septiembre 14, 2006

Gaceta Literaria de Santa Fe Nº 126
INVIERNO de 2005


PÁGINA EDITORIAL

Acerca de la lectura.

“…no hay peor violencia cultural que el embrutecimiento que se produce cuando no se lee.”
Mempo Giardinelli


El vergonzoso producto cultural reproducido por la televisión a través de sus programas de mayor audiencia expone sin ambigüedades la media cultural argentina a los ojos del mundo. Resulta evidente que, en alguna encrucijada del camino, el país prefirió abandonar su protagonismo lector para aceptar el rol de espectador cómplice sentenciado a legitimar, desde una confortable y mullida platea, toda la ignorancia, la chatura, la vehemente inmediatez por donde transita sus cotidianidades la mayoría de la población. Un tiempo histórico en el que aceptó convertirse en este engendro constituido por altas dosis de impertinencia, desconcierto, ignorancia, descuido, improvisación, oportunismo, inmoralidad, piratería e indiscreciones mediáticas. Y, a la sazón, el que una vez fue el ejemplo latinoamericano, abandonó su actuación de patria entregada a la maravillosa posibilidad del conocimiento, de la evolución, del desarrollo intelectual que aporta la lectura.
Y la lectura es salvífica, bienhechora, libertaria. Muchos escritores de renombre están en condiciones de brindar testimonio sobre su redención intelectual por misericordia de la ilustración, el equilibrio, la espiritualidad, la presencia y permanencia de los clásicos en lejanos rituales de lectura que no solamente los engrandecieron, sino que los dignificaron.
Por eso, basta con prestar atención a la expresión corriente, a los giros habituales, al vocabulario popular, para percibir que el idioma se encuentra en clara situación de riesgo por la ausencia de modelos textuales. Ante cualquier sondeo de opinión, ante cualquier demanda de respuesta precisa, queda al descubierto el desamparo, el aislamiento, la incomunicación en los que ha naufragado la normativa lingüística.
Ocurre que la decadencia engendrada en la falta de paradigmas lectores entorpece, obstaculiza el crecimiento, la evolución, el desarrollo personal y social; favorece las improvisaciones y permite que se extienda la ineficiencia, el oscurantismo, la incapacidad de suscribir a una línea de pensamiento inspirada en idearios claros y estrategias específicas.
Entonces, resulta imperioso priorizar la lectura como bien social; como escenario propicio para batallar por la reconquista de la observancia, el aprecio, el respeto por un idioma prestigiado como el nuestro; como territorio legado donde resulte posible reconstruir las históricas alianzas rubricadas entre los libros y la inteligencia, o como continente renovado donde la población pueda atreverse a asumir la conciencia de sus actos en la modificación de conductas negligentes que consintieron el latrocinio educativo pero, sobre todo, como espacio conveniente para comenzar a tensar la urdimbre de un nuevo tejido social desde los reivindicativos telares del pensamiento.
Y en este punto de ruptura, de desgarramiento social o resquebrajamiento cultural al que se arriba por falta de responsabilidad en el cumplimiento de cada función, representación o mandato, parece imprescindible detenerse a reflexionar, a realizar un profundo examen de conciencia que revele los pecados de despreocupación, imprevisión o negligencia que permitieron la inmovilidad, la irresolución de la crisis educativa que hoy agobia a un país aparentemente sumido en el cansancio y la impotencia, pero obstinadamente aferrado a la esperanza.
Quizás haya llegado la hora del compromiso social, intelectual y político. La hora de un compromiso que comience a distanciarse de los acostumbrados discursos declamatorios para aproximarse a proyectos verdaderos, a empresas conjuntas, a programas pensados, a misiones realizables.
Lo humano no consiste en decir sino en hacer. Del hacer es de donde nace el compromiso. Porque, como dice Albert Camus, “es vano llorar por el espíritu; basta con trabajar con él.”

PÁGINA Nº 2

Los muchachos.

Por Sonia Catela (Ceres-Santa Fe)
soniacatela@arnet.com.ar

Y estaba ese muchacho, Arnaldo, que escarbaba, -escarba- como un conejito entre mis senos, hociquea pidiendo “bis” y cuando se enjuga la última gota de ganas, se para en su esplendor desnudo y aplaude como si batiera un tambor sinfónico, se aplaude, y a mí, aunque lo reprenda debido al alboroto, que hay que guardar un poco de respeto por las criaturas que juegan en el pasillo, él frunce el hocico y embiste por repeticiones hasta que termino barriéndolo, arre;
y estaba ese otro, Luis, que araba –ara- mis pezones como un gato al que destetaron prematuramente, y tantas veces se limita a quedarse nada más que lamiendo, a la espera de que brote calostro, “venís a alimentarte, ¿no?”, asiente: “más” y vaya a saber por qué a mis ubres se les antoja complacerlo y bombearle una leche dulzona y espesa que chorrea su lengua y su risa;
y estaba Lucas que me recita los poemas que nadie le publica y los edita a dulces empujones sobre mi cuerpo -donde llevo sus sonetos escritos y reescritos- y cuando deja de componer versos –“me sequé”, consigna- regresa y husmea viejas líneas en las articulaciones de mi entrepierna y en mi aliento, y los sobreimprimimos una y otra vez, y carcajeamos;
y estaba Mateo, el desvelado, quien se echa sobre mí y logra conciliar un sueño celebrante tras insomnio de cuatro días, -contada su penuria dedo a dedo-, y primero fue la cópula y luego el dormir; su muslo me enlaza las piernas durante las diez gloriosas horas de su descanso y yo, aprisionada, al vaivén de los rumores de su carne, reviso la tarde que pasamos en el mar corriendo olas con su camión, diez horas de vibración marina bajo su muslo pacificado;
y estaba Juan, que supo ganar fama por sus bailes de cortes y quebradas, Juan, el muchacho del famoso accidente ferroviario que lo dejó en silla de ruedas y sin anatomía rodillas para abajo, y viene a mí, me abraza y yo sintonizo un tango y lo invito a danzar una “cumparsita” horizontal entre lienzos, tan perfecta como las que él trazaba de pie y sobre baldosas;
y están, están los muchachos. Bautista que se allega a suspirar: “únicamente en este cuarto se puede, el aire de afuera destruye”. Roque, a quien le enseño cómo ubicar el norte y dónde el sur, con un mapa de Cagliostro que distribuye las estrellas en mi cuerpo, puntos cardinales que no termina de aprender y necesita para su oficio de conducir en distancias desoladas. Carlitos, quien ensaya sus doremifasolasí de tenor frustrado dentro de la caverna de mi boca. Los muchachos. Pero con ellos, lo que verdaderamente hacemos es nadar. Lo consignó Alfonso. Dijo: “estando en vos nadamos hacia una costa”. “¿Y yo también?” Me doblé sobre su vientre acogedor; Alfonso recabó: “vos sos el barco”. “No”, rechacé, “soy una nadadora junto a ustedes”. Meditó: “Nos sostenemos mutuamente, nos sujeta este cordón umbilical que es y no es sólo carne”. Y esa noche en lugar de dejarme un kilo de pan, como Lorenzo, o un atado de cigarrillos, como Arnaldo, o una parva de pinturas de uñas, como Carlos, o una muñeca, una cajita musical o una biblia, Alfonso me abrió la mano donde, en el centro de la palma, le puso la marca de un beso. Y así supe cómo era la cosa, que nadábamos suave y ansiosamente hacia una costa lejana, ellos en mí y yo en ellos, los muchachos.
....

PÁGINA Nº 3 – IDIOMÁTICAS

De los signos ortográficos.

Por Jorge Alberto Hernández (Santa Fe)

Recordemos que ortografía “es la parte de la gramática que enseña a escribir correctamente por el acertado empleo de las letras y de los signos gramaticales de la escritura”. Según el Diccionario, signo es, entre las muchas acepciones, “cualquiera de los caracteres que se emplean en la escritura y en la imprenta”, y en el carácter lingüístico, “la unidad mínima de la oración, constituida por una significante y un significado”.
Entre los signos podemos mencionar a la tilde o acento ortográfico, la diéresis, el punto, la coma, el punto y coma, los dos puntos, los puntos suspensivos, la interrogación y exclamación, el paréntesis, los corchetes, la raya, las comillas y las llamadas.
Hay necesidad de signos de puntuación en la escritura, porque sin ellos podría resultar dudoso y oscuro el significado de las cláusulas. Dice la Academia de la Lengua que “la coma, los puntos y paréntesis indican las pausas más o menos cortas que en la lectura sirven para dar a conocer el sentido de las frases; la interrogación y la admiración denotan lo que expresan sus nombres, y la segunda, además, queja, énfasis o encarecimiento; la diéresis sirve en unos casos para indicar que la u tiene sonido y en otros se puede emplear para deshacer un diptongo; las comillas señalan las citas, o dan significado especial a las palabras que comprenden; el guión es signo de palabra incompleta; la raya lo es de diálogo o de separación de palabras, cláusulas o párrafos; las dos rayas sólo se usan ya en las copias para denotar los párrafos que en el original van aparte.
Como dice la Academia, “hay necesidad de signos de puntuación en la escritura, porque sin ellos podría resultar dudoso y oscuro el significado de las cláusulas”. A ello agrega Emilio M. Martínez Amador en el Diccionario gramatical y de dudas del idioma que “esto es tan cierto que de confusiones por mala puntuación podrían citarse innúmeros ejemplos, como el famoso de “señor muerto, esta tarde llegamos”, por “señor, muerto está; tarde llegamos”. Todos ellos resumidos en el no menos famoso de las comas, puesto en boca del actuario, en Los intereses creados, de Jacinto Benavente.
Vamos a dejar de lado hoy, por razones de espacio y ser de mayor conocimiento general, lo referido a la tilde o acento ortográfico, aunque hay casos particulares que son tan importantes como las reglas mismas. En otra oportunidad abordaremos este tema en toda su extensión.
1) Diéresis: Se emplea la diéresis (¨) sobre la letra u en las combinaciones gue, gui, cuando se ha de pronunciar dicha vocal: vergüenza, argüir. En `poesía, se ponen sobre la primera vocal de un diptongo para indicar que no debe leerse como tal, sino como hiato (disolución de una sinalefa, por licencia poética, para alargar un verso), y dar, por tanto, a la palabra, una sílaba más: fïel, rüido.
2) Punto: Se emplea al final de una oración para indicar que lo que precede forma un sentido completo. Es la mayor pausa sintáctica que la ortografía señala. Después de punto, la primera palabra se escribe con mayúscula. En la escritura hay punto y seguido y punto y aparte. Por último hay punto final, en el que acaba un escrito o una división importante del texto. También el punto sirve para indicar abreviatura: Sr.: señor.
3) Coma: Señala una pausa en el interior de una oración. a) El nombre en vocativo llevará una coma detrás de sí cuando estuviere al principio de lo que se diga, y en otros la llevará antes y después; por ej.: ¡Cielos, valedme!; Julián, óyeme; Repito, Jorge, que prestes atención.
b) Siempre que en lo escrito se empleen dos o más partes de la oración consecutivas y de una misma clase, a excepción de los casos en que mediare alguna de las conjunciones y, ni, o, como Juan, Pedro y Antonio; Sabio, prudente y cortés; Vine, vi y vencí; Ni el joven ni el viejo.
c) Se separan con una coma los varios miembros de una cláusula independientes entre sí, vayan o no precedidos de conjunción: Todos reían, todos lloraban, ninguno se callaba.
d) Las frases u oraciones incidentales que cortan o interrumpen momentáneamente la oración, se escriben entre dos comas: La verdad, dicen los honrados, debe prevalecer.
e) Cuando una proposición se expone al principio de la oración, se pone coma al fin de la parte que se anticipa: Cuando el Director lo oyó, se dio cuenta de la desafinación. En las anteposiciones cortas y claras no es necesaria la coma: Donde las dan las toman.
f) Deben ir precedidas y seguidas de coma expresiones como esto es, es decir, en fin, por último, sin embargo, no obstante y otras parecidas.
g) Se separa también mediante comas la palabra etcétera: Los parientes, amigos, etcétera, llenaban el salón.
4) Punto y coma: a) Se emplea para separar dos miembros de un período, dentro de los cuales ya hay alguna coma: “Vino, primero, pura, / vestida de inocencia; / y la amé como un niño” (J. Ramón Jiménez).
b) Se escribe punto y coma entre oraciones coordinadas adversativas: El camino era peligroso; pero igual me animé. No obstante, si son muy cortas, basta con una coma; Lo hizo, pero de mala gana.
c) Se usa punto y coma cuando a una oración sigue otra precedida de conjunción, que no tiene perfecto enlace con la anterior: Pero nada bastó para desalojar al enemigo; y por eso la batalla nos pareció larga.
5) Dos puntos: a) Preceden a una enumeración explicativa: Había tres personas: dos hombres y una mujer.
b) Preceden a citas textuales: Almafuerte dijo: “Si te postran diez veces te levantas”.
c) Preceden a la oración que sirve de comprobación a lo establecido en la oración anterior: No hay vicio peor que el juego: por él muchos hogares han quedado en la miseria.
d) Siguen a la fórmula de encabezamiento de una carta: Muy señor mío:
6) Puntos suspensivos: a) Cuando conviene al escritor dejar la oración incompleta y el sentido suspenso, se emplean los puntos suspensivos: Tengo que decirte que... no me atrevo.
b) Cuando se copia algún texto y se suprime algún pasaje innecesario: En un lugar de la mancha...
7) Interrogación y exclamación: La interrogación encierra una oración interrogativa directa, o una parte de oración que es el objeto de pregunta.
La exclamación sirve para indicar que una oración o frase va cargada de afectividad y debe leerse con la entonación volitiva o exclamativa que corresponde a su significado.
Los signos de interrogación y de admiración se ponen al principio y al fin de la oración que debe llevarlos: ¿Dónde está?, ¡Qué asombro!
Nunca se escribe punto después de cerrar el signo de interrogación o de admiración.
El signo de principio de interrogación o admiración se ha de colocar desde donde empieza la pregunta o el sentido admirativo, aunque allí no comience el período: Pero ¿tú lo sabías?, Aquel día ¡cuántos disgustos!
Hay cláusulas que son al par interrogativas y admirativas: ¿Qué persecución es ésta, Dios mío!
8) Paréntesis: Este signo ortográfico [( )] sirve para enmarcar y aislar una observación al margen del objeto principal del discurso: Pero (él lo pensaba mientras hablaba) renunciaría a las ganancias, con tal que lo dejaran tranquilo.
En obras dramáticas suele encerrarse entre paréntesis lo que los personajes dicen aparte.
Hoy es muy frecuente sustituir el paréntesis por la raya: Creer lo que parecía imposible, -actitudes, gestos despectivos y pasiones ajenas- lo que nunca hubiera admitido en otra persona.
9) Los corchetes: [ ] Equivalen a los paréntesis, pero sólo se utilizan en casos especiales: a) Cuando se quiere introducir un nuevo paréntesis dentro de una frase que ya va entre paréntesis: “Acontecimiento de gran trascendencia (abolición de la esclavitud) [1816].
10) La raya desempeña dos funciones diferentes: a) Equivale al paréntesis: “Las sombras –reflejadas en la pared- adquirían imperceptibles formas”.
b) En un diálogo, sobre todo novelesco, precede a la frase pronunciada por cada uno de los interlocutores, iniciando siempre el párrafo.
-¿Pagaste el gasto de ayer?
-¡Pues no!, me olvidé!
11) Las comillas: Signo ortográfico que sirve para encerrar una frase reproducida textualmente: “Lo bueno, si breve, dos veces bueno”. Si el texto reproducido es tan extenso que comprende varios párrafos, se ponen comillas invertidas al comienzo del segundo y de los sucesivos.
Las comillas simples se usan en lingüística para indicar que lo abarcado entre ellas es un significado: ‘Valetudinario’ significa ‘achacoso’. También suelen emplearse desempeñando la función de las comillas normales o dobles dentro de un texto que ya va entre comillas: “Saludó con un ‘buenas’ malhumorado”.
12) Las llamadas: La llamada, que puede ser asterisco (*) o número (1), se emplea para advertir al lector que al pie de la página –o, a veces, al final del capítulo o del libro- hay una nota acerca del asunto de que se está tratando en el lugar donde se ha insertado el signo. Cuando hay varias notas en una misma página, se va aumentando el número de asteriscos (***), o la cifra (2), (3), etc.
Además de los expuestos, hay signos auxiliares que solamente enunciaremos, por razones de espacio: Apóstrofo, Párrafo, Calderón, Manecilla, etc.
PÁGINA Nº 4

La primera vez.

Por Rogelio Ramos Signes (Tucumán)

Cuando salí a la vereda ya estaba anocheciendo, me abroché el abrigo y saludé a la vecina que dejaba su bolsita con residuos al pie del naranjo, corroboré la hora (con dificultad) forzando la vista en la escasísima luz de la tarde, y subí al auto. Algo corriente, trivial si se quiere. Todo eso, unido a mi cóctel de fastidio y depresión, auguraba una noche terrible, una de esas noches que nunca terminan de pasar, que no logran acelerarse con alcohol ni con pastillas ni apelando a la ficción de lo imposible. Y fue entonces que escuché el crac, el crac crac de algo que cambia de lugar, el crac (es un decir, por supuesto) de la máquina que pone en funcionamiento la pequeñísima utopía de alegrarse con lo poco que hay. Y me dije: ¡Fantástico! Esto es verdaderamente fantástico. Pensar que hoy (o sea ayer, 16 de julio) es la primera vez en mi ya larga vida que salgo a la vereda cuando está anocheciendo (siempre lo hice de día, o de noche, o al amanecer) y también es la primera vez que me abrocho el abrigo (caluroso como soy) mientras saludo a una vecina (suelo hacerme el que no ve a las vecinas, por pura timidez) justo cuando ella saca su bolsa de basura. Esto de las bolsitas de residuos siempre fue un enigma para mí. Sabía que alguien debía sacarlas, pero ¿quién?, depositarlas en el suelo, pero ¿cómo? ¿subrepticiamente? ¿mirando hacia todos lados como quien está por cometer un delito? Esto es maravilloso, me dije. Cuatro experiencias nuevas al mismo tiempo. Y más todavía, porque que yo recuerde esa era la primera vez que trataba de mirar la hora con la escasa luz del atardecer, mientras abrochaba un abrigo e intentaba un saludo de pura cortesía. Cinco primicias. ¿Y el naranjo?. Hasta entonces nunca había reparado en que el árbol que siempre desviaba mi paso fuese un naranjo. Seis primicias. Seis fantásticas primicias para un hombre desganado. Seis sucesos totalmente nuevos en un pequeño y fugaz momento. Sin poder salir todavía de mi asombro, encendí el auto y la radio comenzó a andar (como siempre sucede cuando subo al auto) al momento en que un locutor decía “un laboratorio medicinal con experiencia en el campo de la salud femenina”. Y, por Dios ¿pueden creerme si les digo que era la primera vez que escuchaba a un locutor decir “un laboratorio medicinal con experiencia en el campo de la salud femenina” justo cuando se encendía la radio? Sí escuché, en otras circunstancias, a alguien que decía “recibimos tarjetas de crédito” o bien “usted paga la primera cuota y se lo lleva puesto” o “la vitamina E fortifica el sistema nervioso” e incluso “ingrese a un mundo de colores para decorar con imaginación”, pero nunca nunca esa frase inolvidable. Tuve que parar el auto nuevamente y bajarme. Estaba emocionado y no me encontraba en condiciones de manejar casi de noche. A escasos 50 metros la gente se agolpaba para ver dos vehículos que acababan de destrozarse en un violento choque. Decidí entrar en mi casa nuevamente. Crucé la calle, la vereda, el pequeño porche, busqué la llave de la puerta y, mientras estaba introduciéndola en la cerradura, el señor Tuen Shong (el dueño de la tienda más próspera de la cuadra) me preguntó si no me interesaba ver el choque, sin esperar mi respuesta, por supuesto. Mientras cerraba la puerta tras de mí y subía la escalera, me dije que aquello también era algo decididamente fantástico; era la primera vez en toda mi vida que el señor Tuen Shong me decía otra cosa que no fuese “compla compla compla”. Incrédulo me preparé una taza de café, que bebí fascinado; tomé un libro cualquiera, que leí automáticamente y, con el fondo de llantos, gritos y el ulular de las ambulancias, me fui quedando dormido.
...............................

