuando la vejez se le hiciera insostenible, “usted sabe, yo no tengo hijos ni sobrinos”, le dijo a la fräulein y le pareció ver un relámpago ávido atravesándole la mirada cuando pronunció esas palabras.
Al cabo de un mes de remover cielo y tierra en ese resumidero donde su misma presencia acabó por parecer cotidiana; después de largos intercambios con algunos viejos todavía lúcidos, con los médicos, con los enfermeros a las órdenes de fräulein Marlén, como la llamaban todos; con los encargados de cocina y limpieza, con el jardinero, tuvo la certeza de que la tal Marlén los mandaba a los viejos en vuelo directo al paraíso, abusando de la complicidad tácita de algún santo non tan sancto que les abría anticipadamente las puertas del paraíso, previo pacto, además, de la coima con algún familiar turbio de esos que nunca faltan, que basta con poner una lupa sobre ciertas miradas, gestos, comentarios, para saber que están ahí, al acecho. Y que si se afina la puntería de la intuición, salta el responsable igual que un muñequito a resorte. Y la recompensa por la muerte de Amelia relumbraba en el cuello ancho de la fräulein de pómulos colorados y pelo platinado. Su arma era una droga letal de liberación progresiva. Por eso el enfriamiento retardado del cadáver de las víctimas.
Por desgracia, tanto rascar la corteza de la verdad no le sirvió para salvar la vida de Ariete, ni tan perdida ni tan desvalida como para justificar el encierro de una semana en Los años dorados. Y ahora toda la acumulación de pruebas orales (esas que nadie le creería por vieja loca y mitómana), le chorreaban de la boca y de las manos, estalactitas, babas inútiles, incapaces de salvar a la amiga.
Cuando cerraron el ataúd, Pía acababa de prenderse con dedos temblorosos el botoncito de nácar de la blusa de seda. Ariete se llevaba entre las manos una rosa blanca humedecida de sus lágrimas. Hubo un leve tironeo de opiniones: que la rosa sí, que la rosa no. Se la dejaron por ser un regalo de la mejor amiga y bueno, pobre Pía, si eso le hace bien, que le den el gusto, que Ariete se vaya con la rosa.
PÁGINA Nº 3 – IDIOMÁTICAS
Un calificado congreso de la Lengua.

Por Jorge Alberto Hernández (Santa Fe)

Del 17 al 20 de noviembre pasado se llevó a cabo en la ciudad santafesina de Rosario, el III CONGRESO INTERNACIONAL DE LA LENGUA ESPAÑOLA, un importante acontecimiento cultural que tuvo como lema IDENTIDAD LINGÜÍSTICA Y GLOBALIZACIÓN, y que, como lo manifestó el director general de la Real Academia Española, que a su vez preside la Asociación de Academias de la Lengua Española, D. Víctor García de la Concha, basó el tema principal en la consideración de la expansibilidad de nuestra lengua en América Latina y en los Estados Unidos, reafirmando así la importancia de este idioma en el mundo actual.
Anteriormente la reunión tuvo como sedes a Zacatecas (México) y Valladolid (España). Este acontecimiento de carácter universal se celebra cada tres años en una de las distintas naciones hispanohablantes. En el congreso, el activo e idóneo presidente de esta Asamblea dijo que “lo más sustantivo que tenemos en común las gentes y los países que formamos la comunidad iberoamericana, es la lengua. Si esa conciencia se aviva y se traduce en actos prácticos que contribuyan a una reforma y potenciación del sistema educativo, a la elevación de la cultura y el impulso de la lectura, se prestará un servicio impagable a la sociedad”.
“La lengua es un organismo vivo, un gran condominio que constituye nuestro patrimonio. No es responsabilidad de las veintidós academias que hay en el mundo, ya que lo es de todos y cada uno de los que la hablan”, afirmó el incansable director del organismo español.
Debemos tener presente que el idioma no es sólo la principal herramienta de comunicación entre los seres humanos, sino también la clave de nuestro pensamiento, ya que no hay pensamiento sin lengua.
Esta reunión de personalidades estudiosas del idioma español se caracterizó por la seriedad de sus participantes, verdaderas autoridades en la materia, que constituyeron el centro de discusión de un tema fundamental para todos los hispanohablantes: Identidad lingüística y globalización. Durante cuatro días los académicos, escritores, periodistas y empresarios reflexionaron sobre el futuro del idioma que se expande por todo el mundo y que por tal razón sufre la continua invasión de expresiones extranjeras a través de poderosos medios como son Internet y la diaria influencia de lo mediático.
Tenemos que considerar que el español, por su carácter de lengua supranacional, constituye en realidad un conjunto de normas diversas que, no obstante, comparten una amplia base común. No resulta siempre fácil determinar cuál es esa base común, pues a la doble variedad, española y americana, se añaden los particularismos regionales y los condicionamientos que imponen el modo de expresión –oral o escrito-la situación comunicativa y el nivel socio cultural de los hablantes.
Este congreso tuvo sus requisitos para los interesados en participar de él, los que hubieron de inscribirse previamente, con pago de aranceles, que una vez recibidos por los organizadores, comunicaban la aceptación (o no). El programa se plasmaba en una agenda de paneles simultáneos, con opción por parte de los aspirantes, del temario establecido. Algunos de los propuestos, fueron: Tradición cultural e identidad lingüística; El español y las comunidades indígenas, hoy; Migraciones, lengua e identidad; La apertura hacia la universalidad: el diálogo con otras literaturas; El español de los textos cinematográficos; Medios de comunicación y creación de cultura iberoamericana; El espacio iberoamericano del libro; La enseñanza del español en el mundo; etc. Por lo tanto, al ser opcional la elección, los inscriptos no accedían a la totalidad de lo programado, sino a los rubros que habían elegido.
Todo este movimiento cultural se desarrolló entre el Teatro El Círculo y el Parque España, en Rosario, con un sistema de contralor de asistencia por medio de personal que sabía contestar con suficiencia e idoneidad las dudas que surgían entre los cientos de concurrentes de todo el país, que se agolpaban a las puertas de los establecimientos.
Debemos tener en cuenta que el español es la segunda lengua de comunicación internacional y que constituye ya una lengua planetaria.
Como afirmó el escritor español Luis Landero al cerrar su ponencia, “la literatura debe purificar las palabras, las que el mundo actual manipula para apoderarse de la realidad, por lo que no podemos permitir que nos roben la palabra”.
Hubo también una serie de actividades que estuvieron incluidas en el congreso, por parte de figuras relevantes de las letras, como Ernesto Sábato (un emocionante homenaje refrendado con aplausos cerrados de un público que colmaba el teatro El Círculo), Ernesto Cardenal, José Saramago, Pedro Luis Barcia, Juan José Sebreli y otras prominentes autoridades en la materia, que no sólo fueron notabilidades invitadas como asambleístas, sino que recorrieron la ciudad, leyeron en público y colmaron con su prestigio y saber cada lugar al que asistieron. Hay que destacar que hubo una agenda de actividades paralelas con recitales, fuegos artificiales, obras de teatro, conferencias, etc.
En este III Congreso Internacional de la Lengua Española se presentó también la edición conmemorativa del cuarto centenario de la publicación, en 1605, de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, dirigida a un público muy amplio de todo el mundo, muy cuidada desde el punto de vista filológico y de gran dignidad material, que cuenta con un glosario que recoge todas las palabras anotadas en el texto.
Además se hizo público, por ahora en Internet y próximamente en edición gráfica, el Diccionario panhispánico de dudas, obra que viene a satisfacer la demanda existente de una publicación académica que oriente de modo claro y sencillo sobre las normas que regulan hoy el uso correcto de la lengua española. El propósito se centra en orientar al lector para que pueda discernir entre usos divergentes y que tiene la finalidad de preservar la unidad del idioma. Este Diccionario panhispánico de dudas, que cuenta con siete mil artículos, tiene como destinatarios naturales a todas las personas interesadas en usar adecuadamente la lengua española, sean o no hablantes nativos.
Para facilitar la comprensión de su vocabulario se incluye al final un pequeño glosario de términos gramaticales que, con definiciones sencillas, aclara conceptos a los lectores que los necesiten.
Queremos anotar las secuencias de la sesión plenaria de la segunda sección del congreso, en la que participaron, entre otros, Pedro Luis Barcia como coordinador-relator, Jorge Edwards, por la Academia Chilena de la Lengua, Ernesto Cardenal, por nicaragua, José María Merino, escritor español y Juan José Sebreli. Los mencionados estudiosos coincidieron en definir a la lengua española como forjadora de una identidad y advirtieron sobre los peligros de la extinción de las lenguas indígenas y del empobrecimiento del idioma en sus usos actuales.
Presentándose como “escritor de ensayos”, Sebreli leyó a continuación una ponencia sobre El español como lengua del pensamiento, en la que distinguió dos puntos de vista sobre el lenguaje: “uno universalista y otro particularista antiuniversalista”. “No hay lengua que sea expresión de un solo pueblo”, dijo. “La pureza en la lengua, como en la realidad humana, es contraria a la vida. Toda lengua es esencialmente impura, babélica, mestiza, bastarda, promiscua, y está bien que así sea, apuntó. Además suscribió la idea de la lengua española como forjadora de identidad al afirmar que “sólo la lengua de los colonizadores europeos logró crear un idioma común y, por tanto, la conciencia de comunidad continental americana antes inexistente”.
Este acontecimiento de carácter universal que eligió a Rosario como sede oficial, no hace más que sumar méritos a los antecedentes culturales de una provincia que, como Santa Fe, se ha destacado siempre por su permanente relación con la intelectualidad, en sus diferentes manifestaciones. Y ello es motivo de profunda satisfacción
PÁGINA Nº 4
Aquellas lluvias lejanas.

Por Jorge Isaías (Rosario)

El rumor de la lluvia sobre la tierra mojada no produce ningún ruido, entonces el aviso viene desde antes, con ese olor que avisa la lluvia y que es irrepresentable y huidizo a las palabras.
De chico me imaginaba a la lluvia como una mujer que venía desde lejos, asabanando campos, humedeciendo parvas, persiguiendo los tordos que suspendían su lento columpiar en los alambrados y huían en busca de un refugio. También creía que si los cuises no escapaban pronto de ella morirían ateridos sin llegar a sus cuevas. Los únicos que yo suponía sobrevivientes de cualquier lluvia, tormenta o diluvio eran a los caballos, que con la cabeza gacha y el anca puesta contra el viento, resistían estoicamente los temporales más largos.
Cuando la lluvia venía en el verano era una fiesta. Al escampe iríamos, descalzos y libres, a jugar a los barquitos de papel en los hondos zanjones que recogían el agua de casi todo el pueblo y que escurrían hacia los campos, de los cuales no distábamos más de trescientos metros.
También otro juego podría ser la persecución arrojándonos bolas de barro que preparábamos rápida y diestramente para guerrear entre dos bandos con que se dividía la barra. Esto sería severamente castigado por la madre, si se enteraba, ya que odiaba los juegos violentos con el excedente de tener que lavar ropa embarrada.
En invierno, la lluvia era otra cosa. En primer lugar porque a veces no venía sola, sino acompañada de truenos hondos y grandes temporales. La cosa entonces se ponía melancólica, cuando caían esos eternos chaparrones, como un tropel incierto sobre los techos de cinc. Si era una chacra, iríamos al galpón donde se reunían los juntadores, quienes mateaban soberbios amargos para empujar unas tortas fritas crocantes que iban escurriendo de grasa sus mujeres y eso sí que era una fiesta, un manjar esquivo en los escurriendo de grasa sus mujeres y eso sí que era una fiesta, un manjar esquivo en los años que siguieron.
El espectáculo posterior a la lluvia en el campo era conmovedor porque quedaba todo reluciente, los colores muy vivos, quitando el polvo inestable que siempre acompañaba aunque sea en partículas breves a los animales, plantas y los sembrados y aún las más mínimas cosas.
Si uno se acostaba con la lluvia, era delicioso escuchar su golpeteo sobre los techos que eran todos de cinc, en esos tiempos. El claveteo era monótono, cuotas de una felicidad perdida y que alguna vez recupero de grande, durmiendo con la mujer amada, en lo posible. Pero en ese tiempo era, el arrullo perfecto para el sueño.
Y al otro día, si amanecía claro, era para despertar a un mundo nuevo, si uno estaba en su casa, en el pueblo, la lluvia podía ser en principio alegre, ya que podía oír el canto altanero de una pirincha rezagada que se plantaba ante el mundo y manifestaba su alegría, pero cuando las horas pasaban y el momento pluvial permanecía inalterable, el aburrimiento podía paliarse con los naipes, las revistas de historietas mil veces leídas o la nariz pegada al vidrio viendo cómo los teros domésticos se refugiaban bajo las plantas de granada o los múltiples sapos saltaban encantados mientras se oirían croar los ejércitos de ranas en la cañada de Compañy que nos quedaba muy cerca.
Un día, así, de lluvia furiosa, sin saber qué hacer ni "en qué entretenerme", tomé un viejo cuaderno y una lapicera que me había quedado de la escuela primaria y me senté en la pequeña mesa de la cocina ‑que aún conservo, donde mi madre amasaba‑ y comencé este largo y monótono camino sin retorno de las palabras.
Yo tenía 16 años, estaba enamorado, pero esa es otra historia que no interesa a nadie.
Lo cierto es que la lluvia en mi vida, siempre me produjo emociones más bien gratas, no soy de aquellos que se deprimen cuando oyen el tren de la lluvia sobre los techos o ven el látigo perseguidor de pájaros por las calles o ese certero relámpago que ilumina un segundo todo el universo o tiene que soportar la lluvia que ‑es cierto‑ trae sus inclemencias y su cuota de muerte en las inundaciones.
Pero también nos puede remitir a ese placer inexplicable, arcaico, que viene como un raro fulgor atávico y se enfrenta a nosotros, como si fuéramos los primitivos habitantes de un mundo que aún no conoce la injusticia.
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Hiperdiccionario.

Por Arturo Lomello (Santa Fe)

Lo que las palabras pueden significar cuando escapan de la costumbre.

Antro: lugar inhumano donde generalmente nos educamos los humanos.
Antropología: ciencia que estudia el antro que da origen a los hombres.
Anverso: cuando un verso no sale derecho.
Arrumaco: presunto gesto de cariño que suele transformarse a los nueve meses en un bebé.
Bacilo: bacteria que no vacila en arruinarnos la vida.
Meretriz: prostituta académica.
Mixto: ni chicha ni limonada.
Mutante: dícese de la familia argentina que logra sobrevivir con $ 300 mensuales.
Revolución: intento de imponer un nuevo orden que nos obliga inmediatamente a luchar contra el nuevo desorden.
Senectud: edad en que empezamos a aprender a tocar el arpa.
Suculento: lento pero bien provisto.

PÁGINA Nº 5 – NUESTROS POETAS

Esa mujer en bicicleta.

Esa mujer en bicicleta bajo la lluvia la fría lluvia del incipiente otoño
marcaba un ritmo lento y fugaz
junto a las primeras sombras de la noche.
Blandía, toda ella, un aire de zozobra
una lentitud del cansancio
una leve brisa de aún estoy.
Esa mujer, bajo la lluvia, en esta ciudad
llevaba todo el peso de la jornada
que se disolvía entre un pedal y otro
entre una gota y otra de la lluvia
se disolvía y se espejaba en el lustroso asfalto,
entre las luces refractadas y las sombras.
Esa mujer, bajo la lluvia, persistía
como loca ilusión en bicicleta
como aventura haciéndose
como constancia de la vida.

Oscar Agú (Santa Fe)

Tu desnudez

Miro tu desnudez
espléndida y fecunda
y en el momento de gozarla
recuerdo los desnudos
del campo de Treblinka,
los torturados,
los rotos y destruidos

y no puedo besarte
siquiera como a Cristo
en los dedos sangrantes
de los pies.

César I. Actis Brú (Santa Fe)

La hoja en la tormenta.

A mis espaldas hay hombres
que hablan en otro idioma,
reconozco el francés:
siguen y comprendo algunas palabras.
Entonces un pequeño mundo,
abre su sombrilla de redonda sombra
como diría el poeta;
estoy aún instalado en él
sin comprender por qué.
Pienso que alguna vez
alguien exaltó en lengua española
la papa, el hígado, hierbas pestilentes
y las islas, como rastros o señales del mar del oeste.
Ese no soy yo, jamás seré.
Los hombres hablan en otro idioma,
yo apenas alcanzo a comprender el mío.
La lluvia termina y aparece un cielo
pleno de vahos.
Por aquí siempre anduve,
lo demás es una hoja en la tormenta.

Ernesto Costa Perazzo (Santa Fe)

Sobre la arena
a Guillermina, Vicente y Valentín.

Observo aquellas criaturas.
Saltan la espuma del mar,
ríen, juegan, resisten
por encima de todos los pesares.
La tarde se pliega entre nubes rosáceas
horizontalmente felina.

El artificio del lenguaje desoye la brisa.
Distrae. La vida pierde elocuencia
más acá de los ojos.
Cierro el diario y regreso a la orilla.
No hay olas asesinas al acecho,
casas de fuego devoradas por la memoria,
ángeles y demonios
encerrados en jaulas de papel.

Ante mí, niños ataviados de sol
salto tras salto
ascienden al sueño que no acaba.

Una sombrilla hundida en el médano
sostiene la realidad a este lado del mundo.

César Bisso (Coronda)

El buen color del día sobre las hojas.

El buen color del día sobre las hojas de acelga
castigadas por largas lluvias y langostas.
Hoy es el color del sol, y recuerdo otros ritos,
los perros se desperezan echados en la hierba,
nosotros despejamos nuestras mentes que aguardaron
tanto tiempo guarecidas en nubes dolorosas,
tomamos mates junto a tapiales laureados por el musgo,
remamos en la luz y tenemos el buen aroma del día a nuestro lado.
Puede que mañana sea mejor, al menos igual, o quizás no tanto.
De todas formas la langosta proseguirá con su tarea,
comerá sol, mientras el musgo
morderá el ladrillo rojo que guarda nuestras casas.
Esperamos que este aroma no se vaya,
nos devore con paciencia
y se preste, al fin de la jornada inevitable,
a despedirnos envueltos en el color del sol
que captura el aire y enardece la tierra
cuando las lluvias cesan.

Roberto Malatesta (Santa Fe)

Hay gente .

hay gente que cree tener virtudes propias que en realidad son vicios ajenos
hay gente que pierde el conocimiento por accidente
y gente que no abandona su ignorancia ni a garrotazos
cada vez más gente estudia para sombra
algunos se quedan en manchita marchita
otros llegan a tiniebla abismal con amplio campo de acción
hay gente que se apasiona por la arqueología
otros prefieren carrera menos complicada
como por ejemplo la olvidología
hay gente que desata polémicas
y gente que las vuelve a atar
hay gente que cree más en los seres de otros planetas que en los de este
muchos infelices confunden su medio de vida con el fin de sus vidas
hay gente a las que el médico debería prescribirle morirse
hay gente que después de muerta se deja estar y se hecha a perder del todo
hay gusanos tan gusanos...
que nunca serán mariposas.

Rubén Vedovaldi (Capitán Bermúdez)

La fuente.
Agua dormida y sola
no regada
agua escondida, resguardada, dulce,
cuerpo sin forma,
pez que te resbalas.
Agua que de ti misma te alimentas
matriz, pupila, llama,
plata líquida sólo por amor rebasada.
(Yo era la hoja polvorienta lavada por la lluvia.
El viento convertía mis huesos en un arpa,
y descubrí la fuente, muy adentro.)
Agua dormida y sola que en mí vives.
Naufragué para siempre en tu lago llameante
en tu seno de hielo.
Graciela Maturo (Santa Fe)
PÁGINA Nº 6
Ernesto Cardenal.
Sobre Dios, el hombre y la palabra.

