septiembre 14, 2006

Gaceta Literaria de Santa Fe Nº 127
PRIMAVERA de 2005





PÁGINA EDITORIAL

Acerca de los sueños.

La Gaceta Literaria de Santa Fe fue imaginada como geografía propicia para el encuentro, como sólido baluarte de expresiones silenciadas, como ámbito de intercambio abierto a diversas tendencias, a diferentes corrientes, a distintos estilos; como comarca propicia para fundar descubrimientos, exploraciones, significados; como territorio pertinente e ineludible donde instaurar espacios de reconquista y fortalecimiento de lo propio desde la tenacidad de quienes se sintieron capaces de generar movimientos destinados a proyectar los quehaceres artísticos regionales hacia contextos de mayor trascendencia.
Y, transcurrido casi un cuarto de siglo, aún persevera en su silenciosa labor de perseguir pisadas parciales, examinar indicios, registrar señales, compartir vestigios del transcurrir de la palabra por este bosque -bastante tenebroso por cierto y que en mucho se parece al que describieran los Hermanos Grimm como escenario del abandono para Hansel y Gretel- donde, empecinados en la supervivencia de la comunicación impresa, los escritores del presente se sienten obligados a peregrinar ante la indiferencia de una sociedad despojada, intencional y sistemáticamente, de sus blasones culturales.
Heredera de la cultivada visión de su fundador, ha hecho suyo el pensamiento del Profesor Di Filippo, arbotante sustentador de firmes convicciones capaces de frustrar cualquier intento de desmoralización o abatimiento; ha adoptado como emblema el párrafo final de un texto profundamente significativo: Llegados a esta hora del tiempo consumido, cuando el futuro se acorta y el pasado nos parece un sueño lejano, todavía nos acucia una empecinada voluntad de vida. Todavía creemos, a pesar de todo, que la vida vale la pena vivirla. Y entonces descubrimos que de aquella nave simbólica que ha perdido tantas banderas arrancadas por los vientos adversos de la historia, se mantiene aún en su árbol solitario, aunque desgarrada y un tanto descolorida, la última enhiesta: la de la esperanza. La que hemos de sostener contra viento y marea, hasta el último aliento y ha perseverado en su compromiso de difusión sin pretender otra satisfacción que no sea la ejecución del trabajo encomendado desde la prudencia, la integridad y la honradez.
Así, cuando ya la fuerza de la costumbre parecía haber transformado en cuestión habitual, rutinaria, una cierta legitimación de la despreocupación o de la negligencia; cuando la injusta distribución de los escaparates intelectuales no parecían acontecer más que como resultante de actitudes profundamente humanas, escogidas para celebrar el triunfo total de la ignorancia acerca de quiénes son, dónde están y qué hacen tanto los creadores como los obstinados defensores de la cultura; recibir el homenaje del Superior Gobierno de la Provincia, del Poder Ejecutivo Municipal, de la Universidad Nacional del Litoral y del Centro Comercial en el transcurso del acto inaugural de la XI Edición de la Feria del Libro de Santa Fe ha fortalecido el corazón de quienes hacen posible su permanencia.
Sitio más que adecuado desde donde manifestar el agradecimiento para los hombres y mujeres que supieron analizar, proyectar y concretar un estímulo tan necesario; recompensa a compartir con todas y cada una de las numerosas instituciones, publicaciones y lectores que sumaron el reconfortante sostén de sus voces, a la distinción del pasado 8 de septiembre. Con quienes adhirieron al homenaje reconociendo que en un país como el nuestro, lograr casi 25 años de sostenimiento de la cultura es, además de una hazaña, un mérito enorme para aquellos que consideramos que el sustento de toda actividad humana es la base espiritual que otorga una sólida raíz cultural. Con quienes proclamaron que la tarea de esta revista con su indiscutible calidad y seriedad en la realización de su tarea, es un aporte valiosísimo para nuestra cultura nacional, ya que, al publicar autores de todas las provincias, se constituye en un espejo del quehacer literario de nuestro país. Con quienes intuyeron que no es nada sencillo mantener a flote la utopía de la difusión cultural en este mar de crisis de todo orden, donde prevalecen la indiferencia y la ignorancia. Con quienes se alegraron por las personas que entregan su trabajo en pos de un proyecto que construye identidad y, por ende, sentido de pertenencia y trascendencia; con quienes aclamaron este difícil proceso de integración cultural de la Región. Pero también con cada uno de los adherentes, cuya nobleza y altruismo, prolongándose en el tiempo de la resistencia intelectual, posibilitan, año tras año, la materialización incuestionable de los sueños.

PÁGINA Nº 2

Con piloto automático.

Por Araceli Otamendi (Buenos Aires)

“Escribo como quien duerme y toda mi vida es un recibo que sigue sin firmar”.
“Me quejo porque soy débil y porque soy artista, me entretengo tejiendo con musicalidad mis quejas y retocando mis sueños conforme el modo que encuentro de hacerlos más bellos. Sólo lamento no ser un niño, para poder creer en mis sueños, no ser un loco para poder alejar del alma a todos los que me rodean”.
Fernando Pessoa

Cómo me gustaría escribir sobre sedas, tazas de porcelana y otras bellezas, tal vez laúdes o luthiers, sin embargo suena el despertador a las seis y me levanto dispuesta a afrontar el nuevo día que despunta. Sí, despunta y el sol empieza a calentar y estoy de nuevo en pie sacando el tarro de café de la heladera, abriendo la canilla para llenar la jarra de agua fría, oprimo el botón de la cafetera blanca y oprimo también el botón de la pecé, los mails están ahí esperando que los lea mientras voy a lavarme la cara con agua fría para quitarme el sueño, los ojos aún casi cerrados. Paso el agua por los ojos mientras me miro al espejo, quiero lavar el recuerdo de esos sueños que no sé todavía si he soñado.Y el delicioso aroma del café circula por la casa, la invade como un duende invisible, sirvo el café en la taza blanca que nunca usaría si estuviera cascada y mientras lo bebo abro la canilla de la ducha y el agua corre, tibia, caliente, y el sueño también corre. Sueño loco, sueño surrealista, que cósas raras se sueñan. La luz entra por la ventana del baño como en la canción de lennon y maccartney pero era ella, ella la que entraba en la canción de John y de Paul, y también era Lucy en el cielo de diamantes. Algunos chicos caminan con zancos, la escena circense se ilumina en un teatro ¿quiénes son? Yo siempre espectadora del mundo, hasta en los más recónditos sueños. Voy a la cocina y un conejo hierve en el agua, se arremolina hasta quedar hecho una piltrafa, se multiplica como un clon, como en aquél cuento de Cortázar pero ahora nadie vomita un conejito, el conejo sólo hierve en el agua. Pobre conejo blanco. Me voy de ahí a otra parte, si pudiera volver atrás... Primero hay que flotar, ponerse de espaldas y flotar, hundir la cabeza, tomar aire y meter la cabeza en el agua. Está fría, tan fría. No importa, con la cabeza dentro vas a flotar como un pez, poné las piernas derechas y flojas ¿puedo abrir los ojos? Sí, claro. Mosaicos azules, agua cristalina, los ojos bien abiertos en el agua, toco fondo, salgo, saco la cabeza y él está ahí sentado en el borde. Otra vez, ahí, yo te sostengo, dejá las piernas flojas y flotá, flotá, el agua en los oídos es una sensación fea, extraña. Mové las piernas, la cabeza dejala flotar, después vas a saber nadar, pero si no flotás no vas a nadar nunca. ¿Hasta cuándo? ¿Cuándo sabré nadar? Una vez más. El sol está en el punto más alto, es mediodía. El agua está más tibia y me canso. Flotá, tomá aire, buceá, otra vez, y otra, y otra. Y otro día, y otro. Hacé la plancha. Ahora que nadás cruzá hasta el fondo, un ancho, después un largo. Atravesar nadando la pileta, llegar a lo hondo, seguir, seguir, aguantar, retener el aire bajo el agua, subir, respirar. El agua ahora está fría, tibia, fría. Y la mirada de él, ahí, en mis movimientos como si le diera cierta tranquilidad el hecho de que yo hubiera aprendido a nadar. Tal vez alegría, no sé. Dormir, dormir, soñar. Soñar con el agua, estoy en el agua, tengo que cruzar, irremediablemente hay que atravesar el ancho de la pileta cuando todos se quedan agarrándose al borde, flotando, nací Tauro, qué voy a hacer. El no está ahí ahora mirando, ahora no está. No sé dónde está pero no está. Vuelve a pasar el tiempo. Escucho otras voces, estoy en otros ámbitos. Ahora es de noche. La fiesta ya empezó, hay música, voces y también silencio, es toda una ilusión, un sueño. Volver a soñar ¿es posible? Soñar suena a sueño, a imposible y sin embargo esa palabra pronunciada por alguien convincente me induce a soñar. Esa noche duermo y sueño, vuelo, estoy en un avión sobre el océano, de pronto caigo en el agua a miles de metros de altura, sobre el mar. Es el océano azul y oscuro, adivino la profundidad mientras me pregunto si sobreviviré a semejante caída, a esa velocidad. Y sin embargo planeo en el aire como un pájaro y caigo y nado y nado entre las olas, estoy a flote, a salvo. Entonces despierto.
Hay que enfrentar un nuevo día, me seco con la toalla blanca y encuentro esperándome en la mesa el café caliente y aromático. Viajaré en tren, miraré el río, trabajaré si puedo, volveré en otro tren. Subo a un radio taxi por las dudas, ya oscurece, debo ir a San Telmo. La nueve de julio es la mejor opción para llegar ahí y el espectáculo empieza en el semáforo.
Malabaristas hacen la función frente a los autos, las esferas dan vueltas, espero la música, la música de las esferas que no llega ¿o si? La mano extendida del adolescente, alguna moneda desde un auto y el taxi arranca haciendo chirriar las gomas. Las luces encendidas de la nueve de julio son el mejor espectáculo de la noche. Si llego viva, pienso, si llego viva a destino tomaré menos café, llamaré a esa amiga con la que no hablo desde hace tanto tiempo. Nos detenemos en otro semáforo: antorchas en las manos de una chica, de musculosa y pantalones negros, pelo corto, ojos oscuros, se ríe, conversa, corre al medio de la avenida mientras dos jóvenes la esperan tetrabrik en la mano, el vino dulce como un sueño en la boca de los dos muchachos. La veré al día siguiente sentada en la plaza que corta la nueve de julio, con cara de sueño y grises ojeras, tetrabrik en los labios jóvenes, dos hombres jóvenes al lado de ella ¿qué destino le espera a esa mujer? Ya es de día, las luces frías de la noche se han extinguido, el sol entra por la ventana, me acomodo en un rinconcito, donde da el sol. Me levanto, pongo el piloto automático.

PÁGINA Nº 3 – IDIOMÁTICAS

Origen y desarrollo del castellano.

Por Jorge Alberto Hernández (Santa Fe)

Como se ha dicho a través de la historia, tres son los legados principales que nos dejaron las huestes hispanas que conquistaron nuestras tierras: la cruz, la espada y el idioma. No hay dudas de que la evolución de la lengua es fascinante y por lo tanto merece algunas consideraciones.
El paso de las formas vulgares románicas al romance visigodo (que Menéndez Pidal llama prehistórico) quedó fosilizado en la literatura árabe. Y fueron los mozárabes, que convivieron con los dominadores, los que conservaron su propio lenguaje. Tanto es así que la masa culta de entonces, era bilingüística.
El romance hablado antes de la conquista de Andalucía, se mezclaba con el portugués, leonés, aragonés y catalán, mas no con el castellano. Entre otros hispanismos de origen, podemos citar la diptongación de la o y e en sílaba cerrada (puerta, siete: porta, septem), además de otras singularidades. El habla toledana de la corte del Rey Rodrigo se contradecía con la de la región central.
En el rincón de la Cantabria, al norte del reino visigodo, se mantenía el dialecto castellano, rudo y resistente al empuje de la romanización. Al final de la época visigoda se debió de usar el latín arromanzado, que los mozárabes llamaban latinum circa romancium, en oposición al latinum obscurum.
Dando un salto en el tiempo podemos señalar que las famosas Glosas emilianenses, compuestas en el monasterio riojano de San Millán, y las Glosas silenses, en Silos, pertenecen al siglo X y al dialecto navarroaragonés. Son explicaciones que un monje puso al margen de unas homilías de un Penitencial latino, y según algunos estudiosos constituyen el comienzo del idioma castellano, muestras del habla vulgar de la Rioja. Tanto en las anotaciones Emilianenses como en las Silenses se ven las huellas del español, reducidas a palabras sueltas o frases muy breves, pero que constituyen el primer testimonio más antiguo de nuestro idioma.
En lo que respecta a la iniciación y características del castellano, Castilla, una vez conseguida la independencia, lucha por su predominio. El lenguaje dialectal dio fácilmente carta de naturaleza a los neologismos. Además de otros cambios, la adaptación de la fonética latina resultó imperfecta. Por ejemplo, la dificultad de pronunciar la f labiodental y la influencia vasca contribuyeron a sustituir la f por la h aspirada. En lugar de foja, hoja.
En España, a mediados del siglo XI, León pasó a manos de los cristianos. Alfonso VI conquista Toledo en 1085. Zaragoza se rindió en 1118. Córdoba, en 1236. En Granada permanecieron los moros hasta 1492. El mapa dialectal español de la 12ª centuria comprende tres importantes divisiones: el grupo leonés, el castellano y el aragonés. El catalán se considera como rama del provenzal. El gallego es dialecto portugués.
La época alfonsí (1252-1284) señala la curva ascensional del lenguaje. Alfonso X es el creador de la prosa romance, apelando al trabajo de juglares y trovadores, jurisconsultos, historiadores, hombres de ciencia y traductores especializados en el latín, árabe y hebreo.
Entre los siglos XVI y XVII, el Renacimiento da paso al período clásico de perfeccionamiento lingüístico. Con Garcilazo y Valdés se inicia la exaltación patriótica del castellano. El lenguaje de estos siglos se perfecciona tanto, que al final de su recorrido cae en la exuberancia artificiosa y barroca. Entre algunos de sus cultores, nombraremos a Cervantes, Fray Luis de León, Quevedo y Gracián.
Al siglo XVIII se lo conoce como normativo del lenguaje. Es más de reflexión que de creación y de una historia fuertemente afrancesada. Se crea la Academia Oficial de Lengua Española.
Los siglos XIX y XX son los del realismo y eclecticismo. El español que hoy hablamos y escribimos es un idioma románico o romance. Tiene su origen en el latín vulgar, de colonos y mercaderes legionarios establecidos en España. Ese latín hablado se convirtió por evolución en diversos dialectos hispánicos, entre los cuales predominó el castellano, declarado lengua oficial en el siglo XIII. La lengua literaria española nació en las Cancillerías de los reyes Fernando III (1230-1252) y Alfonso X (1252-1284). Su base fue el dialecto de Toledo. El primer período de su historia finaliza con la unión de las coronas de Aragón y Castilla. Podemos decir que el castellano se ha extendido en seis siglos a todas las partes del mundo.
En la última versión del Diccionario de la Lengua (22ª-2001) ha adquirido importancia la cantidad de americanismos incorporados. Dos tercios de los artículos registrados en la anterior edición (21ª, 1992), han sido enmendados (55.442, exactamente) y a ellos se han sumado 11.425 nuevas entradas, 24.819 nuevas acepciones y 3.896 formas complejas, con lo que el glosario registra 88.431 voces, llegando los citados americanismos a más de 28.000.

PÁGINA Nº 4

Hiperdiccionario.

Por Arturo Lomello (Santa Fe)

Lo que las palabras pueden significar cuando se escapan de la costumbre.

Academia: Lugar donde se desata una epidemia de erudición
Alteza: Quien se ha encaramado a lo alto con la complicidad permisiva de los demás.
Antropófago: Raza humana que ama tanto a sus semejantes hasta el punto de no poder resistir la tentación de devorarlos.
Bisabuelo: Viejo exagerado que no se conforma con ser abuelo.
Egoísta: Quien no enmascara el aprecio que siente por su conveniencia individual.
Maldad: Es la aptitud para destruir que compartimos todos los humanos...y así nos va.
Necrópolis: Cementerio donde se alojan los ilustrados.
Patológico: Hombre sin recursos patológicos que, sin embargo, razona muy bien.
Ratero: El que siempre dispone de un rato para despojar a los otros.
Sátrapa: Hombre atrapado por la ruindad hasta valer menos que un trapo.
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Rimbaud, ¿pasado o presente?

Por Rodolfo Alonso (Buenos Aires)