Hiperdiccionario.

Por Arturo Lomello (Santa Fe)

Lo que las palabras pueden significar cuando se escapan de la costumbre.

Antiguo: Aquellos que todos seremos con el simple paso del tiempo. Los que ya lo son nos llevan una ventaja a quienes tenemos que esperar para serlo.
Aprecio: El precio de los que no lo tienen.
Chancho: Porcino humilde.
Mendigo: Persona necesitada que utilizamos para persuadirnos de que nosotros no lo somos.
Mérito: Cualidad positiva que nos cuesta enormemente reconocer en el prójimo, pero que nos atribuimos constantemente.
Pesimista: El que llegó tarde al reparto de alegría.
Peso: Contrariamente a lo que sugiere, cuando lo poseemos nos sentimos livianos.
Postrero: El postre que generalmente nos resulta amargo.
Prepotente: Individuo que jamás llegará a la potencia.
Secreto: Cuestión íntima que rápidamente se transformará en pública.
Sopapo: Sopa a la italiana tomada a orillas del río Po.
PÁGINA Nº 5 – NUESTROS POETAS

Abril en vos.

qué facilidad decir te amo
y no volar sobre las hojas
como un árbol tallado
naciendo en la juventud del bosque
qué felicidad saberte vivo
y no volar ante un espejo herido
como tu mano de corteza inhallable
escribiendo melodías y sones
recibiendo la luz en la espesura del monte.

Roberto Aguirre Molina (Santa Fe)

Hay gente.

hay gente que cree tener virtudes propias
que en realidad son vicios ajenos

hay gente que pierde el conocimiento por accidente
y gente que no abandona su ignorancia
ni a garrotazos

cada vez más gente estudia para sombra
algunos se quedan en manchita marchita
otros llegan a tiniebla abismal
con amplio campo de acción

hay gente que se apasiona por la arqueología
otros prefieren carrera menos complicada
como por ejemplo la olvidología

hay gente que desata polémicas
y gente que las vuelve a atar

hay gente que cree más en los seres de otros planetas
que en los de este

muchos infelices confunden su medio de vida
con el fin de sus vidas

hay gente a las que el médico
debería prescribirle morirse

hay gente que después de muerta se deja estar
y se hecha a perder del todo

hay gusanos tan gusanos...
que nunca serán mariposas

Rubén Vedovaldi (Capitán Bermúdez)

Última pequeña brasa.

En las cenizas del rescoldo
espera la última pequeña brasa.
El cansancio me pesa en la cabeza,
siento el mismo frío,
la inmensa soledad
que aquella tarde de su partida.
Desde la ventana de su cuarto
devoro el paisaje
contemplado por él tantos años.
El silencio, muerde persistente mis entrañas.
bullen dentro de mí, ríos de sangre,
ríos salados que nublan mi visión.
Busco la última pequeña brasa
blanca de rescoldo.
Con un hálito de esperanza
arrimo la leña de salvación.
El último latido de brasa, la incendia.
En la lumbre veo su sonrisa, su mirada,
en ella una velada añoranza.
Lo tengo junto a mí en este fuego amado.

Alba Yobe de Abalo (Santa Fe)

Poema inconcluso.

Entre escaleras y trenes difusos
fui perdiendo la barba,
las rodillas,
los codos,
el reloj.

Costumbre de mi repertorio
de ir perdiendo órganos y cosas.

Ayer perdí el sombrero
y una mujer;
hoy los últimos versos
del poema.

Sergio Bartés (Santa Fe)

Peregrina.

Camina desnuda en el espejo del viento, remolinos insensatos de la letra.
¿Quién te persigue hechicera? ¿Para qué seguir caminando?
Tal vez descansar en la pereza del cuento,en los temibles perros que no ladran.
Siempre poseedora de tus males que no son más que palabras abrazadasal cuerpo.
Caricias en los huesos y esa danza en las cenizas del poema.
Un jardín te nombra, Alejandra.

Maria Milagros Roibón (Rosario)

Poema.

Cansado de parar en la mortalidad
de la palabra;
cansado de habitar en las cruces
que alza más allá de mi nombre
la mirada;
cansado de inspirar el rezo
que retumba en el cuerpo
y se hace alma;
cansado del olvido como insignia,
cansado de la pena
como marcha.
Cansado de que sea la muerte
una distancia.

Martín Copponi (Santo Tomé)

Homenaje.

los amigos son una costumbre solar,
la segura semilla de la flor del silencio,
el más que mejor rito de la cotidianía,
la bendición perfecta por la que estamos vivos...
son la espuma del viento que celebro cantando
porque allí el transcurso del tiempo se florece
rindiendo su primicia de bienvenido abrazo
en riego imprescindible de certidumbre en mano...
los amigos son fieles aún cuando la ausencia
nos regala su turno de extrañamiento humano,
y aprendemos respeto paciente por los días
hasta que otra vez alguien nos convida a acercarnos...
se nos allega otro, con su nombre y su historia,
y pactamos de nuevo convivir un nosotros,
y seguimos creciendo nuestro común destino
dentro un inmenso límite de lluvia entre los árboles...
¡y qué bueno es juntar la lluvia y los amigos!:
la bruma buena cuya lleganza es descansancio,
como el mate aromando ante la compañía
de la absorta candela y las letras que besa la poesía...
los amigos nos dejan nombrados, sin olvido:
los de siempre, los nuevos, los a llegar mañana,
en franca y encendida fiesta honda y sincera
que nos nutre de puro milagro del misterio...
cuando el azul velero de la luz nos recoge
quedan siendo lo único que de verdad tuvimos...

Horacio Rossi (Santa Fe)

PÁGINA Nº 6

Prolepsis del fraude.

Por Alejandro Maciel (Corrientes-Paraguay)

(En emotivo homenaje a mi amiga Aída Aisenson Kogan, autora de enjundiosos tratados de ética, ciencia vecina a la paleontología a juzgar por su inexistencia sino a través de recuerdos muy antiguos…)

Carísimos hermanos, me es imperativo y categórico al mismo tiempo intentar, aunque no sin riesgos, la apología y por qué no, hasta el encomio del fraude, tan malogrado por la propaganda adversa que con sospechosa mala voluntad le dedican todos los códigos civiles habidos y por haber en este mundo injusto.
Empezaremos por desnudar el concepto, tan vapuleado por epítetos y denuestos que no se hallará en él valor alguno que merezca el resarcimiento de un premio. Mi Diccionario de Latín, aunque vetusto (si no defrauda la fecha de impresión) recoge los sintagmas:
Fraudo, as, avi, atum, are: Defraudar, engañar, usurpar, despojar, burlar con fraude. // Hurtar, privar, quitar, robar. Fraudare stipendium miliatum: retener la paga de los soldados. Plaut: Negarse, no concederse el menor placer.
Fraudátio, onis: Defraudación.
Fraudátor: Defraudador.
Fraudátrix: La que defrauda y engaña.
Fraudátus: Defraudado, engañado.
Ya vemos que existe un ‘fraudare’ en cuanto a los estipendios militares, siempre pródigos a la hora de restar en los balances del Estado. ¿No empiezan a intuir algo bueno en esta forma sutil de escatimarle ganancias al clan castrense, en un país tan militarizado que ya parece un fortín de artillería? Tampoco habrán dejado de observar que “no concederse el menor placer” nos insta a cierto estoicismo tan injuriado en estos tiempos de consumismo y culto al hedonismo de la peor calaña. Ya hay quienes, víctimas de esa epidemia que ha dado en llamarse “mercadeo compulsivo”, atiborran los carritos del supermercado, arrasan con góndolas y mesas de ofertas llenándose de chucherías superfluas siguiendo quién sabe qué oscuros designios de la mente, que pretende llenar con cosas su vacío de casos. ¿Y qué me dicen de ‘fraudátrix’? ¿No constituye cierta forma de justicia de parte de las mujeres, históricamente defraudadas por el hombre a través de los siglos?
Los años, que todo lo perjudican, fueron deslizando un matiz inicuo sobre el concepto del fraude. Miríadas de homilías dominicales, cardúmenes de catequistas de toda laya, montañas, qué digo ¡cordilleras!, Alpes, Apeninos y Andes de escritos no cejaron de amontonar cargos contra el fraude y el pobre, arrinconado por este corifeo de difamadores no pudo sino callar y seguir obrando pacientemente en el silencio.
Podríamos enumerar una ristra tan larga de sus detractores que la guía telefónica resultaría una sinopsis a su lado. Sin embargo, creo fervientemente que hay dos popes en esta cruzada punitiva: Santo Tomás de Aquino, que engordó hasta el límite de los 160 kilogramos escribiendo una Summa para restar prestigio al fraude, y Dante Aliguieri su entenado literario. El uno, como causa prima el otro como consecuencia. Usted dirá “Pero, ¿quién los lee?” No se engañe, estimado lector. ¿Ha leído usted las obras completas de Adam Smith, David Ricardo, Menger y Keynes? Vaya al supermercado y verá cómo se aplican implacablemente sin que la cajera, el repositor y a veces hasta el mismo gerente hayan escrutado los jeroglíficos econométricos que estos digestos contienen.
No, mi querida señora, no, mi estimado señor. La letra perdura más allá de la idea; como decía don Poncio “lo que está escrito, queda escrito”. No habrán leído la Summa ni la Commedia, pero ¿cuántas iconografías no mostraron impúdicamente a través de los siglos a los tentadores, aduladores, simoníacos, barateros, hipócritas, timadores, difamadores, traidores, malos consejeros y falsificadores sufriendo en el octavo círculo del Infierno? ¿Cree usted por ventura que sale de un museo siendo el mismo que entró? Jamás. La imagen ha operado su cuerpo calloso, amputó aquí un núcleo acumbens y allá un sector aunque minúsculo, imprescindible de su tálamo para razonar debidamente. No hay en este mundo cosa tan peligrosa como una imagen. Ni qué decir si ésta orna un retablo de catedral. Y todo un ejército de Giottos, Fra Angélicos, Michelángelos, Cimabués se encargaron de retratar las palabras de Dante aleccionadas por el obeso Aquinate.
Creo, estimados amigos, que es hora de reivindicar la ética del fraude. Ya hemos sido testigos etimológicos de dos virtudes casi cardinales: el boicot a las finanzas militares y la venganza de siglos de sumisión femenina. Todavía nos resta agradecerle nada más ni nada menos que la existencia de la clase política del siglo XXI. ¿Qué sería de esta raza de organizadores sociales si tuviesen que atenerse estrictamente a la rígida dieta de Santo Tomás, dieta que él jamás acató en cuanto a su condumio. “La verdad es la correspondencia del pensamiento con su objeto”. Imagínense si un excelentísimo senador vitalicio decidiera hacer corresponder en un discurso su pensamiento con un cohecho, por inocente ejemplo. ¡Dejaría ipso facto su excelencia a merced de la plebe y el hampa! Ni hablar de señores presidentes, ministros, subsecretarios de Estado, jefes de gabinete, fiscales, jueces de segunda instancia, ediles, candidatos en campaña. La política, ciencia de lo posible, se volvería sencillamente imposible sin la salvadora fórmula del buen fraude. Vaya al destierro de nuevo el florentino. Huya a la Tebaida el Aquinate (de paso, viviendo de hierbas, adelgaza) y los Savonarolas y todo fanático de la verdad: ya sabemos que todo fanatismo no es más que una fe tambaleante.
PÁGINA Nº 7

Vladimir o la marcada.

Por Olga Zamboni (Misiones)

La gente evita pasar frente a lo de Vladimir. Sabe que el viejo estará espiando tras las persianas despintadas que casi se caen, ladeadas y mugrientas. Solo como un topo, ahora va siendo cada vez más raro que se lo vea rumbo al almacén a comprar ginebra o porotos, o algún hueso en la carnicería para tirárselo a los perros. Vive de milagro, si es que vive, apartado de todos, cada vez más ensimismado en su frondoso y amargo malhumor.
La verdad es que en el pueblo poco y nada se acuerdan de él, pero es que no quieren acordarse. Si estuviera muerto sería distinto, su historia habría pasado a ser recuerdo. Pero mientras el viejo se arrastre tras las rendijas de su casa en ruinas será como una alimaña de la cual todos se cuidan y nombran por pura cruz diablo, índice y meñique levantados en sabio conjuro.
Salvo el caso de que inadvertidamente lleguen a pasar enfrente: entonces los más viejos vuelven a contar la historia a quien quiera oírles, y los más jóvenes o no tanto recuerdan lo que se han cansado de escuchar en distintos tonos y versiones, coincidentes a veces, a veces contradictorias, con el agregado de este detalle o el otro.
Cuando la pareja llegó a la colonia el único hijo vivo que les quedaba era Iván. Después nacieron las tres chicas, de las que Luzmila, la mayor de las mellizas, fue la única sobreviviente. Que por qué morían es algo que no saben explicar. Para algunas era un mal que llevaban en la sangre. Lo traían de Europa, tal vez de ahí les venía el ser tan cerrados para el entorno de la gente local. Había una gran diferencia de edades entre Iván y su hermana como para que alguna vez hubieran podido encontrarse en algún juego: el mayor y la menor, los que quedaron. El mayor reconcentrado y cejijunto con aires de ermitaño en malhumores y Luzmila, la muchacha tan rubia, tan delgada, tan lánguida por no decir enfermiza en su aspecto. Demasiado que hubiera logrado sobrevivir a sus dos hermanas, que nacieron aún más escuálidas; aquí también, decían, podría aplicarse eso de la “sangre débil”, la herencia, que se traduciría después en otros rasgos de vida y muerte.
La chacra no daba para mucho, trabajaban el día entero Vladimir, (pues de él se trata) que en un principio era un gringo coloradote y autoritario, su mujer, y los dos hijos en cuanto estuvieron en edad de tomar la azada y el balde: en el rozado, limpiando y plantando yerba y mandioca; en el potrero, con las dos vacas; en la huerta, cerca del arroyo, de donde traían agua; al menos había para comer. De la vida en las fazendas en Brasil, de donde vinieron poco menos que huyendo, no guardaban buenos recuerdos. La pareja, ya que Iván por edad no podía acordarse. Los fazendeiros aplicaban allá la ley del garrote y tronados por la misma miseria habrá sido que se les murieron los primeros hijos. El padre de allá se trajo una leve renguera y la costumbre de la ginebra que alteraba su carácter y contrariamente a lo que se pudiera pensar, lo dejaba manso y lloroso; era entonces cuando se lamentaba de todo lo que había perdido en la vida. Casi era mejor que estuviese tomado, decía la mujer entonces, ya que en su estado lúcido era de una iracundia que desparramaba sobre su pobre familia.
Transparente, sonrosada y áspera, de grandes senos y manos endurecidas, la madre nunca se animó a acariciar a los hijos, Iván era el que le andaba detrás de sus polleras como perrito faldero sin dueño. Ella en el fondo le tenía pena, sobre todo en los últimos tiempos, lo que le contaron, de que lloraba en la cárcel y la llamaba, pero entonces ya estaba lejos, porque ella se había marchado, por miedo a las represalias, con el nietito, sí, el hijo del criollo hijo de puta, el inocente que había que salvar a toda costa.

Iván era cuando chico muy avispado, pero el drama de las hermanas muertas lo apagó. Se le desarrolló entonces un sentimiento avasallante hacia Luzmila, que alcanzaba nivel enfermizo y era el deseo incestuoso de protegerla. No siempre lo conseguía. Comparado con ella era grande, pero de fuerzas menguadas. Endeble por naturaleza, no soportaba los golpes, y tenía bastante con los que le daba el gringo sanguíneo y colérico. Nunca supo lo que significaba un juego de niños en la casa, y en el potrero donde los chicos se reunían a patear, una sola vez se metió y salió malparado. Juegos, lo que se dice, los aprendió a su manera más tarde cuando se enredó en mil y una timbas y alcoholes, sobre todo después de la desgracia.
Sin embargo, si de Luzmila se trataba, era lo que decían sus compañeros “un gallito”. En la escuela y donde sea, bastaba que alguien se acercara a la hermana, aunque no fuera ofensivo, para que se pusiera furioso. Especialmente si los gestos o palabras venían de un morochito de ascendencia paraguaya, el hijo de los Vargas, que desde que estaban en cuarto grado comenzó a rondarla a Luzmila. Ella, con la adolescencia, había alcanzado una delgadez cerúlea casi etérea, con sus cabellos tan rubios y largos: todo en ella eran aires de una visión extraña, ajena a ese rudo medio. Al parecer, gustaba también del muchacho. Pero Iván no. Hecho a los sermones de su padre, que en noches de ginebra le repetía que no era bueno confundir las sangres, que ellos habían venido de Kantemirovka, y que allá, en la lejana patria, ninguna mujer mezclaba la raza.
Había llegado el tiempo en que se pusieron a tomar juntos el padre y el hijo, estableciéndose una oscura complicidad entre los dos. Pero la peor borrachera fue después de lo que pasó. La noche entera tomaron. Los vecinos los oyeron, en esa noche nadie durmió. El llanto hiposo del muchacho entre gritos y caídas de uno y otro y otra botella. Y la aprobación entre gangosa y doctoral del padre.
-Usté hizo lo que debía mi hijo.
-Hizo lo que debía, m´hijo, bien macho é usté…
-Yo le hubiera, le hubiera… pegado más puñaladas añamembuí al negro sinvergüenza ese…

Luzmila había ocultado como pudo el embarazo; la verdad que no era fácil ya que ese vientre flaco no ofrecía el modo de hacerlo. Pero por primeriza y vestida con batones sueltos como acostumbraba, hechos como para una medida mayor que la de su escualidez pudo ocultarlo por un tiempo. Ayudaba que el padre y el hermano apenas la veían, inmersos en sus emanaciones etílicas, hasta que no hubo nada que hacer porque el hijo ya quería nacer y ahí se armó el bochinche, se descubrió todo, se gritaron también de todo. Que el padre de la criatura era el criollito mal nacido de los Vargas, que los degenerados se encontraban en el montecito dijo Iván, y acá no va a nacer ninguna sangre de negro, dijo Vladimir; y el que la cagó a mi hermana me las va a pagar, seguía Iván, y golpeaba la mesa cada vez más fuerte, y daba gritos. Y Luzmila pujaba y la madre lloraba, la casa fue una locura.
Porque el negrito de los Vargas, llamado por Luzmila llegó a la casa justo en medio del griterío, él quería llevarla a que tuviera la criatura con su madre, que sabía de esas cosas. El tiempo de parto que ya se pasaba más los malos momentos hicieron que la muchacha tuviera ahí mismo un varón. El de Vargas la tomó en brazos porque se desangraba, y allí fue cuando Iván sintió que le hervía la sangre, sangre más ginebra. Se lanzó sobre el muchacho y once puñaladas por la espalda, a traición y con alevosía decía el expediente, y no pudo evitar que una punta del puñal se clavara en un brazo de la parturienta hermana, le cortó la arteria, se desangraba por todas partes. Increíble que haya podido sobrevivir. Y para qué, para ser puta.
El de Vargas quedó cosido a puñaladas. La casa era un charco rojo. Iván, enceguecido, quería perseguir a la gringa, su propia madre, para matar a la criatura:
-Sangre negra, no hay que mezclar la sangre. Gritaba.
-Somos de Kantemirovka, gran puta añamembuí- desvariaba Vladimir, que para el idioma no había tenido problemas de adaptación al color local.
Y ahí fue cuando la hirió a la Luzmila, que se puso a gritar: -¡Váyase, mamá, salve a esa criatura!
Qué iba a hacer la madre.
Agarró la criatura para salvarla, se fue. Quién sabe para dónde. Nadie supo dar razón de su huida y del lugar a donde pudo haberse dirigido.
-Esa es una mala madre, le interesó más salvar a la cría del Vargas ese que parar la sangre de la hija.
-Debe de haberse tomado el tren a la capital. La gringa guardaba unos pesitos, siempre tenía sus ahorros que no compartía ni con su sombra.
-Le habrá llegado el momento de gastarlos, con el nieto y por el yerno muerto.
-Y la hija, que se las arregle.
-Yo creo que la gringa estaba más loca que el marido y que todos ellos juntos.