Por María Teresa Rearte Basla (Santa Fe)

Cuando escribo esta nota, está próxima la realización del III Congreso Internacional de la Lengua. Pero no es mi propósito referirme a éste, sino a Ernesto Cardenal, cuya presencia ha sido anunciada.
Nació él en Granada, Nicaragua, en el año 1925 y obtuvo la Licenciatura en Letras en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de México. Más tarde, cursó estudios de posgrado en la Universidad de Columbia en Nueva York.
Comprometido militante de la resistencia contra la dictadura de Somoza, encontró en ésta la motivación para sus epigramas políticos, si bien en este género abordó también otras temáticas, como es el caso de sus enamoramientos. Con el seudónimo, por razones obvias, de “anónimo nicaragüense”, sus epigramas políticos fueron difundidos fuera del país. Así los publicó Neruda en la Gaceta de Chile.
En 1956 abandonó la militancia e ingresó en la trapa de Getsemaní, en Kentucky, donde el monje Thomas Merton, de reconocida influencia en la tradición cristiana y no cristiana, fue su maestro de novicios. Cardenal permaneció allí dos años y debió salir por motivos de salud. En Medellín, Colombia, concluyó sus estudios de Teología, regresando posteriormente a su patria, donde en 1965 fue ordenado sacerdote en la Catedral de Managua. Thomas Merton, que prologó el libro “Vida en el amor” de Ernesto Cardenal, relata así: “Sabía de sus apuntes y sus poemas. Me hablaba de sus ideas y meditaciones. También supe de su sencillez, su fidelidad a su vocación y su fidelidad al amor...”
En el mismo prólogo, Thomas Merton afirma que “la sencillez lúcida y ´franciscana´ del P. Cardenal nos muestra el mundo no como lo vemos con nuestro miedo y nuestra desconfianza, sino como realmente es.” En esta obra en prosa, que contiene meditaciones contemplativas, Ernesto Cardenal nos muestra que en el escenario del mundo no sólo los hombres, sino todas las criaturas del universo han sido diseñadas para el amor.
Durante su estadía en Colombia publicó “Salmos” y “Oración por Marilyn Monroe”. A ambas obras que, entre otras de intensa convicción y fuerza comunicativa, traducen el compromiso literario-político de Ernesto Cardenal, quiero referirme aquí.
“Salmos” es un libro difícil de olvidar, porque en épocas de opresión, sometimiento y miserias de diverso orden, el poeta tensionó su verbo con el mensaje y el estilo del Salterio, que constituye “el tesoro de la lírica religiosa de Israel” (Biblia de Jerusalén). “Salmos” reflejaría hoy, como en el momento en que fueron escritos, la fe no como una cuestión teórica acerca de la existencia o no de Dios, sino como una temática existencial. El ateo, el idólatra, el indiferente, acumulan los privilegios que le permiten mantener el statu quo; pero que han perdido la dimensión trascendente de la vida. Cardenal nos deja ver aquí al hombre, que vive, sufre, canta y espera. Más que la duda, lo que experimenta es la esperanza. Una esperanza responsable y operante, que se torna acontecimiento liberador, en medio de las ataduras que aún hoy sofocan al hombre. Y le cierran la posibilidad de nuevos horizontes. De donde que el poeta ora, protesta, exige, agradece... Da cauce a la esperanza. Así lo escuchamos decir: “...El Señor es mi parcela de tierra en la Tierra Prometida / Me tocó en suerte bella tierra / en la repartición agraria de la Tierra Prometida...” (De “No hay dicha para mí fuera de Ti” Salmo 15).
Desde el Salmo 1, que en la Biblia es como el prólogo moral y mesiánico del Salterio, en el que se oponen los dos caminos que se le presentan al hombre, el poeta va pasando por momentos de intenso drama y clamor, como también de alabanza a la gloria de Dios. Y concluye su obra de este modo: “... Todo lo que respira alaba al Señor / toda célula viva / Aleluya.” (De “El cosmos es su santuario” Salmo 150).
“Oración por Marilyn Monroe” trasluce el sentir del poeta, que supo descubrir la relación entre la fe y la condición humana, huérfana de amor y protección, precisamente en el país más poderoso de la tierra. Y los estragos que la civilización materialista causa, entre reflectores y bambalinas, a una muchachita de extrema vulnerabilidad. Marilyn Monroe, convertida en sex symbol de un mundo y una época, es –al fin- objeto de desaprensiva y mortal manipulación. “Señor: / recibe a esta muchacha conocida en toda la Tierra con el nombre de / Marilyn Monroe”, escribe el P. Cardenal, que así prosigue: “aunque ése no era su verdadero nombre / (pero Tú conoces su verdadero nombre, el de la huerfanita violada a los / nueve años // y la empleadita de tienda que a los dieciséis se había querido matar) / y que ahora se presenta ante Ti sin ningún maquillaje / sin su agente de prensa / sin fotógrafos y sin firmar autógrafos / sola como un astronauta frente a la noche espacial...”. El trágico final, que todos conocemos, toca la fibra íntima de Ernesto Cardenal, quien en misericordiosa súplica le encomienda a Dios: “Señor: / quienquiera que haya sido el que ella iba a llamar / y no llamó ( y tal vez no era nadie / o era Alguien cuyo número no está en el Directorio de los Ángeles ) / ¡contesta Tú el teléfono!”
Con obras traducidas a otros idiomas, como el inglés, alemán, francés, italiano, polaco, etc., el poeta ha viajado mucho. Por América Latina, y como es fácil inferir ha visitado Cuba, viaje del cual cuenta en su libro “En Cuba”. Recorrió también Alemania, Francia, España, Suecia, Italia, la Unión Soviética, etc.
Cuando en 1979 se constituyó el nuevo gobierno nicaragüense, Ernesto Cardenal fue designado Ministro de Cultura por la Junta de Gobierno de la Reconstrucción Nacional. Asimismo, en 1982, el gobierno de su país lo distinguió con la Máxima Orden de la Liberación Cultural “Rubén Darío”. Y lo condecoró, en 1985, en ocasión de sus 60 años, con la Máxima Orden de Augusto César Sandino, por los servicios prestados a su patria.
El escritor es Doctor Honoris Causa por la Universidad Autónoma Latinoamericana de Medellín, Colombia (1986), en reconocimiento a su contribución a los valores espirituales y culturales del pueblo nicaragüense. Y por su parte, en 1987, hizo otro tanto la Universidad de Granada y Valencia, España, por sus contribuciones de orden político y literario.
Escultor destacado, fundó con unos amigos una comunidad en una isla del archipiélago de Solentiname, en el Lago de Nicaragua, donde –a la vez- promovió el desarrollo de cooperativas, fundó una escuela de pintura y dio nacimiento a un movimiento poético entre los campesinos.
Sin ánimo de trazar una biografía detallada de Ernesto Cardenal, personalmente me resulta interesante la consideración de este escritor y poeta que realizó una vigorosa, lúcida y sensible síntesis, entre su fe religiosa, su compromiso socio-político, la literatura y el arte. Todo lo cual da pie al pensar y la reflexión acerca de Dios, la vida humana y los alcances y posibilidades de la literatura.
Cierro esta nota, que trata de dar una visión de la intensa trayectoria del escritor nicaragüense, con esta cita que pertenece a su libro en prosa “Vida en el amor”: “El hombre es por naturaleza sed de saber, de conocer y de poseer, y ésa es la sed de Dios.”

PÁGINA Nº 7
Los verdugos.

Por Ángel Balzarino (Rafaela)

-¿Se ve algo?
-No.
-Tal vez no vendrá hoy.
-Nunca falla. Ya debe estar por llegar.
Las palabras, proferidas en tono apenas audible, trasuntaban el estado de impaciencia y nerviosidad que embargaba a los cuatro hombres que, abroquelados en el hueco de una casa, permanecían quietos, los ojos clavados en la calle oscura y desierta, fuertemente cerradas las manos en los puñales disimulados entre la ropa.

(Una ráfaga de pujanza y legítimo orgullo lo invadió cuando, erguido en la litera llevada por sus hombres a paso lento, penetró en la plaza de Caxamarca y advirtió que todos los ojos se clavaban en él. Aquí estoy. Sin asomo de miedo ni vacilación. Hubiera querido gritar que ostentaba el título de emperador del magnífico y poderoso imperio incaico y estaba acostumbrado a enfrentar cualquier obstáculo y dificultad. Como el hecho de encontrarse allí, con una reducida escolta, para entrevistarse con los hombres llegados de tierras remotas. El intento por alcanzar la paz y la concordia revelaba sin duda una actitud precavida, plena de respeto, admiración y aun temor, en procura de evitar cualquier enfrentamiento en el territorio donde él contaba con toda la fuerza y autoridad.
Cuando detuvieron la litera en el centro de la plaza, uno de los extranjeros se le acercó. A pasos torpes debido a la gordura fofa, con una gran cruz de madera colgada del cuello, sosteniendo en las manos una especie de caja, voluminosa, forrada de cuero. Entonces la sorpresa se transformó en desagrado y, por último, en furor descontrolado, tanto por el tono de la voz como por el sentido de las palabras que le iban traduciendo en su lengua. De pronto comprendió el propósito de los visitantes. Someterlos, en una postura altiva y exigente, más que lograr el establecimiento de un estado de unión y amistad. Como si fueran los dueños absolutos de todo el imperio y no ellos, sus hermanos de sangre, los hombres y mujeres nacidos allí y que, a través de generación en generación, aportaron su lucha y afecto y sacrificio para resguardarlo de cualquier peligro. El hombre amenazó con declarar la guerra y tomar sus bienes y provocar los mayores males si no aceptaba el requerimiento de reconocer a la Iglesia por señora y superiora del universo, y al Sumo Pontífice en su nombre, y al Rey y a la Reina de España como superiores y señores de esas tierras. A modo de corolario, lo instó a colocar una mano sobre la caja y jurar un compromiso de fidelidad y obediencia.
-¡No! -lo apartó con gesto brusco y rabioso- ¡Jamás!
La perplejidad e indignación enrojecieron el rostro del hombre gordo. Comenzó a mover los brazos y proferir gritos desaforados, como expresión de repudio o más bien en urgente pedido de ayuda.
Abruptamente quedó revelado el engaño, la burla, el subrepticio ataque preparado por los invasores. Al surgir las figuras. Numerosas. Incontenibles. Demoledoras. Cubriendo la plaza desde todos los rincones. Y muy pronto el primer estampido quebró la quietud de la tarde soleada.)

Al trasponer la puerta, observó el habitual panorama de todas las noches: el carruaje, los soldados que formaban guardia, la soledad de la calle. Aspirando el aire que atenuaba un poco el intenso calor, ascendió al vehículo. Sí. Amo y señor de hombres y haciendas. El que dispone y ordena. Recostado en el asiento, sintió el deseo de lanzar una carcajada plena de satisfacción al imaginar lo que le esperaba: los amigos reunidos en el salón del Palacio; la comida sabrosa y abundante, acompañada con vinos especialmente elegidos; la charla salpicada con divertidas bromas; la compañía de una mujer para aplacar las urgencias del cuerpo. El recreo que podía disfrutar cada noche resultaba el premio cosechado tras la exitosa expedición al Perú. Pocos creyeron que podría hacerlo. Como si no hubiera tenido cojones para someter a unos indios miserables y extraer todos los tesoros de aquellas tierras. Constituía una forma de cobrarse los esfuerzos, el acoso del hambre y las enfermedades, el desdén y la falta de apoyo que habían jalonado la ardua campaña a través de la cual se propuso no sólo conquistar gloria y riqueza, sino también llevar a cabo un desafío. Audaz. Irresistible. Lo hice. Fui y aplasté a esos indígenas y volví con un cargamento de joyas y oro como ningún conquistador pudo hacerlo jamás. Por eso ahora, regocijado, sólo deseaba recoger los frutos de su hazaña.

(Engañado. Como un pájaro cayendo inocentemente en la trampa artera, preparada con cuidado y alevosía. Sin tener la menor posibilidad de evitarla, de esgrimir una defensa. Y ahora, encerrado entre cuatro paredes desnudas e inviolables, lo golpeaba sin piedad el recuerdo de la infernal escena vivida en la plaza de Caxamarca, con el remordimiento nacido del error, la improvisación o excesiva confianza con que había actuado ante los visitantes, sin presentir que, tras la apariencia de alcanzar una relación fraterna y pacífica, veladamente estaban maquinando la traición. Fulminante. Despiadada. Haber visto caer a hombres y mujeres de su pueblo por el disparo de los arcabuces y el accionar de las espadas y la carga briosa e incontenible de los caballos, le dejó un sabor amargo, la persistencia de una culpa que agigantaba el dolor, la furia, el resentimiento. Vengar la sangre de ellos. Hacer algo para proteger a mi pueblo antes de que sea completamente destruido. Rápidamente. No sólo para demostrar el poder del imperio incaico, sino también como una obligación o deber hacia quienes acataban fieles y obedientes cada uno de sus mandatos. Les haré pagar caro la muerte de mi gente. Se arrepentirán para siempre de haber pisado nuestras tierras. Y arrebatado por ese propósito, marchaba por la celda, incapaz de alcanzar un momento de sosiego y alivio. Días y días. Hasta que decidió efectuar una propuesta al jefe de los extranjeros. Deslumbrante. Casi increíble. Comprar la anhelada libertad por todo el oro y plata que podía contener la pieza donde estaba encerrado. Notó el brillo de la codicia y el goce en los rostros de sus enemigos. Sin disimulo. Después, mientras llegaban desde todos los pueblos y montañas y más apartados rincones del imperio los preciados objetos que iban a representar su salvación, se dedicó a planear con ardor y meticulosidad el modo de concretar la venganza. Estas tierras son nuestras. El legado más valioso de nuestros antepasados. Y no permitiré que nadie nos eche de aquí. Obsedido por esa idea, esperó -sin tregua, consumido por la impaciencia, con odio creciente- el momento de ejercer plenamente los atributos que le confería ser emperador de los incas.)

-Ya parece inútil seguir esperando.
-No debe tardar. Viene todas las noches.
-A lo mejor hoy cambió de idea.
El tedio de la espera impuso poco a poco un clima de malhumor y desmoralización entre los hombres. Abandonando la actitud cautelosa que los había mantenido apretujados junto a la pared, comenzaron a hablar con voz más fuerte y dar pasos cortos y nerviosos.
-Tendríamos que haber ido a...
-¡Silencio! ¡Escuchen!
Los cascos de caballos desalojaron la quietud de la calle.
-Sí. Ahí viene el carruaje. ¡Prepárense!

(No. No. Quemante, el grito. Provocado por el estupor, la indignación, el sentido de absoluta impotencia cuando los otros decidieron quebrar de manera abrupta el acuerdo establecido para recuperar su libertad. Por segunda vez tuvo la certeza de sufrir una burla cruel, de ser pisoteado como un mísero insecto. Al resultar claro que no estaban dispuestos a cumplir lo prometido. Poco antes de vencer el plazo de dos meses para llenar la pieza de oro y plata, inventaron una siniestra artimaña. Feroces. Implacables. No quisieron correr el riesgo de que me pusiera al frente de mi pueblo para echarlos de nuestras tierras. Entonces lo acusaron de traidor, de estar preparando una conspiración, de rendir culto a dioses falsos. Como si aislado en la celda pudiera hacer otra cosa que dar pasos en círculo o lastimarse los puños golpeando impotente las paredes o sentir el peso lacerante de la soledad. Sometido a un juicio vilmente preparado, incapaz de articular la menor defensa, con los hombres y mujeres de su raza masacrados sin piedad por los visitantes, comprendió que estaba condenado de antemano. Sí. Ofrecerles diez o cien piezas como ésta llenas de oro también habría sido inútil. Sólo les interesa mi sangre. El trofeo más importante de la conquista. Y lo abatió el sentido de la derrota, no tanto por él, sino por su pueblo, por los queridos hermanos que siempre le dieron muestras de lealtad y confianza. Sin poder hacer nada para salvarlos de la esclavitud y la muerte. Y aunque presentía que una sombra ignominiosa iba a caer sobre el imperio afanosamente construido a lo largo de tantos años, no quiso otorgarles a sus enemigos el placer de verlo flaquear. No. Firme, hierático, casi desafiante enfrentó el suplicio.)

Permaneció recostado en el asiento mientras el carruaje efectuaba el habitual recorrido, como si necesitara un breve reposo antes de gozar, con pasión e intensidad, las largas horas de holgura que le deparaba cada noche. Sí. Un merecido premio. Reconfortado. Queriendo paladear cada segundo del halo de prestigio y gloria que había empezado a cosechar después de la triunfal campaña al Perú.
Bruscamente se desvaneció la zona de placidez y regocijo. Una ráfaga de sorpresa, desconcierto, aun miedo, lo paralizó al detenerse el vehículo y percibir palabras entrecortadas y algunos golpes secos y contundentes. No pudo definir cuánto demoró en reaccionar. Vacilante abrió la portezuela. Al descender notó algunas siluetas movilizándose en la oscuridad de la calle.
-¡Marqués Francisco Pizarro!
La voz tuvo un acento lejanamente familiar. Creyó ser acosado por sombras del pasado. Impetuosas. Abrumadoras.
-Sí. ¿Quién me... ?
No pudo continuar. Figuras indefinidas cayeron sobre él. Silenciosas. Inmovilizándolo. Con decisión y vigor.
Entonces sintió el frío acero en la garganta.
PÁGINA Nº 8

Tucumán.

Por Sonia Catela (Ceres)
soniacatela@arnet.com.ar

Marcho como una bandera, soy una bandera. Marcho como una bandera cuyo color irrita. Marcho para enfurecer. Flameo sobre las escaleras de la casa de gobierno y sin que lo pida, se me abre paso. Soy un fuego encrespado del que la multitud se aparta. Los examino, asustados por lo que extiendo en mis manos, un escudo y una provocación. Va delante de mí, una bandera de cedro, una prolongación de mi mismo, la encarnación leñosa de mis ideas y realidad. Mi realidad es ese ensamblaje de tablas rectas. Sobre las baldosas, su reflejo. Y sobre los espejos, su reflejo. Marcho y camino y subo escalinatas y traspaso jardines, ondeando, en llamas, sin abrir la boca, sin que haga falta abrir la boca para que se sientan quemados por mi bandera. Voy directo como si el camino estuviera marcado con reflectores o como si los reflectores se encendieran a mi paso, por contagio de mi flama. Ni siquiera me detengo ante la arcada principal: la flanquean policías a quienes enceguece mi decisión, mi no pedir permiso, mi no titubear. Mi seguir y adentrarme en este emblema de poder, yo, antagonista de ese poder y de las falsedades que ese tremendo poder encarna.
Camino con mi bandera y mi realidad adelante –verdaderamente, no las empujo, sino que ellas me levantan y me mueven-. Hiendo este salón oval con mi ofensa, lastimo ojos que se retiran, cuerpos que se apartan, alguien que se desvanece, y en el fondo, detrás del escritorio, la silla ornada como la de un monarca. El gobernador. Me enclavo, rodeado de sumisión, yo un mástil con una bandera en un mar manso de cuerpos que susurran obsecuencias, “adelante, gobernador”, “así se hace, gobernador”. Mi realidad y mi bandera de pie, braman, los atraen y acallan. También el magistrado me está viendo, y pasma su boca y baja las manos como si se enjuagara en agua de perdones. –Insolente- expele de su recetario de palabras, y levantándose, se sostiene sobre un timbre.
-Esto le corresponde- replico y coloco la realidad, abierta, sobre la tapa del escritorio, empujándosela.
-Muévanse, sáquenlo de aquí- y el gobernador se retrae, con su histeria, su cuerpo; teme el ataque de esta madera muerta.
A su diestra, un burócrata murmura “bárbaro”; pero no se pone en movimiento. El movimiento retrocede ante la realidad que las tablas y su contenido abren encima del escritorio.
Marchamos, yo y mi bandera bajo el sol de Tucumán, encendiendo el mundo, prendiéndole fuego al pasado de quienes nos flanquean, dejándolos como un campo arrasado y listo para que brote otra planta; los funcionarios, secretarios, legisladores se espantan “pero cómo se atreve”, llevo una cruz bandera y la deposito; les ubico su verdad sobre la caoba, aunque ellos vean solamente el puñado de huesos desnutridos de un niño que pueden ser de cualquier chico, pero son del mío, huesos que ya no jadean su derecho a la carne, los puros huesos con su pellejo reseco, descomponiéndose. “Su cosecha, gobernador”-, repito aunque en el salón del dignatario se siga representando el “cómo se atreve”, ya en ondas de movimiento, ya alegando que me aplicarán aquel artículo del código penal y aquel otro y el de más allá, y en movimiento me rodean y se apresuran a tapar el cajón, tapar mi verdad de madera con los sacos que se quitan, ocultarla con presteza bajo uniformes y trajes de secretarios y directores, y se la llevan y encapsulan, la ponen en cuarentena, contagiosa, y el artículo tal del código penal me retira del salón y yo marcho bajo el sol de Tucumán como si algo pudiera ocurrir y estuviera ocurriendo o fuera a ocurrir.
PÁGINA Nº 9 – PÁGINAS MEMORABLES
Juana de Ibarbourou.
Poeta uruguaya nacida en Melo en 1892.
Desde muy joven empezó a publicar los primeros poemas bajo el seudónimo de Juanita de Ybar. Su estilo inicial fue apasionado y sensual dentro de la órbita modernista, vinculándose luego al vanguardismo. Su verso, con el paso del tiempo, ganó serenidad y melancolía, haciéndola alcanzar el Premio Nacional de Literatura en 1959. Escribió Lenguas de diamante (1918), Cántaro fresco(1920); Raíz salvaje (1922); Ejemplario (1927); La rosa de los vientos (1930); Los loores de Nuestra Señora y Estampas de la Biblia (1934); Chico Carlo (1944); Los sueños de Natacha (1945); Perdida (1950); Azor (1953); Mensaje del escriba (1953); Dualismo, antología; Destino, relatos; Oro y tormenta (1956); Juan Soldado (1971), y varias obras para niños.
Falleció en 1979.