Con una intensidad hasta entonces prácticamente desconocida, con una devoradora pasión tan ineludible como fogosa, un violento y deslumbrante cometa cruzó el cielo por entonces opaco de la cultura europea, allá a mediados altos del siglo XIX, precisamente entre 1854 y 1891. Dentro de ese período, que es el de su corta vida, en el brevísimo instante de unos dos o tres años, otros tantos no demasiado voluminosos libros vinieron sin embargo a trastocar en su totalidad, de raíz, de fondo, no sólo el criterio sino también la práctica de la poesía. Acentuando de manera absoluta, hasta sus últimas consecuencias, una tendencia que había reiniciado magistralmente Baudelaire, le tocó a otro poeta francés, un adolescente de provincias, de no más de quince o dieciseis años, de carácter probablemente poco estable y moral nada rígida, nacido seis años después de los graves sucesos de 1848 y tres años antes de que se publicaran Las Flores del Mal, franquear impetuosamente aquellos límites que intentaron confinar a la poesía para devolverle todos sus dones y sus potencias naturales y ocultas.
Más cerca de la experiencia que de la literatura, y por lo tanto más próxima felizmente a convertirse en una evidencia (aquello que Husserl definiría algo más tarde como “la vivencia de la verdad”) antes que en un mero ejercicio retórico, al mismo tiempo esta escritura sin duda revolucionaria pero también tan precisa como inquietante e infinitamente enriquecedora iba a concretarse --tal como comenzaba a hacerlo contemporáneamente Mallarmé--, en la potenciación de un lenguaje a la vez específicamente poético y deslumbradoramente humano.
Aquellas características del cometa (fugacidad, intensidad, perduración) que asumen tanto la vida como la obra de Jean-Arthur Rimbaud, se acentúan aún dentro de lo acotado de su existencia --tan sólo unos treinta y siete años desde su nacimiento en la ardenesa Charleville hasta su fallecimiento el 10 de noviembre de 1891--, donde el momento digamos de incandescencia se concreta en un período, inicial, y mucho más breve. Entre 1871 y 1873 no sólo escribe alguna correspondencia milagrosamente premonitoria y reveladora, entre ella la indeleble Carta del vidente, sino que también echa a navegar El barco ebrio y el soneto a las Vocales, inscribe para siempre en la historia de la gran poesía universal a Las Iluminaciones y retira de imprenta apenas unos pocos ejemplares de Una Temporada en el Infierno. A la vez, con prisa y sin pausa, vertiginosamente, agota los turbulentos días de su propia vida también signada de significación, desde la estruendosa escapada con Verlaine hasta su proximidad con un acontecimiento tan emblemático como la Comuna que nació en 1870 para ser masacrada al año siguiente.
Prometeico y mesiánico, hijo pródigo y padre fundador, capaz de sumergirse en los abismos más bien a la manera de Orfeo que como el Alighieri, niño prodigio y ángel del mal, mientras las más diversas familias ideológicas, espirituales y estéticas siguen tratando de apropiarse infructuosamente de su contagiosa reverberación, quizás me animaría a sostener con humildad pero no sin firmeza que el único astro que guió a ciencia cierta su destino no fue otro que el de la poesía. Pero una poesía que implicaba por supuesto mucho más que una mera actividad literaria.
En el mejor estilo del “poeta maldito” pagó con su propia vida los límites que traspasó pero también, al mismo tiempo, los vislumbres y las certezas que alcanzó. Y quizás el mejor testimonio de su desdén ejemplar por la equívoca “vida literaria” (denominación contradictoria si las hay) se cifra sin duda en su espontáneo llamado a silencio, y en su también voluntario abandono de toda posibilidad de subsistencia digamos convencional. Un abandono que puede ser también huída o entrega, pero un silencio que sin embargo habla estrepitosamente, un silencio que lo dice todo a grandes voces.
Porque otra característica del fenómeno Rimbaud, como en los más sutiles explosivos, fue su capacidad de efecto retardado. Impreso originalmente en 1872, Las Iluminaciones sólo llega al conocimiento público en 1886, pero justamente a tiempo para influir en el desencadenamiento de la revolución simbolista, que para tantos constituye la culminación de la poesía del siglo XIX. Mientras que Una Temporada en el Infierno, que es de 1873, sólo llega a ser divulgada en 1895. Y la más que significativa Carta del vidente, como es sabido dirigida a Paul Demeny en mayo de 1871, el mismo año en que publica sus iniciales Poesías, recién empieza a ser difundida con más amplitud en 1912, justamente a tiempo para fecundar el corazón y el espíritu de los jóvenes que estaban por desencadenar los grandes movimientos llamados de vanguardia que modificaron raigalmente la poesía y el arte a comienzos del siglo XX.
Nunca quizá como en este caso las circunstancias de una vida por demás tormentosa, turbulenta y convulsionada fueron tomados tan en cuenta para calibrar una obra poética. Y, al mismo tiempo, indisolublemente, pero también de algún modo con carácter antípoda, nunca obra poética alguna llegó a alcanzar una repercusión tan virulenta y prodigiosa, capaz no sólo de influir en las concepciones estéticas sino directamente de transformar las personalidades de aquellos a quienes rozaba. Así se explica, por esta dialéctica entre vida y poesía, pero sobre todo por otra dialéctica también interna, orgánica diría, precisamente de esta obra poética y de esta vida en particular, tanto el carácter sintomático cuando no directamente profético o premonitorio con que una y otra, vida y poesía, no pudieron dejar de verse signadas.
Los hechos, los actos, las anécdotas pueden resultar, en cuanto a su interpretación, quizá tanto o más ambiguos que las mismas palabras. Así se llegó a especular en uno u otro sentido, casi siempre contradictorios entre sí, con respecto a los muchos sucesos como dije nada convencionales de su vida. Que si participó en la legendaria rebelión de la Comuna o fue sólo un contemporáneo que la vio indudablemente con simpatía. Que hasta dónde llegó el alcance de sus intimidades con Verlaine o la intensidad de sus relaciones con una mujer abisinia. Que si pidió la extremaunción antes de morir por haberse convertido o simplemente por no atribular todavía más a su crédula hermana. Y así se llegó también hasta a producir aquel resonante escándalo literario que conmovió a París con el fraguado descubrimiento de un inédito suyo, por supuesto fraudulento, que sirvió sin embargo para desenmascarar a ciertos pretendidos especialistas.
Hay ambigüedades que forman parte del lenguaje porque también forman, me animaría a creer, parte indisoluble de nuestra condición humana. Y de esa ambigüedad, para mi gusto prácticamente orgánica, raigal, constitutiva, que bien puede considerarse de algún modo una carencia, hace la poesía no obstante su cantera. De esa incapacidad del lenguaje humano para decirlo todo claramente, que tanto inquietó en nuestra época a un Ludwig Wittgenstein (“Si el signo y lo designado no fueran idénticos en lo tocante a su pleno contenido lógico, entonces debería haber algo todavía más fundamental que la lógica”), la poesía intenta extraer justamente su capacidad para decirlo todo. En la mismísima obra de Rimbaud, un título como el de Las Iluminaciones, al cual es prácticamente imposible no otorgar un sentido visionario, cuando no místico y hasta en cierto modo heráldico, fue sin embargo subtitulado por su propio autor, en inglés, como Painted plates, lo cual amenaza reducirlas sin más a meras ilustraciones.
Lo que también resulta singular, en la vida de Rimbaud, es la forma directamente irradiante con que las circunstancias concretas de su existencia se entretejen misteriosamente con los acontecimientos digamos históricos y, a la vez, de qué forma también sus propios textos se enhebran con su vida y con su tiempo, e inclusive se adelantan a épocas posteriores. De tal forma que una y otras (vida, época, poesía) se nos van presentando con diversas facetas de acuerdo con la forma en que las percibamos relacionadas entre sí. Es decir que, a la natural ambigüedad como intuimos congénita del lenguaje humano, de la cual justamente la escritura de Rimbaud vino a extraer una de sus vertientes más hondas y fecundas, se le agrega la inevitable disparidad de nuestra percepción individual y de nuestros enfoques, de nuestros ineludibles y felizmente diversos puntos de vista ideológicos, espirituales y/o estéticos.
No ha de ser entonces responsabilidad de una poesía como la de Rimbaud, quien fue capaz de llamarse a sí mismo a silencio, demostrar qué vígencia tiene aún hoy, después de más de cien años de su muerte. Por el contrario, es un problema nuestro, es un grave problema de nuestra civilización y de nuestra cultura y, dentro de ella, muy especialmente de quienes nos creemos destinados a la poesía, demostrar si su ejemplo y su palabra tienen todavía hoy una vida útil y una digna descendencia. Es en nosotros donde se decide si la de Rimbaud es hoy una lengua viva o una lengua muerta.
Porque es aquí y ahora, en este nuevo siglo donde la humanidad prácticamente entera parece haber sido compulsiva o seductoramente impulsada a preferir el tener o el parecer antes que el ser y hasta el hacer, es en medio de esta anomia que quieren presagiarnos posmoderna y que parece quitar todo sentido no sólo a la pasión sino directamente al apasionamiento, donde la rabiosa sed de belleza del adolescente Rimbaud, que supo decir que “Es necesario ser absolutamente moderno”, puede volver a resultarnos fecunda y favorable. Al menos, como contraveneno y como antídoto.
Porque si se trata de un auténtico clásico, en el sentido que me permito asignar a dicho término, es decir alguien capaz de darnos vida, de traernos vida, de seguir siendo fértil en nosotros, no siento que podamos pensar a Rimbaud sino como un acicate y como impulso. Aquel que supo anunciarnos la llegada del “tiempo de los ASESINOS” pero también que vendrían en su estela “otros horribles trabajadores”, aquel que imaginó el primero al poeta como “encargado de la Humanidad” pero que supo percibir al mismo tiempo que “Yo es Otro”, aquel que pudo predecir las más modernas barbaries y al mismo tiempo plantearnos como evidencia concreta la nostalgia de las barbaries inocentes, contra toda opacidad, contra manipulación, desde el ejemplo de su poesía y de su entrega, precisamente porque “Toda luna es atroz y todo sol amargo”, ha de seguir incitándonos a “cambiar la vida”.

PÁGINA Nº 5 – NUESTROS POETAS

Infancia en la Plaza España.

Un grupo de niños sin patria, duerme
a la intemperie.
Sus alforjas figuradas son sacos rotos de
afectos y miradas.
Sus vidas son manchas inciertas de
una sociedad dormida e injusta.
Deambulan en la noche como sombras
del día, trémulo en cada uno de ellos.
Valoran como los valoran y allí no
sobra para la yapa.
Acunan en su piel, el frío y el hambre
como únicas presencias.
Son la sobra del mundo no lejano, del
nuestro, del cada día.
Y mueren sin saberse si murieron o
emigraron como pájaros.
Los que quedan ocupan la plaza o
lo que sea, clamando.
Su violencia, desmesurada, es un modo
de clamar de su vacío.

Oscar A. Agú (Santa Fe)

Chicos diferentes.

Una formación geométrica en movimiento
y mi hijo estaba en el grupo de las banderas
pero tuvo problemas con su bandera
(qué bueno aquello de que Jesús, como ellos,
se animó a ser diferente)
El se quedó plantado en el patio
y mientras todos los demás proseguían en movimiento,
trataba de arreglar su bandera
ajeno al número gimnástico.
Yo estaba desde un sitio alto con sus hermanas
yo me reía mucho, ellas no sabían porqué,
me miraban reír y reír
y miraban a su hermano deshaciendo todo el acto
parado allí en medio del patio,
absorbido por su problemática bandera
que se negaba a desplegarse.
Yo me reía mucho, primero
sin saber porqué, luego, al saberlo
me reía más, porque yo era así
capaz de obsesionarme y romper todo el movimiento,
cerrarme en un asunto menor.
y me reía también porque acababa de descubrir
que me importaba un corno la formación perfecta
y estaba feliz porque mi hijo había corrido como nunca.
Es cierto yo me reía de mí mismo
mientras todos los chicos giraban y se movían
yo era como él un caso perdido
y en ese momento, además, reía para atenuar
la soberbia, y un poco para festejar la esperanza
de creerme un caso diferente
como mi hijo y sus compañeros,
no un clón aislado en el espacio esterilizado
un verdadero caso, un caso para amar.

Roberto Malatesta (Santa Fe)

Los que saben.

Los hombres saben de este cuerpo.
Saben de una piel
parecida a los muelles de noche,
a los faroles,
a los pesqueros detenidos
en mitad de la neblina.

Los hombres han cubierto de sal
este pecho agobiado de enredaderas.
Han lamido la penumbra del resuello
y la voluntad del daño.

Y tengo las palomas enmohecidas,
los columpios aturdidos,
las ventanas cerradas de par en par
hasta las serpentinas de los carnavales olvidados.

Este cuerpo
regala por las calles sahumerios de dolor,
dedos de dinero,
rostros crucificados
sobre camas fluorescentes,
repetidas como la electricidad
a la hora de las lunas,
como los tambores a la hora del cadalso
y de los pies en el aire.

Los hombres saben de este cuerpo.
Saben de una saliva desollada,
de unos dientes que mastican paredes amarillas,
escombros de nácar,
perlas de viejos orines
que no quise conocer en cada boca.

Vuelven a él
como vuelven los barcos a las playas.
Así,
buscando arenas insaciables,
con una sed permanente.
Vuelven a él acariciando espejos,
gotas de peces que boquean,
musgos que braman las puertas y las espaldas.

Los hombres saben de este cuerpo.
saben también del pan
que perdí bajo los árboles.

Miguel Ángel Gavilán (Santa Fe)

Después de la tristeza.

No sé si a usted le pasa
que, a veces, son las diez en cada ausencia
y hay un poco de vino que ha sobrado
y un silencio de pan sobre la mesa,
que los niños ya duermen, que es de noche,
que no es lícito el sueño
y ella…
y ella
pone a punto el amor para mañana,
restaura la paciencia,
y usted se siente solo como un médano
y le duele la espalda y hace cuentas:
le resta un día al mes, pero no sabe
cuál es la diferencia;
multiplica la vida a rajatabla
y suma algunos pliegues en los párpados
sin notarlo siquiera;
se lleva una nostalgia
por las dudas,
porque no siempre
dos
es un buen número
después de la tristeza.
Pero algo no está bien, tal vez un cero
aburrido de estar tan a la izquierda
y usted revisa todas las columnas
guarismo por guarismo,
detalle por detalle
y el balance no cierra.
Es, quizás, que los niños han crecido
y tuercen gravemente el entrecejo
y dicen cosas serias,
o es que ella no es la misma del sí quiero,
de la luna en los ojos,
de las dulces primicias
y ha perdido algo más que la silueta.
No sé si a usted le pasa, pero a veces
la noche es un resumen,
una síntesis lenta,
sobre todo si hay dos o tres jazmines
en el rincón más tibio de la casa
que se mueren de pena
y una música blanda lo conmueve
y ella dice
qué largos son los días
pero usted
no contesta.

Ariel Giacardi (Santa Fe)

Continuidad de los mares.

a mi madre, quieta en un cementerio de llanura.

Mienten los que dicen
que una pared te guarda para siempre
indiferente al sol y a los inviernos que temías.

Miran el mar tus ojos en los míos
y es otra vez verano en esta orilla.

Las olas te pronuncian
y repiten los hijos el asombro
cuando me abría al mundo de tu mano.

Julio Luis Gómez (Santa Fe)


PÁGINA Nº 6

Doña Paula, la india.

Por Jorge Isaías (Rosario-Santa Fe)

La mujer morena, de pelo encanecido, vestida con viejas ropas, evidentemente regaladas, pasaba todas las tardes por la esquina donde la barrita de chicos imaginaba los juegos, porque esa es la única opción que tiene la infancia sin juguetes, la infancia de la simple pobreza.
Iba con un gesto adusto, descalza, altiva, sin mirar a nadie, clavada la vista de sus ojos oscuros hacia el final de la calle que, a pocas cuadras, remataba en unos maizales verdosos y altos.
Volvía, al rato largo, con un hato de arpillera cargado de pequeñas ramas secas, combustible para su fogón, que recogía en el campo. Ramitas que amputarían las tormentas a los árboles que algún previsor había plantado a la orilla de los alambrados. Árboles que visitaban sólo los pájaros y los niños traviesos en sus tropelías diarias y que hoy ha talado una mano asesina.
No saludaba a nadie. Iba con su orgullo a cuestas, un orgullo resentido y algo agresivo. Era una morena y los pómulos altos, los ojitos pequeños, negros y su poca estatura, le habían ganado un mote o un apodo que tal vez fuera su origen auténtico. A sus espaldas, siempre, la llamaban “la india”, aunque no conocí a nadie que lo dijera en su presencia y nosotros, intimidados por su aspecto, jamás nos atrevíamos siquiera a musitarlo cuando la teníamos cerca. La saludábamos con respeto: “Adiós doña Paula” o “¿Cómo le va, doña Paula?”, como nos habían enseñado nuestras madres. Ella apenas si nos tenía en cuenta, no contestaba nuestros saludos, pero, a veces, condescendía a dirigirnos una mirada que no dejaba de ser dura ya que éramos, al fin de cuenta, niños, y tal vez devolvía nuestro saludo con una levísima inclinación de cabeza, tan imperceptible que, si no estábamos atentos, no llegábamos a percatarnos.
Vivía, en ese tiempo, con un hombre manso y moreno, de grandes bigotes canosos, de labios muy gruesos, que tenía no sé qué enfermedad en las manos donde le aparecían llagas o eczemas la mayor parte del año y que respondía al nombre de Ramón Bazán. Ocupaban una casita precaria que les había cedido la comuna, en el barrio “del Vasco Amaro”, como se lo llamaba porque allí vivía dicho personaje con sus hijos numerosos y sus perros innumerables que entrenaba para la caza de liebres y perdices. Ese barrio que había sido en décadas pasadas el barrio de los prostíbulos, cuya mala fama arrastraba aún veinte años después de haberlos clausurado.
El hombre. a quien todos los chicos llamábamos “Don Bazán”, tenía su pequeño negocio, que no era otro que la propiedad de un banquito, tres cajas de zapatos con golosinas no muy surtidas y una silla tijera. Cuando vislumbraba algún acontecimiento que juntara mucha gente, se instalaba. Los chicos éramos sus clientes casi exclusivos. No era raro entonces verlo en el gran portón de la cancha del Club Huracán, donde la gente entraba para ver ganar a su equipo y él estaba allí mientras durara el partido y los asistentes. Un día sumó una oferta más a su pequeño negocio y no eran sino una empanadas criollas y unas crocantes tortas fritas. No tuvo mejor idea que intentar convencer a los remisos con esta aclaración:
-Llevá tranquilo, pibe, las hizo mi señora…
No vendió ninguna.
Doña Paula no era justamente un dechado de prolijidad e higiene personas, así que tuvo que volverse con su canastito de mimbre a cuestas, repleto de lo que él suponía un manjar, y tal vez lo fuera.
Un día, de improviso, sin tener noticias previas, en el pueblo apareció un hijo de doña Paula, el inefable “Pirimpi” que trasiega, desde aquellos lejanos años, las calles solitarias del pueblo, que antes eran de polvo y mariposas y ahora son de asfalto y arbolitos raquíticos. Pero “Pirimpi” sigue igual, yendo y viniendo de un lado a otro, repartiendo volantes cuando hay actos importantes, haciendo como que cuida autos en algún acontecimiento social. Así se gana las monedas que nunca gasta en alcohol, sólo en comida, ya que la ropa la recibe de regalo porque la gente le da aquello que ya no usa. Es un loco absolutamente manso al que, de vez en cuando, un chistoso lo invita a pasar por el boliche y le da alguna bebida de fuerte graduación alcohólica. Entonces se queda tendido en la vereda hasta que es auxiliado.
Cuando cayó por el pueblo y nosotros lo rodeábamos con nuestras pullas él intentaba reaccionar, pero había una forma implacable para volverlo a su lugar de víctima.
-Mirá que le cuento a tu mamá, ¿eh?
-No, a mi mamá no- imploraba.
Daba pena verlo, moreno, calvo, indefenso, mostrando un miedo visceral al castigo materno, siendo ya todo un hombre. En edad, al menos.
Con el que, al parecer, no se llevaba muy bien era con su padrastro, el pobre Bazán, quién a veces aparecía con los ojos amoratados y, cuando se le inquiría la razón de los golpes, invariablemente decía:
-Es que se retobó el chico…
“El chico” no era otro que “Pirimpi” que, por ese tiempo, tendría más de treinta años.
“Pirimpi” fue un indocumentado hasta hace poco. Mi hermano pudo, a duras penas, sonsacarle el nombre de la provincia donde había nacido y, aproximadamente, los años que él decía tener. Cuando tuvo esos precarios datos y logró conseguir la partida de nacimiento, le regaló un saco, una camisa. una corbata y lo llevó a sacarse la foto, le hizo hacer el documento pero no se lo dio para que no lo perdiera.
De vez en cuando pasa por el Juzgado y le dice a mi hermano.
-Juez, ¿me deja ver mi libretita? Y él mira su foto, feliz. Es probable que sea la única foto que le tomaron en su vida. “La libretita” es el documento nacional de identidad, donde dice que él se llama Pedro Quiroga y que existe, que nació hace setenta y ocho años en un pueblo de la provincia de Córdoba y que es argentino, como tantos de nosotros. Aunque de todo esto él no se entere, ya que es analfabeto. Entonces, le devuelve el documento y se va feliz. Mi hermano no guarda en un cajón del escritorio hasta su próxima visita.
Va entonces hasta el club, se sienta en una mesa y cuando “Pichirica”, el mozo buenazo, le pregunta, medio en broma, qué se va a servir, él, ufano, pide:
-Un café con leche y un sanguche…
-¿Tenés con qué pagar?
-Anóteselo al juez- responde.
Cuando no es así, jamás molesta. Se sienta en la silla vacía más lejana o en el vano de la ventana, que es muy baja, y se deja estar, mirando todo, haciendo que mira todo, con esa mirada perdida. Muchas veces me pregunté qué pasará –si algo pasa- por esa cabeza llena de niebla. Saluda a todos los que lo saludan con afecto porque es parte indisoluble del pueblo. Cuando se cansa se va hasta la casa de Nicolita Corso, quien le presta un catre para dormir.
Hoy, tanto Bazán como doña Paula han muerto. Pero cerraré estas anotaciones melancólicas con una anécdota que la tiene como protagonista.
Un atardecer en que volvía por el medio de la calle –nunca se la vio caminar una vereda, ni aún en días de lluvia- con su hatillo de ramas secas, uno de nosotros, Carlitos Aguirre, a quien hoy llaman “El Cholo”, le gritó:
- ¡India!
Sonó el grito como un latigazo inesperado y rebotó en la quietud última de la tarde, en el mero crepúsculo. La reacción no se hizo esperar.
Doña Paula se agachó, dejó en el suelo sus ramas secas y, cuando se incorporó, ya tenía en la mano un inmenso cascote de tierra dura, hizo cuatro trancos increíbles para su edad, lo corrió y, sin apuntar, hizo centro en su espalda. A nosotros nos sonó como el ruido sobre un gran cuero seco y lo sentimos en nuestros cuerpos, sordamente doloroso.
Luego, como si nada, volvió sobre sus pasos, alzó el atadito de ramas que rodeaba su infaltable arpillera, y siguió su camino, como si nada hubiera pasado, sin dirigirnos siquiera una mirada de reprobación.
Se fue achicando de a poco hacia el final de la calle y, como iba hacia el sol que moría, éste se fue deteniendo en el ruedo de su pollera oscura y le fue encendiendo en reflejos dorados el pelo.

PÁGINA Nº 7

El señor de la noche.

Por Amanda Pedrozo (Paraguay)

Rosalí estuvo todos esos días pensativa. Miraba desde su sillón de mimbre a su nieta que cantaba, perdida en un sueño repetido, donde se le aparecía el amante nocturno con su olor a monte y misterio, destapándola despacito para ir hundiéndose después con fuerza en su cuerpo, sin decir una sola palabra. La nieta Atilana había cambiado desde entonces. Ella, la tristona, estaba loca de contento. Ella, la que no paraba de contar sus penas, callaba tercamente ahora, pero en vano: se le notaba a la legua que andaba en amores...
El tronco como desnudo de la nieta, los pasos que no se oían al borde de la cama, sino más lejos y como afuera bajo los mangos, el olor a sobaco húmedo que quedaba pegado hasta en las paredes de tacuara y barro colorado después de que el amado intruso hurgara bajo el camisón de bombasí rosado de Atilana, sin que ésta hiciera nada, salvo exhalar su olor nuevo para juntarlo con el otro aroma casi desvanecedor, fueron haciendo el injusto milagro de rejuvenecer a la anciana sin lograr traerla devuelta de su carne machucada sin remedio.
De día, no podía dormir. Quería apropiarse con los ojos de Atilana. A veces le dolían las arrugas cuando con su escasa vista percibía un arañazo en los hombros carnosos de la muchacha o un moretón azulado en el cuello. De noche, tampoco podía, porque esperaba con los ojos prendidos en la oscuridad el andar extraño que no se podía oír, sino sentir solamente. Se había llegado a comer un poco de tabaco que él, en su silenciosa puntualidad nocturna, dejó tirado en el borde del catre.
A Rosalí le sirvió la pequeña sustancia marrón para el día entero. Se la pasó mascando de a puchitos, hasta que tuvo que resignarse a tragarse con la saliva terrosa el último resto de sueño que le quedaba. Después se quedó pensativa en el sillón de mimbre, fraguando la felicidad, el colmo, el desespero amoroso.
Esa noche iba a concretar la locura. Ni pudo tragarse el guiso de pájaros que Atilana preparó casi sin darse cuenta. La muchacha así venía haciendo todas las cosas en los últimos días, desde que empezó a florecer en la humedad de la noche. Así que Rosalí enredó tanto las cosas, inventó las mil y una, y entre vuelta y vuelta de cuentos que iba soltando a la nieta, ésta no pudo rechazar un vasito de guaripola. A un vasito siguió otro, y finalmente Atilana terminó durmiendo en la cama de su abuela, y ésta se tumbó en el catre de la muchacha, envuelta en el camisón rosado de bombasí que olía a una flor y a un cielo cargado de lluvia.
Llegada la medianoche, Rosalí tenía el cuerpo dispuesto, aunque el cuerpo no hacía honor a su arrebato. Primero, en la noche, se sintió una alteración de gallinas desde la esquina del tatakua. Después, el viento pareció detenerse sobre la puerta y Rosalí sintió con el olfato que él, el amado silencioso, ya estaba allí, que la tocaba casi, que lo tenía encima, hurgándole el camisón rosado de bombasí con una violencia increíble, que la arrojó sobre sí misma y la replegó con su sorpresa y locura. En el centro mismo de un relámpago, tuvo todas las certezas en un solo instante.
Lo vio, más fuerza que cuerpo, más negro que el más oscuro de los pecados, más húmedo que la respiración del abuelo cuando el asma lo sumía en la demencia. Puro pelos y ojos encendidos, el amado sustraído por una noche, el apenas entrevisto, silbó una sola vez, y la estranguló. Dijeron al día siguiente los otros nietos, que el Señor de la Noche, aquel cuya nombre en guaraní no debía ser jamás pronunciado, había estado en la casa, y que había matado a Rosalí para violar a Atilana, que empezó a vagar su delirio incurable desde ese momento y para siempre, bajo los mangos frondosos y la dudosa soledad del tatakua.