Vladimir se quedó solo. Ya no hablaba sino que andaba por ahí muy pero muy borracho. Llorando, hecho un trapo.

Ya no habla, solamente mira, roñoso andrajo.
En el pueblo nadie se acuerda de él, es como si estuviera muerto. Y a lo mejor lo está. Sólo recuerdan la historia cuando pasan delante de la casa casi en ruinas que lo alberga. Asume la ocupación única de espiar a través de las persianas eternamente cerradas, por algunas rendijas de las paredes de tablas, ahí está vigilante y sucio, ahora ya no se baña. Dicen que nadie limpió la sangre derramada, y la sangre derramada clama al cielo.

En cuanto a Iván, portándose bien consigue que el milico le acerque unos tragos de ginebra. Entonces, reconcentrado y cejijunto, llora.
-Ludmila, vení a verme carajo.
-Mamá, mamita, por qué no me mirás…
-Yo hago lo que usté manda, padre…
No duró mucho tiempo encerrado.
Una mañana lo encontraron colgado de los barrotes de la celda.
Luzmila acabó de puta. Una gran cicatriz en el brazo da cuenta de la tragedia y razón con que la conocen: “La Marcada”.

PÁGINA Nº 8

El gato.

Por Patricia Suárez (Buenos Aires)

No fue suficiente interrumpirle una película con el actor mejicano, ni que ella se levantara y oprimiera el interruptor de la tele, con un clic que sonó casi como un gemido. No fue suficiente tampoco, mirarla con absoluto desdén, culpándola de todas sus tribulaciones, haciéndole sentir que éso que a ella le parecía tan hermoso del contacto de sus cuerpos, éso que ella llamaba "el trueno y el relámpago", para él no significaba nada, nada excepto la hilacha de cursilería de Matilde. Ni fue suficiente que ella trocara su expresión, paulatinamente, de profundo desgano hasta la expectativa angustiosa, alarmada de que a él le hubiese ocurrido algo, algo grave que aún no se leía en las marcas de su piel, pero sí en el gesto: un dolor que él ya no soportaba. Ella alzó su voz, que no era un hilo y atravesaba la densidad de casa objeto del living y vibraba en el actor mejicano ahora invisible en la pantalla. "Bueno, ¿qué pasa?", preguntó. Y él la miró asustado, tal cual ella fuera el hombre de la bolsa y amenazara con meterlo en la áspera arpillera y tirarlo al abismo rocoso de alguna cumbre que ninguno de los dos conocía. "El gato no está", respondió él. La cara de ella se llenó de ira, y no era necesario contenerla porque se evaporaba sola, sin palabras ante la terrible angustia que parecía oprimirlo. Matilde pensó: "¿Y qué? ¿Y qué con que haya desaparecido el gato? Era un gato roñoso: sólo servía para juntar pulgas"; pero únicamente pronunció: "Estará por ahí. Ya va a volver". Mas él no se tranquilizó. Se quedó como una estaca en el medio del living, con la vista clavada en los cacharritos que trajeron de Bolivia, hasta un punto en que Matilde creyó que los iba a volar por el aire, en pedazos, con el solo poder de mirada. "No. No va a volver. Y vos debés saber dónde está", entonces Matilde se quedó petrificada. Amagó defenderse: "¡Yo! ¿Yo?", y como él no se molestó en acusarla ni en ofrecerle explicaciones, ella se quedó callada, definitivamente, bajo la mirada severa de él, y el funesto augurio de que se le volarían entonces los sesos por todo ese odio que él tenía en los ojos. Entonces se le ocurrió precipitarse sobre él y gritarle la verdad: "¿El gato? Claro que sé dónde está. ¡Se fue y no va a volver! No. Porque te tenía un miedo espantoso. Por eso se fue", sin embargo, desistió; nunca le dió resultado gritarle la verdad, porque él no la oía y rompía lo que tenía en la mira -en este caso la cabeza de ella- y después no le dirigía la palabra, y no valía la pena pelear por cuestiones tan nimias, como el gato. Así que se decidió y con un poco de buena voluntad, fue a la pieza y revolvió los cortinados -porque a veces el gato de metía ahí-, debajo de la cama, detrás de la puerta, siempre con él sobre sus pasos, desconfiando, como si ella hubiera escondido al gato en algún lugar de la casa y ahora estuviera disimulando. Porque no fue suficiente que ella sintiera "eso" como el caño de una pistola helada apuntándole los riñones, aunque no había pistola alguna, tan solo el odio que le ceñía la cintura y la penetraba como un filo. Matilde probó en la cocina: las alacenas, bajo la heladera; en un mal movimiento se cayó la frutera azul, el vidrio cortó los duraznos priscos y se hizo una pulpa sanguinolenta que la dejó pensando. Él miraba y dudaba, y esto no le era suficiente, deseaba castigarla; el año pasado ella arruinó la radio nueva por él olvidarla en el patio un día de lluvia, y otra vez volcó el café con leche sobre su único pantalón de pana -cuando lo vió el tintorero desesperó por llevarlo a su color original con todas las artimañas de sus anilinas y extractos naturales; desesperó el tintorero, desesperó él, pero Matilde permaneció serena, con un "gran peso en el corazón", aunque, ¿quién conocía su corazón? ¿quién podía asegurar que allí se estacionaba el gran peso de la amargura por el pantalón de pana manchado?- Él le iba indicando "ahí, ahí", y ella se dirigía a ese lugar como una flecha, torciéndose y cimbreándose ante las directivas de él igual que un junco, de ésos que había en los márgenes del Nilo, en la época de Moisés. Al fin, ella, con la infinita paciencia de su amor, sugirió: "En el tejado a lo mejor lo vemos" y él asintió. Ella trepó por la escalera, y era extraño comprobar que esas manos acostumbradas a pelar papas, rallar zanahorias, pelar zapallitos y machacar carne, podían asirse con tanta fuerza al alero, a las tejas, a la antena de televisión. Ella se puso una mano a modo de visera y trató de espiar los techos vecinos. En las otras terrazas flameaba la ropa recién tendida: éso él lo podía observar. El pelo de ella -con su tinta "solferino"- recogido en la nuca, le daba apariencia de nido acogedor, de ésos nidos de los dibujos de Walt Disney. "El gato no se ve", dijo Matilde.
"Andá más para la cornisa, mamá", ordenó él.
Y Matilde pensó: "¿Por qué? ¿Por qué no vas vos? ¿Qué me importa a mí del gato y de tu tristeza por ese gato mugroso?", no obstante se acercó más a la cornisa, el sacrificio de su amor estaba consumado -y ése gato horrible que no aparecía- pero tampoco fue suficiente. Sobre el borde del tejado Matilde era una veleta, más que una veleta, un pájaro, con su cabello ahora desanudado y su ropa al viento, más ligera que cualquier prenda que uno viera flamear en las sogas del vecindario.
Él estuvo por decir -tal vez lo pronunció en voz baja- "Bajate, mamá", pero ella únicamente oyó, "El gato está muerto". Matilde se volvió, trastabilló, se aferró a una teja -la única que el albañil colocó como es debido- y empezó a reincorporarse, esta vez segura, segurísima de que él lo había matado, de que su hijo había matado al gato, porque para él, nada era suficiente.

PÁGINA Nº 9 – PÁGINAS MEMORABLES

César Vallejo.
Nació en Santiago de Chuco (Perú) en 1892 y murió en Paris en 1938. Fue maestro de escuela, participó activamente en la vida intelectual limeña y tuvo que exiliarse en Francia por razones políticas. Figura indiscutida de la vanguardia hispanoamericana de principios de siglo, no sólo escribió poesía sino también novelas, cuentos, ensayos y piezas de teatro.

Mayo.
Vierte el humo doméstico en la aurora
su sabor a rastrojo;
y canta, haciendo leña, la pastora
un salvaje ¡aleluya!
sepia y rojo.
Humo de la cocina, aperitivo
de gesta en este bravo amanecer.
El último lucero fugitivo
lo bebe, y, ebrio ya de su dulzor,
¡oh, celeste zagal trasnochador!
se duerme entre un jirón de rosicler.
Hay ciertas ganas lindas de almorzar,
y beber del arroyo, y chivatear!
Aletear con el humo allá, en la altura;
o entregarse a los vientos otoñales
en pos de alguna Ruth sagrada, pura,
que nos brinde una espiga de ternura
bajo la hebraica unción de los trigales.
Hoz al hombro calmoso,
acre el gesto brioso,
va un joven labrador a Irichugo.
Y en cada brazo que parece yugo
se encrespa el férreo jugo palpitante
que en creador esfuerzo cotidiano
chispea, como trágico diamante,
a través de los poros de la mano
que no ha bizantinado aún el guante.
Bajo un arco que forma verde aliso,
¡oh, cruzada fecunda del andrajo!
pasa el perfil macizo
de este Aquiles incaico del trabajo.
La zagala que llora
su yaraví a la aurora,
recoge ¡oh, Venus pobre!
frescos leños fragantes
en sus desnudos brazos arrogantes
esculpidos en cobre.
En tanto que un becerro,
perseguido del perro,
por la cuesta bravía
corre, ofrendando al floreciente día
un himno de Virgilio en su cencerro.
Delante de la choza
el indio abuelo fuma;
y el serrano crepúsculo de rosa,
el ara primitiva se sahuma
en el gas del tabaco.
Tal surge de la entraña fabulosa
de epopéyico huaco,
mítico aroma de broncíneos lotos,
¡el hilo azul de los alientos rotos!

Trilce.
Hay un lugar que yo me sé
en este mundo, nada menos,
adonde nunca llegaremos.
Donde, aún si nuestro pie
llegase a dar por un instante
será, en verdad, como no estarse.
Es ese un sitio que se vea cada rato en esta vida,
andando, andando de uno en fila.
Más acá de mí mismo y de
mi par de yemas, lo he entrevisto
siempre lejos de los destinos.
Ya podéis iros a pie
o a puro sentimiento en pelo,
que a él no arriban ni los sellos.
El horizonte color té
se muere por colonizarle
para su gran Cualquiera
parte.
Mas el lugar que yo me sé,
en este mundo, nada menos,
hombreado va con los reversos.
-Cerrad aquella puerta que
está entreabierta en las entrañas
de ese espejo. -¿Ésta?
- No; su hermana.
-No se puede cerrar. No se
puede llegar nunca a aquel sitio
do van en rama los pestillos.
Tal es el lugar que yo me sé.

Madre, voy mañana a Santiago...

Madre, voy mañana a Santiago,
a mojarme en tu bendición y en tu llanto.
Acomodando estoy mis desengaños y el rosado
de llaga de mis falsos trajines.
Me esperará tu arco de asombro,
las tonsuradas columnas de tus ansias
que se acaban la vida.
Me esperará el patio, el corredor de abajo
con sus toldos y repulgos de fiesta.
Me esperará mi sillón ayo,
aquel buen quijarudo trasto de dinástico cuero,
que para no más rezongando a las nalgas tataranietas,
la correa a correhuela.
Estoy cribando mis cariños más puros.
Estoy ejeando no oyes jadear la sonda
no oyes tascas dinas
estoy plasmando tu fórmula de amor
para todos los huesos de este suelo.
¡Oh si se dispusieran los tácitos volantes
para todas las cintas más distantes,
para todas las citas más distintas!
Así, muerta inmortal. Así.
Bajo los dobles arcos de tu sangre, por donde
hay que pasar tan de puntillas, que hasta mi padre
para ir por allí, humildóse hasta menos de la mitad del hombre,
hasta ser el primer pequeño que tuviste.
Así, muerta inmortal.
Entre la columnata de tus huesos
que no puede caer ni a lloros, y a cuyo lado ni el Destino pudo entrometer
ni un solo dedo suyo.
Así, muerta inmortal. Así.
Y si después de tantas palabras
¡Y si después de tantas palabras,
no sobrevive la palabra!
¡Si después de las alas de los pájaros,
no sobrevive el pájaro parado!
¡Más valdría, en verdad,
que se lo coman todo y acabemos!
¡Haber nacido para vivir de nuestra muerte!
¡Levantarse del cielo hacia la tierra
por sus propios desastres
y espiar el momento de apagar con la sombra su tiniebla!
¡Más valdría, francamente,
que se lo coman todo y qué más da...!
¡Y si después de tanta historia, sucumbimos,
no ya de eternidad,
sino de esas cosas sencillas, como estar
en la casa o ponerse a cavilar!
¡Y si luego encontramos,
de buenas a primeras, que vivimos,
a juzgar por la altura de los astros,
por el peine y las manchas del pañuelo!
¡Más valdría, en verdad,
que se lo coman todo, desde luego!
Se dirá que tenemos
en uno de los ojos mucha pena
y también en el otro, mucha pena
y en los dos, cuando miran, mucha pena...
Entonces... ¡Claro!...
Entonces... ¡ni palabra!

España, aparta de mi este cáliz.
Niños del mundo,
si cae España -digo, es un decir-si cae
del cielo abajo su antebrazo que asen,
en cabestro, dos láminas terrestres;
niños, ¡qué edad la de las sienes cóncavas!
¡qué temprano en el sol lo que os decía!
¡qué pronto en vuestro pecho el ruido anciano!
¡qué viejo vuestro 2 en el cuaderno!
¡Niños del mundo, está
la madre España con su vientre a cuestas;
está nuestra maestra con sus férulas,
está madre y maestra,
cruz y madera, porque os dio la altura,
vértigo y división y suma, niños;
está con ella, padres procesales!
Si cae -digo, es un decir- si cae
España, de la tierra para abajo,
niños, ¡cómo vais a cesar de crecer!
¡cómo va a castigar el año al mes!
¡cómo van a quedarse en diez los dientes,
en palote el diptongo, la medalla en llanto!
¡Cómo va el corderillo a continuar
atado por la pata al gran tintero!
¡Cómo vais a bajar las gradas del alfabeto
hasta la letra en que nació la pena!
Niños,
hijos de los guerreros, entretanto,
bajad la voz, que España está ahora mismo repartiendo
la energía entre el reino animal,
las florecillas, los cometas y los hombres.
¡Bajad la voz, que está
con su rigor, que es grande, sin saber
qué hacer, y está en su mano
la calavera hablando y habla y habla,
la calavera, aquella de la trenza,
la calavera, aquella de la vida!
¡Bajad la voz, os digo;
bajad la voz, el canto de las sílabas, el llanto
de la materia y el rumor menor de las pirámides, y aun
el de las sienes que andan con dos piedras!
¡Bajad el aliento, y si
el antebrazo baja,
si las férulas suenan, si es la noche,
si el cielo cabe en dos limbos terrestres,
si hay ruido en el sonido de las puertas,
si tardo,
si no veis a nadie, si os asustan
los lápices sin punta; si la madre
España cae -digo, es un decir-
salid, niños del mundo; ¡id a buscarla!

Piedra blanca sobre una piedra negra.
Me moriré en París con aguacero,
un día del cual tengo ya el recuerdo.
Me moriré en París -y no me corro-
tal vez un jueves, como es hoy, de otoño.
Jueves será, porque hoy, jueves, que proso
estos versos, los húmeros me he puesto
a la mala y,
jamás como hoy, me he vuelto,
con todo mi camino, a verme solo.
César Vallejo ha muerto, le pegaban
todos sin que él les haga nada;
le daban duro con un palo y duro
también con una soga; son testigos
los días jueves y los huesos húmeros,
la soledad, la lluvia, los caminos
PÁGINA Nº 10 Y PÁGINA Nº 11 – RESEÑAS DE LIBROS

A favor del viento - Poesía reunida 1952-1956 - Rodolfo Alonso - Editorial Argonauta - Buenos Aires.

Hay poetas que han necesitado una más o menos larga serie de ensayos hasta encontrar el propio tono personal. Hay otros que desde el primer libro publicado pareciera que han dado con el registro de voz que caracterizará el resto de su obra. Este segundo caso, según nos lo muestra A favor del viento. Poesía reunida 1952-1956, es el de Rodolfo Alonso. Hay asimismo poetas cuya escritura ha remado en general contra la corriente poética de su tiempo, inactuales por vincularse con épocas anteriores o por anticipar épocas por venir. Hay otros, en cambio, que desde un primer momento parecieran haber captado la orientación central, la estrella polar estética de su tiempo, y hacia allí dirigen su obra. A favor del viento, diría, es un ejemplo de esta segunda modalidad.
Rodolfo Alonso, en una especie de autorretrato de poeta que traza en el prólogo del libro, recuerda unos versos de Rafael Alberto Arrieta descubiertos en su libro de lectura de segundo grado: “Sol de la mañana, / gloria del invierno” (pertenecen al segundo poemario de Arrieta, El espejo de la fuente, de 1912). En esos versos el niño se asoma al resplandor de la palabra poética, que ilumina y entibia imaginativamente aún en la soledad matinal de la existencia (la infancia melancólica que el autor rememora), aún en el desamparo invernal de una época infeliz. En los años en que Alonso comienza su obra la generación de Arrieta –tan valiosa poéticamente-- ingresaba en la sombra, de la que aún no ha salido; la mayoría de los autores vanguardistas de los años 20 desde hacía dos décadas aproximadamente se hallaban de vuelta de su vanguardismo juvenil y construían obras de clásica modernidad (el caso ejemplar, claro, es el de Borges); la lírica neorromántica surgida en la década del 40 tenía para entonces una amplia difusión en diarios y revistas (todavía era el tiempo en que un suplemento literario podía dedicar toda la página de portada al poema de un nuevo autor argentino), pero su perfección misma ostentaba cierto lustre de anacrónico manierismo estilístico... Evidentemente, estaba sonando la hora de una transformación en la poesía nacional, y a ese llamado acudieron paulatinamente --quienes antes, quienes después-- los poetas que la crítica ha definido, con cierta indefinición, como la generación del 50. Esta transformación es, a mi juicio, la ruptura más profunda que se haya dado en la tradición poética que inició el modernismo en la Argentina, al menos si tenemos en cuenta sus efectos a lo largo de la segunda mitad del siglo XX. Se trata de un cambio al mismo tiempo renovador y restaurador, en la medida en que convertirá en “canon” compartido cada vez por más autores lo que había sido aventura de unos pocos en las vanguardias históricas de las primeras décadas del siglo. Creo que el nombre de neovanguardismo es el que mejor les cuadra a las distintas tendencias que toman impulso en los años 50, cuyo vehículo de expresión paradigmático y englobador es la revista Poesía Buenos Aires (1950-1960). Es este el aire estético que sopla en los poemas que Rodolfo Alonso reúne ahora en A favor del viento.
Llama la atención que en libros y plaquetas cuya redacción pertenece a años “entre la última niñez y la primera juventud” del autor, éste haya tomado tan decididamente el rumbo de la nueva poesía y la orientación que guiaría el resto de su obra, con las lógicas variaciones que pueden aportar los años. En este sentido, para aproximarse a la experiencia de la formación del poeta, así como de la generación a la que pertenece, son muy significativas las páginas de su “Aviso al lector desprevenido”, que previamente habíamos leído en su Antología pessoal publicada en Brasil. sus sentidas rememoraciones y sus lúcidos análisis retrospectivos pueden inducir, no obstante, a una fácil confusión: la de juzgar esta “poesía reunida” como obra de madurez. No es así, claro. Esto se advierte, a mi ver, en varios signos, y en primer lugar justamente en la excesiva madurez que los textos aparentan: es normal que, a la edad en que esos textos fueron compuestos, el “artista cachorro” busque mostrar las garras de un león adulto.
En este libro el lector puede encontrar, en su estado naciente, los motivos que desarrollará el poeta en su obra futura, así como no pocas de las señales estilísticas que alumbrarán el espacio de la poesía argentina en los años 50 y 60. Entre tales señales, destacaría el recurso a la expresión aforística (“nuestra orilla es un eco / una sola palabra que buscamos / para abrevar el mundo”), la incursión en la poesía en prosa, el verso libre como verso “moderno” por antonomasia, la elusión de la anécdota explícita, la economía verbal, la analogía entre dimensiones distantes, casi inabarcables, de raíz surrealista... Entre los motivos, distinguiría el esplendor epifánico de la mujer; la ciudad como el lugar donde se juega el destino del hombre contemporáneo; la naturaleza como fuente inagotable de poesía y de felicidad; la solidaridad del solitario, consciente del sufrimiento de los otros y de los límites del arte para aliviarlo; la esperanza a pesar de todo, a pesar incluso del rencor que asedia a quien se siente un extraño en la sociedad en la que vive... Y, lo mejor, el lector puede hallar aquí y allá en esta compilación de los inicios de un verdadero poeta esas líneas que invitan a ser dichas y repetidas en la soledad, esos extraños amuletos de palabras que nos ayudan a sobrevivir: “Aire abierto de la noche, ciñendo tu silencio. // Aire de la mañana, blanco, sorprendido en su gracia”.
Pablo Anadón (Córdoba)