Elogio de la lengua castellana.
¡Oh, lengua de los cantares!
¡Oh, lengua del romancero!
Te habló Teresa la mística.
Te habla el hombre que yo quiero.
En ti he arrullado a mi hijo
E hice mis cartas de novia.
Y en ti canta el pueblo mío
El amor, la fe, el hastío
El desengaño que agobia.
Lengua en que reza mi madre
Y en la que dije: ¡Te quiero!
Una noche americana
Millonaria de luceros.
La más rica, la más bella
La altanera, la bizarra,
La que acompaña mejor
Las quejas de la guitarra.
¡La que amó el manco glorioso
Y amó Mariano de Larra!
Lengua castellana mía,
Lengua de miel en el canto,
De viento recio en la ofensa,
De brisa suave en el llanto.
La de los gritos de guerra
Más osados y más grandes.
¡La que es cantar en España
Y vidalita en los Andes!
¡Lengua de toda mi raza,
Habla de plata y cristal,
Ardiente como una llama,
Viva cual un manantial!

La hora.

Tómame ahora que aún es temprano
y que llevo dalias nuevas en la mano.
Tómame ahora que aún es sombría
esta taciturna cabellera mía.
Ahora , que tengo la carne olorosa,
y los ojos limpios y la piel de rosa.
Ahora que calza mi planta ligera
la sandalia viva de la primavera
Ahora que en mis labios repica la risa
como una campana sacudida a prisa.
Después... ¡oh, yo sé
que nada de eso más tarde tendré!
Que entonces inútil será tu deseo
como ofrenda puesta sobre un mausoleo.
¡Tómame ahora que aún es temprano
y que tengo rica de nardos la mano!
Hoy, y no más tarde. Antes que anochezca
y se vuelva mustia la corola fresca.
hoy, y no mañana. Oh, amante, ¿no ves
que la enredadera crecerá ciprés?

Como la primavera.

Como un ala negra tendí mis cabellos
sobre tus rodillas.
Cerrando los ojos su olor aspiraste
diciéndome luego:
-¿Duermes sobre piedras cubiertas de musgos?
¿Con ramas de sauces te atas las trenzas?
¿Tu almohada es de trébol? ¿Las tienes tan negras
porque acaso en ellas exprimiste un zumo
retinto y espeso de moras silvestres?
¡Qué fresca y extraña fragancia te envuelve!
Hueles a arroyuelos, a tierra y a selvas.
¿Qué perfume usas? Y riendo le dije:
-¡Ninguno, ninguno!
Te amo y soy joven, huelo a primavera.
Este olor que sientes es de carne firme,
de mejillas claras y de sangre nueva.
¡Te quiero y soy joven, por eso es que tengo
las mismas fragancias de la primavera!

Millonarios.

Tómame de la mano. Vámonos a la lluvia
descalzos y ligeros de ropa, sin paraguas,
con el cabello al viento y el cuerpo a la caricia
oblicua, refrescante y menuda, del agua.
¡Que rían los vecinos! Puesto que somos jóvenes
y los dos nos amamos y nos gusta la lluvia,
vamos a ser felices con el gozo sencillo
de un casal de gorriones que en la vía se arrulla.
Más allá están los campos y el camino de acacias
y la quinta suntuosa de aquel pobre señor
millonario y obeso, que con todos sus oros,
no podría comprarnos ni un gramo del tesoro
inefable y supremo que nos ha dado Dios:
ser flexibles, ser jóvenes, estar llenos de amor.

La higuera.
Porque es áspera y fea,
porque todas sus ramas son grises
yo le tengo piedad a la higuera.
En mi quinta hay cien árboles bellos,
ciruelos redondos,
limoneros rectos
y naranjos de brotes lustrosos.
En las primaveras
todos ellos se cubren de flores
en torno a la higuera.
Y la pobre parece tan triste
con sus gajos torcidos, que nunca
de apretados capullos se visten...
Por eso,
cada vez que yo paso a su lado
digo, procurando
hacer dulce y alegre mi acento:
"Es la higuera el más bello
de los árboles todos del huerto".
Si ella escucha,
si comprende el idioma en que hablo,
¡Qué dulzura tan honda hará nido
en su alma sensible de árbol!
Y tal vez, a la noche,
cuando el viento abanique su copa,
embriagada de gozo le cuente:
"Hoy a mí me dijeron hermosa".

Despecho.
¡Ah, que estoy cansada! Me he reído tanto,
tanto, que a mis ojos ha asomado el llanto;
tanto, que este rictus que contrae mi boca
es un rastro extraño de mi risa loca.
Tanto, que esta intensa palidez que tengo
(como en los retratos de viejo abolengo),
es por la fatiga de la loca risa
que en todos mis nervios su sopor desliza.
¡Ah, que estoy cansada! Déjame que duerma,
pues como la angustia, la alegría enferma.
¡Qué rara ocurrencia decir que estoy triste!
¿Cuándo más alegre que ahora me viste?
¡Mentira! No tengo ni dudas, ni celos,
ni inquietud, ni angustias, ni penas, ni anhelos.
Si brilla en mis ojos la humedad del llanto,
es por el esfuerzo de reírme tanto...

El dulce milagro.

¿Qué es esto? ¡Prodigio! Mis manos florecen.
Rosas, rosas, rosas a mis dedos crecen.
Mi amante besóme las manos, y en ellas,
¡Oh gracia! brotaron rosas como estrellas.

Y voy por la senda voceando el encanto
y de dicha alterno sonrisa con llanto,
y bajo el milagro de mi encantamiento
se aroman de rosas las alas del viento.

Y murmura al verme la gente que pasa:
-¿No veis que está loca? Tornadla a su casa.
¡Dice que en las manos le han nacido rosas
y las va agitando como mariposas!

¡Ah, pobre la gente que nunca comprende
un milagro de éstos y que sólo entiende,
que no nacen rosas más que en los rosales!
¡Y que no hay más trigo que el de los trigales!

Que requiere líneas y color y forma
y que sólo admite realidad por norma.
Que cuando uno dice: -voy con la dulzura,
de inmediato buscan a la criatura.

Que me digan loca, que en celda me encierren,
que con siete llaves la puerta me cierren,
que junto a la puerta pongan un lebrel,
carcelero rudo, carcelero fiel.

Cantaré lo mismo: -Mis manos florecen.
Rosas, rosas, rosas a mis dedos crecen.
¡Y toda mi celda tendrá la fragancia,
de un inmenso ramo de rosas de Francia!

PÁGINA Nº 10 Y PÁGINA Nº 11 – RESEÑAS DE LIBROS

Historias de uno – Ariel Giacardi– 60 ps. – Edición del autor - Santa Fe

Ariel Giacardi ofrece su cuarto libro de poemas con necesario compromiso de inocente. Un libro en el que no desarticula criaturas: ellas lo convocan, y él las deja hacer. Cada una en su historia, en su círculo virtual de ayes, de pensares, de vacíos. Un libro en el que no hay celebraciones, más que el goce de una metáfora o el paso de danza de una palabra que se desliza sobre otra, casi subrepticiamente, en el ritmo total.
Giacardi, en el ritual de las emociones, llega a veces a la mutilación del instante. La gracia es una tangente, cuando no una cobardía. Y los seres, sus seres (también él mismo, sobrenadando, siempre), laten y responden, entre los cuchillos de la angustia y esa dulce trepanación de la esperanza. Su poética, de pronto, conjuga las auras de dos grandes poetas hispanoamericanos: el español Rosales y el peruano Vallejo. Por ahí, los códigos de transparencia de Luis Rosales; por ahí, el duro acero de César Vallejo, con esa dramática de vida que conmueve y a la vez desconcierta.
Belleza dolorosa la que conjuga Ariel Giacardi en estas Historias de uno. Una consagración de la existencia, quizá, por encima del tiempo, de los carriles temporales. Cristales sin brillo. Amores quebrados. Olvidos que se espejan en la mirada del otro. Ausencias infranqueables. Su poética –más allá de un corpus determinado- obedece a los cánones de cierto desgarramiento compartido. Dolor en el encuentro/desencuentro, que el poeta burila sin tintas oscuras. Por el contrario, su voz (sin ahogar el grito) es una voz clemente, casi fresca, obediente a los secretos órdenes.
La poesía no está en primera plana, dice. Porque no tiene senos como nardos, clama. Porque no vende sueños / no regala nada / no está bajo sospecha, denuncia. Piensa a veces que se nos fue / gota a gota / la inocencia. Pero recupera las huellas prodigiosas, propone maniatar las hogueras del cansancio, y por ahí, hallar los pájaros hilando un desabrigo: todo él con dedos de semilla.
Poeta de pie, va descifrando destinos como historias, historias como juegos, juegos como mariposas. Como si no supiese que ya es tarde/ para algunas tristezas. Aunque la vida sea un convite irrenunciable: que yo quiero quedarme en esta vida / aunque no sepa la razón, quedarme / así como al descuido. Y continúa el poeta: Quedarme de este lado del abismo / a ver cómo sucede la intemperie, / los eclipses, la furia / la verdad que no alcanza, / y por qué no, la muerte, esa impericia / ese impuesto a la ausencia, ese delito.
Estos poemas cotidianos están nutridos por lo irrenunciable. ,,,y estar solo / muy solo / como Dios cuando reza o da las gracias / y ver / la soledad cómo edifica / la obcecada estatura de la ausencia,/ pero contigo / amor,/ pero contigo. Y al final del poema titulado Después de la tristeza, remata con resignada elocuencia: No sé si a usted le pasa, pero a veces / la noche es un resumen / una síntesis lenta, / sobre todo si hay dos o tres jazmines / en el rincón más tibio de la casa / que se mueren de pena / y una música blanda lo conmueve / y ella dice: qué largos son los días / pero usted no contesta.
Belleza dolorosa que sobrevuela estados y pasiones. Como nube. Como pájaro. Y que asocia el hambre combatiente y las pesadillas largas, sin trincheras, con el reclamo que nos han devaluado la esperanza / y establecido turbias hipotecas / sobre cada fracción de nuestros sueños, / que a la vida le han puesto cuatro cifras / y un punto decimal, por lo que fuera. Y belleza, sin embargo, que más allá del asombro y la nostalgia, halla la gota de amor que sobrevive. La vital alfarería constelada.
J. M. Taverna Irigoyen (Santa Fe)

La pasión y la excepción – Beatriz Sarlo – 270 ps. – Siglo XXI editores – Buenos Aires

La autora afirma en el prólogo de esta obra lo siguiente: “Hay razones biográficas en el origen de este libro. (…) Formo parte de una generación que fue marcada en lo político por el peronismo y en lo cultural por Borges (…)”. Esto hace que este ensayo tenga un marcado y sentido carácter personal.
Incluye, y cada uno a su turno, tres personajes y hechos que dejaron su impronta en el escenario nacional, por lo menor en cierta época histórica: Eva Perón, devenida en emblema del Estado justicialista y una especie de heroína de las multitudes desposeídas, el secuestro y la muerte del Gral. Pedro Eugenio Aramburu y las ficciones literarias de Jorge Luis Borges.
No pueden menos que sorprender, por lo menos a quien suscribe, las categorías con las que se maneja esta escritora inteligente y particularmente activa: la pasión, el grado extremo de tensión a que son expuestas las pasiones, y, a la vez, la racionalidad que se deriva de las que aquí son tratadas. Pero también hay que señalar el carácter de la excepción, a la que el libro apunta. Y que ubica en el marco del régimen político de ese momento en los siguientes términos: “Ninguna virtud, ninguna comparación, pareció inadecuada en el culto de la personalidad que el peronismo convirtió en el pivote de su política de masas.” Y refiriéndose a Eva Perón, pues de ella se trata, Beatriz Sarlo añade que “los héroes, los valientes y los excepcionales mueren jóvenes (…).”
En la lógica de la pasión y la excepción, se desenvuelve la temática de este libro, que la autora concluye con una última y textual referencia: “En teología política, Schmitt escribe: ´En jurisprudencia, el estado de excepción tiene un significado análogo al del milagro en teología´ (cit. p. 43). Los montoneros, dice Beatriz Sarlo, posiblemente no se hubieran sentido inquietos por esta tesis.”
María Teresa Rearte Basla (Santa Fe)

El gusto del agua – Lermo Rafael Balbi – Ed. Responsable B. Enry Milesi – Imprenta Gutenberg – Rafaela

Lermo Rafael Balbi fue un querido amigo, escritor excelente y poseedor de altas dotes morales, que falleció tempranamente, el 21 de mayo de 1988, a los 56 años de edad. Autor de relevantes libros en prosa y en verso, conquistó diversos e importantes premios en serios medios de Rafaela y Santa Fe.
Poeta de vida interior intensa, “que consigna momentos de desolación, angustias, revelación y sabiduría!, como bien lo señala Graciela Maturo en el prólogo de esta obra que nos ocupa: El gusto del agua, que termina de editarse con la responsabilidad de su gran amigo y albacea B. Enry Milesi, presente siempre en cuanto hecho se refiera a cualquier aspecto de la vida artística o personal de Lermo. Resulta una delicia recorrer las páginas de esta creación que reúne poemas inéditos y en parte recopilados de libros editados, en los que palpita la espiritualidad y la sapiencia de este verdadero poeta que pasó por la vida sembrando belleza con sus destellos luminosos y acertado decir.
La vida de un artista verdadero no finaliza aunque no pertenezca ya a la tierra. Así, Lermo perdura con su espíritu delicado, su interpretación de la mitología y el amplio conocimiento de las cumbres literarias y la constante expresión de la opinión certera y el buen gusto, así como el rechazo de la chabacanería, la vulgaridad, la politiquería y la demagogia.
Su poemario, de exquisito lenguaje y alto vuelo espiritual e imaginativo se pone de manifiesto en cada uno de los versos. Como cuando en Estamos solos, nos dice:
“Volver a remontar el camino, hermano mío, / y todo, ¿para qué?. Cuando agujas de hielo restallan / en la hierba y tornan a herir la piel lo suficiente / como lo hicieron al morir las últimas flores / del estío”.
O en Hoja olvidada, cuando manifiesta:
“Y estabas aún temblante, hoja olvidada / del tiempo. En la ventisca crepitaba el leño seco / cauce de pavuras bajo el cielo plomizo / con la primera estrella distante y helada”…
Comparable en orientación poética a su obra anterior: Orfeo se reembarca, como lo señala acertadamente la prologuista: “En este libro ahonda su introspección, emprende una aventura trascendente, acoge la muerte y asume su condición de criatura frente al misterio. Es el suyo un canto de transfiguración y conversión”.
Siempre recuerdo las palabras de Lermo, que leí en el final de una nota publicada por el diario El Litoral, el 8 de diciembre de 1988, y que muestran en su plenitud a este hijo de Aráuz (“Muerto y celeste”, como denominó a su volumen editado en 1979, Premio Provincial de Poesía): “El efecto estético es, en definitiva, fundamental en mi trabajo literario, cosa que tal vez aparezca menos incontaminada, más eficazmente en mi poesía”.
Jorge Alberto Hernández (Santa Fe)

Santa Fe y sus Leyendas - Zunilda Ceresole de Espinaco - 93 ps. - Ediciones Culturales Santafesinas - Gobierno de la Provincia de Santa Fe - Secretaría de Cultura

Las palabras del prólogo corresponden al Departamento Literatura de la Secretaría de Cultura de la Provincia, que se inician con una cita de Neli Garrido de Rodríguez: "el alma de un pueblo tiene múltiples expresiones, pero quizás ninguna tan auténtica como las que reflejan sus leyendas tradicionales"
Si bien el cuento ofrece al lector el placer de imaginar la acción y gozar del desenlace, la narración de leyendas significa, además, un esfuerzo del autor para imaginar los personajes, el paisaje, y, además, el conocimiento de las creencias populares que al final compondrán la textura de los temas, tan bien escritos por esta autora.
Zunilda divide su trabajo en cuatro partes: Flora, Curso de agua y peces, Fauna y Temas varios.
En el primer relato de Flora: "Las florecitas silvestres", se aprecia la maestría de la autora para emocionar al lector, combinando las travesuras de dos niños con los juguetes sencillos de los chicos pobres, con la naturaleza, con el sol, con los colores del paisaje, y con un desenlace feliz.
En Cursos de aguas y peces, aprovecha las leyendas para ilustrarnos con los nombres de las tribus indígenas que habitaron la región el relato de paisajes y escenarios que aun hoy se conservan.
En Fauna se refiere a nuestros conocidos, El patito franciscano, Juan Soldado, La tacuarita, La cachirla, El chillón, El pato Sirirí, Los bichitos de luz, El Tero, El Carpincho y el Aguará Guazú, detallando también los nombres científicos de los mismos.
Por último, en Temas varios, en "Milagro de fuego y humo", relata la fundación del fuerte Sancti Spiritu por Sebastián Gaboto, su destrucción por las indios timbúes y la salvación de los soldados sobrevivientes por San Blas, al que todos creyeron ver, indios y cristianos, en la enorme columna de humo que ascendía al cielo como si fuera su larga vestidura.
Los pollitos de la Virgen, La Virgen de Guadalupe, la luz de la cañada, Negritos del remanso, La Solapa, Origen de los toponímicos Tostado y Pozo Borrado y La tumba roja, completan esta serie de leyendas. Al finalizar esta última dice: "El mundo del mito es el mundo del milagro, donde como en un país, todo se hace posible; a pesar del avance de la ciencia, el hombre no ha perdido su tendencia a creer."
Enhorabuena. Un trabajo esencial para la escuela de esta docente, escritora, periodista y mitóloga.
Manuel Bande (Santa Fe)

Por encima de los techos – Roberto Malatesta – 40 ps. - Editorial Leviatán – Buenos Aires

Es tan habitual conocer escritores olvidables; lo inhabitual resulta encontrar un libro que valga la pena ser leído. Tan vulgar decir que la poesía transforma la realidad; el milagro consiste en percibir esa transformación, magia que ocurre cuando el lector adhiere sin más a una dicción donde la palabra es objeto y comunicación al mismo tiempo. En estos términos, la poesía que escribe Roberto Malatesta no sólo es un milagro, también tiene algo de mágica.
En efecto, su capacidad de observación, su auténtica manera de ver operan sobre el paisaje y lo consuetudinario con despojada lucidez, ahí donde materia y acontecimientos empiezan a volverse una magnitud espiritual de alto y comprensivo pensamiento. Lejos del naturalismo, lejos de cualquier pesimismo prejuicioso, en la notable sencillez de sus proposiciones, el lector va encontrando que vivir y morir por el honor de los hechos y las cosas, aún las mínimas, es una belleza posible, algo arduo y sin embargo, siempre tan próximo.
Malatesta demuestra que el género que practica es ancestral y de todos, un habla esencialmente convivible: la altura de un níspero, como afición a la armonía que nos trasciende; la trágica invasión del río, conforme a su conflicto de realidades que nos deja perplejos hasta resolverse en un esperanzado extrañamiento. Confluencia entre naturaleza y cultura, otro reverso del cosmos y el hombre, este libro de un poeta cada vez más indispensable.
Javier Adúriz (Buenos Aires)

PÁGINA Nº 12

La amante del capitán.