PÁGINA Nº 8

La poética de Rilke en sus propios textos.

Por Oscar Portela (Corrientes)

Si sólo en imágenes habita el hombre, en el espíritu, que ata al hombre a la totalidad, se hallará también lo salvador. La mirada del poeta deberá ser de tal modo que pudiera ver aun en lo terrible y en apariencia sólo repulsivo lo que Es, y que también tiene importancia con todo el resto de lo existente. "Así como no se admite elección alguna, tampoco se permite al creador que se aparte de ningún ser existente: un solo rechazo —afirma R. M. Rilke, y es menester escucharlo sobre todo hoy—, en cualquier momento lo arroja del estado de gracia, y lo convierte irremediablemente en pecador (Cartas a Cézanne) y también enfatiza: "Acostarse con un leproso y compartir con él todo el calor de uno mismo hasta la calidez del corazón en las noches de amor: es necesario que eso haya sucedido alguna vez en la vida de un artista como superación hacia una nueva beatitud".
Esta beatitud es una nueva manera de comunión entre hombre y mundo, no un relegarse místico en las entrañas de un absoluto allende el habla y las apariencias. "Ah", canta ditirámbicamente Rilke, "nosotros contamos los años, y hacemos divisiones aquí y allá; acabamos y comenzamos y vacilamos entre lo uno y lo otro. Pero hasta qué punto es uno todo lo que nos sucede, cuánta relación hay entre una cosa y otra; surge y crece, y va hacia sí misma, y nosotros en el fondo sólo tenemos que estar aquí, pero simplemente, pero con empeño, como la tierra que consiente las estaciones, clara y oscura, y totalmente inserta en el espacio, no anhelando descansar sino en la red de los influjos y fuerzas en que las estrellas se sienten seguras" (Cartas a Cézanne).
Y así llegamos a ver en la muerte no la duplicidad ontológica que mancha todo ente y la percepción de todo lo real, sino "el lado de la vida que no se halla vuelto hacia nosotros y que nosotros no iluminamos"; es preciso —insiste Rilke en una carta al conde von Hulewicsz—, que tratemos de realizar la mayor conciencia de nuestro existir, que se halla en los dos ilimitados dominios y se nutre inagotablemente de ambos. La verdadera forma de la vida, y la sangre del más amplio circuito, corre a través de ambos; no hay un más acá ni un más allá, sino la gran unidad, en la cual los seres que nos rebasan, los "ángeles", encuéntranse en su morada. Y ahora, la posibilidad del problema del amor en este mundo, ampliado así por su más importante mitad, total al fin y a salvo".
En otra parte concluye Rilke esta afirmación: "Fortalecer la confianza en la muerte desde las más hondas alegrías y magnificencias de la vida y a la misma muerte, que nunca fue algo extraño, y ajena, hacerla de nuevo como a la callada cosavedora de todo lo que vive, más reconocible y palpable" (Epistolario español). Y ya en el vislumbre de la total unidad donde todo instante conlleva en sí la impronta de lo eterno porque pertenece a la totalidad del Ser, Rilke escribe: "Este ligero estar ahí de un hombre, de un viviente, sobre la cara de la muerte, es como el hechizo de aquel poema griego en que dos amantes intercambian sus vestidos, y así confundidos y trasmutados se abrazan cada uno en la envoltura y en el calor del otro". (Epistolario español).
Suprimidos los dualismos de la diferencia ontológica, preparados para recibir a los muertos que viven en nosotros, podemos también advertir: "tensa y animosa, sin prisa, la estrella cayendo a través del espacio de la noche, era como si cayera al mismo tiempo a través de mi interior", y en otra parte escribe también: "la llamada de un pájaro, sobre la cual yo tuve que cerrar los ojos, son simultáneamente en mí y fuera de mí como en un espacio único e indiferenciado"... Al fin, encontramos el alma de Orfeo, padre del poema, origen de lo invisible que se encarna y rehuye eternamente lo visible. Él es el Dios de la transformación y su canto (el canto del poeta) es la reunión de todo lo que Es.
Por eso pudo Rilke escribir en los Sonetos orfeos: "Canto es existencia". El canto es la fuerza pura que atrae todo ente en pos de sí, hasta la noche del desamparo sagrado; así lo afirma Heidegger cuando dice: "El canto ni siquiera necesita imitar lo que hay que decir". El canto es el pertenecer al todo de la recepción pura. El cantor es atraído por la corriente del viento del inaudito medio de la naturaleza plena. El canto es él mismo: "Un viento" (Sendas perdidas, trad. Rovira Armengol).
Rilke es, en este sentido, el único poeta órfico de nuestra edad. Orfeo representa la necesidad de que todas las cosas desaparezcan: "¿No es demasiado si el vaso de rosas a veces sobrevive? / ¡Oh! ¿Cómo no comprenden que le es preciso desaparecer?" (V. S. de Orfeo). Mas, "por encima del cambio y del movimiento / más vasto y más libre / perdura aún tu preludio. Dios que empuñas la lira".
El ángel donde se opera la transformación de lo visible en invisible es vástago del Dios de la lira, que fundió en su canto redentor los reinos de Dionisos y Apolo; lo invisible e inmensurable y el ámbito mesurable, que hace al aparecer de cada ente en su ser. La lira de Orfeo es la música del Dios que hace mover los mundos; el canto es la ley más profunda de todo lo que existe. Orfeo es, de este modo, el poeta de lo abierto en donde el divorcio contra todo lo que es queda superado en la "reminiscencia inversora" donde la muerte es: "'La ley ("gesetz"), así como la sierra ("gerbirge") es la unión de las montañas ("berge") es el conjunto de su estructura" (Heidegger, Sendas perdidas).
No puede dejarse de lado la afirmación de Blanchot de que Orfeo convierte el movimiento de morir en movimiento infinito y posibilidad infinita de seguir muriendo en el interior de lo que es, por lo cual se regresa eternamente desde el no ser al ser.
Por fin el hombre se ha convertido en pastor y guardián del ser contra el elaborar objético y su medida; la caducidad de todo ente y de todo el mundo sujeto a la representación y a la conjunción de lo "realizable del elaborar y lo objético del mundo". (Heidegger).
"Para nosotros", dice Rilke, "es grande ser flor". Su itinerario se remonta constantemente a las faldas del monte Kaukaión. Como Orfeo, Rilke va en busca del amor (Eros es más antiguo que cualquier otra divinidad) y por él cruzó de lo visible a lo invisible: "Tal como somos nosotros, los fugitivos, pasamos sin embargo por entre las fuerzas perdurables para cumplir un cometido divino"; también para salvar al todo de la noche del mundo (el corto día de la técnica) acudió a la revelación de la palabra poética que es cura por la luz: Orfeo o Arpha: de "aquel que cura por la luz" (Edouard Schure); hablar así es ya una transparencia gloriosa, dice Blanchot en El espacio literario.
Como Orfeo, Rílke se convirtió en su propio canto, haciendo de la naturaleza la trascendencia misma, la unión de todas las cosas en el país de los hiperbóreos y el camino que conduce al templo de Delfos: "Almendros en flor, la única tarea que podemos realizar aquí es la de / reconocernos, sin el menor resto de duda / en la manifestación de lo terrenal" (Epistolario español).
A partir de Holderlin, de Rilke, de Nietzsche, es posible pensar hoy el significado de esta frase: "No hay nada nuevo bajo el sol sino lo antiguo en el inagotable poder de metamorfosis de lo inicial...". "La historia es acontecer (advenimiento) (ankuft) de aquello que no ha dejado de ser, y nada sino esto viene a nosotros" (Heidegger, Principios del pensamiento).
Sólo por ello podemos nosotros cantar con Rilke en medio del corto día de la técnica: "La existencia aún reserva encantos; en cien lugares está todavía en sus comienzos / un juego de fuerzas puras / y a las cuales nadie toca a menos que se arrodille y venere" (XX, S. a Orfeo).
La veneración del poeta sólo se dice celebrando; la celebración del poeta es el fundamento de un originario acordar, tomar medida de lo que es (el ente), la celebración es el cofundamento que recibe el mundo en cuanto tal y su correspondiente hábitat; la celebración es el corresponder del hombre a la libertad como fundamento; es el libre claro de lo abierto en donde luz y sombra juguetean libremente recreando de este modo, eternamente, el mito y la génesis del poetizar y devolviendo al hombre, el cetro de una nobleza verdadera: el antiguo poder de desaparecer para que lo invisible y lo visible, el tiempo y la eternidad, se funden en la belleza de una rosa. La misma, por supuesto, del epitafio de Rainer María Rilke, por todos conocido.

PÁGINA Nº 9 – PÁGINAS MEMORABLES

Luis Cernuda.
Nace en 1902 en Sevilla y muere en México en 1963. Alumno de Pedro Salinas, sus principales influencias proceden de autores románticos: Keats, Hölderling, Bécquer... Soledad, dolor, sensibilidad... son notas características de su personalidad. Posee un estilo muy personal, alejado de las modas. Los temas más habituales son la soledad, el deseo de un mundo habitable y, sobre todo, el amor (exaltado o insatisfecho). Reúne sus libros bajo un mismo título: La realidad y el deseo. Esta obra está formada por Perfil del aire, 1924; Égloga, elegía y oda, 1927; Un río, un amor, 1929; Los placeres prohibidos, 1931; Donde habite el olvido, 1932; Invocaciones a las gracias del mundo, 1934; Desolación de la quimera, 1956. En prosa escribe Ocnos y Variaciones sobre tema mexicano.

Quisiera estar solo en el sur.

Quizá mis lentos ojos no verán más el sur
de ligeros paisajes dormidos en el aire,
con cuerpos a la sombra de ramas como flores
o huyendo en un galope de caballos furiosos.
El sur es un desierto que llora mientras canta,
y esa voz no se extingue como pájaro muerto;
hacia el mar encamina sus deseos amargos
abriendo un eco débil que vive lentamente.
En el sur tan distante quiero estar confundido.
La lluvia allí no es más que una rosa entreabierta;
su niebla misma ríe, risa blanca en el viento.
Su oscuridad, su luz son bellezas iguales.

No decía palabras.

No decía palabras,
acercaba tan sólo un cuerpo interrogante,
porque ignoraba que el deseo es una pregunta
cuya respuesta no existe,
una hoja cuya rama no existe,
un mundo cuyo cielo no existe.

La angustia se abre paso entre los huesos,
remonta por las venas
hasta abrirse en la piel,
surtidores de sueño
hechos carne en interrogación vuelta a las nubes.

Un roce al paso,
una mirada fugaz entre las sombras,
bastan para que el cuerpo se abra en dos,
ávido de recibir en sí mismo
otro cuerpo que sueñe;
mitad y mitad, sueño y sueño, carne y carne,
iguales en figura, iguales en amor, iguales en deseo.
Auque sólo sea una esperanza
porque el deseo es pregunta cuya respuesta nadie sabe.

Te quiero.

Te lo he dicho con el viento,
jugueteando como animalillo en la arena.
O iracundo como órgano tempestuoso.
Te lo he dicho con el sol,
que dora cuerpos juveniles
y sonríe en todas las cosas inocentes.
Te lo he dicho con las nubes,
frentes melancólicas que sostienen el cielo,
tristezas fugitivas.
Te lo he dicho con las plantas,
leves criaturas transparentes
que se cubren de rubor repentino.
Te lo he dicho con el agua,
vida luminosa que vela en un fondo de sombra;
te lo he dicho con el miedo,
te lo he dicho con la alegría,
con el hastío, con las terribles palabras.
Pero así no me basta:
más allá de la vida,
quiero decírtelo con la muerte;
más allá del amor,
quiero decírtelo con el olvido.

Donde habite el olvido.

Donde habite el olvido,
En los vastos jardines sin aurora;
Donde yo sólo sea
Memoria de una piedra sepultada entre ortigas
Sobre la cual el viento escapa a sus insomnios.
Donde mi nombre deje
Al cuerpo que designa en brazos de los siglos,
Donde el deseo no exista.
En esa gran región donde el amor, ángel terrible,
No esconda como acero
En mi pecho su ala,
Sonriendo lleno de gracia aérea mientras crece el tormento.
Allí donde termine este afán que exige un dueño a imagen suya,
Sometiendo a otra vida su vida,
Sin más horizonte que otros ojos frente a frente.
Donde penas y dichas no sean más que nombres,
Cielo y tierra nativos en torno de un recuerdo;
Donde al fin quede libre sin saberlo yo mismo,
Disuelto en niebla, ausencia,
Ausencia leve como carne de niño.
Allá, allá lejos;
Donde habite el olvido.

Sombra de mí.

Bien sé yo que esta imagen
Fija siempre en la mente
No eres tú, sino sombra
Del amor que en mí existe
Antes que el tiempo acabe.
Mi amor así visible me pareces,
Por mí dotado de esa gracia misma
Que me hace sufrir, llorar, desesperarme
De todo a veces, mientras otras
Me levanta hasta el cielo en nuestra vida,
Sintiendo las dulzuras que se guardan
Sólo a los elegidos tras el mundo.
Y aunque conozco eso, luego pienso
Que sin ti, sin el raro
Pretexto que me diste,
Mi amor, que afuera está con su ternura,
Allá dentro de mí hoy seguiría
Dormido todavía y a la espera
De alguien que, a su llamada,
Le hiciera al fin latir gozosamente.
Entonces te doy gracias y te digo:
Para esto vine al mundo, y a esperarte;
Para vivir por ti, como tú vives
Por mí, aunque no lo sepas,
Por este amor tan hondo que te tengo.

Peregrino.

¿Volver?
Vuelva el que tenga,
Tras largos años, tras un largo viaje,
Cansancio del camino y la codicia
De su tierra, su casa, sus amigos,
Del amor que al regreso fiel le espere.
Mas, ¿tú? ¿Volver?
Regresar no piensas,
Sino seguir libre adelante,
Disponible por siempre, mozo o viejo,
Sin hijo que te busque, como a Ulises,
Sin Ítaca que aguarde y sin Penélope.
Sigue, sigue adelante y no regreses,
Fiel hasta el fin del camino y tu vida,
No eches de menos un destino más fácil,
Tus pies sobre la tierra antes no hollada,
Tus ojos frente a lo antes nunca visto

Despedida.

Muchachos
Que nunca fuisteis compañeros de mi vida,
Adiós.
Muchachos
Que no seréis nunca compañeros de mi vida,
Adiós.

El tiempo de una vida nos separa
Infranqueable:
A un lado la juventud libre y risueña;
A otro la vejez humillante e inhóspita.

De joven no sabía
Ver la hermosura, codiciarla, poseerla;
De viejo la he aprendido
y veo a la hermosura, mas la codicio inútilmente

Mano de viejo mancha
El cuerpo juvenil si intenta acariciarlo.
Con solitaria dignidad el viejo debe
Pasar de largo junto a la tentación tardía.

Frescos y codiciables son los labios besados,
Labios nunca besados más codiciables y frescos aparecen.
¿Qué remedio, amigos? ¿Qué remedio?
Bien lo sé: no lo hay.

Qué dulce hubiera sido
En vuestra compañía vivir un tiempo:
Bañarse juntos en aguas de una playa caliente,
Compartir bebida y alimento en una mesa.
Sonreír, conversar, pasearse
Mirando cerca, en vuestros ojos, esa luz y esa música.

Seguid, seguid así, tan descuidadamente,
Atrayendo al amor, atrayendo al deseo.
No cuidéis de la herida que la hermosura vuestra y vuestra gracia abren
En este transeúnte inmune en apariencia a ellas.

Adiós, adiós, manojos de gracias y donaires.
Que yo pronto he de irme, confiado,
Adonde, anudado el roto hilo, diga y haga
Lo que aquí falta, lo que a tiempo decir y hacer aquí no supe.

Adiós, adiós, compañeros imposibles.
Que ya tan sólo aprendo
A morir, deseando
Veros de nuevo, hermosos igualmente
En alguna otra vida.

PÁGINA Nº 10 Y PÁGINA Nº 11 – RESEÑAS DE LIBROS

A pesar de todo – Sergio Bartés – Fondo Editorial ASDE, 2005 – 58 ps.

Sostiene George Steiner que la literatura y las artes son los testigos perceptibles de la libertad de llegar a ser. Gracias a ellas, el hombre deja, entiendo yo, su perennidad sostenida de vagabundo desalentado para reencontrarse con aquello que lo hace verdaderamente humano: su esencia, su mismidad.
La poesía como camino ingobernable hacia la pausa, como trayecto incandescente de silencio, se convierte en la celebración del acto de vivir. El poema es la fiesta donde se celebra la vida.
A pesar de todo, de Sergio Bartés, constituye una larga meditación sobre el existir y la existencia. Como un arrullo suave, la voz del poeta se deja oír en varios textos que, juntos, aproximan al rito.
El poeta dice: “Hay lágrimas caídas / en el canto roto / de la ausencia”, o confiesa “ (confesándole a otro) “…ambos sabemos / que uno de nosotros / no existe”, o asegura “El dolor es de nadie”.
Un gran “yo” inaugura la primera persona de lo desolado y recoge esa voz patética el grito de una soledad que no acaba: “En el centro / del resplandor / yo espero”
Poemas cortos, casi reflexiones que inician el vuelo hacia la derrota o el triunfo; apenas frases deflecadas en un enunciar el existir como si doliera: “pero hay regiones que aún respiran / y yo sigo existiendo”
Porque para Bartés existir es el privilegio de la palabra. Existiendo se prolongan los silencios interrumpidos por el verbo, se vuelve a ser desde la gestualidad sonora que nos convoca.
Complace y alegra que el nuevo libro de un poeta austero, lleno de vértigo y de fuerza, se nos instale en la palma de los ojos como un regalo. Y que sea el gesto vivo del poema el elegido para esta aventura.
Así como en la lluvia cada gota se une a las demás para dibujar la tormenta, aquí cada verso se reúne con los otros para conformar el relato de la espera de lo quizás definitivamente ausente.
Miguel Ángel Gavilán (Santa Fe)

La plomada de Don Vitto – Trudy Pocoví – Premio Edición Certamen Municipalidad de Santa Fe, 2005 – 119 ps