Tanta vida – Esther Andradi – 190 ps.- Ediciones Simurg – Buenos Aires

En "Tanta vida"', la escritora santafesina Esther Andradi ofrece un texto poético de singular belleza y encara con originalidad el tema de la maternidad.
Se ha escrito mucho acerca la maternidad pero, salvo algunas felices excepciones, prevalecen los textos que encaran el tema desde el punto de vista psicologista (alejado de la seriedad psicológica) y/o biologicista, en donde aparece por un lado la visión de lo que se debe hacer y de lo que no es pertinente en materia de crianza, o sea la noción institucional de la madre y por otra parte, la idea de que ser madre es el resultado de un instinto y un irremediable desenlace de toda mujer.
El imaginario social representado, por ejemplo, a través de la publicidad y de los productos que se venden, generalmente emparenta la maternidad con una situación naif, ideal, en donde hay a veces algo de sufrimiento, pero la mujer debe ocultarlo, minimizarlo. El dolor y el conflicto deben esconderse, si no decae el mito de la madre. Por otro lado, para ciertos sectores conservadores, la mujer que es madre es un sujeto más controlable sexualmente y se cree que hasta ideológicamente, porque, ingenuamente se piensa que entre pañales y mamaderas no se hace política y educar es hacer política.
Pero se puede enfocar a la maternidad desde otra óptica, ya lo hicieron a principio del siglo pasado artistas plásticos como Munch o Egon Schiele, que reflejaron la complejidad que significa armar una familia y la relación de la maternidad con la muerte, la Soledad y el vacío, o bien mostraron la transformación del cuerpo femenino.
Andradi no se priva de lo autobiográfico, pero este registro aparece como suspiro, soslayado, pervertido por el arte de la ficción. Cuenta en forma fragmentaria, como cuando se recuerda un sueño, la pérdida de un hijo recién nacido y el advenimiento feliz de otro descendiente veinte años después. Con un lenguaje por momentos coloquial, en otros instantes poético, cargado de metáforas, conjunción que le otorga al texto una condición atemporal, universal, o sea que esta madre que habla podría ser cualquier madre, en cualquier lugar y espacio.
Lo más destacable del libro es que la narradora se instala desde el punto de vista del deseo y desde la elección de tener un hijo, y establece un paralelismo entre crear y criar. En uno de los capítulos Andradi escribe: "Engendrar es cultura. Parir es cultura, el ofrendar tu cuerpo para el devenir es cultura, no es ni animal ni instintivo, como tampoco es instintivo que algunas se resistan a destinar su vientre al cuidado del futuro...".
Por otro lado, invierte la relación naturaleza-cultura: "si crear y criar tienen mismo origen, ¿a quién se le ocurre que uno es cultura y el otro naturaleza? ¿Y nosotras por qué lo permitimos?".
A lo largo del texto la narradora conversa con la retátara representando de las madres de todas las épocas, del antepasado. "...Un embarazo atraviesa la vida por la columna vertebral. Y una vez que te metiste en él no tenés salida. Bien produces vida o muerte, pero no sales indemne. Esta es la sujeción de la mujer a la vida. Creo que no hay en la cultura un movimiento del cual no se pueda regresar."
De esta manera, Andradi concluye que ser madre tiene que ver con un proyecto, con una idea, que no se sostiene sólo con afeite y escarpines, sino que se está creando sujetos y criando personas, una madre tiene que ver con los cambios, desde los corporales, hasta los sociales y antropológicos.
Cecilia Propato (Buenos Aires)

Imaginario de Santa Ana -Miguel Ángel Federik - Ediciones Río de los Pájaros, Concordia (Entre Ríos) - República Argentina - 2004.

Días pasados escuchábamos con asombro a un adolescente, seguidor de ciertas figuras que esporádicamente convocan multitudes en los estadios, cuando, a la pregunta del periodista: “¿Por qué te atraen sus canciones?”, respondía: – “Porque la letra no contiene imágenes ni metáforas”. Así de terminante, así de suficiente. Entonces no pudimos sino lamentar cuánto se pierde la juventud por ignorar hallazgos expresivos como éste, que leímos en el libro Imaginario de Santa Ana, de Miguel Ángel Federik, uno de los mayores poetas contemporáneos: Jugaba a la payanca con las estrellas / caídas al breve tajamar de las tinajas.
Porque ¿qué son las imágenes y metáforas sino el disfraz con que el poeta exhibe pudoroso su corazón? Y no nos referimos a las que resultan de asociaciones antojadizas, ni a las que, obedeciendo al repentismo, devienen de juntar todo con todo, sino a las que emergen después de bucear sin desmayo en los recónditos abismos del alma.
Por eso, cuando Miguel Ángel reitera en cada entrevista que la poesía exige excelencia, esfuerzo, sacrificio, reflexión –es decir, trabajo-, desearíamos que su advertencia no cayera en saco roto; por el contrario, que impulsara en sus destinatarios una autocrítica capaz de permitirles desoír el llamado de sirena del facilismo, ese mal inficionante de la lírica.
Él sabe además que el poeta -“una tormenta que pasa”-, ha recibido el don de conmover, y ésa es su razón de ser en el mundo. Si no hay emoción, no hay poesía.
Sabe asimismo que el motivo disparador de su emoción es el entorno, como lo fue para Virgilio y Pedro Salinas, y que él “entró” en su provincia para cerebrarla, cuando parecía difícil, si no imposible, retomar el tema después de la égloga -elegíaca pero jubilosa- de Mastronardi. Y contra cualquier especulación, dio con una forma nueva, producto de su ya registrado sincretismo, una fusión entre lo local y lo europeo, esa presencia de lo criollo en su musa que Gustavo García Saraví había anticipado al prologarle un libro anterior, Fuegos de bien amar, de 1986. El poema se llamó “Patria de la esmeralda”, y está incluido en el libro Una liturgia para Némesis, con el que obtuvo el Premio Fray Mocho 1992 de la Provincia de Entre Ríos.
Ahora se reitera su decisión de no transitar caminos trillados, y las metáforas del Imaginario, que se suceden hiperbólicas pero eludiendo el hermetismo, exaltan un paisaje fecundo en tajamares, aguadas, tranqueras y alambradas, auténticas pertenencias de la entrerrianía. Su nuevo libro, que embellecen los dibujos de Artemio Alisio, es, como se dijo, una “secreta y delicada biografía”, el rescate de un tiempo en que “la dicha se medía en tajamares” y “un inmenso yacaré de oro olía a viento saurio”.
Los temas son los que abordó desde siempre la poesía entrerriana, entre ellos el señorío del paisaje (el campo, el viento, los espinillos, arroyos, siriríes, aguadas): El campo era el recreo y la tormenta, / la luz vuelta a su fiesta de colores.
Tanta es la hermosura de su provincia, dice, que debe educar los ojos para mirarla. Más aún: preso de sus hechizos, ya no podrá mirar sin su belleza. Instantes paisajísticos, estampas, “lienzos de infancia” (así los llama), tal se muestra el telar donde entreteje su decir poético.
Para rescatar la emoción con que lo marcó la gracia de las niñas primero, y la belleza de la mujer después, pocas palabras (pero bien ubicadas) le bastan. Isabel era “tímida y rural, / como el botón del amanecer / en su vertiente”, y “olía a huerta clara... Le enseñé a saltar a la rayuela / y era un cumpleaños de arco iris con hoyuelos ,/ su risa entre mis brazos cuando llegaba al cielo.”
La otra mujer es la hija del capataz, que le mostraba la rodilla desde la puerta, y el mundo se me hacía una naranja en la boca.
Y porque su lírica se inscribe en la tradición literaria de Entre Ríos, incursiona también en el tema de la pobreza, ese “rostro oculto del paisaje” al que tan conmovedoramente apuntaron sus antecesores, encauzando inquietudes de tipo social. En el elogio del paisaje subyace la certidumbre de que no todos pueden gozarlo. Por eso se solidariza con la vida sin color de los humildes, una cuerda que tensaron Ortiz, Marcelino Román, José María Díaz y Alfredo Martínez Howard. Así, el poema 21 del Imaginario aborda el tema urticante: Lenguaraces de la extensión ,/ hebras de lino asidas a las maneas siderales. Son los peones, “banderolas raídas ,/ el sufrido pendón de los potreros”. Los versos hablan de sus pocas alegrías: A veces, una mujer los sacaba del rebaño / y les ponía un domingo entre los dedos.
Federik se desamarra voluntariamente de la realidad, entregado al juego desinteresado del pensamiento, en un estado de inspiración casi religiosa. Y al cabo de la lectura, una emoción absolutamente inédita y bella adviene, sin necesidad de esforzadas explicaciones. Lo cual prueba que el camino de la poesía se bifurca, imbricándose en plurales direcciones, pero la meta se alcanza igual cuando quien lo transita es un elegido de las musas.
Iris Estela Longo (Entre Ríos)
ielong@hotmail.com

Luis Bonaparte. Un forjador de ideales - Hipólito G. Bolcatto. - Imprenta de la Universidad Nacional del Litoral, 2004 - 4000 Pgs.

Como dice el autor; “Luis Bonaparte fue un paladín esforzado de las nuevas ideas...” y “un ejemplo de extraordinaria actividad intelectual y cívica puesta al servicio de grandes intereses sociales y patrióticos”... “vivió como un asceta y como tal significó un ejemplo”.
Con estas menciones de la opinión de Hipólito G. Bolcatto sobre la personalidad que lo ocupa, tenemos una idea del pensamiento que impera en este estudioso santafesino respecto del “forjador de ideas (Luis Bonaparte)”, del que realiza un exhaustivo y valioso trabajo de investigación.
Los cincuenta y un apartados que componen la obra de Bolcatto, nos muestran al ensayista serio e inteligente que hurga y hurga para llevar adelante la tarea propuesta.
Enero de 1881 lo encuentra a Bonaparte en Concepción del Uruguay, luchando desde los periódicos (El Liberal y La voz del Pueblo), que lo llevan a hacer sus primeros trabajos en la prensa entrerriana, iniciando su carrera en la política y el periodismo, en defensa de la causa progresista, demócrata y liberal.
En 1881, Luis Bonaparte, retirado del diario El Progresista, fundó y redactó La bandera del Pueblo, dirigiendo varios importantes órganos periodísticos, como La Opinión, que hizo su aparición en julio de 1887 y desapareció en 1892.
En 1901 llega a Rosario (Santa Fe) donde funda La Provincia, después de larga permanencia en Entre Ríos.
Amigo y compañero del excelente poeta José Cibils, el conocido autor de libros como Ondas de luz, fallecido en la capital santafesina el 3 de octubre de 1919, Bonaparte consideraba a su colega como “un virtuoso del trabajo y un pensador consuetudinario”.
Precursor de corrientes de avanzada, publicó un libro con el título de Feminismo y planteó el voto femenino como expresión política fundamental para las mujeres en la Convención Constituyente santafesina de 1921.
Interesantísimo el capítulo titulado La Federación de Asociaciones Culturales y la creación de la Universidad Nacional del Litoral, abundante en lo referido a antecedentes y nombres. Hay que hacer notar que todas las adhesiones se canalizaron en el local de la Biblioteca Popular Bartolomé Mitre, que en ese entonces estaba en 1º de Mayo 1047, de esta ciudad, fundada a instancias de Luis Bonaparte.
Señala el autor de esta obra que “numerosas fueron las instituciones y asociaciones culturales que durante su vida “impulsó y presidió Luis Bonaparte, como por ejemplo la que tenía por objetivo la creación del Colegio Nacional y la Escuela Normal”, además de su apoyo a los que propiciaban la Universidad Nacional del Litoral.
Seguimos a Bolcatto que nos dice que “en oportunidad de cumplir los 80 años, el 16 de septiembre de 1933, don Luis fue agasajado con una hermosa fiesta. Esta grata fecha lo sorprendió disfrutando de excelente salud. Pero los años traen aparejados problemas diversos en el organismo y “el 12 de enero de 1935, después de una breve enfermedad, se extinguió una vida de nobles afanes e inquietudes, que podría presentarse como ejemplo limpio y fecundo a la consideración respetuosa de sus conciudadanos y las generaciones futuras”.
En su sepelio hablaron el doctor Raúl Villarroel, en nombre de la Logia Armonía y otros centros culturales. Luego lo hizo Néstor Blanco Boeri, por los Centros Socialistas, y por último el profesor Alejandro Jiménez, en su nombre y el de la Sociedad Amigos de la Infancia.
Esta obra de Bolcatto es ejemplo de seriedad y contracción a la tarea investigativa, dos elementos importantes para una finalidad ensayística digna de atención y respeto, que ha llevado días, meses y años de dedicación permanente. Este género literario tiene muy pocos cultores, porque la seriedad, el trabajo y los conceptos exigen una contracción que no todos son capaces de mostrar. Además, requiere el poder del razonamiento más agudo y riesgoso, que casi siempre llega con el correr de los años y la dedicación a la lectura
Jorge Alberto Hernández (Santa Fe)

PÁGINA Nº 12

Bravo, lindo y peleador.

Por Lidia Lobaiza de Rivera (Coronda-Santa Fe)

Un día de intenso calor, deseoso de refrescarse, el Padre del Cielo dibujó una larga, sinuosa y profunda raya en el suelo. De allí, en un momento, brotó agua fresca y abundante, hasta formar un hermoso río.
Zambulléndose en sus aguas, el Creador pensó en bellas islas, multitud de arroyos, árboles diversos, hierbas abundantes, animales diferentes, y muchos, muchísimos peces. Y a medida que imaginaba, la naturaleza tomaba la forma de su pensamiento, hasta hacerse realidad un paisaje de esplendor inigualable.
-¿Cómo llamaré a estas aguas?- se preguntó. Bueno, tengo tiempo para pensarlo, ahora voy a nadar un rato.
Y mientras braceaba de aquí para allá, se vio rodeado de peces, igualitos unos a otros, en tal número, que tuvo que salir, y acomodarse en un tronco de sauce para, desde allí, escuchar lo que cada uno quería decirle.
-Padre, te agradecemos la vida- dijo el más osado -pero nos gustaría que nos dieras una característica particular, porque así nos confundimos todos. ¡Ni siquiera sabemos cómo llamarnos!
-Me parece una buena idea- dijo el Creador, después de pensarlo un poco. -¡A ver, a ver! Pónganse en fila y, de a uno, me exponen su deseo personal. ¡Che, che, che, no empujen!, ¡no se peleen!, ¡dejen de pegarse con la cola! ¡Les prometo que a todos los voy a atender, y les concederé lo que quieran!
Alentados por el envite, cada uno de los peticionantes expuso sus pretensiones.
Las yabebuí o rayas dijeron los suyo: -Yo quiero ser la brava o negra.
-Y yo la fina- pidió la otra.-Y tener las dos una chuza para defendernos.
-Sea- sentenció el Gran Padre.
A continuación desfilaron muchos peces. La enorme familia de las mojarras y dientudos, no se anduvo con chiquitas, y obtuvo características y nombres tales como: mojarra común, gata, monjita, machete y añamembuí; las palometas, consiguieron los de: palometa brava, la amarilla y la mora, carniceras, depredadoras; los pacú, vegetarianos, quisieron tener sus ocho o diez kilos de peso.
-Nosotros vamos a ser los armados, che Padrecito.
-¡Dejá hablar a los otros, chancho!- y allí nomás se le pegó ese nombre. Y claro, otro quiso tallar también.
-¡Yo voy a ser el gallego!
-¿Por lo porfiado?- se rió el Creador.
–Y yo el común.
-¿Y vos, che?
-¿Yo? ¡Apretador!- exclamó entre la algarabía de todos los animales que escuchaban desde la costa.
Le tocó después a los ejemplares de carne muy apreciada:
-¡Me llamaré mandubí! ¡Sí!, ¡ja, ja, ja!, ¡y cabezón además!
-Y puede que alguno te diga también manduvá o manduvé- le aclaró el Padre del Cielo.
-Yo seré el manduvé fino- aclaró otro, que se creía muy importante y no alcanzaba a pesar un kilo.
A continuación el Padrecito tuvo un sobresalto:
-¡La pucha! ¡Se me fue la mano pensando! ¡Mirá vos que pedazo de pez! Decime: ¿Cómo te vas a llamar?
-Manguruyú, Che Padre. Y quiero tener mis sesenta kilos. Y pertenecer a la familia de los bagres
-¿Y quién más quiere tener ese parentesco?- preguntó el Hacedor.
-¡Nosotros, nosotros!- dijeron varias voces.
Y así se les concedió ese deseo al surubí pintado o manchado, al enorme surubí atigrado o rojizo; al bellísimo patí, al moncholo blanco. Y otros se llamaron sólo bagres. Algunos el manchado, el bagre sapo, el lagunero. Los demás buscaron nombres más importantes y prefirieron el apelativo de: manduvé cucharón, y manguruyú chico.
Así, durante tres días con sus noches, el Creador estuvo concediendo dones y nombres, porque continuaron: las viejas del agua, los sábalos, las bogas, el pirayú o dorado, también llamado tigre del río por su vigor y pelea. ¡Concedió tanto! A unos les dio colores brillantes, a otros, dientes fuertes, a otros, radiantes escamas, peso, cuerpo, aletas, colas, carne, sabor.
Terminado ese período, el Hacedor estaba agotado, a pesar de que disfrutaba de su obra. Después de cabecear una siestita, decidió refrescarse un rato, zambulléndose como un pez más, en aguas tan deliciosas.
De pronto sintió que, a su lado, imitando sus movimientos, un animal acuático descolorido e insignificante, le tocaba el costado, mientras con voz débil le decía:
-Señor, ¡te olvidaste de mí!
-Y vos ¿quién sos? ¿Qué querés, si todos ya pidieron algo?
-No sé quien soy, puesto que no me has dado nombre.
-Decime, a ver, ¿qué cosas de las que he creado te gusta más?
-¡El sol! ¡Me gusta el sol! .¡Es tan lindo, tan lindo, tan luminoso…
-¡Eso es!- exclamó el Señor. Vas a quedar lindo, muy lindo, pequeño, sabroso, y ambarino. Desde hoy te llamarás amarillo.
-¡Gracias, Padre! Y pensar que no me arrimaba a vos porque decían mis compañeros que te ibas a enojar mucho si te molestaba.
-Pero te arrimaste...
-¡Claro!, no les hice caso. Yo sé que sos muy bueno.
-¡Y además, sos bravo!- exclamó entre risas el Creador.
Así fue.
Y así es hoy. Un pez de pequeño porte, de hasta un kilogramo de peso, llamado también bagre amarillo, o simplemente amarillo. Muy buscado por el pescador deportivo, porque ofrece lucha antes de rendirse; de carne riquísima y muy cotizada, que abunda en los arroyos interiores y en nuestro río. Porque no todos los peces creados se quedaron en nuestras aguas... algunos se fueron más arriba, en busca de más calor y alimento.
La otra sorpresa que nos tenía reservada el Hacedor fue llamarlo Río Coronda. Si, el Padrecito conoció su nombre desde el momento en que lo creó para regocijarse, Él mismo, con la frescura de sus aguas... Como hacemos hoy nosotros, en cada verano que nos convoca a disfrutar de su curso, de sus playas, de sus frutos, de su maratón y de su fiesta de los pescadores de sueños, con trasmallos de luz y canoas como pájaros balanceándose al sol.