Por José Gabriel Ceballos (Corrientes)

Todavía el capitán Rafael Dacunda y sus oficiales y suboficiales se estaban yendo del pueblo cuando empezaron a manifestarse los rencores hacia Niña Belena, la amante del capitán. La antigua casa de ochava y ladrillos expuestos, que parecía hundirse en el arenal frente a la plaza chica, amaneció pintada en todo su largo con frases ignominiosas. Los injuriantes utilizaron hasta la puerta y las ventanas. Poco después, una madrugada, el vecindario escuchó por primera vez aquel odio hecho pedrea en el techo de Niña Belena. Poco después el cartero entregó allí los primeros anónimos. Tales venganzas, desde luego, eran ratificadas con desaires como la general negación del saludo, la cancelación del crédito en todo el comercio local, el reemplazo de Niña Belena como vocal de la Congregación de la Virgen, etcétera.
Pero pasados cinco años desde el renacimiento de la democracia, la gente acabó por dejarla en paz. Eso sí, las distancias permanecieron. Si las pedreas y las cartas anónimas cesaron, no retornaron los saludos, salvo los de algunos por el puro hábito de andar saludando y otras escasas excepciones. Si nadie agredió más a Niña Belena, tampoco nadie se interesó en romper su aislamiento. Sus relaciones quedaron reducidas a su hermana viuda, a su criada negra y muda (quienes vivían con ella; la segunda, autora del niña adherido al nombre desde la infancia), a algunas beatas circunstanciales y al cura, que la confesaba los domingos en la iglesia para la misa de siete. De ordinario ésta era su única salida. Temprano, rápidamente y sin desviar la vista, caminaba ella las tres cuadras hasta el templo. Se sentaba atrás, en un banco que había junto a un altar lateral. A su lado, la negra muda, como haciéndole custodia. Misas aparte, poco y nada se mostraba. Raras veces aparecía en su puerta atendiendo al lechero o a un verdulero. Y muy excepcionalmente iba algún fin de mes a cobrar su pensión de huérfana soltera en el Banco Nación, trámite que casi siempre cumplía la hermana a la vez que cobraba su pensión de viuda. Por estos hechos se la vio envejecer. Su tupida melena negra, cuyo contraste con la alba piel le daba un atractivo principal, fue el primer tributo que su aspecto pagó a la soledad, en la forma de dos rodetes que no mucho después se volvieron grises. Su alta delgadez perdió la elegancia con que paseara sus sobresalientes títulos : reina de la primavera y reina de la sandía en la juventud, y más adelante, entre los treinta y dos y los treinta y nueve años, amante de aquel temible jefe del cuartel e intendente municipal, el capitán Rafael Dacunda. Una rigidez temerosa se apoderó de ella, una tensión profunda desplazó a la gracia. Sólo vestía ropas oscuras. Las arrugas invadieron su cara.
¿Cuánto Niña Belena añoraba la dictadura? La pregunta rondaba la casa de ochava como un fantasma infame. Seguramente, mientras el resto del pueblo procuraba conocer el destino de sus desaparecidos, reconstruir su dignidad destrozada, contener su odio, en aquella casa se recordaba con ternuras al verdugo y los siete años horrendos que éste ejerció el poder, años que la gente había aprendido a representarse mediante imágenes inseparables de Niña Belena. Niña Belena en el palco de las autoridades durante las ceremonias oficiales. Niña Belena de compras con un soldadito en un falcon verde. Niña Belena entrando a la Municipalidad a media mañana, andar monárquico, ataviada como una estrella de cine. Un colimba pasea los perritos regalados a Niña Belena por el capitán Dacunda. Niña Belena corta cintas inaugurales. Niña Belena baila con el chacal en el Club Social. Y también había un sonido, un inconfundible sonido que ligaba a Niña Belena con el horror y que siguió atormentando los cerebros por mucho tiempo: el rumor del automóvil que atravesaba el pueblo llevando al capitán Dacunda hacia su querida, en la alta noche, cumplida otra orgía de tortura y muerte en el cuartel. Se decía que el capitán era el más cruel durante los interrogatorios, de los cuales se ocupaba personalmente por las noches, dos o tres horas antes de visitar a Niña Belena. Que su saña con la picana eléctrica aumentaba mientras se acercaba la hora de reunirse con su amante, hasta poder transformar a un ángel en el peor conspirador subversivo, como que sus subalternos solían reservarle los presos más duros para el final. Cuando los vecinos oían aquel motor nocturno se preguntaban a quiénes, a cuántos infelices el chacal acababa de convertir en desaparecidos.
Pero poderoso puño es el tiempo, y apacigua cualquier rencor.
Como quedó escrito, en un lustro Niña Belena estuvo libre de los zarpazos del odio, aunque no de la soledad. Se creería que la gente consideró suficiente condena para el futuro aquella terrible soledad que la convivencia con la hermana viuda y la negra (dos sombras) no alcanzaba a disimular.
Quizá lo que ocurrió en su espíritu ocurrió por la muerte de la hermana. Por lo menos, muchos -la mayoría en el pueblo- así lo explicaban, y el corto lapso transcurrido entre dicha muerte y la llegada de las mujeres de pañuelos blancos, suponiendo que éstas acudieron enseguida de recibir el llamado de Niña Belena, corrobora la conjetura. Motivada por aquella muerte, en extrema soledad, Niña Belena empezó a sentir el peso de las confidencias del capitán Dacunda como algo insoportable. Descargar su alma de tales secretos se le habría vuelto una necesidad tan grande como respirar. Una confesión con el cura no le habrá parecido bastante. Y no halló otro modo de aligerar su angustia. (La hermana viuda murió cuando Niña Belena ya sumaba sesenta y pico de años, por una enfermedad fulminante. Pobres exequias tuvo. Ambas manos bastaban para contar a quienes se arrimaron al velatorio y solo cuatro coches formaron el cortejo fúnebre).
Lo cierto es que unos cuantos meses después de haberse muerto la hermana de Niña Belena llegaron al pueblo unas extrañas mujeres. Unas diez, ancianas, y se hospedaron en el único hotel. Llamaban la atención especialmente por los pañuelos blancos que cubrían sus cabezas. Este detalle, sumado a la tristeza reconcentrada en los rugosos rostros, hizo pensar al principio en monjas veteranas. Varias veces en los primeros cinco días las ancianas visitaron a la ex amante del capitán Dacunda.
Al sexto día llegó un moderno automóvil con hombres de apariencia severa y con gruesos portafolios. El vehículo se detuvo frente al Juzgado de Paz y a los pocos minutos se supo que traía a un juez federal y a sus secretarios. A la mañana siguiente comenzó la función.
Niña Belena caminaba adelante. Una desteñida sombrilla al hombro, un largo vestido otrora lujoso, sereno el gesto. Dos pasos atrás iban el juez local, el juez federal, los secretarios. Atrás, las ensimismadas ancianas, con la blancura de sus pañuelos vibrando en la plena mañana, unos policías, unos peones municipales con palas, picos y otras herramientas, y la criada de color, quien ya apenas andaba. Pronto la curiosidad se generalizó en el pueblo y hubo una multitud tras Niña Belena. Cuando ésta se detenía y señalaba hacia un lugar preciso, los secretarios procedían. Si lo señalado era una puerta, un secretario se adelantaba, llamaba y a quien saliera le leía y le entrega una orden judicial.
Así fueron apareciendo los desaparecidos, después de tanto olvido, en sitios que nadie hubiese imaginado jamás. Huesos ya a medias deshechos, algunas calaveras aún con el espanto del último grito. Dentro de las casas, en veredas, en patios, en huertas, en gallineros. En paredes. Bajo el sillón del dentista, bajo la caja fuerte del banco, bajo las butacas del cine, en las aulas de la escuela, en el Club Social, en el prostíbulo, en el probador de la modista. Bajo las mesas donde se comía diariamente, bajo las camas donde se dormía cada noche, en este zaguán, en aquel baño, en este living, en todas partes, en todas partes...

PÁGINA Nº 13 – POETAS ARGENTINOS

Casi en la línea que limita la pobreza.

casi en la línea que limita la pobreza
me mojo los labios con lo que me es dado

algo me dice que todo es bendición
que hasta en el más perfecto caos hay cierto orden

alrededor de esta casa
por ejemplo

en estas cosas pienso
mientras destapo los desagües de la cocina

meto treinta y seis sapos en una bolsita de supermercado
y pienso que en alguna cosa nos parecemos

no tienen la menor idea de a dónde irán a parar
pero aún así cantan-

Sergio Rigazio (Buenos Aires)

Hamaca.

Estoy en cama
(la enfermera
se llama Erminda)
Por la ventana que da al patio,
mi hermana pasa a bordo de una hamaca.
Pasan también las moras, el verano,
las chicharras. Ha de ser octubre,
como esta tarde, o tal vez noviembre,
y el calor agobia, porque mi padre
que llega del trabajo, se ha soltado,
cosa extraña, la corbata. Yo estoy
en cama. Y Ana pasa alegre,
viva, a bordo de la hamaca.
Habrá sido de vidrio el aire,
como esta tarde.

María Teresa Andruetto (Córdoba)

Sosiego.

Otra vez termina un día,
otra vez apenas
hoy, horas, pasos

un aliento
y detrás, en la espalda,
la desnudez de lo que ya
he muerto.

Otra vez otro aliento y
sin porque,
y tal vez sin mí,
este callado gracias que se abre noche,
este silente amén que lo recoge todo.

Hugo Mujica (Buenos Aires)

I

Esa pantera negra que me habita
y que aguarda en un rincón oscuro
para quemar tu corazón cuando te vas
sabe que si la destruyo moriré con ella
a poco tiempo del delito.
Dice que sólo quema tu corazón cuando te vas
aunque vos no sepas que te vas
y que tu cuerpo es una sombra azul
que invento cada noche sobre el lecho.

Sonia Rabinovich (Córdoba)

De amores suburbanos.
4
Cerraron el ciber.
La gente escandalizada
de tanto sexo al costo punto com
salió a comprar caricias por dos pesos
y besos sinceros
en tres pagos con tarjeta
sin recargos menos IVA.

Esteban González (Chaco)

La patota.

Así, de pronto,
en medio de la fiesta,
del rock, del rap, del crash,
el homo sapiens se desnuda.

Husmea, demarca el territorio,
y con airadas manos recupera su hacha.

Bestia plural, compacta,
la patota despliega su dominio,
acorrala a su presa.

Con infinitos pies,
con infinitos puños,
con sus arcos y flechas, con sus viejos garrotes,
con sus 45,
la bestia numerosa desmantela,
desangra a la fragilidad.

Y aunque indiferente o recelosa,
la patota es esclava de una honda pulsión;
con anónimo rostro hace saber quién es:
borbota su rugido,
ese almíbar impune que atraviesa los tiempos.

Y ahí, en la vereda, puro estorbo,
yace el muchacho aquel que sólo fue a bailar,
una noche cualquiera,
a comienzos del siglo Veintiuno.

Máximo Simpson (Buenos Aires)

La palabra.

Sin tu voz somos
Nunca
Nadie Nada.

Sólo palabras.

Sin tu silencio somos
raíz de escarcha.

Ana Emilia Lahitte (La Plata)

PÁGINA Nº 14

Nos.

Por Julián Gustems (Barcelona)

Como sea que el muchacho llegaba algo tarde, la Reina empezó a impacientarse. Había perdido la hora de la peluquería y eso era imperdonable. Se dirigió al Rey y a los Afables, gritando su desconsuelo.
“¿Quién se ha creído que es este infeliz?” - sus gritos retumbaban entre los muros. - “Cuando llegue le dais diez latigazos”.
Pero al verle se le dulcificó el rostro.
El joven llegaba sudoroso, con grandes muestras de desconsuelo. Iba acompañado de frailes, sanadores y vicereyes, Afables y señoras de buen ver. La Reina apreció la belleza del muchacho y lamentó ser vieja y ser Reina, porque ambas cosas impedían soñar con noches de luna, perfumadas de jazmín. Pero era vieja y Reina y debía contentarse con las manos rugosas del Rey. Así era la vida y así debía aceptarla, pero era en menoscabo de sus sueños de mocita cuando allá en su tierra se le llenaba el pecho de misterios.
La Reina suspiró y se entregó al diálogo.
- “Vais bien acompañado” – indicó.
- “Así es mi Reina y Majestad. Pero si me siento feliz es por poder veros tan hermosa” – mintió el muchacho. Y añadió: “Me olvidé de traeros rosas, pero os traigo algo mejor, os traigo un nuevo mundo”.
El muchacho extendió sus planos sobre las rodillas de la Reina.
- “Aquí está la China, la India y el país del azafrán” – comentó, señalando con su dedito el mapa cartapacio…
- “¿Y Ávila, dónde está Ávila?” – preguntó la señora Reina.
- “Aquí está Ávila “ – aseguró el mozo. - “En este puntito vagabundo está Ávila”.
La Reina no le dio validez pero dijo: - “Bien” - para quedar como una señora.
La Reina suspiró profundamente, se admiró de que en un papel cupieran tantos países, incluso su Ávila querida, miró al Rey Su Señor, miró a los Afables y al final se dirigió al capitán de los frailes:
- “Dice el muchacho que va a darme un mundo”.
El capitán de los frailes alzó la mirada al cielo, se tocó el pecho y dijo que sí, que la China y la India y las Bahamas.
- “Pero la expedición costará sus dineros” – sugirió la Reina.
- “No tantos como darán los beneficios de su regreso. Traerá oro y plata y alguna cosilla que agradará a la Reina Nuestra Dama y Señora.”
- “La expedición la pagarán los judíos y costará mucho menos de lo que se piensa, para mis condominios bastarán un par de puercos y dos barriles de vino” – exigió el muchacho.
- “Pero habrá que abastecer a la marinería” – sugirió la Reina.
- “La marinería comerá de lo que pesque” – aseguró el muchacho.
La Reina volvió a sucumbir a la dulzura de sus palabras.
- “Sea”. – sentenció. - “Se prepare el viaje a la China”.
Preguntó de dónde era el mancebo.
- “No se sabe de cierto pero parece ser que es catalán. Habla muy mal el castellano”. – indicó el capitán de los frailes.
- “¿Catalán?” – preguntó Nuestra Señora la Reina. Y agregó – “¿No es de ese país que siempre está reivindicando tonterías?”
- “De ese sitio es el mancebo” - aseguraron los Afables.
- “No importa. Que se haga el viaje sin más demora. Y que así quede escrito” – sentenció la Reina.
Así quedó escrito y así pueden leerlo algunos pocos privilegiados que saben leer los librotes de piel de cerdo que se guardan en algunas bibliotecas del país, libros encerrados en encerados armarios de caoba. A la orden de la Reina se preparó la expedición que fue de once naves, con sus marineros, capitanes y rameras. Se alzaron a la aventura de los mares, enarbolando los estandartes de la tierra de castillos, cantándose, junto a las oraciones, lindas jotas patrióticas.
El encuentro con los monstruos marinos no se cuenta en la crónica de aquellos tiempos pero se sabe que ocho de las naves fueron arrastradas al fondo de los mares sin darles tiempo a decir “Amén”, que era la palabra más pronunciada en aquel siglo. Por fortuna llegaron a la costa de la China tres de las naves flotadas, en una de las cuales iba el mozuelo de los descubrimientos. Se tardó en llegar a las costas de la China porque era un país del que sólo conocía su folklore, o por decires de los juglares. Al divisar la China los marineros se afeitaron las barbas, se vistieron con sus mejores prendas y saltaron a tierra. Los nativos les esperaban con gran regocijo pero al verles vestidos con tanta elegancia no pudieron contener sus risas.
- “¿De dónde sois ustedes?” – les preguntaron los chinos.
- “Venimos de la Iberia” – respondió nuestro muchacho – “¿Ustedes son todos de aquí? ¿De dónde se llegaron?”
- “Nosotros no hemos llegado pues siempre fuimos de aquí” – le respondieron con malas caras – “Nosotros somos los indios.”
- “¡Los indios!” – gritaron los peninsulares con entusiasmo.
A los nativos no les hizo gracia tanto griterío, pues estaban acostumbrados al silencio de las selvas.
Pero decidieron ser amables con los recién llegados y les dieron la bienvenida, los frailes empezaron a canturrear sus sermones y a darles – como agradecimiento – carcomidas piedras de Cuenca. Y también - ¡cómo no! – sedas y cruces de esparto.
Para celebrar el acontecimiento se preparó una suculenta comida a base de ajos cocidos, patatas a la pobre y zanahoria de Logroño. A los chinos la comida les pareció algo imposible de superar pero, para corresponder, ofrecieron cerebros de mono y filetes de tiburón.
El muchacho se presentó como almirante y sucumbió a los encantos de una india. El resto de los marineros también sucumbió.
De regreso llevaron tomates diminutos como perlas, ratas enormes, tabaco y ron. Todo lo cual iría a parar a los placeres reales.
La Reina se sintió feliz de ver de nuevo al muchacho. Volvió a soñar con dulces praderas y anchos desfiladeros donde el perfume de la menta se imponía. Se sentía más joven y atractiva y aunque no se atrevía a confesárselo, ligeramente arrastrada a mil pensamientos pecaminosos. Pero sobre los ensueños imperaba su obligación de Reina y Madre de las Iberias y Reina, además, de la recién descubierta China.
Por esto, en vez de hundirse en tristes cavilaciones se dijo que la China y la Cochinchina bien valían el sacrificio de su fidelidad.
Pensó que, sin ella, aquel catalán y la China y la Cochinchina y las enormes ratas y el tabaco y el ron hubiesen estado sin ser descubiertos durante siglos y siglos y que bien valían los descubrimientos de las patatas y los reducidos tomates porque con ellos, y gracias a ellos, los restaurantes podrían, en un futuro, ofrecer platos exquisitos.

PÁGINA Nº 15

Me piden una nota para “La Gaceta Literaria” y extraigo este texto de hace unos años, escrito luego de la experiencia emocionante de haber asistido al velatorio de un artista excepcional cuya pintura admiré desde que ví un primer cuadro suyo. Quiso la suerte que yo estuviera entonces en su ciudad. Y así lo viví.

GUAYASAMÍN EN “VASIJA DE BARRO”
El pintor de la ira, la ternura, y los andes ecuatorianos.