Entre la prodigalidad de premios concedidos a minuciosos discursos generados en la pulcritud de ciertos laboratorios literarios -tan acreditados como asépticos- esta distinción concedida por el Jurado del Certamen Municipalidad de Santa Fe al libro La plomada de Don Vitto contribuye a proporcionar la íntima, indispensable y conmovedora reconciliación vincular que los lectores reclaman a los textos.
Dentro de un espacio legítimo, auténtico, Trudy Pocoví desarrolla la trama de una decena de cuentos cuya carga emotiva, plena de acontecimientos vitales, se revela a través de una laboriosa sencillez, cuidadosamente escogida para suprimir los límites de la desmemoria cotidiana y autorizar la irrupción a territorios de evocaciones pertenecientes al acervo urbano y popular de los santafesinos (Era el tiempo del tranvía atravesando la Avenida por la mitad y dividiendo calle, miedos y calidad de vecinos.”-La plomada de Don Vitto).
Fiel a su formación escritural, a su personal manera de desplazarse entre los soportes estructurales de la narración, la autora despliega cada una de las historias que integran la publicación poniendo de manifiesto procesos evolutivos de temporalidad progresiva, esbozando itinerarios sugerentes que posibilitan la coexistencia de anécdotas plenas de intenso realismo con legítimos hallazgos ficcionales y exponiendo una serie de situaciones comprensibles, personajes identificables y acontecimientos ordinarios no exentos de indagaciones que profundizan problemáticas sociales (“Los techos, tan distantes, acentuaban nuestra pequeñez de infancia, y nuestra indefensión de pobres.”-Las amígdalas).
Sin embargo, Pocoví no se detiene a elaborar concienzudas caracterizaciones descriptivas de los personajes que pueblan sus relatos, antes bien, es el devenir de la historia quien desnuda toda la trama psicológica, toda la red de rutinas, inseguridades, angustias, nostalgias, sospechas o situaciones extremas por donde se ven obligadas a transitar sus criaturas literarias (“La impelía un rencor oscuro, milenario casi, como las grietas de sus dedos aguzados o los surcos del rostro macilento.”-La plomada de Don Vitto).
Por ello, a poco de penetrar en la textualidad de esta propuesta, una empeñosa reconstrucción de ciertas míticas geografías donde infancias ¿ajenas? peregrinan libertades, osadías, asombros y temores, se despliega ante los ojos desprevenidos, desde la destreza de un discurso que oficia como salvoconducto para cruzar los límites de lo verdadero y lo inventado, tornando verdaderamente dificultoso establecer separaciones entre lo probable y lo legendario del anecdotario porque cada episodio narrativo integra la memoria de la comunidad, al mismo tiempo que oficia como llave, como clave, como código secreto de apertura a un tiempo más ancho y más profundo que los mismos recuerdos, que la misma nostalgia, que la misma memoria. Un ámbito de comunión, de comunicación, de diálogo necesario para afianzar la pertenencia y el vínculo que nos une.
De allí que el lector atento encuentre, en La plomada de Don Vitto, espacio propicio para disfrutar de la sinceridad, de la claridad de este lenguaje, continente y contenido de una serie de organizaciones textuales clásicas, trama notablemente adecuada para una nueva convocatoria a la celebración de encuentros siempre interesantes, convincentes, sólidos.
Encuentros donde es posible interactuar emocionalmente con el autor y de los cuales se regresa complacido.
Norma Segades – Manias (Santa Fe)

Imprevistas criaturas - María Beatriz Bolsi de Pino – Edición del autor - 2005

La paloma en vuelo que Silvina Helbling captó para la portada de este libro, no pudo haber sido mejor ilustración, con su aleteo inmovilizado por la cámara, movimiento cristalizado en un pasado del cual es instantáneo testimonio, llegada o partida de un ave, signo-ícono ahora del decir de María Beatriz.
Es Octavio Paz el inventor de este sintagma cuando cita: “imprevista criatura, breve como el relámpago”, refiriéndose a la gestación de un poema. Imprevistas, adjetivo deverbal, participio irregular de un verbo que no existe, im-pre-ver, porque en imprevistas está el ver, percibir con la vista, o con la mirada interior que no es física, sino mental, y que nos pone por delante, con mayor o menor lucidez, la captación del mundo. Ver, que prefijado con dos morfemas: pre, que indica anticipación en la acción, e in, que negativiza o aniquila lo que le sigue, resulta un concepto nuevo y rico. Estas criaturas de María Beatriz Bolsi, son imprevistas porque son vistas, previstas, presentidas, percibidas, pero después no, o también no.
Otra reflexión se merecen las criaturas, fusión que la diacronía nos ha donado, sin quizás nosotros merecerlo, para crear y criar, donde se unen la poiésis y el tréfein, inventar y nutrir, inventar, crear, pero también nutrir y alimentar, criar. Y ni hablemos de ese otro costado semántico de criaturas: el del misterio, con una pincelada de miedo y temblor.
Tomemos solamente dos aspectos, que todo lector puede rellenar como a las lagunas del texto (al decir de Umberto Eco: “Todo texto es lacunario”); aquellos sitios que resultan estética y emotivamente cercanos y con los cuales puede identificarse. Uno: la entrañable relación entre la poeta y la naturaleza, de la cual da cuenta, maravillosamente, en una gran parte de los poemas y en el texto en prosa “Árboles”. Otro aspecto: el relevamiento, desde la memoria y la emoción más profunda, de la gesta de los abuelos inmigrantes, relato que adviene a la memoria familiar a través de la palabra de su padre.
Sobre la relación con la naturaleza -el ámbito vegetal, los árboles, y su percepción de la luz, los colores, sonidos, aromas y formas del mundo circundante- la transmutación en criaturas poéticas que realiza son vitales, cotidianas y, desde siempre, un acontecimiento verdaderamente conmovedor. Citaré, como ejemplos, los poemas de la sección “Paisajes de Luz”, en presencia de San José del Rincón, Santa Fe, Mina Clavero, donde la autora percibe y registra sensual, sensiblemente los procesos de la naturaleza: la lluvia, el ardor del sol, la levedad del aire montañés, que obran sobre ella intensamente y provocan el poema.
Estos textos dialogan con la serie de fotografías con las que Beatriz ha registrado los árboles de Santa Fe, tesoros patrimoniales de la ciudad que se merecen todos los textos poéticos y todos los registros posibles. La plaza, el parque, como lugares de contemplación, recuerdan un escondido texto de Vinicius de Moraes, “O tempo nos parques”, porque la poeta sabe de ese tiempo de meditación y huida abstracta debajo de un árbol que filtra la luz del cielo, en el silencio de un parque o una plaza. Otra sección del libro, “El verde cielo”, es la que contiene el texto en prosa sobre los árboles de Santa Fe, sus criaturas vivas, los pájaros, y un bellísimo poema de homenaje al ceibo.
La sección “Siembra de un sueño” nos pone, con un texto en prosa , un poema y dos antiguas fotografías, frente al otro gran tema que me ha conmovido de este libro: la gesta de “una familia luchadora y viajera”. El arcaico nombre helénico del relator original lo anuncia como insoslayable referente de este relato: esto se cuenta porque lo contó primero don Leonidas Bolsi, ante la atenta escucha de muchos, pero en especial de alguien que sintió que desde allí podía nacer literatura, texto poético, bello registro que no había que perder. El hombre habla y la esposa, las hijas, los yernos, los amigos, los nietos, escuchan. La escena es tradicional, ancestral en la cultura de las comunidades humanas: la voz cautiva, enseña, recrea un mundo perdido al que añora o evalúa o simplemente describe como mejor recuerda. María Beatriz lo representa con su escritura: para ella se ha convertido en utopía, en gesta heroica de una familia, en herencia que hay que preservar cuidadosamente, después de rescatarla, en fragmentos restaurables, de los relatos de don Leonidas, y quizás de otros acopiadores y contadores de recuerdos que están en la memoria de este hombre desde hace tanto tiempo.
Con la sección “Andamios de amor y tiempo”, el libro se cierra, volviendo a un presente en el que la poeta acomoda satisfecha sus cosas: su memoria, su experiencia, su entorno familiar y sus amores, su ciudad…
Imprevistas criaturas se cierra mansamente, el lector descansa acompañando el poema final, que habla de ciclos, círculos que se van y se renuevan, con luces y con sombras, regresando de un vuelo, emprendiéndolo.
Silvia Calosso (Santa Fe)

Umbra – Fernando Marchi Schmidt – Edición del autor -113 ps.

Umbra es la segunda novela pero, al mismo tiempo, es un paso, un momento en el recorrido literario, en el proceso en que está comprometido tan seriamente Fernando Marchi Schmidt, del cual, un lector calificado supo decir: "... es muy joven para ser tan grave en su escritura". Comentario que comparto, porque me parece que el autor es también la suma de los atributos que los lectores le adjudican. Y éstos, aunque sean volátiles, no dejan de formar el espesor de futuras escrituras.
Umbra es un estadio de maduración que nos introduce en una atmósfera densa, cargada de malas nuevas, de sucesivas vueltas de tuerca a una media docena de pesares y miserias. Esta historia recuerda esas medallas cuyas caras cobran un volumen exagerado, porque las miramos mientras se desenrolla el hilo que antes fue tensado, y una vez que la mano la suelta se lanza en un movimiento concéntrico que no nos deja ver del todo lo que es. Importantes, cuidadas descripciones, una narración que fluye frente al lector y una trama que es fría como un puñal.
El protagonista aparece en una casa de campo, y el visitante trae en su seno otra sustancia, otra entidad, que le habla, que lo manda: Umbra. Así quedan planteados los polos de una tensión entre lo mismo y lo distinto, lo bueno y lo malo, los pares antitéticos que se dan cita en la historia.
La narración no nos priva de un retrato de época cuando asume el vocabulario propio del prejuicio machista, del clasismo, de los estereotipos de género que encarnan en prácticas de mujeres: madres, hermanas, prometidas, mujeres excitadas sexualmente, prostitutas, sirvientas bobas y lloronas. Recoge el texto de los mandatos sociales (no desposar prostitutas, no demostrar afecto a los varones, reprimir los deseos...) Lo femenino asume todos esos rostros y uno que se transforma en principal: el alter ego del protagonista es una voz femenina que encarna diferentes voces. Ella es Umbra.
Sorprende la metamorfosis entre la voz y el hombre que la escucha y también puede asistirse a un cambio en la maestra - tal la profesión de la heroína - porque opera en ella un alejamiento del canon social de la moralidad de mujer. En esta historia, ambientada en la década de 1930, ella fuma y carajea, enfrenta, decide, toma, trama.
Basada en un relato de la vida real, en un hecho acaecido en un pueblo del litoral de la provincia de Santa Fe, el autor retoma la anécdota, oída de sus mayores, y, sobre esa estructura real, monta su propio mito, donde se vuelven imprecisos los límites entre lo real y lo fantástico, entre la cordura y la locura, entre la vida y la muerte.
Fernando Marchi Schmidt invita a sus lectores a que descubran por sí mismos los misterios, los decires no dichos, las ausencias, en una novela que es un paso, un momento en su construcción de la literatura.
Silvia Visciglio (Santa Fe)

PÁGINA Nº 12

El mundo ya no es como antes.

Por Manuel Bande (Santa Fe)

Dios y el Diablo siguen caminando el mundo tomados de la mano, tratando de imponer sus principios, aunque el Diablo parece llevar la delantera sin mucho esfuerzo, ya que la mayoría de la gente sigue viviendo como el diablo.
El Diablo le hizo creer a los Hombres que morirse queda feo, y que es preferible vivir lo más posible. Incitados por él, los científicos, que siguen siendo sus mejores aliados, se la pasan inventando remedios para que la gente no se muera cuando Dios manda. Así se va llenado el mundo de viejos, que no producen nada y viven gracias a los remedios, con el beneplácito de los diablos de los laboratorios. De esta forma, Dios se encuentra bastante desairado ante esta nueva filosofía que se pregona por todos lados: "no te mueras nunca."
El mundo no es como antes, cuando la gente se moría joven, como Alejandro Magno que murió de treinta y dos y ya se había conquistado todo. O Mozart, que se murió a los treinta y cinco y ya de chiquito movía los deditos en el piano y el violín que daba gusto. Se hizo famoso con la Flauta Mágica y Las Bodas de Fígaro y murió bastante pobre, no como Alejandro que se quedaba con todo el oro que encontraba en el camino. Otro pianista, el polaco Chopin, se murió apenas un poco más viejo, pero alcanzó a escribir la Marcha Fúnebre para que no lo olviden. No se hizo muy popular porque a nadie se le ocurrió ponerle letra. El mismo Cristo, el Hijo de Dios, murió a los treinta y tres y pasó a la historia por enseñar a los hombres a amarse los unos a los otros. Pero el Evangelio no es para cualquiera, ni fácil de digerir. Por más que trataron sus partidarios de matar a los herejes en las Cruzadas, o quemar a los renegados durante la Inquisición, no tiene bastante aceptación. La mayoría de los predicadores nos enseñan que hay que hacer lo que dicen y no lo que hacen. Hasta le cambiaron la letra al Padre Nuestro, porque antes pedíamos perdón por nuestras deudas y ahora por nuestras ofensas. Con lo que queda demostrado el avance del materialismo en la religión, ya que con la plata no se juega. Antiguamente la gente se moría cuando terminaba de hacer cosas y mucho antes de ponerse vieja y comenzar a hacer macanas, como eso de dar consejos, reclamar respeto, privilegios y pavadas por el estilo.
En estos tiempos modernos la gente en vez de morirse se jubila y se queda en su casa, sentada en las veredas o jugando a los naipes y a las bochas en las plazas, molestando a la gente joven que siempre anda apurada porque no le alcanza la plata y deben correr de un trabajo a otro para poder pagar las cuotas y no terminar en el manicomio. Con tantos viejos cada vez más viejos, los jóvenes ni siquiera disponen de una casa para vivir. Por eso tuvieron que inventar los departamentos, primero en la misma casa del viejo, donde voltearon el gallinero y construyeron habitaciones para que vivan los hijos, las nueras, los nietos, y hasta alguna suegra que se encarga de ayudar un poco en la casa, malcriar a los nietos y controlar al yerno.
Después comenzaron a construir los departamentos unos arriba de los otros y así nacieron los consorcios. Hasta que, al final, el viejo fue a parar al altillo en la terraza, donde puede gozar del calor en verano y del frío en el invierno. Y, si protesta, lo amenazan con un geriátrico. Y el Diablo salta de contento, porque el Mundo ya tiene como seis mil millones de almas, casi todas amontonadas y al alcance de su mano.
Hace algunos años Dios les dijo: si no se quieren morir cuando deben, por lo menos, no tengan más hijos. Pero enseguida saltó el Diablo contra el suicidio, la eutanasia, el aborto, los anticonceptivos y los profilácticos. Y para completar su diabólico plan el Diablo les mandó a los ecologistas y a los defensores de los Derechos Humanos.
Estos son los encargados de velar por la vida de cualquiera, aunque haya matado a la madre y no simpatizan mucho con la policía empeñada en proteger a las víctimas.
Según ellos, no sólo no hay que matar a los humanos, también hay que ayudar a que vivan los animales y las plantas. Así nació la Sociedad Protectora de Animales, que jamás se preocupó por proteger a los animales vestidos de hombres, cuando la justicia condena a los que abandonan a los hijos pequeños y maltratan a las mujeres. Los ecologistas protegen a las ballenas, pero no tanto a los tiburones, quizás porque parecen les tienen miedo. Tampoco protegen a las cucarachas y a los microbios que, finalmente, también son animalitos de Dios. Con los árboles tienen conductas ambiguas. Hace añares que se desmonta el planeta pero si quieres podar el miserable árbol que te levanta la vereda, el dormitorio y la cocina, acuden presurosos los inspectores municipales para dibujarte una bonita multa. Y eso que le estás ahorrando el trabajo a los "vagos" del corralón.
En realidad, los jóvenes son los que se salvaron de los abortos y los anticonceptivos. Ellos son los que más aplauden y gritan: "viva la vida." Pero nadie se preocupa en pensar acerca de "como vamos a vivir", y dar soluciones al problema del hambre, la educación, la salud y la vivienda. Pero nadie se preocupa en pensar de donde va a salir la plata que se necesita para comida, escuelas, hospitales y casas. Es que nadie está dispuesto a gastar un solo peso en un chico, en un viejo o en un miserable enfermo, porque son los que más cuestan. Y menos se van a preocupar los políticos, que necesitan esa plata para sus "gastos reservados".
Mientras los jóvenes sigan gritando "viva la vida", los problemas no tienen solución, salvo que comencemos a matar a los viejos desde chicos y a los enfermos cuando están sanos.
Los laboratorios no se pueden encargar de eso por que el negocio de las pastillas está primero, con el beneplácito de los médicos y de los curanderos que cada vez tienen más trabajo. Los laboratorios recaudan de las farmacias, los médicos de las obras sociales y los curanderos cobran en especies; hoy una gallina, mañana unos chorizos... Es increíble la plata que produce un chico, un viejo, un enfermo... y hasta un muerto, porque las funerarias y los cementerios están en plena competencia.
Sólo los pobres van a la tierra en un cajón ordinario, y, como ya está visto que nadie quiere pasar por pobre, así, aunque se sufra hambre y frío, siempre se ahorra para tener adonde caerse muerto. Y si es en un cajón de lujo y en un cementerio privado mejor. Y si hay muchas flores, se da una misa y se anuncia por los diarios y la radio, mucho más que mejor. Cuanto más importante es el velorio, más gente concurre a dar el pésame a los deudos. Es una especie de acontecimiento social donde el invitado principal está muerto pero de cuerpo presente.
El Diablo la goza y Dios se queda de un palmo, cuando caminan las calles del mundo, entre tantos chicos abandonados, tantos viejos enclenques, y tantos enfermos sin remedio. Y mientras pasan entre la gente, el Diablo les dice de soslayo, en voz baja y apuntándolo con el pulgar: "la culpa la tiene éste".
Y Dios se agarra la cabeza pensando: ¡para que escribí el Evangelio!
Para compensar el crecimiento demográfico, Dios les manda a los hombres de tanto en tanto alguna espantosa guerra, algún espléndido genocidio, o alguna bonita peste. Pero el Diablo recoge agua para su molino, porque los científicos se esmeran en hacer armas cada vez más sofisticadas para matar más gente, y en estos eventos Dios "pierde como en la guerra", porque todos se vuelven unos demonios.
Algunos buenos filósofos creen que a los viejos hay que matarlos de chicos envenenándolos pacíficamente con las drogas. Pero para eso y para que no se den cuenta, primero hay que idiotizarlos con el alcohol y con el Rock.
Y todo esto porque el mundo ya no es como antes y la gente ha perdido la costumbre de morirse cuando Dios manda.

PÁGINA Nº 13 – POETAS ARGENTINOS

"Nunca seremos mayoría,
pero les daremos un susto".
Nunca seremos mayoría
pero igual resistiremos
en el lado visible
de los días soleados y claros.
Nunca seremos mayoría
pero algunos corazones tiemblan,
otros pierden el sueño.

Los menos como vos
toman un café conmigo,
se cobijan con mi saco
y me hacen sentir menos solo que nunca,
por que luchan,
porque aman,
porque no temen,
porque has aprendido a no olvidar,
a morirse un poco todos lo días,
a suicidarme y a resucitarme
sin dejar rastros.
Nunca seremos mayoría los mal-alumbrados,
los disidentes, los enardecidos, los exiliados,
pero los tendremos en jaque.
No me abandones.

Esteban González (Chaco)

Experiencia.
La experiencia
consiste
en intentar que el pájaro regrese
desde el extremo opuesto de la noche
y pose su cansancio
sobre tu abierto pecho adolescente.
Lo tomas en las manos,
lo acaricias,
extraes de sus alas todo el viento
y mientras él se entrega
a lo innombrable,
tú te dejas volar.
Es fácil la experiencia.
Lo difícil
es dar con el momento
que te permita asesinar al pájaro
sin morir a su lado
de tristeza.
Osvaldo Pol (Córdoba)

Abrigos.

a kuqui negri

sigue lloviendo viejo


pasa el tiempo y todavía no
las palabras no se juntan con tu muerte
mi vida no se junta con tu muerte
no hay caso
vi una granadina en el supermercado
los cigarrillos nevada en un kiosco de uruguay
cosas así
me preocupo especialmente de recordar tu voz
la llevo cerca como un abrigo que pudiese perder
sale tu voz a cubrirme porque es tarde
y estoy con las manos heladas tratando de escribir
desandando la pena
desanudando
desnudando
desnuda
des
o
sed
de vos

Marisa Negri (Buenos Aires)

La otra.

La vida poco vale
o casi nada
en esta Argentina
ensangrentada
En la guerra o en la paz
en dictadura o democracia
en verano o en invierno
Porque la muerte
siempre agazapada
con aviso o sin aviso
siempre a destiempo
se encarga de truncarla
Pero no hablo de la muerte natural
de aquella que a todos nos espera
sino de la otra
la que obra artera
cuando estallan edificios
o los aviones se arrastran
La que asesina sin piedad
de día o de noche
a toda hora
minuto
segundo
la muerte impasible
la muerte aprovechadora
la muerte burlona
la muerte engañadora
La que nos hace creer
(y le creemos)
que a nosotros
no nos toca

Miguel Ángel de Boer (Chubut)

Cenizas.
a Paul Valery
Y no saberme más - de mi desabitado -,
bajo la sombra de un ciprés oculto,
bebiendo de raíces y carcomas, ya sin
nombre, sin preguntar porqué, ajeno ya
al deseo del llamado, muerto, si, muerto,
ay, sin buscar como Orfeo resurrección
alguna, devolución alguna, encadenado,
y en marino reposo desoculto, ay, contemplando
sí, el vuelo de gaviotas sobre el mar
cuando acaece la tarde, hoy fatalmente
descarnado, cedo la lira hurtada al Dios
de la venganza, y duermo horas, días, años,
con los ojos abiertos, sonando sí
contigo, pero ajeno al dominio de las horas,
ya a salvo del desierto de la espera,
de pesadillas y de incertidumbres
en ésta melancólica agonía donde vuelan
suspiros o ayes melancólicos y agónicos
de este destierro eterno.
A mitad de camino donde el Golem
cobró forma mecánica y astuta: así,
así, suavemente me despido del aire,
del perfume del búcaro que humedeció
un instante aquel presente de lo que Otrora fui.
En paz estoy ahora, y canto la canción
sutil del cementerio marinero
que cobija el humo del espíritu que aloja,-
pinos, bellotas, olas que dejan en las noches
lunares melancólicas algas-, adiós, adiós,
este es el descarnado que se aleja
y que desde el no saber quien fue,
dónde habitó, en qué tiempos, levanta
la copa del olvido por vosotros, marineros
en tierra todavía.