PÁGINA Nº 13 – POETAS ARGENTINOS

Matria.

La conocí una lejana mañana
que flameaban banderas.
Hablamos en bares y bodegones
durante un tiempo rojo.
Una noche en una calle oscura
le acaricié los senos.
Nos amamos una tarde
cerca del basural
mientras sus hijos buscaban comida.
Sigo enamorado de sus despojos.

Aldo Novelli (Neuquén)

El otro país.

Son las mismas marcas en los mismos productos
son las mismas señas en las mismas señales.
Es el mismo habla en las mismas habladurías
es el mismo asfalto, en distintas calles
con los mismos nombres.
Pero aquí no hubo trolebuses, ni tranvías,
ni mucho menos adoquines.
Sin embargo a pesar de la distancia
siempre dijeron que las leyes y derechos
eran los mismos
que teníamos los mismos colores y monedas
y que por eso nos descontaban la misma
deuda externa.

Roberto Goijman (Chubut)

I

Y uno nace, de pronto, sin saberlo,
con su pecado original a cuestas,
y acomoda la piel a los deseos
y el corazón al movimiento de las aguas.
Pero siente esta culpa de granito
que otros le ataron al velamen de los días
como una cola de caballo enferma,
como una cicatriz anticipada.

Y uno abre los ojos en la cuna,
abre los ojos redondos como un siglo.

Así se nace, así nací en agosto,
invernal en la ropa y en los huesos.
(peor hubiera sido haber nacido
de espaldas al invierno y a las sombras)

Así nací, tan triste de mejillas,
tan insinuado los labios, tan oscuro
aquel cabello en espiral perdido,
con estas cejas anchas, este bosque
donde se arrugan ideas y noticias.

Así nací en agosto, lo confirman
un acta de mutantes letras negras
(hormigas de ceniza en la intemperie)
y aquella casa sin revoque, viva,
y con ladrillos vivos y calientes.

Uno nace así y sin saberlo
agrega carne y voz, tacto y sonido
en este gran misterio de ocupar el mundo.

Orlando Van Bredam (Formosa)

Opinión sobre poetas.

Creía en ellos,
con alguna vacilación, es cierto,
como se cree en quienes han hablado con Dios, en
sus montañas,
y cuentan el secreto;
pero un día
renegué de sus bocas de pájaros mentirosos;
después, los vi morir
en una choza sucia,
ciegos y balbuceando palabras sin sentido.
Entonces volví a creer en ellos,
en su sabiduría rota,
ya sin ninguna sospecha de cordura.

Alejandro Nicotra (Córdoba)

El odio.

El odio, el odio, el odio,
blanco, negro, amarillo
¿Lo conocéis vosotros?
¿Conocéis la impotencia
del ardiente desprecio?
La necesidad de la mutilación
y del espanto ¿Conocéis
vosotros los abismos abiertos
sobre la cal de los fracasos
y las humillaciones?

He vomitado sobre mí y
bajo mí yace la suerte
pestilente pronunciando
tu nombre. He aquí el estigma
del poeta ¿Lo conocéis vosotros?

El odio, el odio del poeta
pronunciando los nombres.

Oscar Portela (Corrientes)

Hipertensión.

Que no podías quitar los ojos
de la pantalla
que una y otra vez las imágenes
se repetían.
Se re-partían
y partían
que sin palabras
que la injusticia.
De pronto ya no están
¡basta!
No se habla más del tema.
Otros sucesos nos sacuden
y acuden sin que los llamen
mientras el viento. Y el desierto.
Y el niño con harapos.
Y la hambruna del mundo.
Qué hacer Señor de arriba
te preguntamos los de abajo,
por la selva tronchada,
por los ríos sin agua,
por el recuerdo de las largas lluvias…
¿Ud. tiene problemas?
-me preguntó boludamente el médico-
-no más que la otra gente…
Y comencé a comer sin sal.
Mas no logré sacarla de las lágrimas.

Rosita Escalada Salvo (Misiones)

PÁGINA Nº 14

Centro de ayuda al suicida.

Por Ángel Balzarino (Rafaela-Santa Fe)

El estridente sonido del teléfono logró disipar el sopor que ya empezaba a gobernarme debido a los tediosos programas televisivos con los que pretendía sobrellevar las tres horas de turno. De manera automática levanté el tubo y pronuncié la ya tradicional consigna:
-Centro de ayuda al suicida.
No recibí ninguna respuesta durante unos segundos. Sólo llegué a percibir el ritmo de una respiración agitada, como de alguien que ha efectuado una larga carrera o se encuentra muy nervioso y no logra articular una palabra. Al fin surgió la voz de una mujer, débil y neutra:
-Voy a suicidarme.
Estuve a punto de exteriorizar una señal de triunfo o de íntimo regocijo porque al fin, primera vez, me tocaba atender el llamado de alguien dispuesto a tomar tan crucial decisión.
-¿Cuál es el medio que ha elegido?
Comprendí que el largo silencio obedecía a la sorpresa o perplejidad por la inesperada pregunta. La que sin duda jamás llegaron a formular mi hermano y sus cuatro amigos -entre los que había un sacerdote y un psicólogo- al decidir, con la mejor buena voluntad y en un gesto de generosidad y altruismo, instalar un Centro de ayuda al suicida. Las veces que habían requerido mis servicios -casi siempre desde la medianoche hasta las tres de la mañana, al parecer el turno más difícil de cubrir-, nunca el timbre del teléfono me posibilitó establecer comunicación con algún potencial suicida, por lo cual llegué a reflexionar que, para el caso de confeccionar datos estadísticos, debía ser el horario menos tentador y, por ello, el que reflejaba un grado de mayor euforia y vitalidad en la gente.
-¿Cómo...?
Creí que ya había mordido el anzuelo. La voz algo más firme y el atisbo de interés en la pregunta parecieron abrir la puerta para alcanzar mi propósito. Marqué cada palabra como si le hablara a un chico.
-Le pregunto qué medio piensa utilizar para suicidarse.
-No sé todavía... -titubeó, desolada, como si hubiera indagado sobre algo demasiado recóndito que no estaba dispuesta a develar, y tras una breve pausa, quizá urgida por el único motivo de su llamado, inquirió con brusquedad-: Quiero hablar con Danilo, por favor.
-No se encuentra en este momento -en seguida comprendí que no era la primera vez que llamaba sino que ya conocía a mi hermano y sin duda, por la infinita paciencia que lo caracterizaba y su deseo de contagiar un invariable optimismo a los demás, debía ser alguien de permanente consulta-. Yo ocupo su turno y trataré de ayudarla como podría hacerlo él. Tenga confianza.
-Danilo es muy especial -la voz llegó a ser un susurro casi sensual-. Gracias a él pude sobreponerme dos veces, pero ahora de nuevo siento hundirme...
-¿Quiere decir que por tercera vez va a intentar suicidarse? -formulé la obvia pregunta con el beneplácito de estar frente a un caso ideal para desarrollar mi teoría sobre la verdadera función que debía cumplir el Centro-. Podría decirme qué método ha empleado anteriormente.
-¿Método...? -de nuevo pareció quedar con la mente en blanco al plantearle algo que no figuraba en sus planes; al fin, como si recuperara algún fragmento del pasado, continuó-: La primera vez con una hoja de afeitar. Fue lo primero que encontré. Pero cuando la sangre...
Se calló de pronto. Presentí que el recuerdo de la sangre manando de sus muñecas aún la estremecía y sin duda, superado el propósito homicida por efecto del horror o por el natural e imperioso deseo de supervivencia, debió buscar el auxilio de un chorro de agua fría o una toalla absorbente.
-Apeló a un recurso probadamente ineficaz -procuré exhibir la seguridad de quien da una cátedra sobre una materia que domina a la perfección-. Demasiado lento. Otorga tiempo para el arrepentimiento y la búsqueda de algún paliativo salvador. Estadísticamente es el medio con menor resultado positivo.
-Sin embargo Danilo me dijo que había sido casi una bendición. Me repitió muchas veces que haberme salvado era un signo positivo y debía tomarlo como algo providencial para poder seguir...
-Pero lo intentó por segunda vez -la interrumpí en un reproche casi agresivo, tratando de apartar la sombra pertinaz de Danilo-. Eso demuestra que no había superado el estado de confusión y desequilibrio.
-Sí, lo mismo me dijo Danilo -la reiteración del nombre de mi hermano me dio la certeza de estar bregando contra un adversario poderoso y tal vez invencible-. Durante cinco meses estuvimos hablando casi todas las noches...
-Hasta que volvió a intentarlo -recalqué con firmeza-. Evidentemente los consejos de Danilo no lograron el efecto esperado.
-Traté de cumplir todo lo que él me decía: apartar las ideas pesimistas, ocupar el tiempo con alguna tarea, mirar todas las cosas con mucha fe y esperanza... -el sentido de culpa fue apagándole la voz-. Pero no pude. La soledad, esta casa tan grande, las noches interminables y vacías. Entonces...
-Otra vez quiso liberarse.
-Sí.
-¿A través de qué recurso?
-Una soga. Estaba en el cuarto del patio. Creí que era lo único que podría salvarme de tanta angustia. La até al ventilador del techo y...
Aunque de inmediato presentí el modo como pudo concluir esa operación, la impulsé a dar detalles, con un regodeo casi morboso:
-Por favor, cuénteme qué pasó.
-Me paré sobre una silla, hice un lazo con la soga, traté de imitar lo que vi en muchas películas -trasuntó cierta vergüenza al revivir la escena que había servido para demostrar su torpeza e inexperiencia-. Pero no resistió. El techo. Apenas aparté la silla y quedé en el aire, el ventilador se descolgó y...
Se detuvo, ahogada por un acceso de llanto. Con el incentivo de notarla tan frágil y desarmada, comprendí que era el momento oportuno para acometer la jugada final.
-¿Se da cuenta de que tantas tentativas fallidas sólo han contribuido a otorgarle mayor hueco y desorientación a su existencia?
-Sí... -con extrema debilidad admitió la sádica acusación-. Por eso quiero hablar con Danilo. Él es el único que...
-Olvídese de Danilo -inflexible, traté de quebrar el último vestigio de resistencia-. Debe aceptar que no le ha dado el asesoramiento adecuado. Ahora yo le brindaré la ayuda que usted necesita. Tenga confianza en mí.
Presentí que la demora en responder obedecía a la necesidad de asimilar una situación completamente diferente a la de tantas otras noches.
-Está bien. Si usted...
-¿Cuál es el medio que piensa utilizar ahora?
-Aquí tengo un sobre con insecticida, un cuchillo... -imaginé que debía estar frente a una mesa cubierta con elementos de acción destructiva-. Y también una pistola, que ha sido de mi padre.
-Elija la pistola, sin la menor duda -no procuré disimular una manifestación de alborozo-. ¿Ya comprobó si está cargada?
-Sí. Tiene tres balas.
-Perfecto -creí innecesario hacerle notar que una bala sería suficiente-. Ahora debe actuar con mucha serenidad. Es un momento fundamental. Al fin tiene la oportunidad de superar el bochorno y la ignominia que está sufriendo por causa de las malas experiencias anteriores. ¿Estamos de acuerdo?
-Sí -más que su voz percibí la respiración, fuerte y alterada, que revelaba una postura de tensión, a la expectativa.
-Apóyela contra el pecho, a la altura del corazón. No debe tener miedo ni vacilación. Será sólo un segundo. ¿Preparada?
-Sí...
-Apriete el gatillo -le ordené, cortante-. ¡Ahora!
No tuve tiempo de analizar si habían sido claras y suficientes mis indicaciones. La contundencia del disparo pareció perforarme el oído y, de manera instintiva, aparté el auricular. Luego de unos segundos, al verificar el total silencio del otro lado de la línea, no pude dejar de sentir un legítimo orgullo por haber cumplido con solvencia una ardua tarea.
El ruido de la puerta de calle me hizo colgar el tubo con rapidez. Adopté una posición relajada en el sillón y procuré mostrar la cara más apacible cuando entró mi hermano. La sonrisa y la voz cantarina reflejaron el habitual buen ánimo de Danilo.
-Hola. ¿Qué tal? ¿Cómo anduvieron las cosas?
-Muy bien -pretendí jactarme de la eficacia con que había ocupado mi turno-. Podría decirte sin temor a equivocarme que esta noche ha sido la más fructífera desde que funciona este Centro.

PÁGINA Nº 15

Nimes, la secreta.

Por Luisa Futoransky (Buenos Aires-Francia)

Desde Saint Remy, Salons de Provence hasta Arles y Nimes, un viento de esoterismo estremece las tierras provenzales que maternaron a Nostradamus y su descendencia.
El autor de las enigmáticas profecías fue médico de gran prestigio en la región y probada generosidad. Allá por el 1525 se dedicó con ahínco a curar epidemias y paliar los estragos de la peste.
La inmensa Catalina de Médicis lo visitó para pedirle que interpretara su horóscopo y cuando Nostradamus aseguró que su hijo sería un poderoso soberano, lo colmó de regalos. Si la gran reina descendía y de tan lejos a consultarlo, la corte y el resto de los mortales se apiñaron para obtener remedio y consejo.
César Nostradamus, a diferencia de su padre, destacó sólo en literatura publicando en Lyon, en 1625, unas soberbias Crónicas de Provenza.
Desde la muerte de Nostradamus el mundo se empeña en desentrañar el significado de sus profecías formuladas bajo la forma de cuartetas rimadas. Como la mayor parte de los vaticinios se los confirma en forma admirativa después de que éstos se han cumplido.

La torre inclinada.
En 1601 el arboricultor Traucat convence a Enrique VI de que en los cimientos de la célebre torre Magna del centro de Nimes se encuentra un fabuloso tesoro de la época romana, acrecentado por el botín allí ocultado por los sarracenos. El monarca se asoció a las excavaciones con la generosidad que caracteriza a los reyes; los gastos de la empresa serían a cargo del interesado y, de hallarse el tesoro, dos tercios engrosarían las arcas de la corona.
Traucat se creyó destinatario de una centuria de Nostradamus, la que predice que un jardinero de Nimes se hará famoso encontrando un tesoro enterrado. Lograron detenerlo cuando los cimientos del monumento empezaron a tambalearse y la Torre Magna a salirse de quicio, quedando sólidamente inclinada con la forma insólita que exhibe hasta hoy.
Al jardinero no le quedó otra que volver a sus jardines, y al cultivo y difusión de la morera que, como nadie duda, era su verdadero tesoro, el anunciado por la profecía. Riqueza venida a menos, ahora que la seda, las torres y el propio Nostradamus son negocios cada vez más artificiosos, virtuales y sintéticos.

Pan y circo.
Las arenas mejor conservadas de la historia romana están en Nimes. Hoy día las techaron con una suerte de caparazón de tortuga móvil, festejada realización de la arquitectura contemporánea.
Pensándolo un poco permite, con cierto esfuerzo, recordar los vapores y exudaciones de la sangre que por allí trascendieron.
Variados eran los espectáculos ofrecidos al comienzo de nuestra era por el gran anfiteatro nimeño; como aperitivo, ponían erizos en el morro de los perros, luego venían los combates entre hombres y bestias o bestias con bestias o ciegos con ciegos. El plato fuerte era siempre el degüello final de los vencidos. Para confundir y matizar el olor de la carne en descomposición, los esclavos, a la hora del almuerzo bajo las arcadas, vaporizaban perfumes bien densos sobre los dignatarios. Ahora nos contentamos nada más que con corridas, novilladas, rockeros y boxeo. En cuanto a los dignatarios, como siempre, siguen entrando gratis a todos los espectáculos del mundo y por lo general el perfume lo traen puesto.
Esta ciudad en el fondo es muy sentimental y sus jardines del XVIII lavan sus pies en lo que fueron alguna vez suntuosos baños termales; puede que alucinan todavía con los nefastos pero ardidos amores de Cleopatra y Marco Antonio que por allí, dicen, brevemente transcurrieron. Pero, modernidad obliga, no queda otra que resignarse con el veraniego y publicitado festival de cine peplum que deja graderías, templos y avenidas regados con aroma y detritus de pop corn, algo de marihuana y mucho de cerveza y de merguez.

PÁGINA Nº 16

Agonia del decir.

Por Orlando Van Bredam (Formosa)

Porque sí, porque no, porque la duda se hamaca como la luz de la esquina empujada por vientos huraños; porque Marcos debió decírselo y no se lo dijo, porque dejó que Rosa agregara un plato más, un par de cubiertos más y un vaso más; mejor dicho: porque permitió que Rosa no quitara ese plato, esos cubiertos, ese vaso. Fue ese gesto leve, instantáneo, automático que Rosa ejecutaba todos los días con la vista en blanco, vacía, el que no se animaba a cortar, como tantos otros, claro, todos aquellos gestos que llevaban a Lucas porque decir es hacer, mejor dicho: deshacer y Marcos estaba deshecho antes de ella, más que ella tal vez. Ese mediodía o bien pudiera ser esa noche, como todas las otras noches desde hacía meses? semanas? no se hablaba más que de Lucas, como si Lucas estuviera allí, a veces, o hubiera salido simplemente al patio o hubiera marchado hacia la escuela. El la seguía con la silla que había aprendido a manejar con facilidad en el caserón paterno y húmedo donde las luces se descomponían contra las paredes altas y lejanas, él la seguía como si huyera de sí mismo, del hombre intacto que había quedado en alguna habitación llena de risas infantiles. Rosa lo esperaba para hablarle de Lucas, para decirle que lo notaba distraído, flaco, como enfermo, que tenía razón la maestra y que en los últimos días no había hecho la tarea y fijate, decía Rosa con los ojos neutros, fijate que la señorita tiene razón, todas estas hojas están en blanco, en blanco. Marcos izaba la cabeza como ante una obligación y afirmaba también con la cabeza, mientras sus piernas inútiles parecían desmentirlo, éste era el momento de decirlo, de soltar con seguridad, sin balbuceos, lo que había callado desde el primer día; pero no, prefería afirmar con la cabeza o decir que sí, que era cierto que Lucas ya no era el mismo, que efectivamente, él también lo había notado distraído, flaco, como enfermo y que esas hojas en blanco, tantas hojas en blanco, lo probaban. Rosa recogía los platos mientras él la seguía con la mirada, la miraba mirar ese plato intacto, ese vaso limpio, esos cubiertos sin usar y comentar también, con insistencia en los últimos días? semanas? que Lucas ya no comía como antes, que este chico me preocupa, Marcos, me preocupa, está inapetente; él iba a decírselo, porque qué mejor que una sobremesa para aclararlo todo, para decirlo de una vez, pero no, se callaba o afirmaba que era cierto, se lo nota inapetente, deben ser los parásitos diagnosticaba Rosa, el ajo es bueno para los parásitos sugería él con la crueldad de una gota de ácido, con la apatía de una piedra olvidada sobre una mesa. Y la vio a Rosa, esa misma tarde, pelar una cabeza de ajo, la vio también esa misma noche entrar en la pieza de Lucas y la vio salir decepcionada, es una lucha, Marcos, es una lucha, este chico no me prueba nada y tampoco el ajo. Ahí estuvo más cerca de decírselo, la esperó en la puerta de la pieza de Lucas y le atravesó la silla cuando salía y le dijo Rosa, Rosa; ella lo miró y se miraron y entonces él bajó la cabeza y dijo nada, no es nada, no tengo nada que decirte. Y Rosa lo apartó como al tacho de la basura y se fue por el corredor lleno de grietas penumbrosas y él la escuchó carraspear disgustada y entrar en la cocina. Y al día siguiente, muy temprano, escuchó ruidos en la habitación de Rosa, la imaginó vistiéndose con empeño como cuando iba a salir de la casa, pero no a un lugar cerca, no a buscar el pan, la carne o la verdura, no, Rosa estaba vistiéndose, seguramente, como cuando quiso ir a la comisaría aquella vez del accidente, cuando se vistió para ir al hospital pero después no quiso ir; movimientos rápidos, histéricos de tacos sobre el piso opaco de parquet, movimientos que él conocía, que él había visto con escándalo y furia, movimientos que ahora se veía en la obligación de detener. En pijama, saltó sobre la silla y salió de su habitación y empujó la puerta de la contigua y la vio a Rosa, con ese trajecito oscuro que usaba para las mejores ocasiones, maquillada hasta la desmesura, tiesa hasta el ridículo como si no supiera caminar y con el cuaderno de Lucas en la mano.
-¿A dónde vas?- preguntó.
-A la escuela- dijo Rosa con los ojos escapados.
-No podés ir a la escuela – dijo Marcos sin energía pero con seguridad.
-¿Por qué?- preguntó ella pero no a él, sino a sí misma, como quien habla ante un espejo.
-Porque Lucas ya no existe, murió en aquel accidente en el que yo perdí mis piernas. Se acabó el juego.
-No es verdad- se dijo Rosa a sí misma y avanzó hacia Marcos que quiso impedirle la salida, pero ella movió la silla hacia adentro y salió de su habitación. Enseguida, Marcos la escucharía avanzar por el corredor ruinoso y atravesar el comedor lleno de ecos mortuorios y cerrar con violencia la puerta gigantesca de la entrada. La escuchó volver cerca del mediodía y sintió ruidos en la cocina como si estuviera preparando la comida. La encontró inclinada sobre la mesa en la cual había colocado dos platos, dos vasos y sólo dos pares de cubiertos. Se la notaba feliz, al menos eso le pareció a él cuando se miraron a los ojos.
-¿Vas a comer?- preguntó ella.
-Claro que sí- dijo él con una sonrisa que buscaba reciprocidad.
-Entonces acercá otro plato- dijo ella, muy seria y con los ojos llenos de furia.