Por Olga Zamboni (Misiones)

«Pintar es una forma de oración al mismo tiempo que de grito.
Es casi una actitud fisiológica y la más alta consecuencia del amor y de la soledad.
El artista no tiene modo alguno de evadirse de su época, ya que es su única oportunidad. Ningún creador es espectador; si no es parte del drama, no es creador.»
Oswaldo Guayasamin


Marzo de 1999 fue un tiempo de pérdidas: en una misma semana callaron la pluma de Bioy Casares y el violín maravilloso de Yehudi Menuhin; poco antes el poeta ecuatoriano Pedro Jorge Vera y el cineasta director de Odisea del espacio; y, el 10, Oswaldo Guayasamin, artista plástico mestizo y quiteño -su nombre significa en quichua “ave blanca volando”- que plasmó en tres etapas una obra monumental en pintura y escultura. Y así las denominó: “Huacayñan: El Camino del llanto”, “La Edad de la Ira” y “La Edad de la Ternura”, documento vivo de reclamo social por los desheredados y al mismo tiempo una altísima cima de arte acendradamente latinoamericano y por ello mismo universal. Un arte que –siempre lo vio así- es combate:
“Esta es mi forma de luchar” -dijo. “Mi pintura es para herir, para arañar y golpear en el corazón de la gente”.
Quisieron las circunstancias que yo estuviera entonces en Quito, había viajado para el encuentro “Palabra de escritor en la Mitad del Mundo”. Había pensado conocerlo personalmente, ya que una vez anterior sólo -y era bastante- había admirado su magnífica obra en museos y en la Casa-Fundación que lleva su nombre. Lejos estaba de imaginarme que ahora lo vería, sí, pero en el féretro, con expresión tranquila en su atezado rostro, elegante en la muerte de un traje marrón claro de hilo. Rodeado de cuadros, hijos de su genial imaginario, de dolorida solidaridad para con el mundo indígena americano del que formaba parte, y de los otros, sus numerosos hijos carnales. Algunas coronas, entre la que se destacaba una de Fidel Castro; otras de curiosa factura: flores secas pintadas artísticamente. Personalidades y gente de pueblo.
Llegar al salón donde descansaba su cuerpo fue de una emoción inenarrable. A lo largo de la entrada por un jardín, rosas hincadas en tierra a modo de señalero. Y una fuente, con aguas inundadas de pétalos de flores. Un cantor al son de su requinto entonaba una triste melodía andina de adiós al maestro. Allí, en el silencio atónito: Guayasamín había muerto a los 79 años, en Baltimore, de un sorpresivo y fulminante ataque al corazón cuando nada hacía esperar tal fin y su última obra monumental, la “Capilla del Hombre”, quedaba inconclusa.
Yo meditaba, emocionada, ante las dramáticas manos de sus “Hijos de la Ira”, ante la ternura desgarradora de una ”Piedad” colocada en la pared tras el féretro, ante uno de sus Autorretratos, al frente del salón, en aquellas palabras de Pablo Neruda a propósito de Guayasamín:
“Pensemos antes de entrar en su pintura, porque no nos será fácil volver”.
(Efectivamente, una vez visto algún cuadro suyo, será difícil olvidarlo).
Y de pronto, fue un rumor entonado, que en colorida procesión inundó el recinto. Callamos más concentradamente aún para percibir hasta el mínimo movimiento: el de las voces, portadas por indígenas pertenecientes a todas las etnias del Ecuador; allí estaban con sus trajes típicos, velas encendidas en las manos y los mil y un gestos de un ritual quizá milenario para despedir al amigo, al artista y al hombre. Distinguimos en el canto unas palabras:
“Taita Guaya, taita Guaya” (“Padre Guayasamín”)
Asistíamos a un ritual sobrio y sentido, emocionante, en que el arte y los colores andinos de pueblos aborígenes ecuatorianos tributaban, de un modo nunca visto por mí, las honras fúnebres al Maestro y que no era, para nada, un espectáculo fabricado o convencionalmente folklórico, nada de eso.
Luego, nos presentaron al poeta Jorge Enrique Adoum, su gran amigo, quien pronunció sentidas palabras en el sepelio:
“Yo no vengo a hacer el elogio de Oswaldo sino a enterrarlo. Vengo a enterrarte, Hermano, como tú querías y quisimos todos una vez frente a un cuadro tuyo: en el fondo oscuro y fresco de una vasija de barro”
Y entonces nos enteramos de cómo fue gestada esa bella canción oída tantas veces en la voz de Mercedes Sosa y de Los Andariegos sin haber conocido jamás su historia. “Vasija de Barro”, la canción que todo el pueblo, en coro espontáneo, entonó cuando llegaron los restos del Maestro al Aeropuerto Mariscal Sucre de Quito y posteriormente en su sepelio:
Yo quiero que a mí me entierren como a mis antepasados
en el fondo oscuro y fresco de una vasija de barro.
De ti nací y a ti vuelvo, arcilla, vaso de barro
con mi muerte vuelvo a ti, a tu polvo enamorado
“Vasija de Barro” había sido creada en conjunto por Guayasamín, los hermanos Valencia, Benítez y el propio Adoum, quien nos contó cómo nació la idea, en una de las habituales reuniones de amigos, a partir de un cuadro del pintor, y luego la composición -compartidas letra y música- de la canción que fue cantada después en todo el mundo.
Y justamente de canciones se trataba el grandioso espectáculo que en 1996 se realizó durante tres días consecutivos bajo la denominación de “Todas Las Voces”. En él participaron cantantes de todo el mundo como Alberto Cortez, Joaquín Sabina, Luis Eduardo Aute, Ángel Parra, Silvio Rodríguez, Inti Illimani y nuestros compatriotas Mercedes Sosa, Fito Páez, León Gieco, Víctor Heredia, Piero y César Isella.
El motivo de este evento fue buscar adhesiones para el último proyecto del artista que ocupó sus últimos veinte años de vida: “La capilla del Hombre”: queda como sueño inconcluso. Un homenaje a la América precolombina y un llamado a echar abajo las fronteras que separan a los pueblos y establecer entre ellos verdaderos lazos de amistad. Está inspirado, según Guayasamin, en el Templo del Sol construido hace tres mil años e incluiría representaciones de hechos y costumbres, hombres y dioses del pasado indoamericano. Queda a ser completado por sus discípulos.
Guayasamín sobresalió como muralista y aun en sus pinturas es dable observar notas de muralismo. En 1982 se inauguró uno de 120 metros en el Aeropuerto de Barajas, en Madrid; otros están en el centro cívico de Guayaquil y en la sala de sesiones del Parlamento ecuatoriano, testigo de la toma de posesión, en 1988, del presidente Rodrigo Borja, a quien pudimos ver en el velatorio. Este último mural mide 360 metros cuadrados.
Cuando salimos de la Casa, en una altura, allá abajo caía la tarde sobre la ciudad de Quito, la misma que Guayasamin pintó en azul, en rojo, en gris. En el Ecuador crisis de crisis. Los Bancos han cerrado sus puertas, han congelado los depósitos, hay huelga de taxis; su moneda, el sucre, está devaluadísima. Y Guayasamin ha muerto. Estamos tristes. Miramos las montañas. Más allá se alza el Volcán Pichincha, que mantiene su “alerta amarilla”. Leemos un graffitti:
“Qué explotará primero, señor,
el Pichincha o el pueblo de Ecuador”)

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Manzanas de caramelo.

Por Irma Verolín (Buenos Aires)

No visitaba a mi tía sólo para comer aquellas manzanas, ni siquiera para contemplar de qué modo ella ocultaba el verde agua bajo una íntegra capa de marrón dorado. Iba a su pieza también para escucharla. O tal vez para escucharla nada más. Los sábados especialmente los sábados, yo aparecía por la pensión. La encontraba, por lo general, recostada en su cama, abanicándose con un papel de diario en verano o emponchada con la manta gris en invierno. Sobre la mesa ella ya había puesto, junto al Primus, un paquete de azúcar y unas cuantas manzanas. Me daba un beso, ridiculizaba mi acné y luego decía la frase de costumbre: los granitos se van si viene un novio; de lo contrario hay que esperar que termine la adolescencia. Después ella permanecía de espaldas a mí, frente a la pequeña olla sometida al fuego debilucho del Primus que oscurecía lentamente la precipitada lluvia de azúcar.
Primero mis dientes atentaban contra la película endurecida. El ruido resquebrajoso, casi igual al de las puertas de goznes desaceitados, me repercutía dentro de la cabeza. A veces algunas esquirlas puntiagudas me lastimaban el paladar, pero por suerte la saliva no tardaba en deshacerlas. Entonces mi mano, la que sostenía el palillo pegajoso, se aflojaba un poco. Después masticaba el centro. Yo detestaba aquel centro blanco, brillante, ácido, que no hacía otra cosa que estirarme la línea de los ojos y fruncir mi nariz. En fin, me apresuraba a devorarla y le entregaba a mi tía el palillo que ella introducía en la segunda manzana.
Más de tras manzanas, o quizá cuatro, me era imposible comer. Tía agitaba la cabeza con movimientos chiquitos, hacia la derecha y la izquierda, como diciendo: mirá qué estómago insignificante tenés ¿eh?...¿no comés más? Del movimiento de cabeza pasaba a la pregunta consabida: estaban ricas? Sí, tía, riquísimas. Y yo ya no dudaba de que ella iba a hablar a más no poder. Sabía, además, que sus relatos repetían un orden que comenzaba con la evocación del carnaval del cuarenta y nueve. Con una mano libre para adornar sus palabras y con la otra haciendo jarra sobre su cintura, rememoraba, entonces, aquel carnaval. En media hora se había inventado, con un vestido viejo, un traje de mascarita. Todo era cuestión de ingenio. De más está decir que el vecino, el de la otra cuadra, no sospechó, ni por asomo, que la mascarita que enronqueció su voz durante toda la noche, había sido ella. Es que los antifaces tenían velo. Cuando mi tía llegaba a esa parte de la historia, la sonrisa, iniciada en su boca, se le desparramaba por la cara. Le coqueteé, sí, le coqueteé, me decía levantando los hombros, y el muy atolondrado no se dio cuenta, ¿sabés por qué no me casé con él?, porque era petiso. No me gustan los petisos, vos sabés. A pesar de lo jovencita que yo era en el cuarenta y nueve, ya estaba enterada de que un petiso te quiere mandar. Acordáte de lo que te digo, un petiso es un inseguro de tres por cinco. Mirá lo alta que soy. Enseguida veía las piernas altas de mi tía subiendo a la mesa. Desde allí, blandiendo el palillo pegajoso de la manzana comida, lanzaba carcajadas. Carcajadas de puta de baja estofa, diría mi abuelo. Se reía mucho y sin bajarse de la mesa enumeraba la lista de pretendientes que desechó. El judío con plata, blanco igual que un papel secante y, por si fuera poco, lampiño. El fesa que amasaba los ravioles con cara de galleta de campo. Don Juan, el ferretero, oxidado como los tornillos que vendía. El capataz de nariz colorada. Y el chacarero. ¿Cuál chacarero, tía? ¿Cómo no te acordás?, el que tenía la hermana paralítica. Ah, sí, ya me acuerdo.
De la vida de tía toda la familia estaba al tanto. Ella misma se encargaba de divulgarla. Que trabajó en la fábrica desde los quince años, que la echaron, que fue empleada doméstica, que cobró para acostarse, que un folklorista la engrupió con la promesa de ponerle una casa: muebles, cortinas, vajilla, todo lo necesario, hasta que se esfumó con guitarra y bombo y nunca más se supo. También que tuvo que hacerse diecisiete abortos. Yo conocía los pormenores, ella me los contó. Cada uno duró ocho minutos exactos. Duele, sí, y yo miraba el reloj. Un reloj cuadrado con números romanos. Por eso sabía cuándo el asunto estaba por terminar. Ocho minutos. A la mañana y en ayunas.
Los gestos de mi tía fueron siempre exagerados. Cejas alzadas, ojos en blanco, manos hacia cualquier parte. Tengo la impresión de que sus conversaciones lograron atraparme durante los últimos años de mi adolescencia, casi todos los sábados, porque con esos gestos ella creaba la intriga y el suspenso. Hasta se me ocurre que sus tonos de voz no significaban demasiado. Una tarde me dijo: A veces pienso que si me hubiera casado mi vida no sería así. ¿Cómo así?, le pregunté. Así, me contestó, mientras, separando una mano de la otra, miraba la distancia entre mano y mano. De esta confesión hará más o menos seis meses, la última vez que la visité. Ahora, con los ojos clavados en el aluminio percudido de la pava, acaba de decirme: estoy en amoríos con un separado, quince años menor que yo, qué me contás. Es locutor de radio, horario nocturno. Viene aquí a la mañana tempranito. La dueña de la pensión anda pregonando que me va a echar, que éste no es lugar para esas cosas. Tendrías que verla, dice "cosas" y arruga la nariz como si estuviera oliendo mierda. Tía, ahora, hace silencio y yo miro la jaula y advierto que, desde que se le murió el canario, a ella le ha recrudecido el buen humor. La observo: agarra la manija de la pava como resistiéndose a acariciarla. Sus uñas, en las que restos de esmalte diseña contornos de mapa, desaparecen detrás de la manija negra. Su cara, en un segundo plano y allá, del otro lado de la puerta, el patio con las macetas vacías. Ahora el pico de la pava se inclina medio desesperado y los ojos de mi tía le lanzan guiños imperceptibles a la jaula desocupada del canario. Estoy viéndole la punta de los dedos en un primer plano que pone en evidencia que se le termino la acetona hace, por lo menos, dos semanas. La pava echa por el pico vapores desconsolados mientras los ojos de mi tía se estiran, de tanto en tanto, hacia el patio.
Yo sigo mirando la pava o sus uñas. Ella me está diciendo que recibe cartas de un admirador. Es un antiguo admirador que no anda escaso de recursos. Tiene dos casas alquiladas y un coche. No te voy a mentir, me dice, el coche no es un último modelo, pero lo tiene hecho un chiche. Hace años que le escribe y a veces la viene a visitar. ¿Es morocho, tía? A vos siempre te gustaron los morochos, le digo. Es castaño, me contesta, y tiene canas en las sienes; eso le da un aire interesante.
Tía, ahora, ceba el mate con una parsimonia casi trágica. Vuelvo a mirarle las uñas y me acaricio automáticamente la mejilla. Para esquivar el espectáculo deplorable de sus uñas le miro la cabeza; no se peinó. Son las cuatro de la tarde y todavía no se peinó. Y me dice: se vienen los calores, estamos en octubre... ¿Y vos en qué andás?. En lo de siempre, le contesto, escribo. Inventa una mirada de simulado horror y dice: ¿escribir? ¿se puede saber qué escribís? Cuentos, escribo cuentos, tía, me escucho decir. Entonces escribís mentiritas, mentiritas... ¿otro mate? Sí, tía, gracias. Descubro en su cara una sonrisa plácida, de labios pegados, dulce, apenas insinuada: una sonrisa que junto con las cejas levemente alzadas ponen en mi tía algo parecido a un mensaje que podría ser el siguiente: ya comprendo, ya no hay nada que hacer, así todo está bien. Me doy cuenta de que ha hervido el agua y se lo digo. Ella, con la pava en la mano, busca en el cajoncito de la mesa de luz la llave del baño, abre la puerta y se va.
(Antes ella me aseguraba que una mujer a los treinta años consigue cualquier cosa, siempre y cuando no sea un bagayo. Cómo lo voy a olvidar: ella entonces tenía treinta años y solía acariciarse la mejilla con el dorso de la mano pegajosa por el caramelo de las manzanas. Acordáte, a los treinta una mujer ya tiene experiencia y no está fané todavía. No hay pergamino acá, me decía, señalándose la cara) Tía está otra vez sentada frente a mí. Ha hecho un batifondo terrible con la puerta, con la silla, con el Primus. El me manda cartas, escucho que me dice, me escribe cartas, pero yo no se las contesto. ¿Por qué no se las contestás, tía? No hay que darle demasiada bolilla a los tipos, me asegura, porque se engrupen. Le pregunto cómo se llama el tipo y tarda en responderme. Después dice: se llama Pedro. Pienso que en el caso de que Pedro exista debe de escribir con faltas de ortografía.
Ahora mi tía mira el mate con cierta consternación, pero sin perder demasiado tiempo suelta un gritito histérico y con una actitud desafiante me dice: no te conté que el verdulero anda chusco detrás de mí. ¿Cuál verdulero, tía? ¡Mirá la pregunta que me hacés!, el de la esquina, me aclara, como dándome a entender que soy estúpida, desmemoriada o no sé qué. ¿El viejo?, le pregunto. No es viejo, che, es un tipo maduro, me dice, enojada. Y no es que quiera hacerla rabiar, en realidad no tengo la menor idea de qué verdulero habla, por eso insisto: ¿cuál? Y agrego: ¿El turco que vive con la madre? Sí, sí, sí, me dice con fastidio, turco es pero la vieja no tiene para mucho; está consumidísima la pobre. Como no puedo compadecerme de la madre de quien no conozco, le pido a mi tía que le ponga tanta azúcar al mate. Creo que nada más que para devolverme el reproche me pregunta: ¿Y se puede saber qué vas a conseguir escribiendo cuentitos? La miro y no le contesto. Ella se levanta, camina, me da la espalda y se apoya suavemente en el marco de la puerta. No hay un solo malvón en las macetas y yo imagino que ahora ella piensa en eso. Le adivino los ojos buscando algún malvón en las macetas despintadas. No mueve la cabeza, supongo que ni siquiera pestañea, sin embargo sé que dentro de un rato, sin darse vuelta y con un tono de voz entre maravillado e interrogativo, me va a decir si me acuerdo de cuánto

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Sin SOS hasta SDM es HDP.

Por Rogelio Ramos Signes (Tucumán)