Oscar Portela (Corrientes)
PÁGINA Nº 14

Las amígdalas.

Por Trudy Pocoví (Santa Fe)

Hasta la edad de 8 años, creí que "amígdalas" era sólo el nombre que recibía, en el repertorio de mi hermano mayor, una de las excusas que justificaban un "faltazo" a la escuela. Hasta que, a la edad de 8 años, mis ignotas, ignoradas y adormecidas amígdalas, organizaron su golpe de estado y reclamaron el derecho a que fuera reconocida su existencia revolucionaria.
Difícilmente se me borrará de la memoria aquella mañana, tan fría y tan nada, de agosto y el Hospital de Niños. El inmenso, el enorme, el descomunal Hospital de tan escuálidos niños. Porque aquel Hospital no era lo que hoy es nuestro querido Centro de Neonatología, Pediatría y afines. No. Por entonces, un helado dolor blanco se extendía por interminables corredores de altas, altísimas puertas y antárticas galerías flanqueadas por agoreros jardines enmalezados y oscuros.
Distanciados foquitos derretían una luz amarillenta, mortecina -mortuoria, diría hoy, a través de los recuerdos- y un pálido retrato de enfermera ceñuda nos imponía un silencio de sarcófagos. Los techos, tan distantes, acentuaban nuestra pequeñez de infancia, y nuestra indefensión de pobres.
Cada tanto, alguna de las puertas vomitaba un personal rigurosamente vestido de blanco, que taconeaba unos pasos rápidos, pocos, de urgencia siempre, que quedaban resonando y resonando un tiempo inagotable y húmedo. Sin embargo, me reconfortaban aquellos ecos; de algún modo me rescataban de mi miedo -de ese terror que aún conservo por las habitaciones blancas- y me hacia pensar que, aparte de mí y de la abuela, que me acompañaba, había otras presencias vivas en el colosal edificio.
De pronto, alguien pronuncia mi nombre:
- DUARTE, Esteban. Lo grita. ¡DUARTE...! Esteban Duarte te te te...Tan helado mi nombre, tan minúsculo y delgado.
- Vamos m'hijo,.. Que nos llaman - dijo la abuela y me levantó de un brazo. Creo que mis pies ni siquiera rozaban el suelo. Que flotaba, por el dolor o por el pánico. Algo me elevaba más allá de la abuela, me impelía, me empujaba fuerte y firmemente hacia esa otra persona de rostro blanco, cofia blanca, sonrisa congelada, fuerte y forzadamente, manos grandes y pesadas. Y uno que pasaba de mano en mano sin poder asegurar de qué color eran los ojos, los varios ojos.
Sí recuerdo unas uñas, afiladas, pintadas con esmalte rojo, tal vez la única nota de color entre tanta monotonía de azulejos inmaculados. Rojo intenso, rojo sangre, sanguinario.
- No me vas a decir que te duele. Sí, le voy que decir que me duele, porque me duele. Pero no, no le digo nada, no me sale.
- Ya v'a pasar, agrega entonces mientras me pellizca un cachete y me acomoda con la otra garr... mano, el flequillo. Aunque se esforzaba por parecer simpática -a la distancia, ahora casi estoy seguro que la pobre, en el fondo, buscaba ayudarme, darme coraje- no lograba convencerme, disimular el trato impersonal, la fórmula repetida de lunes a lunes de 7.30 a 9.00, paciente Duarte, Esteban o Juan o Ignacio.
- Amígdalas ¿no?
Amígdalas, sí.
- Bueno, te vas a poner esto... y me alcanzó una enorme bata, blanca por supuesto, de talle único, para que le cupiera a todos. Y después te pones esto... Te ayudo ¿o podés solito?
- Puedo. Solo, solito podía, pero no quería. Abuela. No me dejés. ¡Abuela! Vení, acompañame, retame para que me quede quieto, abuela, decime que haga caso. Tirame del pelo, por favor, abuela.
Debí haber quedado muy cómico dentro de esa bata-túnica-mortaja, porque cuando la enfermera se volvió hacia mí y pudo verme, no logró contener una sonrisa. La tela era dura, como plastificada; el ropaje me llegaba casi hasta los tobillos; las mangas se me caían de los hombros, me escondían las manos. Hoy me imagino como el séptimo enanito de Blancanieves, igualmente de torpe y confundido. Por entonces, sólo me imaginé ridículo.
A esa altura de los acontecimientos, no me dolían tanto las amígdalas como el haber quedado abandonado en la desolada habitación.
- Espere afuera, señora, dijeron y una de aquellas puertas se interpuso monolítica entre la abuela y yo. Nunca me había separado de ella por tanto tiempo. Nunca. Y ese conocido y repetido temor de huérfano, de volver a perder lo perdido, me desdibujaba por momentos el cuarto y sus olores, hasta que la lágrima al fin se suelta silenciosa y suave. Resignada.
Y la insensible y compacta puerta se abrió se cerró un centenar de veces. Demasiadas veces. Y yo estiraba el cuello y descolocaba los ojos buscando vislumbrar a través de aquella barrera infranqueable, la figura fugaz de la abuela, buscando volver a ver, por un instante, el rostro curtido de aquella mujer que esperaba con milenaria paciencia sentada en uno de los bancos de madera, con toda la dureza de la madera y de la vida en la mirada cabizbaja. Pensativa. ¿Qué pensaba la abuela? ¿Qué pensaría? ¡Cómo me hubiera gustado averiguarlo! Pero nunca, jamás, pude adivinarle una intención o sonsacarle algún secreto, ni una palabra que no hubiera querido, expresamente, decir. Tan reservada la abuela, tan abuela doña Angélica. Hasta su nombre guardaba secreto de Ángeles, angelical Angélica, terrosa pachamama con magia y mirada de cielo. Creo que Dios, de algún modo, a través de la elección de ese nombre y no otro, quiso confiarle una misión, designarle una tarea: Ser abuela. La abuela-madre, abuela-todo de cuanto guacho y mocoso anduviese descalzo de risa y hambriento de juegos. Y cada vez estoy más seguro, aunque jamás ella me confirme la razón de sus arrugas, que cada surco acarrea un par de zapatillas y cada cana trenza una historia de navidad y orfanatos. Y yo, esa mañana, en ese cuarto, ansiaba desesperadamente volver a cruzar sus ojos, sus ojos pardos, lánguidos de ausencias.
De improviso, ellos irrumpieron. Brusca e impetuosamente, entraron. Y de impecable blanco.
- Vos sos el de las amígdalas- dijo uno de ellos con tono de "no te preocupés, pibe, no pasa nada”.
- Vení por acá, nene- masculló el otro detrás de una rígida mueca que pretendía hacer pasar por sonrisa. Y sonrisa amable.
Me deslicé temerosamente por entre los dos cuerpos almidonadamente voluminosos y en chaqueta. Uno, persistiendo en la idea de resultar afable o gracioso, o porque tal vez pensó que el miedo se me alojaba allí, en la espalda corvada y que así podría espantarlo, me palmeó con fuerza y me tiró al suelo.
- Vamos, che, que ya sos un hombrecito.
- No, no soy ningún hombrecito. Soy un chico. ¿O no vés que soy un chico, todavía? y que estoy muerto de susto. Que venga la abuela... No. Si, soy un hombre. Pero ¿qué? ¿no tienen pánico acaso los hombres?
Y entre más frases gastadas, sonrisas ficticias y pasá por acá, pasá por allá, mis trogloditas custodios continuaron conduciéndome por otro laberinto de habitaciones, pasillos, puertas altas, puertas bajas, rostros vetustos, dolores, mi dolor y el acicate constante de los azulejos blancos y ese orden de silencio y mausoleos.
Finalmente llegamos. Me pareció siempre haber vuelto al mismo lugar, pero más mareado.
Entonces, uno de los enfermeros comenzó a hablarme sospechosamente de fútbol. Si me gustaba, de qué jugaba, si era hincha de Colón o de Unión. Todo mientras el otro se lavaba cuidadosamente las manos y cuidadosamente buscaba algo, no sé qué cosa que brillaba helada entre sus manos. Y se sentó frente a mí, y se coló en la conversación sobre el fútbol, y de poder ir a la cancha el otro domingo si me portaba bien y me paró entre sus rodillas, presionando levemente mis piernas contra sus piernas.
- Y el doctor, me atreví - no sé cómo - a preguntar.
- Nstt ¿para que estamos nosotros?
- Y no me va a poner nada.
- Aayy, el nene quiere que le pongan algo. Dejá eso para los que tienen plata, pibe...
No sé bien cómo pasó, ni cuando. Súbitamente me encontré sujeto por los brazos y con la boca abierta mientras la bata -ahora entendía por qué plastificada- se entibiaba con la sangre. Y la impotencia.
- Ya'stá. No más amígdalas.

Es verdad, no más amígdalas ni molestias. Cierta rabia prepotente, tal vez cierta amarga impotencia, que a veces me acosa - o me perdura- cuando como algún helado en el mes de agosto.

PÁGINA Nº 15

Felisberto Hernández: la subversión literaria.

Por Gustavo Lespada (Uruguay-Buenos Aires)

Desde aquellos textos iniciales recopilados bajo el título de Primeras invenciones (entre 1925 y 1940 aproximadamente), Felisberto Hernández manifiesta una desconfianza radical por los circuitos consagrados así como su atracción por lo que se esconde detrás de la apariencia de las cosas. En el “Prólogo de un libro que nunca pude empezar” (Fulano de tal, 1925) ya se propone “decir lo que sabe que no podrá decir”. Esta inquietud por lo indecible revela una temprana preocupación (cuenta apenas con 23 años) por los límites del lenguaje y un hambre de lo inalcanzable, de lo prohibido, porque sabe que sólo de allí puede provenir lo que hay que decir, parafraseando a Blanchot, ese pan que masticar con los dientes de la escritura.
En varios relatos de Libro sin tapas (1929) y La cara de Ana (1930) aparece el misterio como un componente irreductible de lo cotidiano, así como sus primeras manifestaciones de la focalización descentrada, la fragmentación del cuerpo y la animación de los objetos. Dicho de otra manera, lo que comienza a consolidarse por aquellos años en el estilo de Felisberto es la imposición subjetiva y ficcional sobre la exterioridad objetiva: el narrador-personaje no exhibe una percepción del mundo exterior real, sino que proyecta su interior (como actividad asociativa, deseante y transformadora) en el afuera, invirtiendo los supuestos expresivos del verosímil realista basados en la concepción de transparencia del lenguaje, al tiempo que persiste en la búsqueda de un yo nunca asimilado totalmente al cuerpo físico ni al pensamiento.
Estos mecanismos de extrañamiento han sido frecuentemente confundidos con los de la literatura fantástica, pero en tanto que el pacto de lectura de lo fantástico pareciera constituirse en la formulación de un mundo otro, sobrenatural, que irrumpe amenazando la normativa de una construcción previa similar a la del realismo –de ahí el efecto del espanto-, aquí se cuenta con absoluta naturalidad que el protagonista ha sido antes un caballo o que le sale luz por los ojos. La otredad se halla levantando las fundas de los muebles, en las manos de una mujer o escondida en el interior de un atado de cigarrillos, es decir, sobreimpresa a nuestra realidad cotidiana.
El extrañamiento formal
Uno de los recursos que rompen el automatismo perceptivo proviene de las alteraciones de las figuras. Toda figura poética opera sobre la linealidad de la escritura, emboscando la secuencia, haciéndola estallar con sus imágenes y artefactos asociativos, con sus conexiones inéditas, con su propuesta expansiva. A este dinamismo inherente a los tropos debemos incorporarle el que Felisberto les imprime con su tratamiento singular. Por ejemplo, en el desplazamiento que se provoca a partir de la comparación, cuando desaparece el nexo comparativo y el segundo término cobra protagonismo y autonomía. Veámoslo en los textos.
En “El vapor”, un cuento de La cara de Ana, el protagonista describe la angustia que le produce la indiferencia de los pobladores de una ciudad en la que ha actuado: “La sentí como si dos avechuchos se me hubieran parado uno en cada hombro y se me hubieran encariñado.” Pero enseguida agrega: “Cuando la angustia se me aquietaba, ellos sacudían las alas y se volvían a quedar tan inmóviles como me quedaba yo en mi distracción”, y continúa refiriéndose a los pajarracos que no sólo se han independizado del primer término de la comparación, sino que ahora ellos provocan la angustia. Ese pasaje, ese desplazamiento operado dentro del tropo convierte a la discreta comparación en otra figura más radical: la metamorfosis. Pero además, este gesto tan frecuente en toda la narrativa de Felisberto, esboza la autonomía del discurso estético respecto de las leyes lógicas y el mundo de los objetos. Porque tal vez nos esté diciendo: no hay objetos independientes del mundo humano, hay siempre nuestra mirada sobre los objetos.
Veamos un ejemplo tomado de Tierras de la memoria, durante una sesión con el dentista:
Al darse la vuelta para venir hacia mí, la poca luz que entraba por la ventana le hizo brillar los lentes como los faroles de un vehículo en un viraje; al acercarse la luz le dio de espaldas, su figura se oscureció y el vehículo avanzaba agrandándose.
El brillo de los lentes habilita la comparación con los faros de un vehículo, brindándonos con esa imagen la sensación de pánico e impotencia frente al accionar invasivo del odontólogo. En la frase siguiente, el dentista se oscurece, es decir, la figura se convierte en fondo y el que avanza –sobre ese fondo- es el vehículo imaginado. O sea que, no sólo se menciona el movimiento en el nivel semántico –el inminente atropello-, sino que el movimiento viene dado desde la estructura formal: el inocuo brillo de los anteojos se ha transformado en un vehículo que se le viene encima, de la misma forma que las pinzas odontológicas adentro de su boca se transformarán en las patas de un cangrejo que agarran la corona de la muela. El segundo término de la comparación se libera de su servidumbre predicativa y pasa a ocupar el lugar protagónico del sujeto, es decir, a ejercer la acción del verbo. Este trastrocamiento no es algo menor ni carece de consecuencias ideológicas.
La crítica ha señalado frecuentemente el carácter transgresor a nivel temático; como frente a un medio por lo general hostil y signado por injustas imposiciones jerárquicas, el narrador de los relatos felisbertianos exhibe una actitud de rebeldía que se manifiesta fundamentalmente en ir generando una textura paralela (que no acuerda), que contamina y pervierte la percepción del mundo como exterioridad a la vez que cuestiona la legitimidad del poderoso. Este carácter subversivo de sus personajes –pensemos en “El acomodador”-, a la luz de los ejemplos que hemos visto, puede ser pensado operando también desde los procedimientos formales, es decir, el nivel semántico sería consecuente con la propia estructura formal.
“El taxi” (Filosofía de gángster) es una ficción reflexiva sobre la figura: una metametáfora o metáfora de la metáfora. En este pequeño texto se menciona “una metáfora de alquiler” que funciona como un taxi en que el escritor se desplaza. Este metarrelato se sube a la metáfora para incursionar en la propia relación de la figura poética con la vida cotidiana, con aquello que sabe y también con lo que no sabe, es decir, con ese su territorio favorito en que habitan los misterios y las sombras: “mientras voy en metáfora siento que contengo mejor muchas sombras” -afirma nuestro narrador. Sin embargo no tarda en dejar planteada su crítica a la metáfora como “vehículo burgués”.
Habría cierto reduccionismo, cierto adocenamiento restrictivo en la metáfora que, a pesar de permitirle direccionarla, lo fuerza a tomar la determinación de abandonar el vehículo: “A algunos lugares iré a pie. Además, puedo robar un vehículo con chapa de prueba”. El hecho de trasladarse caminando junto a la idea de robar y de prueba, pareciera estar aludiendo al proyecto estético de evitar los carriles legalmente transitados, a la voluntad de transgresión de la normativa y al riesgo que esa transgresión implica, cifrado en la percepción de “la policía” como amenaza.
Finalmente sus ideas necesitan escapar del encierro de la metáfora, salir al aire libre; la referencia al “precio de la metáfora” pareciera relacionarse con las dificultades de subsistencia a que se encuentra sometido el escritor del tercer mundo. El rechazo por “esta metáfora (que) acostumbra a ir por caminos que previamente ha construido el burgués” y que sólo conduce a representaciones débiles, congeladas y falaces, me recuerda el desprecio de Kafka hacia esta figura que evitaba deliberadamente, y el tratamiento que a partir de su obra hicieran Deleuze y Guattari, oponiéndola a la metamorfosis, como expresión más cercana y legítima de esas intensidades en fuga. “El lenguaje deja de ser representativo para tender hacia sus extremos o sus límites”. La metáfora –dice Felisberto- “tendría que pensar y sentir con otro ritmo y con otra cualidad de pensamiento; el misterio de las sombras se transforma demasiado bruscamente en el misterio de lo fugaz”, y su reclamo pareciera dirigirse al rescate –nuevamente- de lo elusivo del lenguaje, de todo lo inquietante que reside en los bordes sombríos del conocimiento humano y que las convenciones intentan disimular mediante carteles de neón, fórmulas tautológicas o etiquetas tranquilizadoras.
Otro aspecto de la apertura de estos primeros textos lo constituyen las abundantes apelaciones al lector. La búsqueda de su complicidad y cooperación descubren una conciencia lúcida acerca de la actividad fundamental de la lectura en la conformación del hecho literario. La “Dedicatoria” de Filosofía de gángster se cierra con el siguiente exhorto dirigido al lector:
Por otra parte te pediré que interrumpas la lectura de este libro el mayor número de veces: tal vez, casi seguro, lo que tú pienses en esos intervalos, sea lo mejor de este libro.
Énfasis puesto en el estímulo, en la actividad performativa, en la interacción de la escritura. Hay aquí también una marcada afición por lo inasible que viene de antes, recordemos aquella frase de Juan, el personaje de “Drama o comedia en un acto y varios cuadros” del Libro sin tapas: “Lo que más nos encanta de las cosas, es lo que ignoramos de ellas conociendo algo. Igual que las personas: lo que más nos ilusiona de ellas es lo que nos hacen sugerir”. “Pero el que se propone decir lo que sabe que no podrá decir, es noble...” –decía en aquél prólogo de Fulano de tal, asumiendo la pulsión mallarmeana hacia el texto no escrito e imposible. Postulación de una poética que se decide por el riesgo de lo otro, oscuro e impenetrable. Y así lo reformulará más adelante, en los comienzos de Por los tiempos de Clemente Colling:
(...) tendré que escribir muchas cosas sobre las cuales sé poco; y hasta me parece que la impenetrabilidad es una cualidad intrínseca de ellas; tal vez cuando creemos saberlas, dejamos de saber que las ignoramos; porque la existencia de ellas es, acaso, fatalmente oscura: y esa debe de ser una de sus cualidades.
Pero no creo que solamente deba escribir lo que sé, sino también lo otro.
Lo otro, lo que no sabe, lo que las palabras no sustentan y quizás sólo puedan aludir. Lo otro, eso que las imágenes de las cosas no admiten en su superficie sino que relegan a una zona oculta, impenetrable, fatalmente oscura. José Pedro Díaz caracteriza esta singular forma de percepción como una “abierta disponibilidad para atender a los procesos laterales del pensamiento”. A mí me parece un hallazgo este concepto de lateralidad porque percibo en él algo específico de la escritura hernandiana. Lateral en un sentido político del término, como gesto de atención y reubicación de elementos nimios, de materiales desplazados, de restos intrascendentes respecto de la racionalidad y las valoraciones socialmente aceptadas. Lateralidad, presencia del borde desconocido que hace de esta literatura una codificación fronteriza siempre gestándose en otra parte, siempre a caballo de la cifra y el silencio.

PÁGINA Nº 16

Revelaciones.