Después de días insípidos y rápidos, sin heridas ni cicatrices, hechos a la medida del abandono, Marcos buscó una fisura para hablar con Rosa; nada lo irritaba más que ese ritual del almuerzo o la cena, porque allí desembocaban los tres. El no se levantaba para el fingido desayuno en el que Rosa volcaba la leche que Lucas no había querido tomar, tampoco para ver cómo la mochila de Lucas seguía allí en el respaldo de alguna silla de la cocina, porque este chico, Marcos, me está por volver loca, ya ni lleva mochila a la escuela, ¿es que nosotros también fuimos así?, le preguntó alguna vez Rosa y él cometió el crimen de decirle que no, que ellos eran distintos, que sus padres no hubieran permitido tal cosa, pero que los tiempos cambian. Por eso, ahora prefería quedarse en la cama o en la habitación, levantado y escuchando la radio. ¿A vos te parece que se puede tratar así a una madre?, preguntaba ella y él sonreía, sólo sonreía y también preguntaba: ¿y a un tío, a un tío como yo, que prácticamente lo ha criado? Los tiempos cambian, decía ella y volcaba la leche y llevaba la mochila hasta la habitación de Lucas. Pero ahora, Marcos quería encontrar esa fisura, ese silencio endeble en el que era posible introducir palabras como quien mete una mano debajo de una falda esquiva. Es verdad lo que te dije hace un mes más o menos, empezó, cauteloso, sin quitar los ojos de ese rostro amable, erosionado por la amargura, que se había demorado después de la cena, más de lo normal, mejor dicho: más del tiempo que acostumbraba demorarse. Ella dejó que él siguiera: en aquel accidente, te acordás, volcamos con el auto, yo manejaba y mis piernas quedaron aprisionadas y las perdí, él estaba a mi lado y salió despedido, no llevaba cinturón, yo tengo la culpa, pero ésa es la verdad, nunca quisiste escucharme. Rosa lo mira ahora desde la decepción, hay una sonrisa que no se anima a nacer, amarga y perpetua, con la que le dice no podés decirme esto, no era así la cosa, no era así; él hace girar la silla y se le acerca, estira una mano sobre la cabeza de Rosa que se entrega, dócil, y que dispara ahora un arsenal de lágrimas remotas, ya frías, ya vacías de todo significado, y él la aprieta contra su pecho, y también llora, claro.

Decir es hacer, pero hacer es decir. Un día de éstos, un día cualquiera de éstos, escritos en un tiempo inalterable, en un puro fluir por el caserón húmedo y distante, Rosa pondrá dos platos en la mesa y dos pares de cubiertos y dos vasos y lo mirará a Marcos con ternura, con la ternura recuperada que ya no mira con ojos blancos, ni neutros, ni opacos, sino con el brillo de dos bolitas encontradas en el jardín después de escarbar con entusiasmo. Sin embargo, también un día de éstos, insípidos, más insípidos ahora cuando no se habla de nada, cuando las palabras no agonizan ni se exaltan, sino que se borran hasta desaparecer, Marcos sentirá el deseo irrenunciable de buscar otro plato, otro par de cubiertos y otro vaso, con la urgencia de agitar el desorden, de ponerlo en la superficie, de seguir la partida.

PÁGINA Nº 17

Dios soy yo.

Por Esther Andradi (Ataliva - Alemania)

Ibrahim Abdullah se rasgó la barbilla con sus dedos metálicos. ¿Cómo podría escribir? En la batalla había perdido el anular y el índice, y el pulgar aquel, que una vez compuso, era apenas una burda maniobra en el aire. Comprobó. Sintió que el metal le aplastaba la memoria del tacto, pero no tenía alternativa. Había que hacerlo. El Supremo Ministro le había encomendado esta misión. Reescribir. A él, nada menos que a él, mano derecha de Hermeneutes, el Director de las bibliotecas incendiadas, definitivamente arrasadas, letra sobre letra. Ahora le encargaban la reconstrucción. Los habían capturado juntos, pero mientras a Ibrahim lo trasladaron a una bóveda del hospital para curarlo, al viejo, que se resistió en todo momento a colaborar, lo encerraron en la cripta de la luz.
Habían recorrido cientos de kilómetros con ese destartalado vehículo. Nadie que conociese los riesgos de manejar se hubiera atrevido como ellos. No hablaban. Parecía que hubieran perdido la costumbre de la palabra, le explicaron a los puñetazos e hicieron sonar interjecciones en sus mandíbulas y oídos. Finalmente uno de los emisarios del Supremo le descubrió la cara magullada y habló:
–¿Te vas a acordar o no?
Para Ibrahim Abdullah la pregunta era su pesadilla. Todo lo había soportado, sin conmoción alguna, hasta que supo que la desaparición de los tesoros impresos era irreversible, tanto como la gravedad de Hermeneutes, su maestro, y la misión que el Supremo le adjudicaba ahora a Ibrahim, para que elija entre reescribir, o no ser. Como su pasado. Acordarse podría quizás, pero nunca iba a ser como el original.
–Y qué importa –le contestó groseramente la figura–. Ya no quedan originales en ninguna parte para comparar.
Volvieron a amenazarlo.
–El único original eres tú.
Las carcajadas retumbaron en sus oídos.
No podía creerlo. Memorioso había sido siempre, pero esto era mucho más de lo que podía imaginarse. ¿Escribir de memoria los textos...?
–Bueno, no todos, sólo aquello que el Supremo quiera, se entiende.
La guerra no había acabado ni con las calculadoras ni con las bóvedas del tesoro en los bancos, pero sí con la letra impresa: no había bibliotecas particulares posibles y desde que el Estado obligó a los ciudadanos a deshacerse de libros y papeles, toda palabra escrita se había perdido. Ibrahim sintió una angustia inconmensurable en la garganta, una contricción severa en el torso y le pareció que estaba partiéndosele el corazón, pero ni morirse lo dejaron.
Muertos los libros, vivan los libros, hubiera deseado pronunciar Ibrahim, pero calló. No eran tiempos éstos para abrir la boca. Una vez en el hospital, fue rescatado de la horda militar por Kalostro, el sacerdote.
–Olvídate –le pidió Kalostro, dueño y cancerbero, que desde entonces abría y cerraba la puerta de su celda.
Y depositó sobre sus rodillas esa máquina que se convirtió en su único contacto con el afuera..
–Es algo del otro mundo –susurró.
La habían encontrado en el fondo de la ciénaga, la menos oscura y tenebrosa, que ya llegaba hasta el hospital de campaña. Era un aparato pequeño, como un mínimo órgano lleno de teclados semejante a la Klavier que alguna vez tuvo Hermeneutes, aquel que hoy lloraba en la cripta de la luz cada vez que se escondía el sol, porque recuerda.
–Al fin y al cabo, el aniquilamiento no es tan problemático –le confió el sacerdote Kalostro–. La censura tendrá menos trabajo a partir de ahora.
El alivio del prelado sonó como una advertencia para Ibrahim Abdullah, condenado a sobrevivir el campo de batalla y la destrucción posterior para ver como el desierto extendía sus lenguas sobre los ancestros, devorándose lo que una vez fue vergel. La tierra, o como quiera que se llame, era ahora esa esponja llena de esquirlas que veía por el monitor del aparato que le entregó Kalostro.
–Serás el escribiente de la nueva era –seducía Kalostro al joven Ibrahim, que ya se sentía huérfano como discípulo–. ¿No decías que conocías los textos? ¿No eras acaso el terror de la documentación y la investigación? Ahora serás quien resucitará lo muerto y reconstruirás las palabras que recuerdes, serás el almacén de este resto de humanidad para que se sepa que somos poderosos, pero la aniquilación nos es ajena...
Kalostro se secó la frente como si el cinismo de su discurso le hubiera provocado algún escrúpulo.
¿Cuánto pesa un escrúpulo, Hermeneutes? ¿Cuánto? Rogó, gimió, se retorció Ibrahim, pero no había caso. Su Maestro ya no estaba ahí para responder, acaso no estaría más para nada, había quedado solo, definitivamente solo en esta tierra que alguna vez también había sido suya, de ambos, de millones, pero ahora ya no se podía caminar por ella ni usar las piernas, los que aún las tuviesen. La tierra que había sido de todos y de todas se había convertido en una ciénaga de plástico mortal para quien se aventurase fuera de su cápsula.
–Aunque los más pobres lo intentan –le contó Kalostro en un ímpetu de sinceramiento–, como no les queda otra... verás, siempre hay alguna loca que se atreve a quitarse todo y a gritar a la intemperie.
Y el monitor de la pequeña máquina se iluminaba para revelar el mundo exterior.
Ganas de eles, pensó Ibrahim. Morir por una lápida, lámina, lacerante, litigio, luz, lagar, lilith, leer pidió.
–Lágrimas –agregó el sacerdote–. Lágrimas y látigo te faltan.
Desde entonces practicaba. Todas las tardes, desnudo y silencioso, mutaba sonidos, palabras, letras, gárgaras, todo lo que pueda ser que no haya sido. Pero hasta ahora no le había sido posible reencontrar ni reescribir ni confirmar alguno de los antiguos escritos. El viejo Hermeneutes, en tanto, se retorcía durante los interrogatorios en la cripta blanca y pulcra y rechinaba por un poco de sombra. Basta ya de luz, déjenme en paz, bramaba el prisionero, mientras Ibrahim Abdullah tomaba nota de cualquier cosa que recitase el viejo Maestro.
Aquella tarde, Hermeneutes había despertado de su letargo y se abalanzó como gato enloquecido sobre Ibrahim, volvió a escupir como cuando lo habían recogido en la biblioteca humeante, mientras sus escribas se hundían en la ciénaga de plástico para siempre. Con ella desaparecían también las láminas, los mensajes, el papel, la última fibra de luz donde alguna vez habían dejado sus huellas los seres. Ninguno de los asesinos lloró. Definitivamente aliviados, los saqueadores se dedicaron a la farra viva de lotearse las escrituras y después eliminarlas para siempre. No habrá nada que las recuerde ni palabras que digan que alguna vez fueron, de aquí en más no serán nunca jamás y para siempre estarán fuera del mundo y el olvido. Perecederas serán. Fue la condena.
¿Cuán amplio es el olvido? ¿De qué color son sus praderas? Será como la pampa, acaso, como el desierto, los contornos bajo el hacha, se preguntó Ibrahim. En vano. Nadie vendrá a responderle. El viejo Hermeneutes acababa de expirar. Su vida ya no será. Su memoria tampoco. Y el viejo se hundió lentamente en la hirviente textura de la ciénaga que como todos saben, encierra el paraíso.
Entonces Ibrahim Abdullah comenzó a escribir, tembloroso, con sus dedos metálicos, aquello que le dictara su memoria, embelesado, poseso, como si copiara de algún papiro imaginario reflotado por un instante del olvido.
–Muéstrame lo tuyo, Ibrahim –le sobó el lomo por la noche el Supremo, que amaba el perfume de los jóvenes más que cualquier otro sentido y que hubiera dado gran parte de ese reino maldito por un poco más de belleza y menos de codicia. Pero, ah, la perra vida siempre se salía con la suya. Husmeó por sobre el hombro del joven, reconoció aquella frase que reproducía el monitor y entonces supo que todo comenzaría de nuevo.
–Lindo tu apócrifo, muchacho, dijo, y leyó en voz alta como si supiera:
“hen un lugar de La Mancha de cullo nonvre no quiero hacordarme...”

PÁGINA Nº 18

Posmodernidad y fin de siglo.

Por Liana Friedrich (Rafaela – Santa Fe)

Posmodernidad no significa precisamente muerte de las utopías; más se hubo constituido en el" disparador" que abre el gran debate de fin de siglo.
Desde el punto de vista humanístico, ha significado una reacción hacia el exacerbado individualismo de los tiempos modernos, cuyo exponente máximo fuera instaurado, en el transcurso del siglo XX, por las llamadas democracias autoritarias.
Más que con movimientos circulares, la historia se despalaza pendularmente. Esto lo vemos a diario en manifestaciones populares como la moda , o en otras no tan vulgares, como los movimientos artísticos, cuyos extremos máximos avanzan según los paradigmas griegos de lo apolíneo versus lo dionisíaco ,es decir, desde las líneas sobrias, austeras, hacia el oscurantismo complejo y retorcido (o dicho de otra manera, desde lo clásico hacia lo barroco). En realidad, estas posturas antagónicas responden a una concepción bipolar del universo, basada a su vez en las dicotomías bien/mal , luz/oscuridad, blanco/negro, día/noche, guerra/paz, amor/odio...
La crisis humanística finisecular reaccionó contra el concepto iluminista del sujeto autónomo, que se erigiera en "rey del universo", y cuyo ideal le hacía suponer que la sociedad progresaría ilimitadamente, gracias al poder del pensamiento y la evolución constante de las ciencias. Hoy las concepciones orientalistas, de carácter holístico y naturalista, invaden todos los foros de la cultura, oponiéndose básicamente al excesivo egoísmo individualista, y propugnando la ruptura del "yo" como categoría que se disuelve en la armonía cósmica. Una mente ecologista se apodera de esta sociedad, donde no es posible admitir que el hombre domine la naturaleza como un demiurgo caprichoso y tirano, sino que es menester intentar una inserción equilibrada en ella. En conclusión, asistimos a la disolución del sujeto racional egocéntrico en la otredad del "nosotros", para sumarnos así al Todo con el objeto de con-vivir en paz y armonía.
Como Lipovetzky, podríamos sustituir el término "posmodernidad" por "sobremodernidad", porque el momento actual es el resultado de los excesos de la sociedad posindustrial, (caracterizada por una saturación de las invenciones que no siempre responden a demandas reales, y por la aceleración en los tiempos y en las comunicaciones) la que nos sumió en una cultura "light" - "collage" irreverente de "feelings" y "zappings"- donde una cambiante gama de placeres, colores e imágenes nos deslumbra constantemente con sus falsos espejitos de pseudo-conquistador tecnológico siglo XXI... Para reaccionar al gran "vacío existencial " que plantea este filósofo de nuestro tiempo, y al consumismo como actitud de vida, es necesario interponer una postura trascendente, que lleve al hombre a transitar caminos más elevados (los que, paradójicamente, no desembocan en el mundo físico sensible, sino que se adentran en el interior del ser). De ahí que la utopía de un mundo mejor, a partir del constante desarrollo progresista (el que paralelamente ocasionara la destrucción sistemática del equilibrio ecológico y una contaminación ambiental irreversible), demostró la falacia del racionalismo científico. Es por eso que la relación- aparentemente antagónica- entre los opuestos debe necesariamente subsumirse en un Todo, cuya característica de unicidad es la que logrará superar las diferencias que nos enfrentan.
La culminación del siglo XX dejó como saldo una actitud científica más amplia (la teoría de la relatividad de Einstein constituyó un antecedente, en este sentido), porque la verdad es relativa. No es absoluta, como pensaba el hombre moderno. Y el avance de la tecnología debe ser condicionado éticamente. Es así como una actitud crítica universal reencauza el camino de la ciencia, con grados de apertura crecientes, dando lugar también al mito y a la religión. Surge, por ejemplo la "medicina alternativa" como opción válida, y la razón va dejando paso a la intuición como instrumento viable de conocimiento.
Se ha dicho, además, que el fin de siglo implicó, desde el discurso posmoderno, la "muerte de la historia", porque si no hay lugar para las utopías, entonces, ¿podría acaso existir una opción de futuro? Es así como, en los países desarrollados se habla de la "post historia", caracterizada por el desarrollo económico como meta la crisis de representatividad política y el triunfo del consumismo, que sólo sirvió para ahondar las diferencias sociales, clausurando definitivamente los ideales de la modernidad. El racismo, el fundamentalismo, la marginación, la violencia y la droga son parámetros que indican el colapso del liberalismo occidental. De ahí que el pensador japonés Fukuyama sostiene que la instancia válida sería la constitución de una sociedad armónicamente integrada en el contexto natural. Dicha postura forma parte de una ética mutualista, junto con una concepción cíclica del tiempo, que desde el punto de vista oriental, interpreta vida/muerte como las dos caras de una moneda, integrante de un mismo Todo.
Y para concluir -también con una visión orientalista- los chinos registran el concepto de crisis por medio de dos ideogramas: el primero significa peligro, y el segundo, oportunidad. Esto nos ofrece la posibilidad de responder ante los peligros de esta época de desencantos, de "carpe diem", de desigualdades marcadas o de falta de proyectos , con la opción del CAMBIO, interpretado como una transformación básica que debe partir en primera instancia del interior de nosotros mismos, por medio de la apertura existencial que nos conduzca a la integración. Lo universal no se halla centrado en lo homogéneo, sino en la heterogeneidad de los sujetos (distintas etnias, religiones, credos, etc, etc). Sumemos entonces nuestras individualidades a la unidad del Todo. El inicio de esta NUEVA ERA no se halla determinado por condicionamientos astronómicos fijos; más bien podrá dar comienzo cuando no existan barreras que separen, dividan, segreguen... no sólo de carácter físico como el Muro de Berlín, sino más bien espirituales, porque en realidad, las primeras son sólo consecuencia de las segundas.

PÁGINA Nº 19

Papá soñaba con hacer la guerra.