Con la vertiginosa carrera del tiempo (potenciada de manera desaprensiva en estos últimos años) el lenguaje escrito, y hasta el hablado, han sufrido numerosas modificaciones. Esto no sólo se debió a la incorporación de lunfardismos, barbarismos, neologismos y germanías de toda laya, sino también a la adopción de siglas y de cifras por parte del periodismo, en primer lugar, y de la lengua con la que a diario nos comunicamos.
La sigla («letra o signo que se emplea como abreviatura de una palabra» según los diccionarios de figuras filológicas) se ha incorporado a la lengua activa como símbolo de premura en las comunicaciones. Así lo aceptamos, así lo entendemos y, por supuesto, lo decimos mal. Mencionamos algo tan simple como una SRL (Sociedad de Responsabilidad Limitada) y damos por sentado que es «una sigla», cuando en verdad deberíamos hablar de «siglas», ya que SRL está compuesta por tres siglas: la ese, la ere y la ele.
Hace algunos cientos de años esto de las siglas no era muy frecuente, tal vez porque no habían tantas sociedades, entidades y agrupaciones que requirieran de una denominación más breve. Se usaba en los documentos oficiales, sí, aquello de SDM (Su Divina Majestad) y alguna otra zalamería ya caída en desuso, como MPS (Muy Poderoso Señor) o MSM (Muy Señor Mío); pero todo lo que ha crecido esa costumbre en estos tiempos, es algo que apabulla a cualquiera.
Sucede que cada grupo, por razones operativas, incorpora sus propias siglas al hablar cotidiano. La desazón se genera cuando la comprensión de esas siglas se da por sobreentendida e intenta incorporárselas en otro ámbito. De esta manera es como a diario (y en los diarios, vea usted) nos encontramos con textos que nos hablan del PBI, de los ATN, de las AFJP e inclusive de la CAME, gracias a los eficientes servicios de SNI, ANSA, DYN y DPA. Perdón. Creo que ya hace largo tiempo que me perdí en esta maraña de palabras sigladas que mucho pretenden y poco explican.
Antes era más fácil. Estaba la CGT (Confederación General de Trabajadores), estaba la AFA (Asociación del Fútbol Argentino, y alguna vez Amateur Football Association), estaba el rótulo latino INRI (Iesus Nazarenus Rex Iudaeórum) que llegó a usarse como palabra, estaba el QEPD de las necrológicas (que en paz descanse), pero llegó el ACA y la ACA (Automóvil Club Argentino y Acción Católica Argentina, respectivamente) y la AAA (Asociación de Actores Argentinos) y su homónima AAA (Asociación de Árbitros de la Argentina) y su recontrahomónima AAA (la tristemente activa Alianza Anticomunista Argentina, luego llamada Triple A para diferenciarla de las dos anteriores que nada tenían que ver con esa lacra). Y así fue como la popularísima SA (Sociedad Anónima) quedó corta y necesitó de una SACI (o SAIC) y de una SACIF y de una SACIC y hasta de una SACIFIA. Luego llegó la SH (Sociedad de Hecho) con una finalidad algo más casera. Y así como en alguna época un funcionario de mediano rango no podía preciarse de tal si no inventaba y ponía en circulación su propia planilla, hoy en día ya casi es imposible ir a tomar un café con un amigo si no le ponemos un nombre (una sigla, ¿vio?) a nuestro acto compartido.
Algunas veces los nombres se deciden buscando una sonoridad: ALCO (Anónimos Luchadores Contra la Obesidad; es decir Gordos Anónimos) y otras veces decididamente no: UTGRA (Unión de Trabajadores Gastronómicos de la República Argentina), tanto como para dar dos ejemplos que son las puntas opuestas de un mismo ovillo: la comida. Asimismo están los que buscan una palabra existente y con sentido en sí misma, para luego desmenuzarla en siglas. Ese sería el caso de HIJOS (Hijos por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio) que es toda una declaración de principios; pero también sería el caso de un grupo de rock llamado ANIMAL, cuyo significado deliberadamente desconozco, y que nada (pero nada) tiene que ver con el maravilloso grupo inglés Animals de los años ‘60.
De la misma manera en que hay siglas aceptadas desde siempre, por países de diferentes lenguas, como el SOS (Save Our Souls) para pedir ayuda, hay otras como NATO y AIDS, que son usadas en su metátesis castellana OTAN (Organización del Tratado del Atlántico Norte) y SIDA (síndrome de inmuno deficiencia adquirida), sin preocuparnos demasiado, en este último caso, por no haber sabido que ya había una SIDA anterior (Società Italiana di Assicurazioni) sin relación alguna con el otro tema. Pero, inicial más inicial menos, sabemos que la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura es la UNESCO, y que el Fondo Internacional de Emergencia de las Naciones Unidas a Favor de la Infancia es UNICEF. Aunque las letras en nuestro idioma no coincidan, es el sentimiento lo que debe coincidir.
¿Recuerdan ustedes el noticiero UFA (Universal Film Aktiengesellschaft)? ¿tienen presente la WATA (World Association of Travel Agencies) que no guarda ninguna relación con cierta panza sudamericana? ¿saben que existía ABRACADABRA (Abbreviations and Related Aeronyms Associated with Defense Astronautiques Business and Radio-Electronics) en extraña conjunción de cifra y de lo que venga? ¿escucharon hablar del BRUTO (Brussels Treaty Organization)? ¿imaginaban que CAFTA (Central American Free Trade Association) nada tenía que ver con la cocina árabe, y que en la SED (Sociedad Española de Difusión) no encontrarían bebidas? ¿sospechaban que la COCA (Cooperativa de Olivicultura, Citricultura y Agraria Concordia, de Entre Ríos, Argentina) no estaba relacionada con la droga ni con las gaseosas ni con Isabel Sarli? ¿intuían que NITO (Norges Ingeniör Og Teknikerorganisasjon) podía ser el diminutivo de Mariano? ¿creían que el PUS (Paysan d’Union Sociale) requería de un desinfectante, que OSA (Ontario Society of Artists) terminaría en un zoológico, que NATA (National Aviation Trades Association) iría a parar al colador, o que el CID (Criminal Investigation Department) era una oficina relacionada con las campañas bélicas de don Rodrigo Díaz de Vivar? ¿qué me dicen de la FIFA (Féderation Internationale des Foot-ball Associations)? al menos ¿qué me dicen de la primera vez que escucharon nombrar a la FIFA? Todos los malpensados se equivocaron. Se equivocaron de cabo a rabo; porque CABO, tal vez, quiera decir Comando de Asistencia Bengalí Obligatoria, pero no es seguro; y RABO, Residuos Arábigos Bordados en Oro. No sé. Estoy improvisando, ya que todo es posible, salvo dar por sentado a quien todavía sigue en pie. Hasta no hace mucho PC sólo quería decir Partido Comunista, pero hoy en día casi todos tienen una PC (Personal Computer) en su casa, aunque algunos detesten a los comunistas, amen el american way of life y suscriban a las tradiciones occidentales y cristianas.
Los especialistas en el tema aseguran que las mejores siglas son las de tres letras, pero no las que forman en sí mismas una palabra pronunciable (USA, CAT, NOA, IVA, OCA, TOP, UFO, UOM, TIA, NEA, ONU, ALA, COB, CIA, UTA, FUA, VIP) porque eso sería algo rebuscado; sino las que deben ser pronunciada letra por letra (sigla por sigla) a saber: ADN, BCG, HBO, TNT, DNI, PRT, DGI, LSD, BBC, IBM, TDK, ATC, KGB, FMI, JVC, PCI, EPS, BMW, BGH, PVC. Y como la voz de los entendidos no debe ponerse en duda, es que concluye aquí (con timidez y respeto) este texto de RRS, hijo de RRD y de FST, amigo de EDG para más datos, y con las formalidades del caso. Atentamente. SSS (Su Seguro Servidor).

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Navidades.

Por Alfredo Di Bernardo (Santa Fe)

Atardece, y la peatonal es un vaivén incesante de gente que circula cargando bolsas y paquetes de todos los tamaños y colores. Desde las vidrieras, la figura omnipresente de Papá Noel con sus renos y su trineo incita a comprar regalos. Y los transeúntes se esmeran en obedecer su insistente mandato comercial. Lo curioso es que sus rostros no reflejan signos de felicidad. Parecen preocupados; se muestran apurados. ¿Y la alegría pura del regalar?
"Allá están más baratos", dice una señora por aquí. "¿Viste ése que funciona a batería?", entusiasma un caballero a su hijo por allá. "Má, yo quiero ése", decreta un pequeñín a babor. "Esas Nike son una masa", se engolosina un adolescente a estribor. "A papá las de poliéster no le gustan", le explica a su hija una mujer de finos anteojos negros. Palabras, retazos de conversación monotemática que voy pescando a medida que me desplazo con dificultad entre el gentío.
El viento norte arrastra el sonido de las campanas de la Iglesia del Carmen. Nadie parece escucharlas. Será por eso que suenan casi afónicas, como si supieran de antemano que es inútil, que los humanos que pueblan la peatonal no habrán de recordar debidamente cuál es la razón que dos mil años atrás, originó el inminente festejo. Ingrato destino el de mártir, pienso. Alguien se toma el trabajo de ofrendar su propia vida para salvar a toda la humanidad, y veinte siglos después, los salvados celebran su nacimiento con una orgía consumista-gastronómica a la que ni siquiera lo invitan.
Una promotora muy simpática me sale al paso para ofrecerme, por enésima vez en los últimos diez días, dos celulares al precio de uno. Me pregunto cómo reaccionaría si le contara lo que venía pensando. Desisto de la idea; después de todo la chica simplemente está cumpliendo con su trabajo. Por enésima vez en los últimos diez días, digo que no y sigo mi camino.
Doblo por Lisandro de la Torre hacia el oeste, cruzo San Jerónimo, llego a 9 de Julio, cruzo otra vez, giro hacia el sur. El mismo calor, la misma humedad, otros sonidos. Pero haber dejado atrás a la marea compradora de gesto tenso me brinda una clara sensación de alivio.
Por un costado de la calle avanzan dos chicos. No deben tener más de 10 años. Uno lleva puesta una camiseta de Colón devaluada por sucesivas intemperies; el otro viste una remera que quizás alguna vez fue blanca, pero ahora presenta un color indefinible. Entre los dos, van empujando una mezcla de carrito y carretilla sobre la que viajan, amontonados, algunos cartones y bolsitas de residuos bamboleantes. Paisaje repetido; a nadie sorprende el espectáculo. Yo mismo, al principio, los miro sin prestarles mayor atención. Pero justo cuando pasan a mi lado, escucho que el de Colón le dice al otro: "uh, ¿sabé qué bueno si llegamo a encontrá un tacho grande, todo lleno de basura?". El pibe grafica su ilusión con un movimiento redondeado de la mano, como si acariciara el lomo de un gran animal invisible. Y hasta le brillan los ojitos al decirlo. Inevitablemente, pienso en el desfile de bolsas y paquetes que acabo de ver en la peatonal. Comparo las expectativas que circulan, paralelas, aquí y allá, separadas por sólo doscientos metros de distancia, y me asombra asombrarme todavía al comprobar la lejanía sideral que divide a las unas de las otras.
Los chicos del carrito-carretilla siguen andando hacia el norte, en busca de su sueño cartonero. Me dejan, sin siquiera sospecharlo, esta flamante tristeza, esta impotencia de saber que no puedo hacer por ellos más que ponerme a escribir este relato.
(Quizás Papá Noel los tenga en cuenta y ponga en su camino las sobras de un almuerzo, un par de zapatillas no tan rotas, o el milagro de un juguete tirado por error).
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Leer las piedras.

Por Luisa Futoransky (Francia)

Las ciudades, como los amores tienen diferentes maneras de revelarse ante nosotros. Una manera de entender la ciudad contemporánea es desentrañar la relación y tratamiento que brinda a sus ruinas. Leer las piedras porque ellas son, más que nada ni nadie, depositarias de utopías, caprichos o ignorancia. Los planos de las ciudades de nuestro tránsito definen un croquis que va de nuestras plantas a nuestro imaginario quien les restituye la dimensión única e intransferible de la emoción.

Qué canto de sirena poseen las ruinas, para atrapar generación tras generación a los viajeros. Tal vez la palabra que mejor convenga para referirlas sea fascinación porque, objetos de horror o de contemplación, la indiferencia les es ajena.
Las ruinas desmienten de por sí, la frágil pretensión del concepto de obra concluida.
Domesticadas, embellecidas o enigmáticas, simples o laberínticas, pilladas o pulidas, conjugan en sí, en forma irrefutable el tiempo pretérito condicional de lo vivo para evolucionar dentro de un presente mineral, un señorío vegetal o también un refugio atávico y animal. Testimonios de cuidado o de barbarie, su destino es estar alejadas, desde el comienzo, de la función primera a que las construcciones fueron destinadas por sus arquitectos y contemporáneos.
Los esfuerzos para visualizarlas de los peregrinos que convocan, son ímprobos: Concebirlas policromas en su palidez, íntegras en sus fragmentadas mutilaciones, bulliciosas en el mercado de la vida ante su desorbitada mudez. Sobre todo dignas, ante el desfile incesante a que la avidez por divisas de nuestro tiempo las somete. Casi siempre sufren interminables manipulaciones ya que se las desplaza, entierra y desentierra con periódica arbitrariedad.
Las ruinas, como los osarios, prueban, la abolición de las fronteras y nacionalismos laboriosamente pergeñados. ¿La nueva pirámide del Louvre evocará acaso el espíritu chino de su arquitecto o más bien la pompa, circunstancia y ansiedades de nuestra época? ¿El visceral paralelepípedo del Centro Pompidou revelará la arquitectura italiana o inglesa de fines del siglo XX (a causa de sus creadores) o el espíritu libertario que alentó el mayo 68 francés?

Se trate de Roma, Grecia, Jerusalén o Potosí, ruinas de desierto, o de fondo marino, de reliquias o doblones, las ruinas conocen un común denominador: son escrituras a descifrar entre escombros y publicidad de bebidas universales para la sed.
Qué sed. Para encontrar respuestas los viajeros van de ruina en ruina, las coleccionan y atesoran, incluso las ideológicas. Para satisfacer nuestra desmesurada apetencia de ellas los arqueólogos, antropólogos, los museos y la pluralidad de sacerdotes o conceptores turísticos -cuando no los ejércitos o los rapaces tombaroli que viven de desvalijar todo tipo de ruinas-, nos ofrecen nuevos mausoleos y despojos. Nuestro engolosinamiento es tal que cada generación continúa a producirlas y producirlos pues siempre habrá viajeros para seguir la signalética con los nuevos dardos de la visita; se trate ya del Domo atómico de Hiroshima, el Ground Zero de Nueva York, los budas dinamitados de Bamiyán, o del 'Aquí estuvieron' los antiguos barrios de Beirut, Dili y Sarajevo. Con o sin luz y sonido que realcen nuestra perversidad.
Tal vez por eso, cada vez que aprendemos nuevas técnicas, actualizamos de inmediato nuestra relación con las ruinas. Una de las primeras realizaciones de los multimedia fue reconstruir, también ellos, ruinas virtuales que tienen la calidad y cualidad de ser indoloras. Por lo menos hasta ahora.

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La cremería.

Por Patricia Severín (Reconquista-Santa Fe)

Catalino Sureda, según como se levantara, caminaba para un lado o para el otro.
Vivía justo en la curva doble. Allí donde el camino espiralea en ese.
Unos cuantos pollos, una decena de patos, tres o cuatro lecheras y un sulky para ir a comprar la provista, era todo lo que había ahorrado en la vida. "Lo otro se lo llevó el vino", refunfuñaba su mujer.
A la curva de don Sureda, la llaman La Cremería. En los tiempos de Frondizzi, cuando se hicieron los últimos planes de recuperación del campo, Tolosa, el que vive en La Magdalena, se animó a poner una fábrica: sacaban crema y hacían quesos para vender en la ciudad cercana.
Ahora, los vidrios están rotos, las puertas sacadas de cuajo, el techo amenaza levantarse con cada tormenta y ya no hay ningún tambo por la zona.
Allí vivía Catalino Sureda. Y su mujer. Ella llevaba contabilizado en una libreta de almacenero, chiquita y sucia, todos los días que no se hablaban. Cada mañana, lo primero que hacía al levantarse, era abrir la libreta, poner la fecha y luego una cruz. Así día tras día, ya llevaba contados más de veinticinco años. Fue a raíz de la partida del último hijo. Se quedaron solos. Ella tenía las manos cuarteadas de hacer el tambo, mañana y tarde, desde que se juntaron. El hijo no se fue por el tambo. No quiso seguir viendo como volvía maltrecho, de uno u otro lado, don Sureda. Para el este a media legua, le quedaba el boliche. Camoatí, a dos. Allí se dirigía las tardes de verano: esas que son largas y entran en la noche, inacabables.
Cada estación sin importar heladas o el sol de norte, lo encontraba caminando. "El vino le reventó en la cabeza", le comentaba su mujer a los pollos cuando él salía con el bastón.
Andaba con dificultad y con un sombrero se espantaba las moscas.
Iba a buscar su vino todos los días.
A veces, el encargado de Paraje el 11 lo levantaba de la banquina; Catalino Sureda era un bulto oscuro rodeado por el viento.
Tendría unos catorce cuando comenzó a changuear por el pago. Después, de peón en La Cremería. Buscaba las lecheras a la madrugada y sólo paraba al atardecer cuando el camión recogía el sobrante de leche. Lo demás lo elaboraban.
-Quiero adelantar para levantar el rancho- lo escuchaba Tolosa cada vez que iba por la paga- juntarme con mi Negra y tener por lo menos una yunta
Había venido de lejos: algunos pensaban que del norte, pero él aseguraba que de la provincia de Córdoba.
Cuando el vino lo tomaba, contaba una historia deshilachada a la que nadie prestaba atención: Mi padre usaba el látigo para los quince. Mamá se escondía con los más chicos debajo de la mesa. Los demás la tapábamos; hacíamos una rueda alrededor. Cuando el látigo me hizo esto, me fui. Se corría el pelo hacia un costado y mostraba una cicatriz larga y abultada que seguía por el cuello. Qué habrá sido de ellos, balbuceaba. Luego perdía los ojos a través de la ventana y no decía una palabra más aunque se le siguiera la conversación.
Levantó una pieza y trajo a la novia del pueblo. La habitación, el fogón a leña y el excusado, cambiarían pronto. No hay nadie mejor que mi Negra, decía. Los fines de semana le ayudaba con las paredes y pronto el baño ya estuvo adentro. Ella también hacía el tambo, preñada, o con el crío a cuestas. Con el segundo, ya tenían cocina y heladera a kerosene. No quiero más chancletas, cuando tenga el varón, vos en la casa y él me ayudará en el tambo Y hablaba todo el tiempo del que iba a nacer.
Pero el tercero nació muerto.
La culpa es de las heladas y de ésta que porfía maniando las vacas.
La dejó en el hospital y se fue al boliche.
Allí empezó.
Cualquier excusa era buena para llegar al bar.
Ni siquiera el ataque en la mitad de la vida, lo frenó a don Catalino.
Después vino otro varón, pero ya no le importaba y sólo hablaba del muertito.
Hacia los ochenta, Tolosa liquidó el tambo. No se puede trabajar, vendo las vacas, la ordeñadora, el tractor, le dijo, a vos te dejo unas lecheras y el sitio si querés quedarte. Por lo que vale a quién se lo voy a ofrecer. Además no puedo indemnizarte. Te lo cambio por lo que te debo.
Se quedaron en La Cremería. Después de todo ya no había ese olor nauseabundo ni tantas moscas dando vueltas. Siguió ordeñando y se le ocurrió criar pollos, pavos y lechones y cazar algunas nutrias para ir tirando. Vendería en Camoatí y si tenía un poco de suerte también en La Magdalena; pero bromatología le cerró el emprendimiento pues dijo que no reunía las condiciones de higiene. Les dejó una pila de formularios, una multa de quinientos pesos y la citación para el descargo a los tres días, en la capital de la provincia.
Catalino Sureda, miró hacia el este y se caminó la legua
La casa se le fue apocando y los hijos partieron a la ciudad cercana. El varón se hizo remisero y las mujeres se emplearon como doméstica una y de cocinera en la escuela Nº 64, la otra.
La inundación barrió con lo poco que había en la casa. Ella se empecinaba con los pollos, hacía la quinta y llevaba la leche y huevos a vender al pueblo. Se acostumbró a renegar con los bichos y a hablar con ellos. Cuando aún increpaba a los hijos, lo hacía como si hablara con Sureda; pero a él no lo miraba. Luego ellos partieron y no le dirigió más la palabra.
Don Catalino siguió yendo mañana y tarde hacia uno u otro lado. Por las noches quedaba en la banquina.
Cuando pasaba el encargado de Paraje el 11, lo devolvía a su mujer. La Negra miraba seria, gruñía y salía a insultar a los perros.
No tiene mala bebida, decían los vecinos, sólo chupa y recuerda.
El ataque le dio una madrugada. Ella reparó después de un grito. Parecía muerto, pero abría un ojo y murmuraba bajito unas palabras que no podía entender. Creyó que era el fin. Se equivocó. Los médicos le dijeron que ya no iba más, pero se recuperó pronto. Los hijos le trajeron una silla de ruedas, lo llevaron a La Magdalena para masajes y ejercicios. Le dará otro ataque, ni hay que gastarse, Sureda siempre contraría, chillaba porfiada.
Volvió con su bastón y la promesa de cuidarse. Despacio y erguido, rumbeó al este. Y cuando las fuerzas lo ayudaron, hizo la legua hacia Camoatí.
Tampoco pensaron que moriría en su cama y que una noche cerrada llamaría a su mujer, bien en sus cabales.
El viento golpeaba las celosías con furia y azotaba las tipas en cada ráfaga. Se acomodó a medias en el catre y le pidió que le pasara más cobijas. Ella, de pie, lo miraba desde la puerta. Dijo Hace tanto frío. Y empezó a hablar: de su padre, del látigo, de sus hermanos, de cómo se le achicaba el corazón pensando en su madre y de cuánto había llorado a escondidas la partida de los hijos, que la había querido, a ella, que la había querido siempre y desde el principio y tanto, perdón le pidió, que lo perdonase.
Ella seguía parada y se recostó contra la pared.
Después, que por favor le dijese siquiera una palabra para no irse sin escuchar su voz.
Lo miró.
Por favor, murmuró.
La mujer no se movió de su sitio.

PÁGINA Nº 20 – POETAS OLVIDADOS

Leoncio Gianello.