Por Liana Friedrich (Rafaela-Santa Fe)

“La duda es uno de los nombres de la inteligencia.”
Jorge Luis Borges

En lo más recóndito de las tierras bajas, los descendientes de la casta Kornay buscan refugio en las copas umbrías de los bosques boreales, ocultos tras las vedadas colinas… (A nadie se le permitiría acceder a la cumbre sagrada del Shupak, desde donde la luz del sol emerge para reiniciar cada jornada).
-“Me encontré en una selva oscura, donde el camino se perdía”- hubiese deducido el Dante…
Pero algo había cambiado en el paisaje habitual, después de la última ventisca: sobre la desolada ladera, próxima a la cima, un rectángulo sobresalía extrañamente… (¿O acaso la visión de los binoculares sería engañosa?). Parecía una enorme caja de madera encajada en el hielo, semicubierta por la última nieve de primavera, que ya se escurría bajo el sol del cenit. (¡Tengo que llevar estas fotografías para que las estudien los expertos…!).
Indudablemente, no podía ser una construcción: en la montaña no existen aldeas, y entre la fronda del valle escondido, los custodios de la tierra del “más allá”-pequeños como elfos- habitan abigarrados racimos de “domos” vegetales, en cuyo ramaje se entretejen, delicadamente, enredaderas tapizadas con flores de perfume dulzón, empalagoso como las mieles silvestres.
Ese clima oscuro y húmedo, suele ser propicio para que las mentes primitivas tramen todo tipo de hechicerías y fábulas… Aunque según cuentan los peregrinos (esos pocos que pudieron regresar a la tierra del “más acá”… con relativa cordura), los kornays suelen permanecer tímidamente ocultos, tras las verdes pantallas fragantes. Son, en cambio, los brujos caníbales quienes roban las almas desprevenidas, que deambulan entre los árboles centenarios, para avivar el humo de las fogatas rituales.
Ya al pie del cerro, me llamó la atención el graznido de un cuervo, posado sobre un cerco de zarzas… Inexplicablemente, cuando levantó vuelo, decidí –sin pensarlo dos veces- seguir su rumbo. (¿…Acaso sus alas me señalarían la dirección correcta, hacia el santuario perdido?).
Sentía como si alguien me manipulara, como si desde lejos tiraran de los hilos, hasta tensarlos, peligrosamente…
Entonces fue que recordé aquella pesadilla, cuando dormíamos junto al guía, las otras noches, en su refugio de troncos: decenas de esqueletos de animales y personas, yacían desperdigados bajo un túmulo de piedra, como grotesco remedo del famoso Guernica…
Cuando desperté, bañado en sudor frío, todo daba vueltas en la habitación; mi mente enloquecida giraba como dentro de un túnel, en cuyo mismo epicentro, el reloj del destino echaba a rodar las manecillas, vertiginosamente hacia atrás… cada vez más atrás…
-Es la llave que abre las puertas a los misterios del arcano… que echa a andar la rueda del destino, siempre circular y eterno… que despierta la mente a la luz de la inmortalidad- pareció resonar una voz dentro de mi cabeza, en la semiinconsciencia del amanecer.
Jirones del pasado: apenas pantallazos de experiencias vividas, se superponían con flashes de actualidad –como en un noticiario amarillista- pegoteando patéticamente retazos de enfermedad, dolor, imperfección, muerte…, sobre el kitsch grotesco de mi pantalla mental.
Afuera, la nieve aún esmerilaba los vidrios; adentro, el espejo se empañaba con el vaho de nuestro propio aliento… La calidez de la cabaña era acogedora, pero no podíamos seguir demorando la expedición. Era necesario recomponer los pedazos trastornados de la memoria, “liar los petates” y reemprender el rumbo hacia las colinas.
Ya en la ladera, ingresamos por una abertura que se había formado en el hielo. Era difícil desplazarse; caminar se había vuelto una empresa casi imposible; más bien teníamos que reptar, patinar, acostados de bruces, por el pasadizo que nos llevaba hacia el vientre de la montaña…
Aunque la incertidumbre y el cansancio nos minara las fuerzas, continuábamos la búsqueda por los blancos laberintos, sumergiéndonos más y más en las profundidades arqueológicas de nuestro propio mutismo…
Un macabro antro, minado de víctimas rituales, constituía nada menos que la antesala para ingresar al recinto sagrado, por donde el sol, según la leyenda, al final del día desciende –gracias a un complejo juego de espejos- al llamado “mundo de los muertos”: la tumba real, en cuyo centro crece el árbol de la vida, coronado de frutos relucientes de oro y plata…
Habíamos arribado, finalmente, al lugar cuyo nombre nadie se atreve a pronunciar… cuya historia se pierde en el fárrago de los tiempos… (También arrasada por un incendio voraz, tal como manifestaran unos pocos ancianos aedas, quienes aún deambulan perdidos en la maraña verde).
Pero dicen que luego vino el agua: “Durante 40 días y 40 noches, la lluvia cayó de los cielos”… -como rezara, punitivamente, el Génesis-. (¿Moraleja simbólica, para un mundo tan hostil y corrupto como éste?).
Las amplias murallas circulares de piedra pulida estaban perfectamente diseñadas para poder registrar, en su anillo de dinteles, los movimientos del sol, en su “continuum” incesante de equinoccios y solsticios, regular y eternamente programados…
-…“40 siglos os contemplan”- habría exclamado Napoleón, ante esa maravilla arquitectónica.
En sus toscos capiteles, inscripciones significativas marcan el lugar de tránsito hacia la misteriosa cripta… (Cada instante es sumergirse más, en ese oscuro peregrinaje hacia la clave del misterio, amalgama de vida y de muerte).
Grabados en la mole pétrea central, están los signos que conjugan la fórmula de la creación: aire-agua-tierra-fuego, plasma vital del universo… (Cuando los rayos se posen en el justo medio de la roseta, se avivará su color rojo profundo, que simboliza la sangre donada por el dios Kornay a su pueblo, como sacrificio original de la raza).
Según testimonian las antiguas escrituras (que aún hoy los aedas transmiten de boca en boca), ese escenario de antiguos sacrificios rituales, también representa una escalera al cielo, porque devela la respuesta trascendente que facilita el pasaje hacia el otro mundo…
Pero la experiencia del descenso al núcleo interior de la cámara, sólo sirvió para exhumar la conjunción de los elementos, que en un marco de silencio estremecedor e inexpugnable, nos permitió contemplar el rostro: ese rostro incomprensiblemente igual, pero siempre turbador, celado de sombras en lo profundo de la gruta de los druidas…
Porque fue entonces que un gélido hálito –como exhalación del Averno- apagó la lámpara. El cabello de mi nuca se erizó ante la sorprendente aparición: la sombra se desplazaba lentamente hacia la pira central, vestida de una túnica negra (oscura como el plumaje de aquel cuervo del color de la noche: distintivo universal que utilizaran todos los buscadores de la verdad, desde los templarios hasta los alquimistas…).
Pero al girar la cabeza hacia donde nos encontrábamos apostados, el interior de la capucha exhibió, ante nuestro estupor, sólo un hueco sin rostro, sin ojos, sin contornos…
-¿Van a quedarse fuera del tiempo toda la vida?- pareció acicatearnos imperiosamente la figura encapuchada… (¿Realmente lo ha dicho…, o tal vez es sólo fruto de mi imaginación?)
El aire se tornaba cada vez más espeso. La cabeza desvariaba…, los pensamientos parecían sumirse en un sueño profundo… (¡Las sienes me van a estallar, si sigo en estas profundidades!).
Como un autómata, salí del recinto por una abertura, que a modo de chimenea se elevaba en la roca tallada, con la impresión de entrar en una dimensión distinta, al sentir, ya afuera, el aire más tenue y diáfano…
Al fin, el valle –como un grito verde de triunfo- se abría ante nuestros ojos, enceguecidos por la luz brillante que tapizaba el pasto, circundado por los cerros sagrados, que como eternos custodios del secreto de los kornays, convocan el eco de todos los vientos cósmicos, capaces de armonizar el cuerpo y el espíritu.
Pero… ¡cuán grande sería nuestra sorpresa cuando nos reencontramos –eso sí: sanos y salvos- a la luz del sol!... Porque al mirarnos, casi no nos reconocimos. (¿Saben que, en circunstancias especiales, el plasma sobrecargado de electricidad puede llegar a afectar la mente con alucinaciones, y el cuerpo, con mutaciones sorprendentes…?).
La única explicación racional que barajamos en ese momento, fue que el campo magnético, existente dentro de la caverna, debió haber acelerado los procesos de crecimiento: Ese sería el motivo por el cual, los frijoles que llevábamos -entre otras raciones de comida- brotaron dentro de las alforjas. Y una hormiga que había quedado atrapada en el saco de azúcar, adquirió dimensiones espectaculares… (¡Más bien parece un escarabajo real!). Hasta el cabello, la barba y las uñas, nos habían crecido increíblemente…
(¡Ja! –ahora me atrevo a pensar- Es que sólo las deidades pueden pasar de la luz a la oscuridad, y viceversa, sin perder su identidad esencial…).

Las palabras que rotulan la salida al mundo exterior,
inscriptas en sánscrito,
son aquellas, tan antiguas e inmutables,
que Dios se dijera a sí mismo:
principio y fin de toda la creación.
PÁGINA Nº 17

Vicente Huidobro (lírico chileno: 1893-1948)

Por María del Carmen Villaverde de Nescier (Santa Fe)

En el prefacio de Altazor se dice que comenzar un análisis y una ubicación de una obra de Vicente Huidobro implica necesariamente hacer referencia a algunos de sus pensamientos, como Se debe escribir en una lengua que no sea materna, que sea total.
Vicente Huidobro va a llevarnos, en su extraordinario juego de elementos lingüísticos, estilísticos y semánticos, en el que la palabra poética debe convertirse en símbolo de algo que está por debajo de las palabras mismas y donde prima la sensibilidad creadora sobre el concepto presente en la gran atmósfera contextual de cada forma, hacia sus experiencias interiores, particulares, no típicas, de su yo desesperado de creación, casi demoníaco: El primer día encontré un pájaro desconocido que me dijo: Si yo fuese dromedario no tendría sed ¿Qué hora es?. Después tejí un largo bramante de rayos luminosos... Después tracé la geografía de la tierra... La reiteración de un después sin horario ni lugar, nos va colocando en ese mundo particular, casi monstruoso. Se van creando imágenes tras imágenes con el ánimo de oponer expresamente al mundo real otro que sea obra del hombre mediante sus propios recursos.
En su mundo, los objetos van transmitiendo su propia atmósfera, agrandándose en posibilidades ilimitadas, humanizándose y domesticándose en el cosmos inmenso al ser relacionadas con las cosas próximas al corazón: Hay que saltar del corazón al mundo, había dicho, centrifugando sus metáforas.
Es posible advertir a cada paso esa atmósfera que se está produciendo, donde las obsesiones de determinados vocablos-elementos constituyen su verdadero mito personal. Los temas de la vida, la muerte, el mar, el cielo, la tierra, el alma, el infinito, pasan por un proceso dinámico de creatividad y destrucción, en el que, sin embargo, predomina la posibilidad de supervivencia.
El creador, el poeta, Primero nace el día de su liberación de los hombres, de las cosas, del tiempo: Nací a los treinta y tres años, el día de la muerte de Cristo... Segundo: va construyendo Un poco de infinito para el hombre. Después tejí un largo bramante de rayos luminosos para coser los días uno a uno. Tercero: va caracterizando ese mundo especial, desde su Yo en creación, ese mundo de contrastes y metáforas: Mi paracaídas empezó a caer vertiginosamente, tal es la fuerza atracción de la muerte y del sepulcro abierto. Mis miradas son un alambre en el horizonte para el descanso de las golondrinas...
Se suceden las comparaciones, anáforas, polisíndeton. Hipérboles, los epítetos y los retruécanos, con un juego incesante de agonía y placer, en una ininterrumpida sucesión de puntos y aparte: Mira mis manos, son trasparentes como las bombillas eléctricas... Hablo una lengua que llena los corazones según una ley de las nubes comunicantes... Y heme aquí solo, como el pequeño huérfano de los naufragios anónimos... Ah, qué hermoso... Qué hermoso... Veo la noche y el día y el eje en que se juntan...
La simultaneidad de las imágenes es casi absoluta y el autor pretende demostrar que el fin del poeta es crear una obra que viva fuera de él una vida propia, en un cielo especial. Va persiguiendo imágenes irreales en ese constante juego de combinación de elementos dispares. Circulares, opuestos, pero reales subjetivamente, gracias a la gran potencia imaginativa: Hemos saltado del vientre de nuestra madre o del borde de una estrella y vamos cayendo.
El asunto pone de manifiesto, metafóricamente, sus motivos internos tomando los del mundo objetivo, transformados, combinados y devueltos en hechos totalmente nuevos y particulares.
En uno de sus manifiestos había dicho que esas eran las técnicas necesarias para producir un fenómeno estético: El poeta no debe ser un instrumento de la naturaleza, sino hacer de la naturaleza su instrumento. Así lo expresa en este prólogo en el que a través de recursos como los ya anotados, la doble imagen, disociando la realidad, representa a la vez dos objetos que contienen en sí una doble “virtualidad” que logra combinar arbitrariamente los elementos que va obteniendo, tratando de aproximarse a la imagen pura, autónoma. Disminuye la precisión y aumenta el poder sugestivo de las palabras.
Con rapidez vertiginosa el autor atraviesa los planos del humorismo, la realidad, el desenfado y el ingenio “tarareando con desenvoltura y frivolidad aparentes, retruécanos y gracias traviesas que espejan como lentejuelas...”, al decir de Casino Assens.
Así es como en el prólogo nos pone frente a ese mundo que se ama no como se nos aparece, sino nublado por lo que él llama repetidas insistencias en el pecado original; un mundo que nos anticipa su poesía sensorial, visual, directa, antiafectiva, resplandeciente de creación pura, ya que su íntima contextura paradisíaca, de captación visional, casi inhumana, es así.
La ubicación del autor
Huidobro penetra el mundo ubicándose en un medio “superintelectual”, como fue el de la cultura Occidental en los momentos de aparición estallante de esta especie de fiebre del espíritu creador que fue el movimiento artístico de Vanguardia. No podía quedarse en un estadio contemplativo, de sentidos puros, no perturbados por la atmósfera exterior ni sumisos a formas e ideas preestablecidas o impuestas por el medio (rasgos determinantes de la sociedad de entonces).Irrumpe con afán de penetrar, de recrear creando intelectual y subjetivamente. Asume esa actitud desde el momento en que toma conciencia de su “inocencia” en calidad de virtud por sí misma divina. Esa “su inocencia”, toma el nombre de virtud creadora: El poeta es un pequeño Dios.
...Era el tiempo en que se abrieron mis párpados sin alas.
Entonces tanto en el Prólogo de Altazor como en el poema, logra los más diversos tonos imprevistos, encontrando colores y melodías, ritmos y dibujos mágicos-reales, hasta llegar, en desbocado quehacer imaginativo, a la creación humanizada y doméstica de un Cosmos particular que crea con el corazón en lucha con la realidad presente. En esa realidad y por esa lucha, se evade, sin perder de vista la necesidad de mantenerse en relación indirecta, a través de sus casi “super-objetos” creados subjetivamente con fuerte carga irónica (pasando por diferentes planos del conciente, hasta llegar a anularlo casi por completo), con un mundo que no es, que se crea en el ejercicio constante de inventar, de probarse y contemplarse a sí mismo.
Vicente Huidobro vivió en la época signada por el Etos vital de Rubén Darío, donde el carácter de la poesía, de la obra literaria, se encontraba no en la razón ni en el sentimiento, sino en la integración de ambos dentro de la vida. En un momento de profundización del YO, no cantando ya simplemente a los objetivos como en el neoclásico siglo XVIII, ni sólo en lo ideal y subjetivo como en el romántico siglo XIX, sino a la unificación de ambos, con tendencia a lo segundo, en algunos casos en objetos, productos de un especial proceso de captación expresiva, o genuinidades.
Es la lírica fenomenológica con términos filosóficos, lírica de la presencialidad particular , del símbolo, de la valoración individual, de la creación pura. De allí los nombres histórico-representativos que recibieron las principales corrientes de la etapa romántica: Parnasianismo, Simbolismo, Purismo, Creacionismo (Huidobro), Ultraísmo, Dadaísmo.
Los movimientos y los ismos poéticos que proliferan por entonces, corren paralelos y relacionados a los dos sistemas filosóficos de nuestra época: la Fenomenología o ciencia de los objetos ideales (Husser-1859/1937) y la Filosofía de los Valores (Scheler – 1874/1928), a las que se unen la Estética de la Expresión, del italiano Croce y la Teoría de la Razón Vital, de José Ortega y Gasset.
Este nuevo enfoque vital del siglo XX, en lo histórico, se pone de manifiesto con el paso de las “disgregaciones” producidas por el Liberalismo a ciertas “agregaciones” que, superando las áreas nacionales adquieren extensiones continentales, pasándose, en general, del nacionalismo al continentalismo.
En el campo sociopolítico se han enfrentado (por su gran cantidad de características diferentes) dos potencias: Asia rusa y América yanqui, de quienes intentó defenderse Europa en la primera mitad del siglo, elevando a “sueños imperiales” las dos últimas formaciones nacionalistas del siglo pasado surgidas tras la derrota napoleónica: Italia y Alemania. De las viejas nacionalidades europeas, Francia e Inglaterra siguen favorecidas desde el siglo XIX. Todos sufren “causas y consecuencias” de una guerra que los ha llenado de interrogantes, de dudas, inseguridades, de conceptualidades oscuras e inciertas.
Es así como para Huidobro el artista es como un Dios que determina las leyes de su producto. El artista se basará en sus posibilidades creativas, en su mito personal, en su desesperado ejercicio de inventar como un Dios, creando a cada instante, en la elaboración de sus propias experiencias, y penetrará en el mundo en una luchas constante, en una lucha especial que lleva implícitas potencialidades personales de penetración en lo existente, en busca de develación, y posibilitando una realidad nueva.
El artista, como fundador de la realidad y actuando con libertad e inocencia natural, traspasa el mundo pecador, haciéndolo aparecer resplandeciente, transparente de verdad inhumana, angelical. Sus palabras nos ayudan a esclarecer más estas apreciaciones: Os diré lo que entiendo por poema creado. Es un poema en el que cada parte constitutiva y todo el conjunto presentan un hecho nuevo, independiente... desligado de toda otra realidad que él mismo.
Considerando la literatura como Arte, en tanto creación pura-total, expresa: La historia del arte no es sino la historia de la evolución del hombre-espejo hacia el hombre-Dios. “Que el verso sea como una llave que abra mil puertas...”
El autor: su obra
Además de Altazor, poema cosmogónico que lleva al mayor de los límites los alcances imaginativos y los juegos verbales, Huidobro ha escrito un nutrido número de obras, entre las que figuran: Adán (1916-poemas) , El espejo de agua (1916-poemas), Horizont Carrié ( 1917-poemas), Tour Eiffel (1918) , Hallali (1918), Ecuatorial (1918), Poemas Árticos Manifiestos (1925), Mío Cid Campeador (1929), Cagliostro (1934).
Bajo las apariencias europeas de su poesía, la libertad y el inagotable espíritu de avance vital que nos transmite, ponen de manifiesto su americanidad ancha y virgen.

PÁGINA Nº 18

De verde.

Por Olga Zamboni (Misiones)

Que el verde es color de selva todos lo saben, aunque ahora casi no hay selvas en Misiones. Sólo pinos, plantados por la codicia y la imprudencia, pero el color aquel de selva virgen resplandece, flota como un eco perdido y a veces se plasma en visiones antojadizas. Verde de vida y brote verde, de los espacios altos donde una vez estuvieron encaramadas las orquídeas. Verde de ausencias.
Queda la bandera verde de los ecologistas y la mano verde del privilegiado que hace crecer todo vegetal o semilla que toca. Y en lo que a mí respecta, “Verde es mi color / color de verde luna es mi pasión”, solía cantar de chica luego de ver a un patinador errante que, de paso por el pueblo, se presentaba en música y giros a la concurrencia atónita.
La historia –o mejor: historias, en plural- que voy a contarles es de una variada policromía dentro del verde, pues me vino de diferentes bocas; con todo, creo que tienen contacto o en todo caso apuntan a lo mismo: el sentido profundo de ese color. Que, valga repetirlo, y esta vez sin canción, es el mío predilecto.
Vayamos por el principio.
Dos chicos, Paulina y Agustín, al dirigirse a la escuela bien temprano por la picada de varios kilómetros que los llevaba desde la colonia Sol de Mayo donde vivían, divisaron a lo lejos, delante de ellos, la silueta pequeñita de una nena. Les llamó la atención el color de su ropa, un vestidito verde, de un verde brillante, dijeron. Pensaron que sería la hija de los colonos recientemente instalados en la chacra del fondo. Esos gringos suelen usar ropas de telas raras traídas de Europa, dijeron, tal vez iba a inscribirse a la escuelita y sería una compañera más en el largo camino, pensaron. Corrieron tras ella pero no pudieron alcanzarla aunque usaron la mayor velocidad de sus piernas. La nena conservaba siempre la misma distancia y, lo que era sumamente extraño, se la veía de espaldas, sin darse vuelta para nada, aparentando una gran tranquilidad, como si anduviera de paseo. Agotados, los dos hermanos cayeron exhaustos al borde del camino, descansaron un rato. Al continuar la marcha no la vieron más. En la escuela no encontraron a ninguna niñita vestida de verde, dijeron. El suceso ocurrió por esa única vez.