Por Irma Verolín (Buenos Aires)

De mi padre sólo sé que pasó su vida preparándose para hacer la guerra. Todos los días, todas las mañanas, no bien se despertaba, empezaba a limpiar su revólver. Y lo hacía con lentitud, lo acariciaba despacio, muy despacio, hasta se diría con cierta sensualidad. Los ojos un poco bizcos, los dedos ágiles y una atención excesiva. Yo me figuraba que al final sus dedos debían quedar muy pero muy fríos. Lo imaginaba en el borde de la cama, con su revólver, dejándose estar, suave, calculadoramente, a esa hora en la que únicamente la luz de la lamparita eléctrica iluminaba la habitación, donde mamá dormía con los párpados hinchados. Y arriba, el cielo raso. Abajo, el piso cubierto con capas y capas de cera, brillando casi tanto como la hendija de la luz que horas más tarde tajeaba las persianas.
Se decía que papá estaba más preparado que nadie para este asunto de guerrear. La verdad es que él se esforzó mucho, siempre, en sus preparativos. Era capaz, incluso, de predecir acontecimientos, gracias al mapa del mundo que había colgado entre el almanaque y la hornalla de la cocina. Lo llenaba de chinches puntudas con banderines multicolores, que eran signos evidentes de avance o retroceso.
No está de más decir que papá hablaba muy poco de este asunto, aunque, por cierto, no era necesario: su vida entera giraba alrededor de aquel revólver como en torno a un eje. Sus ojos conocían de memoria el camino de las chinches con las banderitas que, en el mapa del mundo, interrumpían ríos, oscuras cadenas de montañas o la orilla delicada de los océanos.
Pero la guerra no llegaba. Llegaban, sí, rumores confusos, que quedaban vibrando en las bocas por donde iban y venían o en algunas páginas del diario con las que, tarde o temprano, mamá terminaba empapelando el tacho de basura.
Lógico es suponer que en ínterin el tiempo desparramó su harina y que mi padre trajinó por campos gastados, amarillentos, adentro de esos enormes bichos de metal. Me lo imagino acurrucado, hecho un ovillo, fumando uno de aquellos inaguantables cigarrillos negros, como Jonás en el vientre de la ballena, como tragado por un dinosaurio o de regreso, nuevamente, en la panza de la abuela.
Alguien dijo que papá soñaba la guerra igual que una jornada de fuegos artificiales, una fiesta muy importante, sin final feliz, con cuerpos humanos que danzaban camino al cielo. También se rumoreó que, en alguna ocasión, hubo un amago tan contundente que vieron a mi padre en la vereda con gesto desconocido, gallardo, desafiante, más atento que nunca, con los ojos mirando muy lejos. Mientras tanto el tiempo se iba deslizando igual que aire y pasó, pasó, pasó hasta desaparecer por un resquicio o por una grieta inimaginable.
Lo cierto es que a papá jamás nadie lo vio declinar en su espera. No olvidó limpiar su revólver cada mañana con la misma parsimonia con que mamá se retocaba el maquillaje de sus párpados. Ni tampoco dejó de curiosear el dichoso mapa atravesado por chinches y banderas. Entre tanto pasaron muchas cosas: pasaron de moda algunos que otros bailes y sus melodías, mi persona llegó al mundo en una tarde lluviosa y se quedó arrinconada en la casa de alguna tía, un hombre del hemisferio norte pisó la luna, crecieron y bajaron las mareas, se hizo más grande el agujero de la capa de ozono y se llenó de murciélagos el árbol de la vereda de enfrente.
Sé que los párpados de mi madre se fueron pareciendo cada día más a la piel de las tortugas y que el revólver de mi padre gastó pólvora en chimangos y que las banderitas adheridas con las chinches describieron infinidad de figuras con contornos que hasta llegaron a ser muy armoniosos. Y que el tiempo se escurría, blanco, y que se desbordaba como la leche cuando, sobre la hornalla, hierve a todo vapor.
No tengo dudas de que al pintar sus párpados mamá acostumbraba tener el mismo gesto que solía tener mi padre cada vez que se acercaba al mapa del mundo, como quien va a controlar algo que ya conoce demasiado. Tampoco tengo dudas de que todo fue muy lento para algunos y desmesuradamente veloz para papá.
Una noche entraron en casa muchos hombres dando gritos. Grandes alaridos. Papá venía con ellos. Que dejara lo que estaba haciendo, le ordenó a mamá, porque en la guerra no se hace nada. Entonces mamá primero se desmaquilló los párpados y después se fue corriendo a buscar aquellos pesados borceguíes, el casco, la chaqueta y el pantalón. Cuando mamá quiso tomarlos, una bandada de polillas escapó volando, se alzó, violenta, desde la ropa gastada, subió, se arremolinó y sobrevoló la cabeza canosa de mi padre. Y el almanaque se deshojó una y otra vez, se deshizo, se convirtió en finísimo polvillo, se pulverizó delante de los ojos de mi padre, que buscaba encontrar los números y las letras con sus días y sus meses, inútilmente. Así quedó papá durante varias horas, estático, mirando el almanaque con la cara de quien contempla un campo seco o bombardeado o una vieja foto de su adolescencia.
Hay quienes afirman que entonces la tierra se abrió, que se partió en dos mitades y los ríos salieron de su cauce. Que hubo terremotos, se dijo también. Sin embargo mamá sostiene lo contrario. Nada pudo pasar, nada había pasado. Sólo tiempo, tiempo tras tiempo, porque aquel día el patio se llenó como siempre de gorriones, los murciélagos del árbol de la vereda de enfrente continuaron allí y en la radio anunciaron que la temperatura iba a ser alta aunque soplaría un poco de viento.
De todos modos mamá asegura que aquella noche papá tuvo un sueño. En aquel sueño yo aparecía caminando desde el fondo de la casa, descalza, vestida de blanco y de pronto volaba o me deshacía en el aire. Lentamente el aire de la casa se volvía blanco. Y llegaba la noche y mi padre se despertaba y allí está todavía caminando por el patio. Entre las paredes blancas el cielo hondo lo está llamando. Mi madre lo mira dar vueltas y vueltas con la cabeza echada hacia atrás; le dice con voz muy baja, casi con miedo:
-Es hora de dormir.
Como mi padre ya está bastante sordo entiende que es hora de morir. Por eso no baja la cabeza, no quiere dejar de mirar la danza titilante de las estrellas. Se me ocurre que, observado desde arriba, papá ha debido parecer un pequeño punto blanco encerrado en un cuadrado que, siguiendo la ley primordial del Universo, da vueltas o gira, gira, gira.

PÁGINA Nº 20 – POETAS OLVIDADOS

Humberto Alfredo Seri.

Por Manuel Bande (Santa Fe)

Humberto Alfredo Seri no sólo es un poeta olvidado sino también desconocido para la mayoría de las actuales cátedras entrerrianas de literatura y casi absolutamente ignoradas por las del resto del país, a pesar de que su obra fue publicada periódicamente en revistas de circulación nacional y continental como “El Suplemento”, “Caras y Caretas”, “Mundo Argentino” y “La Novela Semanal”, espacios ocupados por todos los poetas y escritores de la época, muchos de los cuales alcanzaron renombre universal.
También colaboró con “El Diario” y “Comarca”, de Paraná; “Estampa Chaqueña”, de Resistencia. “Pero si bien a través de estos medios pudo llegar a hacerse conocer, su carácter de extrema humildad, silencioso, poco comunicativo y muchas veces encerrado en sí mismo, -lo que evidenciaba una gran vida interior- no le permitía dimensionar el valor de sus trabajos y una buena parte de ellos quedó sin publicar” . A estas palabras de su hermano menor, Héctor Mario Seri, cabría agregar que quizás fue eclipsado por el rutilante brillo que alcanzo su hermano José Eduardo, quien, en su calidad de periodista y viajero, se mantuvo en contacto con el mundo artístico de los grandes centros literarios del país.
El historiador y escritor entrerriano Orlando Britos la ha hecho justicia, lo ha rescatado del olvido editando una “Antología iconográfica” con la selección de sus mejores poesías y un cuento “El Gaucho Blanco”, donde se aprecia el carácter bucólico de la obra de Seri: Ocasión triste fue aquella / que lamentó el pago entero, / cuando llegando a la raya / se hizo bola el overo. // A su rival, que era un zaino, / lo aventajaba en tres cuerpos. / ¡Les juro que en la ocasión / no lo alcanzaba ni el viento! // Ya levantaba el “sentencia” / la albura de su pañuelo, / cuando a sus pies, hombre y bestia / quedaron besando el suelo. // Alguien se inclinó al caído / para escucharle en el pecho. // En el alma de los gauchos / el dolor estaba atento. // Se levantó el hombre y dijo, / “nublau” de emoción su acento / -¡Que venga la policía! / ¡Ciriaco Luna está muerto! // Ya no ganó más carreras / aquel “mentau” parejero / que a más de uno hizo gritar: / -Mil pesos voy al overo!
La obra abarcativa de Seri enseña su permanente alma lírica y sencilla, de buen trovero consustanciado con un exacerbado patriotismo y tanto amor a las cosas de la tierra y el sentimiento gaucho que lleva siempre en su corazón y que deja en todas sus estrofas. Su prestigio de cantor ya es ensalzado cuando tenía apenas 20 años: “…este distinguido y valiente escritor entrerriano que ocupa en la vecina provincia un puesto de vanguardia”. (“Nuestro Ideal”, de Santo Tomé, 31-05-1929).
El 16 de agosto, con motivo de conmemorarse el centenario de la muerte del General San Martín, el importante diario porteño “Democracia”, tira un número especial y en un lugar de privilegio se publica el “Romance del combate de San Lorenzo”, de profunda inspiración y jerarquía intelectual y poética. “Ciento veinte granaderos / de San Martín a la zaga, / ocultándose en la noche / junto al Paraná cabalgan. / Desde el 28 de enero, / como un alud de la pampa, / ansiosos los corazones, / vírgenes aún las lanzas, / tras la flotilla española / vienen forzando la marcha. /…/ En la posta del Rosario / el comandante Escalada / ya tenía prevenida / la flor de las caballadas./…/ Llegaron con la consigna / de estar la tropa callada. / Nada de luces ni gritos… / ¡Y ni en secreto se hablaba! /…/ La soledad es propicia / para las cosas del alma; / y mientras el campo observa / y el plan de guerra prepara, / San Martín piensa en su madre, / que es del invasor paisana, / recuerda el último abrazo / sobre la tierra de España, / y al acero de sus ojos / quiere oxidarlo una lágrima…/…/ ¡Capitán Justo Bermúdez, / a cortar la retirada, / que en medio del entrevero / le ordenaré lo que haga! /…/ Un beso de Dios desciende / sobre el lugar de la hazaña; / del lado del Entre Ríos, / por la ribera esmeralda, / el sol del tres de febrero / vuelca su oro en la mañana.” Su poesía tiene también ribetes risueños: “Mísero Cismático, / poeta sin público, / el `clavo tribúnico´ / te pinchó el neumático”. (Envío). El “Matrero” lo dedica al máximo poeta de esta extraordinaria familia: “A mi hermano José Eduardo, que debiera ser gitano y andar con un oso ´e tiro”.
Humberto Alfredo Seri nació el 11 de enero de 1909 en la ciudad de Gualeguay y desde muy joven se trasladó a la aldea, actual ciudad de Crespo, donde formó su hogar y donde desplegó múltiples actividades.
Fundador de la Biblioteca Popular “Orientación”, fue Director de la misma hasta su muerte. Presidió la Sociedad “Pro Hospital Popular” y la Municipalidad de Villa Crespo. Cultivó el cuento, la novela y el verso criollo o regionalista, pero amó el teatro como valioso vehículo de cultura popular.
Falleció el 22 de junio de 1977

PÁGINA Nº 21

La encuestadora.

Por Beatriz Pustilnik (Buenos Aires)

Eran las diez de la mañana cuando alguien llamó a la puerta. Tía Delia se acercó a la mirilla y vio a una señorita muy bien vestida, con anteojos de marco carmín de acrílico, trajecito entallado al tono con ribetes un poco más oscuros, pollera recta hasta las rodillas, carpeta en mano con elástico.
-Vengo por una encuesta.
-No abrimos a desconocidos desde que una visitante se alzó con la vajilla de la abuela y la platería peruana.
-Tengo mi credencial. Mostró una especie de cédula naranja con foto, firma y sello y esbozó una sonrisa falsa de propaganda de dentífricos.
Delia le abrió. La hizo pasar al living y llamó al resto. Mamá trajo bizcochos y servimos té de peperina.
El cuestionario tendía a evaluar el consumo de jugos en la familia argentina.
-¿Cuántos miembros conforman el grupo?
-Según- dijo el tío Jorge.
-Reformulo la pregunta. ¿Cuántas personas viven en la casa?
-Vivir, lo que se dice vivir... depende... cuando los chicos están..., ahora lo de mi hermano Roberto se puede considerar como que no...
-Si es por consumir jugos...
-Repito con más claridad. ¿Hay alguien ausente en este momento?
-Robertito Olmos vive de algún modo en el recuerdo perenne de su esposa e hijos.
-Propiamente dicho ya casi no vive. Se fue al otro...
-Silencio gritó mamá. Son secretos de familia.
-Los chicos no estuvieron un tiempo en la casa, pero felizmente han regresado.
-Es una tradición, usted comprende. Vamos, volvemos. La vida es tan efímera...
-La señorita no está interesada en conocer nuestras costumbres...
-Sólo a lo que a jugos se refiere- aclaró ella. Y prosiguió muy profesional: -En resumen ¿son más de cinco, menos de cinco, cinco...?
-Si contamos a la mascota: nuestro querido Johnny... somos bastante más de cinco.
La encuestadora puso una cruz en el primer casillero y pareció complacida.
-¿Consumen jugos de frutas?
-Yo no.
-Yo sí.
-Yo a veces.
-¿Artificiales o naturales?
-No es tan fácil de delimitar... ¿Qué es lo natural? ¿Qué lo artificial? ¿Hay una línea divisoria acaso?- filosofó tía Delia.
-Seré más clara,¿exprimen naranjas y pomelos, o compran el producto envasado?
-Yo una vez exprimí limones que saqué del árbol para rociar los pollos que asamos para Navidad- dijo Jorge, contento de poder colaborar.
-Reformulo: ¿Toman jugos exprimidos o artificiales?
-¿Usted no tendría una encuesta más sencilla? Nosotros somos gente simple, alejada del mundanal ruido.
La chica suspiró y nos compadecimos. Así que papá le hizo una seña a mamá, entonces ella empezó a relatar los litros de jugos que tomábamos en la casa: de tomate para el cutis, de zanahorias para la vitalidad, de distintos cítricos para la vitamina c.
Yo conté que antes de escribir cualquier poema necesitaba tomar un buen jugo casero de legumbres. Delia dijo que no salía jamás de la casa sin beber un nutritivo brebaje de frutas frescas. Jorge explicó que Johnny en vez de agua tomaba limonada. Papá aseguró que sus dientes postizos los conservaba mejor en licuado de bananas.
La encuestadora nos miró con ojos de garza acorralada.
-¿Artificiales o naturales?
-¡Qué buena rima! La felicité- usted es una poetisa.
-Yo no redacto el cuestionario, me limito a leerlo.
-Lo hace usted con una entonación encantadora- opinó Delia.
Todos asentimos. Algunos hasta amagaron un aplauso.
-Repito ¿compran el jugo en el comercio de la zona o lo hacen en casa?
-¿A usted qué le parece?- preguntó Delia.
-Mi opinión no interesa, sino la realidad, señora.
-Señorita, por desgracia. Mi sobrina, así como la ve tan solícita, me robó el novio.
-Eso no es cierto- gritó mamá.
Sin chistar, se agarraron de los pelos.Todo se convirtió en un griterío: papá alentaba a mamá, Johnny ladraba como un loco, Jorge hinchaba por tía Delia.
-¡Silencio!- pedí, que qué iba a pensar la señorita...
-Marcelina del Carril.
-¿Cantante de tangos como su padre?
-Mi padre es carpintero. Y no viene al caso. Disculpe lo de señora, señorita. Yo sólo quiero saber qué tipo de jugos toman y lo pregunto por última vez -se exaltó: -¿Artificiales o naturales? Delia y mamá se recompusieron.
-Su rima es espléndida -dijo papá- mi hija está en lo cierto.
Marcelina del Carril lanzó un grito gutural, se puso de pie y golpeó con la carpeta sobre la mesita ratona.
-A ver si nos tranquilizamos -dijo papá- nos sentamos y usted nos reformula la pregunta, nosotros le contestamos como niños buenos.
Mientras tanto, yo le acariciaba la cabeza.
-¿Artificiales o... envasados?
-Así no rima.
Marcelina se puso a llorar. Nos contó que había conseguido ese trabajo después de dos meses de búsqueda y que le faltaba entrevistar a cinco familias de la zona.
Le dimos la dirección del correo, la del comisario y la de la verdulería. Cada vez lloraba más y repetía Ca-sas de fa- mi- lia, la última sílaba la gritaba. -Ni instituciones de orden público, ni comercios de la zona, casas de familia, con más de cinco miembros, que tomen malditos jugos artificiales envasados en malditas botellas plásticas. Se agarró la cabeza y sollozó con ganas.
-Nosotros somos más de cinco- dije tímidamente.
-Cuando vuelven los chicos, y si Roberto Olmos no se esfuma, somos como diez.
-También está la esposa de Jorge en la habitación de arriba.
-No sabemos. Nunca subimos.
-Algunos tomamos jugos envasados en botellas de plástico que compramos en los comercios de la zona- dijo el tío Jorge, tratando de ser amable.
-Artificiales- agregó mamá.
-También naturales- dijo Delia.
-¡Shhh...!- gritamos todos- Sólo artificiales. Sonreímos con bondad.
Marcelina estampó su segunda cruz, se sonó los mocos con un pañuelo de papel. Tenía el rimel corrido y los ojos en compota.
-Tercera pregunta. Nos miró suplicante y la leyó suavemente, sílaba por sílaba.
-¿Cuán-tos li-tros por se-ma-na? Entre uno y dos, más de dos, no sabe no contesta.
Nos encimamos a los gritos: dos, más de dos, no sabe no contesta.
-De a uno por favor, levanten la mano- dijo Marcelina.
Jorge dijo más de dos, Delia dos, mamá no sabe, papá no contesta.
Marcelina hizo ta te ti y puso la tercera cruz.
La siguiente pregunta pretendía averiguar las marcas de las botellitas, y en eso no podíamos ayudarla, porque jamás comprábamos jugos envasados. Yo dije que adquiríamos distintos productos para variar y no cansarnos, que si ella nos nombraba algunos, los reconoceríamos enseguida. Todos estuvieron de acuerdo.
La encuestadora, que a esta altura parecía Jean Paul Belmondo en Sin aliento, recitó monocorde los siguientes nombres "Sedifrut", "Frutifresh", "Citricol", "Naranjín" y otros.
Elegimos por unanimidad Citricol y Naranjín que nos parecieron los más nacionales.
Marcelina enchufó la cuarta cruz. Aplaudimos felices.
Cuando se fue la abrazamos y le dijimos que desde entonces era considerada amiga de la casa y que volviera a hacernos las encuestas que necesitara, fuese cual fuere el producto y el perfil que buscase, nosotros con gusto nos adaptaríamos a sus necesidades. Sonrió algo confusa y como comprendiendo al fin, salió. La vimos desde la ventana tirando su carpeta al tacho de basura y tomando un taxi con dirección desconocida.

PÁGINA Nº 22

¿Para qué sirve hoy la poesía?