Por Manuel Bande (Santa Fe)

Decir que Leoncio Gianello es un desconocido, es una impertinencia, una grosería y casi un agravio. Pero en esta página no recordaremos al hombre público, político, e historiador de renombre que durante casi todo el siglo XX, consagró su vida al estudio y al servicio de la sociedad que lo reclamó casi constantemente.
Recordaremos al Gianello poeta, una faceta eclipsada por las otras condiciones sobresalientes de su personalidad, y si bien su poesía es reconocida en su tierra natal, no debiera ser olvidada en los claustros nacionales, porque Gianello perteneció a la generación romántica de Entre Ríos.
Muy tempranamente inicia su producción poética -apenas veinte años- con su "Canto a Jesús", Primer Premio en los Juegos Florales de Río Cuarto (1928). Casi inmediatamente, en Bolívar, es premiado por su "Canto a San Martín" y luego es galardonado por su "Canto a Entre Ríos". De ahí, su producción poética alcanza gran difusión en distintas publicaciones. Pareciera que el tiempo no le alcanza para editar su poesía.
Escribe dos novelas, " La espiga madura", editada por Colmegna en 1948 y "La Delfina", una historia documental sobre la mujer de Pancho Ramírez, matizada la trama por su imaginación para componer el largo y breve periplo de la heroína.
"Historia de Santa Fe", "Historia de Entre Ríos", "Historia del Congreso de Tucumán", "Diccionario Histórico Argentino", son enormes trabajos, que sumados a sus actividades políticas y académicas, nos hacen comprender su capacidad y talento para conjugar el tiempo.
En 1988 edita su único libro de poemas "Casi Antología", en donde podemos advertir la enorme sensibilidad y ternura de su espíritu. De él transcribimos: "Romance para una calle pobre": "Eran como esta calle / algunas de mi pueblo: / con los tapiales bajos, / abiertas hacia el cielo / Y las últimas cuadras / florecidas en cercos. / Eran como esta calle / algunas de mi pueblo; / con un lecho de estrellas / y la luna en el medio. / Eran como esta calle / algunas de mi pueblo, / esas que anduve un día / paseando tu recuerdo. / Y porque eran como esta, a esta calle la quiero”.
En "Regreso" dice: "Gualeguay era el pueblo de mi niñez, la vida / tenía claros contornos de sueño y primavera, / y el corazón entonces, andaba la primera / vereda de ilusiones, la que nunca se olvida. // Hubo una niña rubia, de trenzas, escondida / en el libro de estampas de aquel tiempo que fuera; / y en el patio de casa la luna florecida / hizo que con angustia de versos me sintiera... // Tus calles y tus plazas su amigo me han llamado, / y esta tarde - destino de rama desgajada - / un viento de caminos me arrancó de tu lado. // Pero hoy, por inversos senderos, con mi anhelo / regreso hasta tu plaza de infancia transitada / para cortar la estrella más alta de tu cielo!
En "El Veterano": " Don Crisanto Taborda, hombrazo de los de antes, / con su ancho rostro aindiado y los ojos vivaces, / que en el año cuarenta estrenó su bravura / peleando en Sauce Grande. / Y su clarín rabioso picaneaba la sangre / enristrando en las lanzas el filo del coraje." /.../ Tiempo después llegó la hora de Caseros ,/ nunca su vió mañana tan azul y tan limpia, / fue como si los ojos azules de Lavalle / miraran desde el cielo... // A la voz de Don Justo, usted cargó primero. / ¡Qué abanico de lanzas se abrió bajo la tarde! / ¡Qué huir de "colorados", arrojando el coraje / como cosa pesada para andar más ligero! / Sólo en el palomar unos cañones tercos / se podían tutear con Usted y su gauchaje. // Cuando volvió a la tierra, el hijo casi mozo / parecía traerlo de vuelta del pasado / y Usted que no sabía lo que eran esas cosas, / vio en las manos del hijo enraizar el arado. /.../ Centinela y baquiano de los ojos sin sueño,/ Usted salvó en Ñaembé el cuerpo de mi abuelo / con dos claveles tibios mojándose en el suelo /..../ y los viejos caminos trajeron hombres nuevos, / y el sudor de los gringos floreció en las cuchillas.../ Y así quedó dormido una noche cualquiera, / ¡fue de un galope al cielo por camino de estrellas.!/.../ Don Crisanto Taborda, hombrazo de los buenos!, / Ya nadie lo recuerda... ! Pero yo lo recuerdo"
Leoncio Gianello nació en la ciudad de Gualeguay, Entre Ríos, el 12 de septiembre de 1908, y murió en la ciudad de Santa Fe, el 21 de junio de 1993.
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Una escuela indefensa.

Por Manuel Bande (Santa Fe)

Es una pena no poder defender la escuela con alguna esperanza de éxito. Lleva demasiado tiempo el esfuerzo de tanta gente, que ya los brazos van cayendo. No poder defender algo tan puro, tan útil, tan simple, tan solemne y tan importante como una simple escuela, que es el Templo de la formación primaria de los hombres. ¿Es que acaso los Templos ya no sirven?
Ni siquiera podemos defender al maestro de escuela. ¿Todo está perdido? ¿Ha llegado la destrucción de la enseñanza a tal punto que no se pueda recuperar? ¿Son los maestros, los niños, o los jóvenes, los responsables del descalabro? No podremos saberlo hasta dentro de muchos años.
No se trata simplemente de la falta de solución ante los reclamos de los maestros, postergados siempre. No se trata solamente de adecuar los claustros, de modificar planes, de atender la problemática de los hogares.
Es que aquellos malformados de la educación de ayer, han alcanzado los cuadros dirigentes, y son ellos, los mediocres y los "semi educados", los que instrumentan el destino de la sociedad. Ya en aquella época todos reclamábamos de la escuela la atención suficiente para formar hombres de provecho. Pero ayer como hoy los reclamos no se oyen.
La docencia ha sido perturbada por las luchas sociales, instrumentadas y sostenidas por un sindicalismo sin más méritos que alentar la justicia de sus reclamos, sin importarles al parecer las consecuencias. En el medio de esta "balacera" se encuentran desprotegidos los niños y el porvenir de los hombres y de la Patria misma. Miles de maestros, sin renunciar a sus derechos, no coinciden con el método. Los maestros normales han sido formados con el temple sarmientino y a esos miles de maestros los avergüenza esta clase de lucha. Es que ellos saben que la escuela es algo más que un salario y un edificio digno. Hay un abuso de todos los gobiernos para tratar el tema. Todos sabemos que ellos prefieren sus prebendas y sus presupuestos y mienten cuando se refieren a la educación. Pero eso que debiera resolverse en las urnas, no es óbice para que la escuela abra sus puertas todos los días para recibir a los alumnos. No hacerlo incita a la violencia dentro y fuera del aula y el principio de autoridad se va deteriorando peligrosamente.
De todos modos, hay siempre un maestro que sigue en las escuelas de las villas más miserables, en los campos, en los montes, en las montañas y en los lugares más inhóspitos y abandonados de la Patria. Allí donde no llegan los diarios y las noticias parecen provenir de otra galaxia. Porque ellos y un puñado de chicos, todos los días enarbolan la bandera y cantan, y están más preocupados por la educación de sus alumnos que por sus propias necesidades.
Cabría preguntarse si todo este meritorio esfuerzo es suficiente para que el joven no se deforme en los estados superiores de la educación.
PÁGINA Nº 21
Compañía.

Por Patricia Suárez (Buenos Aires)

Recuerdo especialmente a mi tía Rosa y a mi tía Ruth. Eran las hermanas de mi padre. Lo habían criado en el caserón de los abuelos, lugar que mi padre solía evocar algunas veces, en la sobremesa de los domingos, y animado por un vaso de oporto. Él recordaba, sobre todo, el álamo en el centro del jardín, un álamo blanco. Siempre que hablaba de cuando era chico, él, mi padre, decía que había sido feliz, completa, completamente feliz. Mi tía Rosa se casó y enviudó, y mi tía Ruth permaneció soltera hasta el fin de sus días. De ahí que mi tía Rosa cuando se quedó sola le ofreció a Ruth que se mudara con ella, ¿qué iban a hacer solas, las dos, cada una en su casa, tejiendo y murmurando los puntos de sus tejidos, lentamente, levemente, como quien reza por los muertos familiares? Mi tía Ruth accedió. Había existido el amor, y el amor había pasado, ahora existía la compañía. Mi tía Ruth se mudó a la casa de Rosa un otoño, recuerdo especialmente el polvillo de los plátanos en el aire, y a mi hermano Julio enojado, peleando a grito pelado con el tipo de las mudanzas para que tuviera cuidado con la loza, con la vajilla de porcelana, con los encajes, con los albumes de familia, con la tetera china, con las cosas, en fin, que poseía la tía Ruth. La recuerdo muy especialmente.
Mi tía Ruth era inconfundible. Cuando era chica se cayó de una escalera y se rompió un hombro. Nunca le pudieron arreglar bien el hombro, y le quedó deformado. Puntudo, encogido, hacía parecer que ella siempre estaba pidiendo disculpas. Los días de lluvia se echaba encima un piloto azul, de hombre, y usaba unos zapatones como domingueros, brillantes, que le quedaban un poco grandes. En total, mi tía Ruth no pasaba del metro cincuenta. Sería porque había pasado mucho tiempo sola y había estado reconcentrada en sí misma todo ese tiempo, que usaba una muletilla cuando hablaba, siempre salía la frasecita a colación en las conversaciones largas, mientras jugábamos al dominó o a las cartas. Ella sabía decir: Yo soy como soy y ustedes son como son, ¿es o no es? Y es raro, pero nunca le discutimos su muletilla, nunca le preguntamos qué quería decir en verdad, qué nos hacía a nosotros diferentes de ella... Todo el día estaba haciendo cosas, iba de un lado para el otro, plantaba y cuidaba las flores del jardín minúsculo de casa de tía Rosa, o copiaba moldes de ropa de las revistas que después regalaba a las vecinas, para que se cosieran una solera o un mameluco para el marido. Todavía me parece verla, inclinada ante la mesa redonda del comedor, con un centímetro enrollado al cuello en el estilo en que una diva se enrolla una boa de plumas, con sus anteojos de lectura caídos sobre su nariz, atenta al trazado de la tiza sobre el papel manteca. Mi hermano y yo adorábamos a tía Ruth. También mi tía Rosa era muy agradable. Era la cocinera de la familia: tartas de todas clases, guisos; tenía incluso, cierta facilidad para aprender recetas de comidas típicas de otros países: goulash, por ejemplo, ñoquis alemanes, o empanaditas árabes con comino, canela y tomillo. Recuerdo, claro que sí, ¡si es como si lo tuviera aún en la punta de la lengua!, recuerdo muy especialmente el sabor entre picante y dulce del comino, su regusto de madera de árbol.
Era, además, mi tía Rosa una gran entendida de música: poseía una colección de más de cien discos, todos de pianistas. Cuando íbamos a su casa nos hacía sentar sobre una alfombra gruesa que un poco olía a orín de perro, y nos decía: Estos son los grandes pianistas. Todavía recuerdo, por ejemplo, una melodía de Liszt que duraba veintiún minutos con cuarenta y cinco segundos. Esa era la cifra exacta. Si me concentro, a veces, en la noche, retumba en mis oídos aquella melodía: Primer año de peregrinaje, Suiza, o algo por el estilo, algo que había compuesto Liszt. A mí sólo me preocupaba el pastel de manzana mientras sonaban estas cosas en casa de tía Rosa; yo le llamaba tarta, pero ella explicaba que, si tiene tapa es pastel, si está descubierto es tarta. Me parecía, en aquel tiempo, que yo no escuchaba la música, que yo sólo estaba atenta al pastel - su sabor, su olor, la forma en que se volvía crocante cuando estaba adentro de la boca -, y hoy, hoy recuerdo muy especialmente los discos de la tía Rosa. Después, con el tiempo, cuando salieron los compacts todo se le volvió a ella confuso: no entendía bien el mecanismo, se conformaba con oír los discos, las grabaciones cada más nebulosas en los discos de vinilo, cada vez más sutiles, los pianos que sonaban como viniendo de habitaciones, de galerías lejanas, los sonidos que se deshacían: el tiempo había vuelto a la música leve como la carne de un niño...
Recuerdo muy especialmente a mi tía Rosa y a mi tía Ruth, cuando fueron envejeciendo.
Fue más o menos en el otoño del ‘90, cuando Luis y yo fuimos al supermercado que está al fondo de la avenida. Le pedí que me acompañara. Había que hacer la compra del mes y como la nena cumplía años había que comprar los saladitos que se comen en las fiestas. Ibamos en el auto; manejaba yo, porque él estaba cansado, nunca sé por qué tiene que estar tan cansado justo los sábados a la tarde cuando hacemos la compra del mes. A la altura de Iriondo, me paró el rojo del semáforo. No había nadie en las veredas; era un día de frío, aleteaba entre nosotros el viento de mayo. Un chico pasó muy rápido haciendo picar su pelota, ram, ram, hacía la pelota, y dobló en la esquina de Iriondo. Ram, ram, todavía me parece oírla picando en el cemento de la vereda. Había dado el verde, y arranqué. Y entonces con el rabillo del ojo la vi: ella estaba caminando por ahí, ella, mi tía Ruth. Ni siquiera me vio, no se detuvo, y dobló en la siguiente esquina. Luego desapareció. Le dije a Luis:
- Vi a la tía Ruth.
Luis me preguntó:
-¿Estás segura?
Claro: ahí estaba la tía Ruth - le dije.
El se quedó callado.
- Pero, Edda, - dijo él - tu tía Ruth murió hace dos años...
- Luis - le dije- yo te juro...
Claro: lo recordé en ese momento. Igual doblé por Crespo, a ver si alcanzaba a mi tía Ruth. Me fijé atentamente, casa por casa y puerta por puerta; aceché cada sombra, y Luis se fijó conmigo. Pero no la vimos. Ya no vimos a la tía.
Estacioné en Crespo y Cochabamba, y me quedé pensativa. ¿Qué había sido? ¿Ella? En esa esquina había un plátano que destilaba tenuemente su polvillo amarillo.
Luis dijo:
-Quedáte si querés, yo voy hasta el mercado y vuelvo... -. Yo le dije que bueno, que lo alcanzaba enseguida, que comprara mientras tanto lo que estaba anotado en la lista, y me quedé adentro del auto, con el volante en las manos, haciéndome preguntas. Miraba para los costados, y suplicaba, Tía Ruth, si eras vos, por favor, aparecé de nuevo, habláme, ey, habláme como antes, habláme, me siento triste, triste, tía, por favor..., pero ella no apareció, no. Había cosas que yo hubiera querido decirle, uno, uno vive como si fuéramos eternos, y nunca se alcanza, no, nunca se alcanza a decir todas las cosas... Me quedé un buen rato así, no sé cuánto tiempo, se me borró la noción...
No hay nada que yo odie tanto como la nada; la nada me levanta en la noche de la cama, y doy vueltas y vueltas entre las cobijas, y más vueltas daré a partir de ahora, con preguntas que ni siquiera tienen forma, y la nada, la nada, siempre estará la nada y una melodía que dura veintiún minutos con cuarenta y un segundos exactamente. ¿Qué anda mal conmigo? Ey, habláme, ey, ey, habláme, supliqué, pero nada, ningún sonido que yo pudiera escuchar. ¿Qué es lo que pasa? Ey. ¿Qué es lo que anda mal? No me estoy sintiendo bien últimamente, tía. Quiero un poco de compañía, compañía, eso es todo, ¿es mucho pedir acaso?: tengo nostalgia de la época en que me sentía tan acompañada. Debe hacer demasiado tiempo que tengo un mal día, ya. No hay nada que yo odie tanto como la nada.
Recuerdo especialmente a mi tía Rosa y a mi tía Ruth. Eran las hermanas de mi padre y vivían a dos casas de la mía... Mi tía Ruth era inconfundible: se había caído de una escalera cuando chica y le había quedado el hombro deforme. A mi tía Rosa le gustaba escuchar música: escuchaba a los pianistas, decía ella. Cuando íbamos a su casa nos tirábamos sobre la alfombra que siempre olía un poco al paso de Dino, el perro salchicha que ellas tenían para compañía, y oíamos discos durante horas. A veces yo me revolcaba con el perro por la alfombra: era mi idea de la diversión. Mi tía Ruth me miraba hacer y decía: ¿Cómo podés hacer eso? Una chica de tu edad. Después meneaba la cabeza, resignada y comentaba: Bueno, al fin y al cabo la religión está en la sonrisa de un perro. Así decía: que la religión es la sonrisa de un perro. Pero otras veces, sin embargo, cuando me veía con Dino, preguntaba: ¿No querés otro poquito de compañía? Y se sentaba también ella en la alfombra y jugaba con el perro y conmigo y me hacía cosquillas. Cosquillas. Recuerdo sus dedos al hacerme cosquillas bajo las axilas. La clave era: ¿Querés un poquito de compañía?, y ya se tiraba ella en la alfombra. Por lo general, mi hermano Julio y yo nos aburríamos con la música de los pianistas y comíamos galletitas y dulces que cocinaban las tías: creo que fue así como nos volvimos personas obesas. Algunas veces, cuando mis tías estaban de humor, recordaban el álamo blanco que tenían en el caserón de los abuelos. Las recuerdo muy especialmente cuando hablaban del álamo blanco. Mi tía Ruth decía:
-¿Estará bien el álamo con la gente que tiene ahora la casa?
Hablaba del álamo como de una persona viva.
Y mi tía Rosa, que era la más melancólica, y se había puesto un poco sorda con la edad, le preguntaba:
-¿Quién?
-¡El álamo! -decía la tía Ruth a los gritos-. Yo todavía, en los sueños, me trepo al álamo, me caigo y me rompo el otro hombro. Al final, -decía ella, y se reía- los hombros me quedaban parejitos.
Recuerdo muy especialmente aquellas palabras de la tía Ruth.
Luis volvió, había comprado todo mal, todo caro y la mitad de lo que estaba anotado: nunca voy a saber por qué él es así. Pusimos las bolsas en el baúl del auto, y me prometí, apenas llegar a casa telefonear a mi hermano Julio. Todavía no lo he hecho, es cierto. Supongo que es porque no he podido.

PÁGINA Nº 22

Todo Raúl Galán.

Por Rodolfo Alonso (Buenos Aires)

Grave compromiso me pareció ocuparme de las Obras completas de Raúl Galán, en el suplemento literario del diario tucumano “La Gaceta”. No apenas por la ambiciosa dimensión del título, que en forma comprensible sugiere algo quizás humanamente inalcanzable, sino también porque ese jujeñísimo escritor (nacido en Ledesma en 1913, y cuyo destino iba a verse truncado por un accidente automovilístico en la bonaerense Baradero, medio siglo después) es sin duda –en medio de un grupo tan espléndido y significativo como el que se reunió alrededor de La Carpa, memorable y fundadora-- uno de los más exigentes y hondos poetas del Norte argentino a mediados del siglo pasado. A quien, además, le tocó ocupar un espacio destacado en los primeros tiempos de la misma benemérita página literaria, donde publicó poemas, ensayos, intervenciones y críticas bibliográficas casi hasta sus últimos momentos.
Hay mucho contexto alrededor, entonces, de esas cuatrocientas páginas donde se ha reunido la cuidadísima y exigentemente breve producción poética de Raúl Galán, cuyo limpio abolengo viene manando tanto desde el límpido Siglo de Oro castellano como desde nuestra propia copla transparente y legítima, y que sigue relumbrando como siempre con su don de lenguaje hecho música y sentido (“En las lomas del aire las palomas, / en las ramas del viento, las retamas.”). Pero también su narrativa o su teatro y, sobre todo, debo confesar que como un rico descubrimiento para mí –que a tantos de los ahora muy muchos supuestos productores del género les beneficiaría compartir--, su exigente labor en el ensayo y en la crítica, una indagación honda y aguda sobre la permanencia y el destino de la poesía hoy, insisto, tanto o más urgentemente necesaria que entonces), que lo convierte en uno de los pocos poetas de su generación capaces de ratificar nuevamente el revelador apotegma de Baudelaire: “Sería imposible que un crítico se convirtiera en poeta y es imposible que un poeta no contenga un crítico”.
Con una sensibilidad y una agudeza que a mi modesto entender son sorprendentes, y con un talante a la vez firme y comprensivo, que lo lleva a valorizar actitudes que no eran la suya (“y en nuestro país, el cultísimo grupo de la revista Poesía Buenos Aires defendió e incluso sobrepasó la posición de Benn”), y a proponer una amplitud con respecto a la cual el tiempo no ha hecho probablemente más que darle la razón: “Y cuando estemos en condiciones de dar con nuestra propia voz, testimonio del milagro, utilicemos los instrumentos que en ese instante sean más adecuados para la confidencia. En filigranados zéjeles árabes o en audaces polirritmos, en cerrados sonetos o en abiertos versos libres, en cadenciosas liras y silvas o en ceñida prosa, puede cumplirse por igual la tarea, la ardorosa tarea del poeta.” Y esto lo dice alguien de una exigencia tal que, en el comentario a un joven poeta de entonces publicado en aquellas páginas tucumanas, después de elogios ciertos no se corre en decirle, públicamente, que “este joven homérida se duerme a veces a pierna suelta... Se ha dejado traicionar por algunas imágenes fáciles y manidas... versos mal medidos como este falso endecasílabo en un bello soneto con acento dominante en sexta... cuyo ritmo, quebrado por la ausencia del acento uniforme impide la sinalefa necesaria... sin la cual las once sílabas se vuelven doce”. ¿Quién, en la zafia banalidad de esta época, y dónde, si fuera posible, se animaría hoy a este coraje intelectual sin complacencia o compromiso?
Como me ocurrió allí mismo, la primera vez que la ví, a veces suelo demorarme imaginando, encantado, lo que habría de gustarle a Raúl Galán, tan amante de crepúsculos y alturas, esa plaza que en la capital jujeña lleva merecidamente su nombre, abierta contra el cielo como un acantilado, en lo más alto del barrio Ciudad de Nieva. Tanto como me conmovería volver a descubrir esa foto casi mágica que ha de andar rodando entre los recuerdos de la familia de Daniel Giribaldi, que nos sorprendió a los tres con su aura en Buenos Aires, una noche de 1958, cuando Raúl Galán quiso dedicarme uno de los últimos ejemplares de la primera edición tucumana de su Carne de tierra, “a cuenta de un libro que deseo leer” y que el destino cruel ya no me iba a permitir ofrecerle.