El otro testimonio fue el de un camionero, Dionisio, que con su gigante GMC arrastraba troncos de árboles centenarios y los llevaba al aserradero de los Kazuba. Una mañana –era también muy temprano- la vio. Al borde de la picada, a su izquierda, caminaba unos pocos metros más adelante. Brillaba su vestidito verde. Pero él de ropa femenina no sabía mucho así que no le llamó la atención especialmente. Pensó que sería una alumna, como era habitual cuando entraba al monte a esa hora, y se dispuso a portarla hasta la escuelita. Pero no pudo alcanzarla. El camión avanzaba, pero la niña siempre estaba a la misma distancia, caminando tranquilamente al parecer y sin darse vuelta. Así siguieron, hasta que en la curva que desembocaba en la escuela la perdió de vista. Le pareció algo extraño pero no dijo nada, hasta otro día, en que la insólita niñita volvió a aparecer, muy lejos de allí, en el corazón del monte, cuando estaba a punto de desembocar con su camión en el obraje. Pero esta vez fue una visión rápida, un fúlgido resplandor de esmeralda que se perdió entre el amontonamiento de rollizos que constituían el cementerio de la selva allí instalado. Preguntó a los peones pero no pudo obtener más que un silencio ceñudo. Ellos cuchicheaban entre sí, tal vez de otros asuntos, dijo. No volvió a verla.

El tercero fue don Juan, pescador y yuyero, buscador de plantas silvestres, aunque él no vio niñita alguna, sólo el color –el verde- casi humanizándose en actitudes pescadoras. Amigo de andar por los arroyos, buscaba no sólo mojarritas sino también orquídeas para después venderlas a los turistas en la ruta. Un domingo de mañana en que pescaba sentado sobre una piedra, al borde del Tigre, vio a lo lejos lo que le pareció sería otro pescador, ya que divisaba la curva de una caña tendida. Una luz verde, que se le hizo era el rayo de sol filtrado entre la sombra, iluminaba lo que podría ser una figura. Empezó a caminar por el agua, saltando de piedra en piedra, buscando también helechos, que buen precio solían dar los puebleros por ellos, siempre que estuvieran lozanos. Tendría que apurarse y llevarlos antes de que se marchitaran. Pero caminaba y caminaba y la visión –en vez de acercarse- aparecía siempre a la misma distancia y en la misma apacible posición. Creyó estar mal de la vista. Qué voy a hacer, dijo, tendré que ir a hacerme ver, qué otra me queda, veo cada vez peor.
En un recodo en que debió salir a la orilla ya que el agua se había puesto más honda, lo perdió de vista. Dijo “lo”, porque el objeto o persona no pudo ser visualizado con claridad por don Juan. Esa vista me anda jodiendo, decía. Y nunca voy al oculista.

María Josefa estaba arreglando las rosas de su jardín, que se ofrecían en colorido y aromas a la vista de los raros visitantes que pudieran asomarse a ese rincón de la colonia. Detrás de la casita de madera, negreaba el rozado reciente y la incipiente plantación. Esa tarde la mujer estaba contenta: sol radiante, pimpollos y brotes en las plantas, qué más podía pedir. Y ya vendría el hijo de la escuela, contento seguramente con su señorita, que el lunes último le había traído de Posadas los marcadores de colores con los que tanto había soñado. María Josefa sonrió con el recuerdo y miró hacia el rozado. A lo lejos, Pedro carpía arrimando tierra a las plantitas de yerba, tiernas aún. Entonces fue cuando un velo le nubló la vista, o eso al menos fue lo que le pareció. Una nube verdosa avanzaba delante de Pedro, al punto que se le perdía la visión del hombre agachado. La nube fue tomando forma humana, se achicó hasta convertirse en una niña que caminaba, enhiesta en su vestidito verde brillante, tan brillante que le dañaba los ojos. Los cerró. ¿Sería la hijita del vecino, el polaco que tenía su chacra a unos tres kilómetros de allí? Era el único poblador de la zona. No sabía que tenía una hija, pero, ¿qué otra explicación podría dar? Cuando abrió los ojos, nada. Esta vista me anda jodiendo, pensó.

Nunca se juntaron Paulina, Agustín, don Juan pescador, el camionero y María Josefa, pero sus historias circularon por el lugar en un radio muy amplio, nombrándolos a ellos como testigos.
Tuve la suerte de escuchar las distintas versiones de esta historia que sin muchos detalles, más bien en su esencia. He intentado reproducir aquí. Ninguno de los informantes pudo dar una explicación a estas visiones, ni a la coincidencia de que todas ellas ostentaban una característica común: el verde. Iban vestidos de verde, el color de la selva, suponiendo que la selva aún pudiera existir por algún tiempo.
El color perdido, los árboles derribados, el clima verde húmedo desaparecido para siempre. Duendes selváticos, probablemente, vestían de verde los espacios-en-devastación, antes de desaparecer definitivamente, tragados por el afán desmesurado y depredador de los humanos.

PÁGINA Nº 19

Ilse Nilsen.

Por Patricia Suárez (Buenos Aires)

Se llamaba Ilse Nilsen, aunque de nórdica apenas si le quedaba uno que otro gesto, y el cabello de ese rubio que hacía que las gentes se volvieran a su paso para preguntarse si en realidad no sería ella albina. Estaba sentada a la mesa del comedor, frente a su padre, que no le hablaba. El se llamaba Karl y su madre Brigitte. Ésta obligaba a Ilse a llamarla Brigitte y no mamá, al parecer debido a su juventud y a su coquetería. Sin embargo, Ilse había visto que otras niñas cuyas madres eran tan jóvenes como la suya, llamaban mamá a su madre. Brigitte no quería escuchar estas razones y al padre el asunto este le parecía muy chistoso. Una vez, como a los siete años, había oído a través de la puerta a su madre comentar a unas gentes que el nacimiento de Ilse había sido un parto trabajoso y largo, y que luego del puerperio y del dar de mamar casi se le habían quitado las ganas de vivir. Es muy difícil criar un niño cuando se tienen dicienueve años, se excusó, tanto que es fácilmente comprensible el por qué algunas parturientas desean asesinar a sus bebés o, si no se los impiden a tiempo, los asesinan. Las gentes que estaban con su madre reunidas la habían festejado con una risa que a Ilse le pareció antojadiza y biliosa; y su tía Elisabet, de haberle ella contado lo que había hecho, habría dicho que quien escucha escondido detrás de las puertas oye lo que se merece. Su tía Elisabet y su tía Karin estaban desempacando las valijas para pasar unas semanas con ellos en la Argentina; después se llevarían a Ilse a Oslo. Ilse preguntó esa mañana a su padre cuánto tiempo pasaría ella en Oslo, pero el padre no se había dignado a contestarle o tal vez no la había escuchado. (Quizá el padre esperaba que ella se pasara el resto de su vida en Oslo). Era una pena, porque ella hablaba ahora el castellano a la perfección, aunque seguía pensando el mundo en noruego. ¿En qué lengua pensaría su padre el mundo? ¿Le sucedería como a ella? El padre había contratado a un chico, Sergio, que vivía pasando el Saladillo, y que iba todas las mañanas y le hacía practicar el castellano. Estaban en Argentina desde hacía cinco años, y ella pudo escribir sus primeras palabras a los seis años tanto en noruego como en español. Ahora estaban leyendo un libro que se llamaba "Príncipe y mendigo"; Sergio siempre estaba trayendo algún libro y haciéndoselo leer. Le gustaba estar con Sergio. A la madre le había dado últimamente el berretín de que Ilse debía aprender también el inglés, y que ella se lo enseñaría, puesto que lo dominaba a la perfección desde la infancia. Incluso consultó esta idea con Sergio, quien lo tomó con bastante indiferencia, ya que no podía dilucidar si esta idea significaba o no su despido de la casa. Cada vez que Sergio se marchaba, la madre lo acompañaba hasta el umbral de la puerta, y permanecía allí, estática, como un prisma de hielo atravesado por el rayo de una luz subtropical que generara en ella siete turbios colores. Pero la novia de Sergio se llamaba Laura Kretz. El padre, sin embargo, obligó a la madre a descansar mientras estuviera panzona y recién luego, cuando se hallara menos atareada, podría enseñar a Ilse el inglés. No fuera a ser cosa que se desgraciara el parto y el puerperio y se repitiera la historia que con el nacimiento de Ilse. El padre estaba enamorado de la madre. Le llevaba casi veinte años y nunca tomaba en serio nada de lo que la madre decía ni sus enojos. Una vez Ilse los había visto hacer el amor de pie, muy tarde en la noche, en un recodo de la galería. La madre se estaba quieta y blanca como una cala que pudiera suspirar y el padre le robaba el aire con sus besos. Pero sus sombras en la pared eran como la de un lobo parado en dos patas, aullando y con un conejo entre las fauces. Sus tías entraron en ese momento al comedor, la tía pequeña le acarició la cabeza. Su madre no quería a la tía pequeña, que en realidad era mucho mayor que ella, porque decía que había quedado loca de una insolación en unas vacaciones en China y hacía cosas impredecibles. Esto no era cierto: la tía Karin nunca había estando en China, aclaraba el padre, no obstante la madre acusaba a la tía pequeña de llevar una vida secreta que hasta los propios hermanos desconocían. Pero Ilse pensaba: ¿cómo pueden las gentes irse a China sin que otros lo sepan? La tía Karin siempre llevaba pastillas y chocolates con menta en los bolsillos y en ese momento la convidó con uno. La tía Elisabet puso su ajada mano de pájaro sobre el hombro del padre. Cruzaron unas rápidas palabras en noruego, porque suponían que a Ilse le costaría entenderlos, como si alguien pudiera olvidarse la lengua con que piensa el mundo y dice su propio nombre. La tía mayor había preguntado cómo se encontraba Brigitte y el padre había dicho que al cuidado de una enfermera, ya fuera de peligro y que se estaba reponiendo. La madre era fuerte como un olmo, su único problema era que se cansaba con facilidad y le surgían ojeras violetas debajo de los ojos, era un cansancio como un aburrimiento, igual que cuando llueve varios días seguidos en el verano. Había hecho una lista, la madre, de la que había elegido: Max si era niño, Ida o Margit o Marjorit si era niña. Pidió la opinión de Ilse y ella respondió que Anders era mejor para un niño que cualquier otro nombre -no podía explicar por qué pensaba tal cosa-, y que Ida le caía en gracia más que Margit porque le recordaba a la pequeña Ida del cuento de hadas, la que tiene siete hermanos que son gansos salvajes. Después preguntó a su madre si permitiría al niño o niña llamarla mamá en vez de Brigitte, pero la madre no le contestó. Había leído una cantidad inmensa de cuentos de hadas cuando era un poco más pequeña, de unos libros con dibujos que traía Sergio de una biblioteca municipal y que le leía en voz alta. Sergio tenía una hermosa voz pausada, y al leer, le daba a cada personaje una entonación diferente, acentos e inflexiones. Su tía pequeña había expresado a su padre que lo sucedido no era más que una niñería, que no había que darle importancia, que le había venido a Ilse la ocurrencia precisamente tras haber leído tantos cuentos de hadas. ¿No había pasado algo así en la Bella Durmiente? (La tía Karin quería decir en Blancanieves). Lo mismo que esa vez (la tía pequeña lo sabía por las cartas) en que Ilse había persistido en la tonta fantasía de que si se vestía con su ropita de los dos años no iba a crecer jamás, que la ropita iba a ser como un cerco para el paso del tiempo, y luego tuvo aquella crisis cuando reventó el vestido con los ositos y los botones saltaron por el aire y ya no los encontraron ni debajo de las camas. (¿Cómo llegó a saber la tía Karin que los botones saltaron por el aire?) También la tía Elisabet achacó la culpa a cómo afectan la imaginación los cuentos para niños y a la falta de control del padre y de Brigitte sobre el material que este muchacho argentino traía para su lectura. Ilse se preguntó trágicamente: ¿podía haber algo verdaderamente maligno en "Los tres cerditos", "Salchichita y Salchichón" o "El Sastrecillo valiente"? En aquella época en que Sergio traía estos libros, ella solía apenarse de que hubiera luego que devolverlos a una biblioteca. Entonces su padre le había prometido que en cuanto fuera mayor le enseñaría a tomarse el ómnibus y la dejaría ir al centro sola a comprarse libros. Tenía una alcancía de cerámica en la que echaba las monedas plateadas y doradas a la vez de un peso argentino que le regalaba su padre o su madre en días especiales; fue la que rompió para sacar de ahí el dinero para comprar las peras al caramelo y lo otro. También tenía una mensualidad, que su padre depositaba puntualmente en una caja de ahorros a su nombre en un banco de Oslo, para cuando ella fuera mayor y decidiera qué cosa estudiar en la universidad y en cuál país vivir. Ella no lo tenía todavía decidido; ella tenía nueve años y cuando caía una de esas tormentas con rayos y truenos aun le parecía ver sombras de brujas montadas en sus escobas atravesando el cielo. La tía Elisabet le dijo que allá en Noruega la esperaba Azul, un caballito que tenía la familia y que ella podría cabalgar a su antojo. La tía Karin le contó que allá la Reina Sonia era plebeya cuando se casó con el rey, una historia al estilo de Ricitos de Oro (la tía Karin quiso decir Cenicienta), y que el Príncipe Haakon se había casado también con una mujer plebeya, Marit, y que la iglesia fue decorada con diez mil rosas rojas. Las tías de Ilse habían asistido a la boda, y habían visto de cerca al niño que la futura princesa había tenido de soltera con otro hombre cualquiera al que conoció en una fiesta. El niño se llamaba Marius. Ilse no comprendió nada de todo esto: una princesa que había tenido un niño no con el Príncipe si no con otro hombre al que conoció en una fiesta, algo inexplicable. El padre ordenó a sus hermanas que se callaran, y sus hermanas lo obedecieron. Las hermanas, como zumbando, consolaron al padre diciendo que la juventud de Brigitte la hacía capaz de traer al mundo todavía veinte hijos, si así lo que quería; que no debía él amargarse. Luego, la tía Karin, suavemente, preguntó a Ilse si conocía la canción en la que el junquillo se enamora del sauce, e Ilse negó con la cabeza. Ahora, explicó la tía pequeña, no la recordaba exactamente, pero en Oslo ellas tenían la canción grabada en un disco por unos niños cantores muy simpáticos y allí aparecía bien claro el relato de cómo el junquillo elige como amante al sauce a pesar de estar indeciso entre dos o tres pretendientes, nada más que para no quedarse solo como un estúpido mirando la estrella de la Osa Polar en el cielo. La tía Karin preguntó a la tía Elisabet con los ojos si era efectivamente así la canción y la tía Elisabet dijo que no lo sabía, que la única canción que recordaba en este instante era sobre la solterona despechada que corta su corazón en trozos y se lo da a comer a un gato miserable. El padre reprendió a la tía mayor por venir con estos cuentos que a la larga traían más mal que bien, si no es que el mal estaba en realidad en la herencia, y con estas palabras dirigió una mirada torva a la tía Karin. El padre sugirió que salieran las tres al parquecito, donde Ilse podría enseñarles las especies de árboles y de flores tan particulares que crecen en la Argentina y que ellos cultivaban gracias a los buenos oficios de un jardinero chaqueño. Las tres salieron inmediatamente, no sin que antes la tía pequeña se calzara un sombrero de paja de ala muy ancha para proteger su rostro del sol que en ese clima (lo mismo que un sol chino) le hacía salir pecas en la piel. Caminaban por el senderito de piedras rojas, e Ilse iba enumerando un poco en español y otro en noruego, cuando había traducción, las clases de flores: achira, rosa china, jazmín del Paraguay, hortensia, madreselva, Santa Rita. Ninguna de las tías le preguntó sobre la sustancia con que había ungido las peras ni cuándo fue el momento en que su madre, para su propio pesar, las había mordido.

PÁGINA Nº 20 – POETAS OLVIDADOS

Ana Hilda Quinodoz de Villanueva.

Por Manuel Bande (Santa Fe)

Podemos decir que Ana Hilda Quinodoz de Villanueva fue una poetisa santafesina.
Advenimiento de la lluvia: Negras nubes se mueven con lentitud de siglos, / abultadas por el cercano alumbramiento. / Quieta como el agua está la noche, / rasgan el cielo a cuchilladas / relámpagos de acero. // Un gemido largo / atraviesa el silencio. // Sonoras caen las primeras gotas, / un olor mojado sube al viento. / La lluvia lava el corazón del hombre / y se hunde en la tierra seca y apagada. / El hombre se santigua y llora / con un llanto sedoso de niño / que ha encontrado consuelo. // Sueña con espigas celebrantes. // La lluvia canta.
Aunque nació en Nogoyá, Entre Ríos, el 19 de agosto de 1927, casi toda su vida y su obra se desarrolló en Santa Fe, donde integró la Comisión Directiva de la Asociación Santafesina de Escritores.
Los zapatos quedaron en el muelle: El espigón comido por las olas / tiende sobre el mar / sus ojos grises, / ahuecados de espera. / La bruma inmóvil / lo semeja / a un distante pájaro borroso. / Un rayo de sol / triste / le calienta las plumas / y abriendo con su puñal las aguas / se le aferra a los pies / de espuma y piedra. / Un ulular de voces / que se fueron / lo despiertan temprano en las auroras / para recordarle un barco / que iba sin capitán una mañana. / Aguarda bajo la niebla azul que lo corroe. / Tiene las plantas frías, / deshechas las sandalias, / agrietadas las viejas vestiduras. / Por un camino áspero y mojado / ella pasó / con la mirada ausente / un despertar de octubre. / Era el vestido blanco. / Los zapatos / quedaron en el muelle.
Parte de su producción literaria fue publicada por el Rotary Club de Santa Fe en los años 1962, 1983 y 1986. Y con ella obtuvo el Primer Premio y la Primera mención en el Concurso Nacional de Servicios Sociales para Jubilados en 1984, una Mención para Cuentos Infantiles en el Certamen organizado por Canal 13 de Santa Fe en 1984, de la Sociedad Argentina de Escritores en poesía en 1984, de la Asociación Santafesina de Escritores por su poemario "Campanas", además de otros premios alcanzados a través de concursos organizados por PAMI en 1985 y 1986, del Segundo Premio y publicación del libro "Cuentos y Poemas de Autores Argentinos” en edición auspiciada por la Dirección de Cultura y Educación de la Municipalidad de Ayacucho, Buenos Aires en los años 1986 y 1987 y la publicación de su libro “San Benito, mi ángel rubio" por la Editorial Entre Ríos en 1988.
El secreto del viento: Hay un jardín donde el viento / demora sus pisadas / para escucharte,/ para oírte jugar entre amapolas / y espigas perfumadas./ Se le escapa la prisa / cuando entra a tus regiones./ Quiero inclinar su cuerpo inhabitado / para que tú lo habites / y le digas las palabras./ Las últimas palabras / que dijiste esa mañana / cuando partiste tan temprano./ Cuando lo sepa / echará a volar con su secreto / hasta encontrar el borde / de las lágrimas que esperan / para decir que la palabra / fue tu nombre.
Integró numerosas antologías y publicó trabajos en Santa Fe, Santiago del Estero y Entre Ríos. Sus trabajos fueron publicados en nuestra Gaceta Literaria, en el Diario El Litoral, La Opinión de Rafaela, El Liberal de Santiago del Estero y en periódicos de Nogoyá y Victoria de su provincia natal.
Me uno al grito universal: Asoma la luz./ Recuesta su frente sobre el mundo. / La luna es un arco desvaído / que se apaga entre celajes rosas. / Las hojas de los árboles / son alas de plata que murmuran. / En la calle, los pasos se disuelven en las sombras. / Se multiplican y crecen los sonidos. / Avanza el día como un tren cargado / con estrellas. / Con su estrépito / va abriendo corredores, / estremeciendo los durmientes / de los montes / que sueñan despiertos. / Los pájaros ensayan partituras. / Me uno al grito universal. / Nace el poema.
Falleció en Santa Fe el 18 de agosto de 1988.
PÁGINA Nº 21

Así de breve.