Por Rodolfo Alonso (Buenos Aires)

Si la poesía tiene todavía algún sentido, en estos tiempos de miseria, es cuando continúa encarnando, a pesar de todo, aquello a lo que Dante aludió con tanta nitidez: “la gloria de la lengua”. La sociedad de consumo, la sociedad del espectáculo, nos han embebido en su atmósfera estridente y demagógicamente chata, falsa en el doble sentido de imitadora y deshonesta, que se ha convertido en el aire que respiramos, en una seudo-cultura populista y no popular producida seductoramente por los grandes medios masivos de incomunicación. Con sus efectos deletéreos sobre la espontaneidad creadora de la gente, inclusive del lenguaje, especialmente del lenguaje.
La cuestión es que si decae el lenguaje humano, decae la condición humana. Porque no usamos el lenguaje, insisto, somos lenguaje. Y cuanto menos lenguaje somos, somos menos humanos, menos hombre. Hemos vivido acaso sin percibirlo una mutación, y ahora estamos inmersos no sólo en una civilización cuyo centro ya no es el lenguaje sino que incluso ataca las fuentes del lenguaje. La crisis actual de la poesía no es entonces quizá tan sólo la de un mero género literario sino que, algo muchísimo peor, es la manifestación máxima de una carencia muy profunda en cuanto a la espontánea capacidad creadora de lenguaje por parte de los hombres.
Cada vez que hubo una gran poesía, por alquitarada y elitista que pareciera, siempre estuvo secretamente ligada, aunque fuera por oscuros meandros, con una lengua viva realmente hablada por un pueblo, por una comunidad. Ante la amenazante posibilidad de extinción de la gran literatura ¿cada uno de nosotros debería, como ya lo anticipó Ray Bradbury en su Fahrenheit 451, esconderse para preservar vivo, aprendido de memoria, el texto de un gran libro? ¿O será suficiente seguir escribiendo el poema?
Porque “la palabra no sería deliciosa si no significase una calidad”, ¿no es cierto, Gabriel Miró? Y el hombre que labra amorosamente el lenguaje que es a la vez suyo y general, íntimamente propio y al mismo tiempo de la especie, el solitario que cumple después de todo la más significativa y necesaria función social, pudo ser nítidamente percibido por Michel Butor, ya a comienzos de la década de los sesenta: “El poeta es aquel que tiene conciencia de que la lengua, y con ella todas las cosas humanas, está en peligro.”
Me parece sin duda evidente que la comprensible y valerosa reacción mundial de los ecologistas (a la cual hemos visto sumarse hace poco tantos partidarios de la paz) ha logrado, hoy, llamar la atención sobre las consecuencias deletéreas que la adicción suicida por el poder global y la riqueza obscena ha tenido sobre la calidad de la vida humana y de la vida sin más en nuestro planeta, poniendo el acento sobre los daños geográficos, ambientales, concretos y visibles. Pero me temo que todavía no se ha percibido la enormidad del daño psíquico, cultural, estético y esencialmente humano que hemos sufrido para adaptarnos a esta maquinaria que ha enloquecido, cuyo único y delirante objetivo es hacer más dinero del dinero, hasta el infinito. Y que, en consecuencia, sería necesaria también una lucha ecológica a favor de la condición humana, de la calidad humana de la vida humana. Sin abandonar en absoluto lo otro, por supuesto. Hay un agujero de ozono pero también un abismo (si es que no un cáncer) en el espíritu. omo casi todas las cosas del planeta, la poesía ha sido hoy completamente desacralizada. Y si tal pudo ser acaso el objetivo de las vanguardias de comienzos del siglo XX, seguramente no lo fue en el sentido actual. No creo por ejemplo que la fuente-mingitorio de Duchamp tenga la misma longitud de onda y la misma orientación de sentido que tantas “instalaciones” en frío y tanto supuesto “arte conceptual” hoy extrañamente asumido como neo-academicismo, casi siempre de carácter oficial y con patrocinadores multinacionales que nada tienen que ver, ciertamente, por ejemplo con gente como Lorenzo de Medicis. Después de todo, ya en el siglo XVI, Francis Bacon podía decir que “La verdad surge más fácilmente del error que de la confusión”. Y sobre todo del error que es errar, errante. En lo profundo, en lo visceral, cuando nos quedamos a solas y se acallan los ruidos y se apagan las luminarias, Rimbaud sigue en cuestión, y cuestionándonos.
Y para concluir, al menos por ahora, enfrentemos nuevamente aquella misma consabida pregunta, de una inocencia demoledora, que alguna vez me planteó en público un colega venezolano: “En la época que vivimos, ¿qué misión le asigna usted al poeta?”. ¿Cómo evitarse decir que quisiéramos que el poeta fuera capaz con su trabajo a la vez de realizarse como persona y de ayudar a todos sus hermanos, de enunciar la palabra necesaria, imprescindible y única, la palabra a la vez tan íntima y secreta, húmeda todavía del silencio de los orígenes, emergiendo en una orilla virgen del universo, y a la vez general, compartida, fraterna, solidaria, no tan sólo ofrecida sino también aceptada por los otros, que entonces la harían suya y le darían destino, aunque ese destino fuera el no poco glorioso de volverse saludablemente anónima, ya sin autor ni tiempo, encarnada en el fluir mismo de la vida y de lo humano? Ni traicionarse, pues, ni traicionar a los otros; y además, no traicionar la propia lengua, el propio idioma, el sonido que uno ha venido a traer al mundo. Y siendo uno ser la especie, tan bellamente bárbara e intuitiva como trágicamente condicionada por las culturas que se ha hecho o le han impuesto. Y ser la esperanza de un mañana mejor, la luz de la utopía sin la cual no merece la pena vivir. Y ser también, al mismo tiempo, la conciencia de nuestra irrisoria pero desmedida condición. Lo que somos, lo que podríamos ser, quizá lo que seremos. Pero bien sabemos que, por ahora, la única gloria honestamente deseable ya no es siquiera ni la de vivir en el corazón de los otros, de algún otro, sino más humilde y sabiamente el honor y el placer, la angustia y la ansiedad de haber escrito, de haber sido capaz del poema, que por nosotros circuló y ahora está vivo, fragante y tibio, latente carne de lenguaje, recién amanecido, temblorosamente inclinado, tendido, hacia los otros, hipócritas o no, semejantes, hermanos.

PÁGINA Nº 23 – POETAS LATINOAMERICANOS
La casa cerrada.

La casa de mi madre sigue allí, en pie,
extrañamente en pie, como el tronco de un árbol
ya vacío a ras de la tormenta.
Pero nada se mueve en ella.
Nada bulle detrás de las paredes agobiadas,
nada pulsa, excepto el desamparo
que busca ansiosamente viejos ecos
en los amplios zaguanes,
donde el silencio anida como pájaro roto,
más penoso aún después de tanta música.
El reino de la ausencia:
esta es la verdadera ventana de la muerte,
que cristaliza todo lo vivido
en una urna imposible a los retornos.
Camino por las habitaciones
desiertas como espejos
que ya nada reflejan.
Con los muebles ausentes se marcharon
lo poco que quedaba de tu aura, madre,
y de nuestra presencia de infancias tan vividas
que su hálito terrestre
perfumaba aún mosaicos y rincones.
Quiero creer que tu saludo
desde la muerte fue veraz.
Que el sueño de las niñas
viéndote entrar de nuevo
con tu sonrisa de flor antigua
a la casa que nos vivió por medio siglo
fue un mensaje certero
para mi duelo sin respuestas.
Pero no hay resonancia en mi congoja.
La materia es tan sorda,
mi llanto tan espeso y tan urgente
que tan solo me queda este poema
donde converso a solas con la ausencia,
frente a aquel patio nuestro,
donde los árboles ancianos
sembrados por la mano paterna
-¿los recuerdas en su cortina de abandonos?-
se nos mueren también.
Julieta Dobles (Costa Rica)

La suicida.

Mariela recogió los párpados
a la hora en que las abejas
zumbaban en el huerto
su algarabía de olores y trabajos.

A las tres de una tarde afanosa de verano,
Mariela retuvo en su pupila
un atisbo de sol
que alcanzaba aún la ventana del lado norte,
donde quedó sembrado el orégano,
el poleo y la menta
-que no sirvieron-
para arrancarle ese luto terrible
que significa
venir a la vida maldita.

Mariela, la suicida
irá directo al cementerio,
que no se dirá misa por aquélla
que untó pastillas a sus múltiples sueños
y determinó que era mejor estar muerta
que arrastrar los días como un fardo…

Marlene Bohle (Chile)

El iluminado.

Un hombre descubre
en el bisonte las huellas
de su propia derrota:
la caverna lo sabe.
Luego, Saulo de Tarsis
junto a su caballo
y una ceguera premonitoria:
la defensa de una fábula:
Jesús ante el Monte de los Olivos
con miedo de ser Dios.
Judas, el zelote, sabe que el Mesías es sólo un hombre
y devuelve las monedas.
Alonso Quijano en el suelo
y un haz de luz filtrándose
en los molinos: no hay
una Dulcinea de ventura;
Walt Whitman avizora que es
infeliz cuando su nombre
suena en el Capitolio:
un bosque lo espera;
José Arcadio Buendía,
frente al pelotón de fusilamiento,
recuerda el hielo:
Melquiades no descifra a Macondo
desde los pececitos de oro;
el poeta César Dávila Andrade
se encierra en los efluvios
de su Catedral Salvaje:
un cóndor ciego cae
envuelto en un gabán de plumas.
Y en un instante todos
saben que poseen un don:
ese don los arrastra hacia
la Vida, que es un presagio.
Todos dicen a su modo:
Padre, padre, padre
¿por qué me has abandonado?

Juan Carlos Morales Mejía (Ecuador)

Afuera de la trampa.

Dejadme por favor vivir mi vida,
amándola,
mordiéndola,
quitándole el veneno,
limpiándola.
Dejadme que me salve o me condene,
dejadme que vomite,
que sangre, que sonría,
que cante por el fin de tanta guerra,
que llore por la guerra de los fines.
Dejadme que en silencio
escriba en vuestra culpa una sentencia,
que borre la sentencia de la culpa.
Dejadme que me hunda,
que gima,
que flote en lo intermedio, que sueñe,
que pueda en una esquina pisar un alacrán inofensivo.
Dejadme cuantas veces
firmar cada recado sin mi nombre,
dejad que me equivoque,
que escupa, que piense,
que llame con bondad al malo bueno,
que llame con maldad al bueno malo.
Dejadme simplemente
que cuente por decenas,
qué coma con la izquierda,
que te ame sin remedio.
Dejadme por favor vivir mi vida, que escape,
que reniegue,
que grite por las lluvias que se enlodan,
que ría por el lodo que se enlluvia.
Dejadme si queréis la trampa abierta,
que caiga el corazón con todo el peso, dejad, pero dejad
afuera de la trampa mi cabeza.

Violeta Luna (Ecuador)

Pájaros nuevamente.

Con terror, un pájaro cruza y descruza la frontera.
Zurce el inmenso espacio sospechoso y habitado por la muerte.
Un pájaro… muchos… todos… con ojo… huecos…
la oscuridad inminente…
el hueso… la cáscara… la piel achicharrada…
el huevo… la semilla estéril… el plumaje roto…
resina en negro para todas las ocasiones.
Una bandada de pájaros desconcertados por la peste,
la pena, la multitud aprisionada en cubículos
y condenada a caminar y descaminar sus pasos.
Una colmena de humanos con ojos.
De mi lado tú, tu transparencia UNA y desgarradora
y del otro ellos, latiendo contra el paladar,
el tacto, la boca, un gato arañándome la espalda,
un agua viscosa y prieta,
que se mueve por todos los rotos de aquella montaña
desgarrando miles de gotas
molestosas, incesantes.
Y en la otra orilla ella.
Única mujer en el panorama con hijo
ausente de sí.

Lourdes Vázquez (Puerto Rico)

Cada cuatro años nace una poeta suicida.

A Sexton, Plath y Pizarnik Nacidas en 1928, 1932 y 1936

Cada cuatro años la muerte abre la llave del gas de una cocina,
se fuma un cigarrillo en el sofá y espera.
Otras veces enciende el motor de un automóvil dentro del garaje y canta Chair in the Sky,
un poco de jazz no despertará
a las muñecas recién maquilladas, piensa.
Cada cuatro años la muerte toma
anfetaminas para adelgazar,
pero se le pasa un poco la mano
y ya no despierta.
No se pone triste, ni alegre, ni neurótica, no,
pero cada cuatro años la muerte amanece lúgubre
y observa la tarde roja
desde una ventana.
Alguien trata de invocarme, dice,
y cierra amargamente los ojos.
A mí me da pesar, no sé,
es como si ella quisiera decirnos o contarnos algo desde su delgado rostro blanco,
como si estuviera cansada de estrangular mujeres.
Yo la conozco muy poco,
pero me consta aborrece su funéreo oficio.
Últimamente la han visto respirar cierto
aire suicida.
Cada cuatro años a la muerte se le irritan los ojos,
sabemos que ha llorado, lo sabemos,
pero callamos,
sabemos también que busca algún vientre
y como ella no tiene el privilegio de la carne materna
aferra entonces sus fríos y delgados dedos en el primer ombligo que encuentra.
Por eso cada cuatro años algunas niñas ya vienen muertas.

Francisco Ruiz Udiel (Nicaragua)

PÁGINA Nº 24 – NOTAS DE PARIS

La gran figura del siglo XX: Jean Paul Sartre
En el centenario de su nacimiento.

Por Irma Bignon (Santa Fe)

En 1968 Jean Paul Sartre tiene ya su lugar en la historia de la literatura, y la estatura del gran escritor. Sus obras, escritas con violencia, están ligadas a un público específico, de una sensibilidad definida. Tiene el mismo entusiasmo y la misma soberbia de un mosquetero de la ideología de izquierda.
En su agitada biografía, una primera etapa, en 1940, hace de él un escritor irreversiblemente comprometido en la historia de su siglo; una segunda, en 1952, lo empapa de ideas marxistas; y los acontecimientos de 1968 lo hacen abrazar una tercera etapa que lo aleja radicalmente de los grandes partidos políticos, para alcanzar el status intelectual por excelencia. Quiere ser tan sólo un “compañero de las fuerzas populares”, aprendiendo, humildemente, “el lenguaje de las masas”.
El conjunto de la obra sartriana, en sus rupturas como en su continuidad, constituye una de las aventuras más sintomáticas de la época. Como el héroe de “Los secuestradores de Altona” (1959), Sartre hubiera podido proclamar: “Aquí, en este cuarto, yo he llevado el siglo sobre mis espaldas y he dicho: yo responderé. En este día y para siempre”.
La obra de Sartre comienza en el silencio de los años treinta, con novelas breves: “La náusea” (1938), “El muro” (1939); madura y prolifera durante la década del cuarenta: “Lo imaginario” (1940), “El ser y la nada” (1943), “Los caminos de la libertad” (1945); y alcanza notoriedad pública y desbordante después de su conferencia en Paris: “El existencialismo es un humanismo” (1945).
Sartre es el conductor de una escuela: el existencialismo, que dicta reglas de vida y de pensamiento. Su formación filosófica deriva de las reflexiones de Hegel, y se afirma en la corriente fenomenológica de Husserl y Heidegger. Estos filósofos alemanes no alcanzan la audiencia universal de Sartre. Éste encarna, en sus personajes dramáticos, las ideas difíciles que, bajo su forma abstracta, el público no hubiera podido comprender. Pero nos encontramos con que esas ideas responden a las necesidades de las jóvenes inteligencias, trastornadas por la guerra, shockeadas por el absurdo del mundo, asqueadas por la hipocresía. Así nace la moda “existencialista” que triunfa en los sótanos de Saint-Germain-des Près, adoptando una vida libre que favorece la difusión de la obra de Sartre. Como, por otra parte, el gran filósofo posee una notable inteligencia, un real talento dramático y un raro poder dialéctico, el éxito dura.
El existencialismo, plenamente desarrollado en “El ser y la nada”, pone el acento sobre la existencia, opuesta a la esencia que es ilusoria y problemática. La famosa fórmula de Sartre es: “La Existencia precede a la Esencia” (antigua fórmula de Platón). El hombre nace para nada, no es más que una existencia y no tiene esencia. Pero no debe desesperar. Por el contrario, le hace falta tomar conciencia de su libertad y de la importancia de sus actos.
Nos enfrentamos aquí a una filosofía de la conciencia, que viene por tradición de la filosofía francesa que se remonta a Descartes. Pero a diferencia de la conciencia cartesiana, la conciencia sartriana es un movimiento donde todo recae sobre las cosas. Existir es “ex-ister”, estar fuera de sí mismo. La conciencia es, en el mundo, abertura y pérdida a la vez. Existir es estar abandonado, “estar simplemente allí” –dice Roquentín en “La náusea”. “Pero si mi existencia es gratuita –continúa diciendo- el sentido no puede venir más que de mí, de mis actos y mis opciones: estoy condenado a ser libre, es decir, a elegirme sin ayuda exterior, y la angustia nace a partir de este descubrimiento de la libertad”.
El teatro es para Sartre el lugar privilegiado que le permite reflexionar sobre la realidad del ser y su impostura. Haciendo un llamado a los medios clásicos del drama burgués, el teatro sartriano es, ante todo, teatro de la libertad, que conduce a los personajes hacia la soledad crítica, irrisoria, adelantándose así al teatro del absurdo. “Huis clos” (1944) (“A puertas cerradas”) es una de sus mejores piezas. La acción se desarrolla en un infierno despojado. Para torturar a los hombres, la presencia de los hombres es suficiente: “el infierno son los otros”. “Huis clos” es el equivalente de la palabra de Mauriac: “Nuestra copia es remitida”. Esta irreversibilidad de la vida, la tortura de vivir bajo la mirada de los otros, constituye el sentido general de la obra.
Cinco carnets de hule a cuadros, escritos con una letra microscópica, es todo lo que queda del soldado Sartre, movilizado entre setiembre 1939 a marzo 1940 a los acantonamientos de Alsacia. Manuscritos extraviados, olvidados entre los papeles del escritor, para quien el orden no es su preocupación mayor. Al final de una larga jornada de entrenamiento, “aprovecha” esas “tristes vacaciones” para poner en orden sus ideas y reflexiones.
Colabora en las “Letras Francesas” y otras publicaciones clandestinas. Luego, de pronto, con una pieza de teatro, “Las moscas”, en 1943, llega la gloria. Nuestro escritor expresa con símbolos, lo que siente en ese momento todo un pueblo. Su filosofía comienza a atravesar el mar por la estela de la Resistencia.
La vida creadora y la vida de acción consumen la salud y el tiempo generoso de Sartre. La vida sentimental le complica a la vez que le endulza la existencia. El amor de Simone de Beauvoir es el amor necesario. Así Sartre y Beauvoir se apropian de una libertad que se extiende desde la aplicación consecuente de sus teorías filosóficas, hasta sus célebres amores.
Por un lado, la crítica y el público aplauden la propuesta sartriana; por el otro, se escandaliza, y hay un sector que se desentiende. Pero todos finalmente se reconcilian ante las bellísimas páginas de “Las palabras” (1963).
Jean – Paul Sartre nace en Paris en 1905. Al referirse a su niñez escribe: “Era el Paraíso. Cada mañana, me despertaba en un estupor de alegría, admirando la suerte loca que me había hecho nacer en la más unida de las familias, en el país más bello del mundo”. (“Las palabras”), 1963) ¿Cómo no instalarse el talento en ese cerebro tan meditativo y apacible, en ese campo tan propicio donde todas las condiciones estaban dadas? Desde muy pequeño se deja llevar por una pasión poco común en la infancia: la escritura. Pero él no elige su vocación; otros se la imponen. Por otra parte, él la siente desde el comienzo. Más tarde dirá como Chateaubriand: “Yo se muy bien que no soy más que una máquina de hacer libros”.
Su última gran obra es una tentativa de biografía integral de Flaubert: los tres tomos de “El idiota de la familia” (1971), aparecen como el resultado de un proyecto largamente acariciado de sicoanálisis existencial y análisis histórico, puestos al servicio de la filosofía sartriana, demostrando la unicidad de la neurosis de Flaubert, así como el espíritu objetivo del siglo XIX.
Se ha dicho que con la muerte de Sartre se acaba una época. Es verdad que en Francia, nadie ha llegado a ocupar el lugar vacío, ni a ejercer sobre los espíritus el poder de la palabra como la suya. De todos los libros que se han escrito sobre Sartre, el más ambicioso es sin duda “El siglo de Sartre” Ed. Grasset 2000, del gran filósofo francés Bernard-Henry Lévy. Fascinado por su personaje, Lévy se refiere a él como al “intelectual total”, al “hombre-siglo”, que “domina los debates de su época”, “que ensaya todos los géneros posibles”, “condensando y resumiendo su tiempo”.
Nos preguntamos: ¿qué queda, al final, de la palabra sartriana? Su inmensa obra, y, además, la gran aventura de poder filosofar.