1 Obras completas, de Raúl Galán (Cuadernos del Duende, col. Memoria del viento, San Salvador de Jujuy, 2004).
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Presencia de Raúl Galán.

Por Nicasia Baunaly (Tucumán)

Poeta esencial, de honda palabra, necesaria y despierta. Pero por sobre todo, fecunda. Porque multiplicó su alma sobre el mundo desde un pacto entrañable con la belleza, ese plus existencial que sólo el hombre puede elevar hasta el símbolo y desde éste, hacia Dios. Ética y Estética se abrazan y confunden en comunión gozosa sobre la imprescindible sustancia de sus poemas, que rezuman fe en Dios y en sus criaturas. Oficiante celoso y desvelado de la poesía, indagador del alma humana, cuyos paisajes íntimos y enhiestos llevó magistralmente a la palabra, Raúl Martín Galán supo legarnos la luz hermosa de su espíritu. Ciertamente, la inspiración le fue dada, pero especialmente bajo la forma de una sabiduría sutil y eterna: como todos los grandes y genuinos poetas de la historia humana, supo desde un principio para que sirve la poesía. Para construir el alma, para acompañarla en la ardua travesía de la vida. Para que crezca el amor, de mano en mano, para que ascienda el honor de vida en vida, para que Dios florezca grano por grano en su creación y letra por letra en la obra del hombre que lo celebra. He ahí dos destinatarios de su verbo profundo.
Raúl Martín Galán dejó para nosotros una obra iluminadora, de rumbo claro y letra precisa. Su conocimiento y dominio perfectos de la preceptiva literaria no admite dudas respecto de su oficio poético, cuya excelencia resplandece, especialmente en sus sonetos. La actitud, humilde y respetuosa de este laborioso hortelano (tal como él mismo se nombra en la primera línea del citado soneto) frente al trabajo literario, declara que no estamos ante una escritura improvisada. Por el contrario, estamos ante una obra canónica, ante un río de letras y palabras que, consumando una misteriosa paradoja, no necesita transgredir ningún cauce formal para desbordarlos todos, exponiéndose ilimitadamente sobre las praderas del alma. Y para hacer su música. Una vieja, tradicional y ortodoxa definición de la poesía reza: “la poesía es la música del idioma”. Por cierto, el adagio se cumple y se celebra plenamente en los textos de Raúl Galán. Ritmos y rimas cabales construyen efectos armónicos inolvidables, añadiendo a la lectura el goce especial de lo melódico, que sin duda alguna es el efecto que tiende a perdurar con mayor fuerza cuando leemos poesía.
He ahí otra de las palabras certeras que funcionan como llaves, o como claves, para abordar la obra poética de Raúl Galán: armonía. Sus textos señalan que supo cultivarla como actitud vital, como vocación insobornable del espíritu y como gesto conductor de su escritura. Los poemas del “Réquiem por un enemigo”, del libro titulado “Carne de tierra”, constituyen un buen ejemplo. Sus poemas impugnatorios, que son pocos pero que ciertamente los tiene, con temáticas que declaran un compromiso de índole social (“Colla muerto en el Ingenio”, “El Runa y yo”, “¿Acaso no hay un vaso de agua ya?”) denuncian determinadas formas convivenciales signadas por esa violencia que surge del enfrentamiento de códigos culturales, historias y posiciones disímiles y diferentes de la sociedad. Pero lo hacen sin trasladar el gesto violento a la materia del lenguaje. Al contrario: la violencia contrasta con la armonía y la íntima sutileza de las palabras que la denuncian, de la materialidad del poema, que es la letra escrita. Lo cual declara la elección hecha por el poeta. Inclinada a la expresión serena, reflexiva, estéticamente bella, su poesía, no obstante, no elude el énfasis. Simplemente lo coloca a un nivel más profundo, metafísico diré. No habla con palabra altisonante, sino íntima. He ahí la armonía. Que entonces, eleva sus construcciones poéticas hacia las cumbres de lo universal, vale decir, de la percepción de lo humano en su esencia, ardua, gozosa, dolorosa, misteriosa, mortal, inmortal.
Consustanciado con su tierra, Raúl Galán supo alumbrar al hombre, como haciéndolo nacer y alentar desde el paisaje geográfico, físico, y a éste, supo iluminarlo desde el hombre, como otorgándole el alma sufrida de este habitante. Dios, como interlocutor existencial, pasea por allí, enamorado de su obra, frente a un testigo humilde, un viejo cardón arrodillado.
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Raúl Martín Galán nació en Ledesma, Jujuy (1913). En 1950 egresó como alumno “cum laude” del Profesorado de Letras de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Tucumán. Fue profesor de esa misma Casa de Estudios, como así también de las Universidades de Buenos Aires y de La Plata. Trabajó en el periodismo casi toda su vida. Presidió la Comisión Provincial de Cultura y el Consejo Provincial de Educación de su provincia natal. Integró “La Carpa”, movimiento literario que nucleó a poetas de la talla de Manuel J. Castilla, Raúl Aráoz Anzoátegui, María Adela Agudo, Julio Ardiles Gray, Nicandro Pereyra, Julio Posse, Guillermo Orce Remis, Jaime Dávalos, Sara San Martín y otros. Publicó los siguientes libros de poemas: “Se me ha perdido una niña” (1951), “Carne de Tierra (1952), “Ahora o nunca” (1960) y “Canción para seducir a un ángel y otros poemas” (obra póstuma). En lo que respecta a su obra en prosa, es autor de “El viaje alucinado” (1952), “La señal”, “Una rosa, un clavel” y “Martín ya tiene novia”. En el género ensayo se ha publicado: “Raíz y misterio de la poesía”, “Prosas varias”, “Tres estudios del Humanismo español”, “Maimónides y su guía de los perplejos” y “Alfonso el Sabio y el uso literario del castellano”. Finalmente, “Crítica Bibliográfica” recoge comentarios acerca de obras literarias de diversos autores. Murió a la edad de 50 años, en un accidente automovilístico ocurrido en Baradero, provincia de Buenos Aires (1963).

PÁGINA Nº 23 – POETAS LATINOAMERICANOS
Esos que se extrañan.

Vuelven a casa llorando.
No respiran, loran la ventisca del alma.
Ansían,
se sienten encerrados, solos
completamente solos
de maletas vacías.
Esos que se extrañan
contienen el olvido
porque no quieren borrar nada,
ni la mirada furtiva ni la sábana
ni la distancia.
Se despiertan a las tres de la mañana
y se extrañan tanto
que tienen que devolver palabras
rodar cuerpos,
creer que les queda alma.
Esos que se extrañan, aman
quizás sólo un día,
pero para siempre.
Recogen el recuerdo y lo arman y lo arman
en el cuerpo, en otro cuerpo, en la frente, en la nada
sorben el aire de los desterrados
pisan la tierra del exilio
encuentran las miradas perdidas
y se extrañan.

Carolina Escobar Sarti (Guatemala)

Guerra.

Como cuando éramos niños
volvieron palabras reminiscentes
de historias lejanas
de viajes aventuras
- Bagdad Basora Jerusalén
Damasco Omán –
pero no eran ahora esas historias
En el Golfo Pérsico
ardía el petróleo el planeta
imágenes de aves atrapadas
en mantos negros
recorrían las pantallas
nuevos símbolos del día después
- advertencias apocalípticas –
aunque era hasta agradable
el espectáculo de luz y sonido
el marco oscuro o velado
- como en sueños o en cuentos –
alguna cúpula lejana donde un muecín
llamaría a oración
- una luz fulgurante –
- una estrella fugaz
con el poder de alguna antigua lámpara –
y el estruendo final de los misiles
que otra vez habían dado en el blanco:
Bagdad desaparecía como una página más
de Las Mil y una noches

Sylvia Riestra (Uruguay)

Palabra.

la palabra palabrea a letra limpia
entro un beso en su labio bélico
baja la voz se agacha cubre su desnudez
suda su diptongo
la palabra hembra dable penetrable
hundo mi puno en sus vocales débiles
la rajo la bloqueo la hago mía
y le arranco el sexo a manotazos
a poesía
a palabrota
hasta que sangra de magia
la palabra esa muchacha.

Alex Pausides (Cuba)

¿Será que soy un amanecer sin darme cuenta?
Aquella hora dormida cuando la noche
se apodera de cada estrella,
de cada paso sigiloso,
de cada grito archivado en sus pliegues.
Se sienta en un sillón enorme, inamovible
a releer un libro de camanchaca,
donde las páginas gotean
agua recia que había sido sangre.
Despunta un resplandor en el horizonte.
Un niño despierta,
con los ojos muy abiertos atisba el silencio,
y el que va a morir esta noche
sabe que ya es de mañana.

Helena Ramos (Nicaragua)

sucede que me canso de ser mujer.

"Sucede que me canso de ser hombre"
Pablo Neruda

sucede que me canso de ser mujer
sucede que entro en las oficinas
empequeñecida, estereotípica
que camino por las calles como si no existiera
sucede que me canso de ser sombra, de ser cuota
de estar siempre detrás de la cortina
y no existir tampoco en los cantos generales
sucede que me agota repetir el nombre
que sea intercambiable mi apellido
sucede que me agobia dar explicaciones
sucede que me enrabian las miradas
sucede que me gasta ser vendida
sucede que me canso de mis caderas
de ser tetas gigantes por televisión
de necesitar un seudónimo talla tres
sucede que me canso de parecer débil
y que susurren los balcones si ando sola
el olor de la cebolla me hace llorar a gritos
y solo quiero un descanso de calderos y de cloro
solo quiero no ser mapo, sábanas ni escoba
ni pirámides de ropa sucia amontonada
sucede que me canso de ser mujer
sucede que me canso de mi pelo
de las faldas, de los trajes, de las flores
de los colores pálidos
de las pantallas y las pulseras
sucede que me canso de ser mujer
pero tal vez
si fuese hombre no me cansaría

Nicole Cecilia Delgado (Puerto Rico)

El día después.

Hoy, a orillas de noviembre,
otra vez la mañana se robustece
en la maravilla de todos sus aromas,
vuelve a fundarse el canto de los pájaros,
los amarillos son más amarillos que nunca,
el violeta retoma su color de infinito,
las palabras amadas huelen a fresca primavera,
el agua moja la vida de los sueños,
la ciudad es un laberinto habitable,
de la jornada huyó sin destino la palabra urgencia,
las tiendas de la dicha abren las 24 horas,
cada página del diario está repleta de jazmines,
el cielo baja a dos cuadras, girando a la derecha,
y la luna es de nuevo un interminable beso con futuro.

Mario Rubén Álvarez (Paraguay)

PÁGINA Nº 24 – NOTAS DE PARÍS

Amin Maalouf o el sentido de la universalidad.

Por Irma Bignon (Santa Fe)

Amin Maalouf es hombre de viajes y de cuentos; de cuentos como viajes, en el tiempo como en el espacio, donde se unen sus dos pasiones: la Historia y el encuentro de las culturas. Al escucharlo hablar lo imaginamos tanto caminando junto a una caravana en pleno desierto, como sentado al lado del fuego en un sillón de su departamento parisino.
Nace en el Líbano en 1949. Es católico confeso. Su lengua es el árabe, pero su educación es francesa. Crece en un medio cultivado donde la escritura, bajo diversos modos, es una cuestión de familia, que se transmite de generación en generación.
Cuando niño asiste a las clases de la Escuela de las Hermanas Francesas. Desde muy joven se convierte en periodista del diario “An-Nahar” cubriendo siempre las notas de los grandes conflictos del momento: el sitio de Raigón, las revoluciones de Etiopía, las guerras árabe-israelíes.
En 1976, deja Beirut por Paris. Por tercera vez, ve su país en guerra. En Paris, entra a trabajar en el diario “Joven África” donde llega a ser jefe de redacción.
Comienza su carrera de escritor como ensayista histórico cuando publica “Les Croisades vuez par les Arabes” (Las cruzadas vistas por los árabes) Ed. Lattès 1983. Su pasión por la Historia le hace decir: “Siempre he tenido ganas de contar la Historia vista desde el otro lado, es decir, del lado del que no se tiene costumbre de escuchar”. Para ello, lee libros de siglos atrás con gran minuciosidad, anotando detalle por detalle, hasta el más mínimo: el uso de la moneda, los precios de los alimentos, deteniéndose en descripciones de los objetos más insignificantes, para dar más veracidad al relato.
Luego nace “León el Africano”, Ed. Lattès 1986. “Todo se produjo en forma natural – comenta.- Comencé a escribir y puedo decir que a partir de los primeros párrafos de esta mi primer novela, ya había comprendido cómo transcurriría mi vida: siempre escribiendo. Abandoné mi trabajo y me consagré enteramente a la escritura”.
Todos los personajes de sus obras son emblemáticos. Pero quizá el de esta, su primer novela, el más interesante de todos. León, llamado “el Africano”, se debate en medio de una Granada convulsionada, pronta a caer en manos de los Reyes Católicos. Su vida – hecha de pasiones, de peligros y de honores que puntualizarán los grandes acontecimientos de su tiempo – es fascinante. León mismo se define de esta manera: “De mi boca, escucharán el árabe, el turco, el castellano, el hebreo, el beréber, el latín y el italiano, porque todas las lenguas, todas las plegarias me pertenecen. Pero no pertenezco a ninguna. No soy más que de Dios y de la tierra, y es a ellos que un día próximo volveré”.
Maalouf siente y vive cada uno de sus personajes. Lo que transmite es un poco lo que él es, lo que no es y quisiera ser. El héroe de “Samarcanda”, Ed. Lattès 1988, es hedonista y el de “Los jardines de la luz”, Ed. Lattès 1991, es asceta. Trabajando en esta última novela, comenzó a sentirse diferente. Y hasta adelgazó.
Ahora bien. Nosotros nos preguntamos: ¿hay exigencias en sus personajes? Creemos que sí. Sobre todo una gran exigencia moral que el mismo Maalouf llama “orgullo de los mortales”. Un ejemplo sería el poeta ciego que aparece en “El Viaje de Baldassare”, Ed. Grasset 2000, siempre tan respetado, viviendo en una humilde casa, donde no hay nada, solamente él, sentado en el piso, envuelto en la oscuridad. Su renuncia a las cosas terrenas y a los placeres lo convierten en el soberano de la ciudad.
En 1993 recibe el premio Goncourt por su novela “La Roca de Tanios”, Ed. Grasset. Traducida un poco por todo el mundo, relata las aventuras de Tanios, el cristiano de la Montaña, un tanto asceta, un tanto epicúreo.
Siendo hombre de Oriente y de Occidente, todo tiene un significado en la identidad de nuestro escritor. No piensa que esta diversidad sea ruptura, sino riqueza. Nunca suprime. Siempre agrega. Cree que hay que evitar una pertenencia unívoca y exclusiva. Pertenencia no significa sistemáticamente adhesión para él. El principio de identidad debe responder a una sola causa, ya sea partido, religión o etnia, rehusando toda forma de discriminación. Es a partir de estas cuestiones que escribe “Las identidades homicidas”, ensayo, Ed. Grasset 1998.
Su último libro “Orígenes”, Ed. Grasset 2002, más autobiográfico que sus obras precedentes, describe el exilio y la dispersión de su familia en el mundo.
La nostalgia es omnipresente en su vida. Cuando niño, oye hablar constantemente de la casa de sus abuelos en Egipto, la de sus bisabuelos en Constantinopla. Luego, la guerra del Líbano lo aleja de los lugares que le son tan queridos. Siente que tiene tras suyo un rosario de casas abandonadas y países perdidos. “Soy el resultante de una civilización que tuvo su hora de gloria y que ya no la tiene más” – dice. Y con gran optimismo agrega: “La vida y el mundo contemporáneo me cautivan. Vivimos una época extraordinaria donde somos infinitamente más libres que en cualquier otro momento de la humanidad. La progresión de los regímenes democráticos, la extensión de los conocimientos, el poder de la ciencia me apasionan y hacen que tenga por la vida una inmensa gratitud”.
Políglota, elige escribir en francés. Para él, no es hacerlo en lengua extranjera. “Cuando vivía en el Líbano y escribía para el diario una nota de política internacional – recuerda – lo hacía en árabe. Pero cuando se trataba del texto de una novela o de un ensayo, lo hacía en francés”. Se siente bien tanto en Francia como en el Líbano: en los dos países experimenta la misma verdadera y profunda pertenencia. Pero asevera: “Mi patria es la escritura”.
De sus reflexiones deducimos que el hecho de que los hombres, pertenecientes a diferentes desarrollos intelectuales, puedan leer las mismas historias, reaccionar, sonreír, indignarse ante los mismos textos, es por cierto una manera de crear una pasarela entre diversas culturas. Esta es una de las funciones del arte. En la música es diferente. Quizá porque no tiene necesidad de traducción. Mientras que la literatura existe solamente en las lenguas. El libro debe traducirse para que el mensaje pase de una sociedad a otra, hasta llegar a aquéllas las más alejadas, con un sentido muy fuerte de la universalidad.
Maalouf habla de viajes como otros hablan de su casa. Para él, es natural estar hoy en Italia, mañana en Francia, pasado mañana en Medio Oriente. “El Creador me ha prestado cuarenta años que yo he dispersado a merced de viajes: mi sabiduría ha vivido en Roma, mi pasión en El Cairo, mi angustia en Fez, y en Granada aún vive mi inocencia” – escribe en uno de sus libros. Reconoce sentirse más a gusto en lugares donde se hablan diferentes lenguas, donde hay diversas culturas que se juntan, se entrechocan, se mezclan. Cuando asiste a asambleas donde hay gente que llega de treinta países diferentes, se siente verdaderamente bien. Cuando se encuentra en un lugar donde todo el mundo pertenece a un mismo país y habla el mismo idioma, ya no se siente tan bien.
Amin Maalouf es un escritor prodigioso. Historiador, novelista, ensayista. Sus obras atrapan al lector por su talento y erudición. Pero es ante todo, un europeo que sueña con el día en que el Cercano Oriente entre, al fin, en la Unión Europea.