Por Miguel Ángel Gavilán (Santa Fe)

Inicio aquí mi historia, la que será breve como el vuelo de los pájaros. Quizás porque se ha quedado en eso, sin tener más pretensiones que ser la breve historia de Milagros Noguera.
Yo, Milagros Noguera, nací y morí la misma mañana en que Ignacio se fue. Todavía llevo la imagen de su partida barnizada por la tierra del camino y por el apuro de levantar los ojos para terminarlo de ver. Desde allí supe, por las piedras, que ni el tiempo, ni el olor de las tunas maduras me lo traerían. El camino me confesó también que estaría lejos en cuanto yo cerrara los ojos para lavar su recuerdo y dejarlo como nuevo.
Antes fuimos felices. Antes íbamos a la feria y había guirnaldas de colores sostenidas entre el cielo y nuestras cabezas. La gente nos llamaba por nuestro nombre y no nos avergonzábamos porque la vergüenza era para los clandestinos.
Nosotros estábamos juntos. Habíamos sido felices. El campo era una cueva de eucaliptus y gramilla que nos protegía de la luz del sol y de la soledad verde en el pecho.
Fue una mañana sin ruidos y con flores recién abiertas que yo lo vi. Ignacio venía de un viaje con los del circo y su tropilla de caballos. Formaban una caravana. Las mujeres tenían vestidos largos. Los hombres, sobre las monturas o a pie, marcaban la velocidad y el ritmo del paso. Al llegar a mi casa, no pensé que se quedarían. Lo supe después, cuando apoyaron los baúles cerca del granero y me dijeron: "Nos quedamos unos días".
Yo era sola. Vivía con mi madre pero ella se murió. Me quedé con su ropa y con la casa. Ya eran mías, pero se volvieron más mías cuando puse a mi madre bajo la tierra, envuelta en una sábana blanca porque hacía calor. Mi abuela me hablaba de que los muertos sudan un agua gris hasta que se mueren del todo. No quería que ella estuviera incómoda entre las raíces y los gusanos. Por eso la enterré con la sábana sola y los ojos abiertos para que me pudiera ver desde la fosa, cada noche mientras le rezaba. Mi abuela decía que los muertos se vuelven santos cuando están muertos y que hay que rezarles para contentarlos. Yo también vivía sola cuando llegaron ellos. Los dejé quedarse porque eran gente rara. Había algunos que hacían piruetas y lanzaban al aire botellas de madera sin que éstas cayeran al suelo.
Ignacio podía saltar muy alto. Un día aflojó una teja al caer, de un solo salto, sobre el techo. Tenía una sonrisa sin apuro dibujada en la boca. Me invitó a bailar. Las noches suelen ser hermosas por esta región. Cantaban canciones en muchos idiomas y bailaban todos haciendo sonar tambores y flautas de caña. El aire de mi casa cambió, de pronto. No me dolía más la ropa de batista, ni la pintura roja que borraba a mis labios por miedo a la frialdad plateada de los espejos. La soledad no era más ese rumor hueco, perforando el medio del día o de la noche. Aquí una sale al campo y no encuentra otra cosa que la largura del cielo y la porosidad de la tierra.
Ellos bailaban. Me ponían collares con cuentas de vidrio y me dedicaban trucos en los que desaparecían vasos verdes o rojos y pañuelos. Ignacio, no. Ignacio dormía en mi cama. Todas las noches. Guardé la colcha violeta por él. Por él también, porque me lo pidió, corté las flores de los cactus para los floreros vacíos y para las fotos enmarcadas.
Él me bañaba de perfume con el canto del gallo y me trenzaba el pelo. Fuimos felices hasta que ellos se fueron. Guardaron sus instrumentos en las alforjas y se diluyeron de mi ventana junto con las carpas, los faroles apagados, los niños que corrían empujados por el viento.
Se fueron los otros. Ignacio se quedó. No sintió dejar a su gente por mí. Yo le había prometido la paz de un techo seguro. Lo quería para que me tapara ese aire del sur que levanta las cobijas a la noche o que hace bramar las ventanas y los escapularios de la cómoda.
Tuve conciencia de que no me quería por sus caricias rápidas. Por eso y porque no se daba cuenta del vestido azul que me ponía para rellenarle los ojos conmigo. Mentía bien cuando salíamos al baile. Nadie más que yo tenía claro que me iba odiando despacio. Tampoco lo conté. Quizás porque su odio me hacía saber que estaba acompañada.
Nunca se fue, hasta que lo vi perderse por el mismo camino que me lo trajo. Todavía puedo ver si me lo propongo, esa tierra pegajosa que se levanta al pasar un animal. La noche anterior ya no hablábamos. Estábamos cansados de no hacerlo. Junto al fuego, en la cocina, la saliva nos sobraba en la boca de no usarla. No tenía ni esperanzas de decirle nada. El ruido de los platos sobre la mesa se precipitaba ocupando todo el espacio, haciéndose lugar en el silencio nuestro. La gente como nosotros sabemos callar mucho, hasta que nos duele la lengua.
Al servirle la comida, detrás del humo, se le vieron los ojos. Me miró como lo hacía cuando se enojaba pero no le hice caso. Comimos un guiso hecho de un arroz que brillaba con la luz del sol atardecido. Me acuerdo. Cuando cortaba la cebolla bien fina y los pimientos, la luz rosada le daba a los granos un reflejo suave, amarillo. La abuela me decía que los condimentos deben ponerse a lo último. Ni antes ni después. Que deben ser frescos, que no se tienen que marchitar.
Nos habíamos cansado. Demasiados meses sin extrañarnos. Eso pensaba. Los tomillos estaban marchitos y el orégano también. Ignacio llegó del campo y no quise mirarlo para que no me viera. Se me acercó durante las horas que siguieron pero yo le hice creer que no lo veía. Era mejor así. Quise acordarme de los días en los que llegó. La primera noche entró en mi casa. Yo había cargado la palangana de losa con agua fresca para lavarle la tierra de los saltos y esas cosas que no gustan en la cama. Al entrar se quitó el cinto de cuero y se desabotonó la camisa hasta la mitad. Tenía un vello oscuro, igual que los hombres que luchaban en las épocas de mi abuela, antes de mi nacimiento. Mientras se lavaba, miró los retratos y se le armó una sonrisa en la boca. Se burlaba de lo mío. Lo dejé. Para que pelear en la primera noche.
Las hierbas triangulares tienen buen sabor. Los pájaros las comen. Yo no las probé. Ignacio, sí. Antes de ir a la cama dijo que el guiso no estaba mal. Ahí casi me arrepiento de dejarlo ir. Al dar vuelta la cara y ver la casa vacía como quedaría otra vez, me entraron intenciones de abrir la puerta de la habitación y abrazarlo fuerte. De decirle todo hasta lo último, que queda hecho borra en el pecho. Hasta abrí los ojos y la boca para hablarle pero no pude. Volví a dejar los dedos donde estaban, al costado del plato y del guiso humeante.
Él se fue. Yo me senté en uno de los escalones y comencé a escribir mi historia. Milagros Noguera. Esa era yo. También era la madera de mi casa, el polvo del camino. Era la cruz de la tumba de mi madre, las piedras, los pliegues del agua.
La noche antes no durmió bien. A su lado, en la misma cama, lo sentí moverse, plegar las piernas como si algo le doliera. Lo sentí incómodo, sin sueño. Hasta el amanecer no descansó bien. Cuando el sol estuvo alto, recién se durmió. Me dí cuenta porque el calor pegaba en los cactus. Corrió un viento fuerte que le agitó el flequillo.
Yo vestí, con las ropas de la primera noche, a aquel hombre que no renunció odiarme, hasta que se lo tragó la distancia. Yo le ordené los cabellos. Yo lo besé y me subí a una silla para ponerlo sobre el lomo del caballo que había ensillado. Todo eso es mío. Lo conservo para mí, a pesar de esta procesión fastidiosa de remover la memoria del último día. A pesar de los días que seguirán a esta confesión única, porque me pertenece, desde todos los dolores, para siempre.
Las hierbas triangulares siguieron creciendo frente a mi casa. No me animé a cortarlas. El veneno de sus hojas me recordaba las palabras de mi abuela, las recomendaciones sobre su buen sabor engañoso y sus recetas de cocina. Me traía el paso de un hombre, el único, por esta mi piel de Milagros Noguera. El paso de quien, sin querer, había iniciado esta historia mía, que sería tan breve como el vuelo de los pájaros.

PÁGINA Nº 22

El rayador.

Por Luz Mariel Ades (Buenos Aires)

Estábamos en casa, como tantas tardes provincianas. Jugar a la hora de la siesta era casi un pecado en el barrio en el que vivíamos. Ni las moscas se atrevían a volar por las cuadras desoladas y tranquilas de Ribera. Con la mirada fija en el televisor blanco y negro, mi mente vagaba afuera en la vereda. Imaginaba los miles de colores que tendrían las mariposas a esa hora, cuando nadie las veía.
Mamá estaba sentada en el sillón. Se apuraba a terminar de coser el pantalón de papá, el ruedo se había soltado mientras lo lavaba y el delito sería imperdonable si no lograba solucionarlo antes de que llegara.
Por suerte, él trabajaba hasta tarde, así que mamá y yo teníamos tiempo de sobra para hacer lo que quisiéramos sin sufrir sus gritos y resoplos detrás de cada una de nuestras palabras. Durante mi infancia, pensaba que eso era amor. Someterse a la mirada del otro, acatar las órdenes pretendiendo cariño, caminar sigilosamente para no despertar la conciencia ajena... ¡qué épocas entretenidas!
Yo enhebraba las agujas, para apurar el trámite. Y ese día, hicimos a tiempo. Papá llegó cansado y se tiró como un bolsa de papas sobre el colchón. Desde el cuarto le gritó a mamá que hiciera la cena. “Yo me voy a bañar y después como”. Jamás nos incluía en las frases cotidianas; tampoco en las actividades extras como los viajes a otros pueblos que no conocí. Mamá se sentó a la mesa de la cocina y llevó unas cuantas zanahorias que había pelado en la mañana. Yo la seguía de cerca, me gustaba sentir el perfume que su ropa exudaba con cada movimiento. La carne estaba casi lista en el horno y la cara de mamá se veía cansada, cansada como nunca. Apoyó el rayador en diagonal sobre el plato y, con los ojos apuntando hacia arriba, empezó a rayar las zanahorias. Cuando ya iba por la mitad, y las manos empezaban a ponérsele rojas, escuché con las cejas levantadas que papá gritaba desde el cuarto: “¿Puede tardar tanto una cena de mierda?”. A mamá se le llenaron de agua las pestañas, seguía rayando sin darse cuenta, con fuerza, con bronca. “Mamá, te estás rayando los nudillos”. Yo lloraba. Ella no sabía. Ya tenía los dedos ensangrentados pero insistía sin oír mis reclamos. “Mamá, te estás lastimando”, me acerqué para intentar separarla del plato. Era inútil.
Me quedé sentada al lado, viendo como las manos se le deshacían, como fue rayando de a poco cada centímetro de su brazo, de su cuerpo, de ella. Se rayó toda, y desapareció enfrente mío. Papá se acercó al rato. “¿Dónde está tu madre?” me preguntó. “Salió a comprar. Te dejó una ensalada”.

PÁGINA Nº 23 – POETAS LATINOAMERICANOS

Equis.

Este poema se deshace,
se desgaja en los pliegues del silencio
lentamente
intentando asirse al verbo,
a la sintaxis de tu ausencia
a un adjetivo que no existe.
Este poema se rompe:
Acaba de parir otro poema.
Se vacía de la forma y al fondo está el pronombre.
Mi corazón se muere de la risa
cuando me ve llorar.
Éste no es un poema.
Esto no es un poema.
Es un trozo incompleto del abismo,
un simulacro de fuga,
pura gimnasia cerebral,
todos los puntos suspensivos...

Jessica Freudenthal Obando (Bolivia)

Las muchachas sencillas.

Las muchachas sencillas
dudan que el mundo sea un balneario para lograr bronceados excitantes y
exhibirse como carne en la parrilla de una hostería al aire libre.
Las muchachas sencillas
no cultivan el arte de reptar hacia la fama
ni confunden a las personas con peldaños
ni practican ocios ni negocios
ni firman con el trasero contratos millonarios.
Las muchachas sencillas
estudian en liceos con goteras, trabajan en industrias y oficinas, rehuyen
las rodillas del gerente, hacen el amor con Luis González
en hoteles, en carpas, en cerros, en lugares sencillos.
Las muchachas sencillas
sé convierten en madres, en esposas sencillas, luchan largos años como sin
darse cuenta,' llenándose de canas, de várices y nietos. Y cuando abandonan
este mundo dejan por todo recuerdo sus miradas en fotos arrugadas y
sencillas.

Eduardo Llanos (Chile)

Cortesana.

Soy la mujer que duerme en la jaula con los leones
al meterse el sol.
Carne cruda como de sus pestilentes fauces
lamo sus recovecos denigrantes
y sin importarles,
prueban cada mes mi sangre.

Me he dejado ultrajar por conveniencia,


soy mansa por una retribución.
Abro mis posiciones para conseguir prodigios mayores,
mejores pagas.

Todas las noches meto al sol en mi cama
y caliento deshilachados cuerpos.
A veces suplico ternura desde el fondo de mi alma,
desde el encierro de mi jaula
repleta de vacíos inconmensurables,
pero ellos no escuchan.

El mundo me desprecia,
yo lo ignoro.
Vivo para alimentar a las bestias
con mi carne,
soy libre de volar si quisiera,
de escapar,
mas no tengo a donde ir...
Pertenezco a esta jaula.

Lina Zerón (México)

Diario para vivir.

Por qué hoy, señores, no hablamos
de la política de los besos en otoño,
de la economía de la nostalgia en tiempos de crisis,
del deporte de la dicha cuando llueve,
del arte de los amarillos en lo negro de la jornada,
del suceso simple de una flor que recibe picaflores,
de la vida que comienza y termina en dos cuerpos desnudos,
de la escena donde nunca bosteza la primavera,
del país que, aunque a mano, tenemos que aún levantar,
del editorial que elogie los nacimientos del día,
de la columna que relate cómo se construye un sueño,
del balcón que deje posar palomas y no viejas decrépitas,
del breve que sea un largo poema a la inocencia
y del suplemento que solo tenga artículos sobre jazmines.

Mario Rubén Álvarez (Paraguay)

V

No vimos los ángeles
pero los sellos se abrieron
nos escondemos
no queremos creer
el asombro es tanto.
Cantan su canción
los hombres azules
sueñan sinsentido
los niños sin sueños
árboles y carteles
profetas, adivinos
ombligos perdidos
se van
en el agua del río
en el viento norte.

Cae sobre los hombres
el noticiero
de las doce y media
se pierde la siembra
de maíz y soja
los violadores de amor
andan sueltos
y la desesperación
ya no tiene nombre
no tiene nombre.

A la buena de Dios
andan los ángeles
andan los pecadores
y por piedad o miseria humana
entre tal desatino
y la taza de café
pierdo la compostura
me saco la decencia
me instalo sobre tu cuerpo
y ayudo a tus espermatozoides
a morir en vano.

Amanda Pedrozo (Paraguay)

Sucede.

estar en la cuerda floja
es a veces una virtud
la duda llevada
hasta las carpas de oxígeno

a vuelo de pájaro
a veces el circuito abierto
el salto
la metáfora
aunque aceche acose
aunque espante

Sylvia Riestra (Uruguay)
PÁGINA Nº 24 – NOTAS DE PARIS

Paul Valéry, o el lirismo del intelecto.
A 60 años de su muerte.

Por Irma Bignon (Santa Fe)

“Lo que más me ha impresionado en el mundo, es que nadie va jamás hasta el final”. (Carta a André Gide, 10 de noviembre de 1894).
“Rechazo todas las mentiras intelectuales y no me satisface usar una ‘palabra’ en lugar de un ‘poder real’. Mi naturaleza tiene horror a lo vago. Siempre he detestado a la gente que no prueba nada. Odio la falta de verdad en las opiniones y hasta aún en las convicciones, porque todo eso va contra el espíritu, el que no concibo sino en estado puro, libre y riguroso”. (Carta a André Lebey, 1920).
“Los acontecimientos me aburren. Me dicen: ‘¡qué época interesante!’. Y respondo: los acontecimientos son la espuma de las cosas. Pero es el mar el que me interesa. Es en el mar en donde se pesca; es sobre él que se navega; es en él donde uno se zambulle... ¿Pero la espuma...?” (Carta a Pierre Louÿs).

Después de leer los fragmentos de estas cartas, donde afloran algunos pensamientos esenciales de Valéry, podemos acercarnos a su vida.
Paul-Ambroise Valéry nace el 30 de octubre de 1871 en Sète, ciudad de cuyo encanto marino y mediterráneo lo seduce profundamente. Cuando niño dibuja, colorea, interroga los objetos; busca la luz múltiple. Cuando joven, Baudelaire lo conquista. Y también alguno de los poemas secretos en los que se impone la gloria solitaria de Mallarmé. Y termina por encontrar a Gide.
Luego de una crisis sentimental, decide renuncian a la creación literaria para consagrarse a los valores que considera de mayor importancia: el conocimiento de sí mismo, el rigor y la sinceridad de pensamiento. Vive su tiempo como si hubiera querido vivir por encima de su tiempo.
En 1894, soñando con una carrera administrativa, se instala en París, retirándose al “claustro del intelecto”, como lo llaman sus amigos. Es un cuarto austero, amueblado con un pizarrón siempre cubierto de cálculos, reanudando así su relación con las matemáticas, a las que considera un entretenimiento del espíritu.
En lo sucesivo, Valéry ya está preparado para escribir una obra bella, arquitecturada, sometida al rigor del pensamiento como a la exactitud de la forma. Y su primer ensayo es, precisamente, “Introducción al método de Leonardo da Vinci” (1895). De esta manera confirma el apego al gran italiano cuyo nombre le hace recordar la virtud de una meditación de estética pura. Publica dos ensayos más: “La tertulia de M. Teste” (1896) y “Una conquista metódica” (1924), donde predice la expansión sistemática de la economía alemana.
El poeta que dormita en él se despierta por fin y su vida comienza a transcurrir en un mundo puramente lírico e intelectual. En 1917, a instigación de André Gide y de Gaston Gallimard publica el poema “La joven parca”, cuyo éxito es inmediato. De 1918 a 1922, con una facilidad sorprendente, compone nuevos poemas, como el famoso “Cementerio marino”. En 1923 reúne su extensa obra poética y la titula “Charmes”, de “carmina” en latín, refiriéndose a una suerte de sortilegio, fórmula mágica, conductores del canto poético.
En cada poema que escribe estalla el gran conflicto entre su espíritu lúcido y su inquieta sensibilidad. Así es como, en su “joven parca”, se evidencia la conciliación entre el azar mental (imaginación, instinto, sueño, pasión) y la inteligencia, la que se despega temblorosamente de su carne ante la luz del amanecer.
El tormento de Valéry se profundiza al concebir al nuevo y largo poema “El cementerio marino”, que compone con suma lentitud, casi febrilmente, jamás satisfecho, buscando nuevas combinaciones de expresión, queriendo reunir un monólogo de su yo con los temas de su vida afectiva e intelectual. Desde la primera estrofa, el poeta se ubica frente a la vida y la muerte. Pasa horas contemplando el cementerio de Sète que domina el mar, con voluptuosidad y una dilección que se torna cada vez más intelectual:
“Compuesto de oro, de piedras y de árboles sombríos,
donde tanto mármol tiembla sobre tanta sombra;
el mar fiel duerme allí sobre mis tumbas... ”
El mar es la calma de los dioses, siempre mutante, siempre lista para recomenzar; las olas se anulan en forma perpetua para desaparecer en la orilla. Riqueza del agua, riqueza del yo; unidad del agua, unidad del yo; persistencia del agua, persistencia del yo. El mar que siempre recomienza y el yo que no cesa de ser.
Desde 1925, año en que es recibido en la Academia Francesa, Valéry acumula cargos y distinciones.
La muerte del escritor ocurrida en 1945 marca el final de una generación literaria. Pero un acontecimiento sorprendente hace que su nombre salga nuevamente a escena: deja una cantidad tan grande de notas que nos damos cuenta de que ha escrito más que Balzac.
Durante años, cada mañana desde el alba, y durante muchas horas, escribe sus reflexiones, que son testigos de sus temas preferidos: el lenguaje, la sicología, la creación poética, el tiempo, el destino de las civilizaciones, la historia, el arte, el cálculo y la acción regulada de las cosas, cubriendo con su fina escritura 257 cuadernos.
Este año, en París, (a 60 años de su muerte) se publican 2 tomos más de los “Cuadernos de Valéry”, bajo la responsabilidad especial de Ediciones Gallimard. Haciendo un culto del yo, en estas notas practica la auto - observación y coloca su propio espíritu sobre la lupa del intelecto para observar su pensar. Las páginas están ilustradas con sus dibujos: una cabeza de mujer, un pez, un paisaje desolado, números, formas geométricas.
Todo es una continuidad de rigor lógico en la obra de nuestro escritor: desde “M. Teste” a “El cementerio marino”, de “Narciso” a “La joven parca”, de “Método de Leonardo da Vinci” a “Eupalino o el arquitecto”, en esta forma hasta llegar a los “Cuadernos”.
Como ensayista, Valéry enuncia y analiza con lucidez, inteligencia y una constante fuerza de expresión, las condiciones de toda actividad mental. Poco sensible a la influencia de las principales filosofías modernas (post-hegelianas y dialécticas, o bien fenomenológicas, aunque se encuentra muy cerca de ciertos temas husserlianos), se deja influenciar por el pensamiento bergsoniano, inclinándose al sicologismo.
Valéry ocupa, sobre todo por sus “Cuadernos”, un lugar eminente en la filosofía del lenguaje y en la teoría literaria, así como en epistemología.
El conjunto poesía-prosa de su obra presenta una notable unidad: se afirma como una búsqueda inagotable del yo. Su vida se resume en un andar tras el encuentro del “Espíritu”, ese “inagotable creador y transformador universal”.
Su último escrito en las hojas de “Cuadernos” data de mayo de 1945. Es “El Ángel”, un poema en prosa que traduce la emoción del intelecto brillantemente razonado de un hombre frente a su destino, en el momento preciso de su muerte. El poeta resuelve la situación del ser humano en calidad de individuo, concluyendo su último cuaderno de esta manera: “Durante una eternidad no he cesado de investigar y de no comprender. Era el ruego de la tristeza. Y de verdad, podemos llegar a descubrir la condición humana, conocer hacia donde vamos irrefutablemente, es decir hacia una muerte que es incomprensible, igual que la vida...”
Ese mismo año muere y es inhumado en Sète, según su voluntad, en el cementerio marino que él inmortalizó.