en el justo ejercicio de los días.
Nadie es la patria. Ni siquiera los símbolos.
Nadie es la patria. Ni siquiera el tiempo
sobre negros jardines.
como el perpetuo mundo. (Si el Eterno
de haber jurado en esa vieja casa.
que debemos salvar.
Nadie es la patria, pero todos lo somos.
ese límpido fuego misterioso.
Que otros se jacten de las páginas que han escrito;
a mí me enorgullecen las que he leído.
No habré sido un filólogo,
no habré inquirido las declinaciones, los modos,
la laboriosa mutación de las letras,
la de que se endurece en te,
la equivalencia de la ge y de la ka,
pero a lo largo de mis años he profesado
la pasión del lenguaje.
Mis noches están llenas de Virgilio;
haber sabido y haber olvidado el latín
es una posesión, porque el olvido
es una de las formas de la memoria, su vago sótano,
la otra cara secreta de la moneda.
Cuando en mis ojos se borraron
las vanas apariencias queridas,
los rostros y la página,
me di al estudio del lenguaje de hierro
que usaron mis mayores para cantar
espadas y soledades,
y ahora, a través de siete siglos,
desde la Última Thule,
tu voz me llega, Snorri Sturluson.
El joven, ante el libro, se impone una disciplina precisa
y lo hace en pos de un conocimiento preciso;
a mis años, toda empresa es una aventura
que linda con la noche.
No acabaré de descifrar las antiguas lenguas del Norte,
no hundiré las manos ansiosas en el oro de Sigurd;
la tarea que emprendo es ilimitada
y ha de acompañarme hasta el fin,
no menos misteriosa que el universo
y que yo, el aprendiz.
Un lobo
Furtivo y gris en la penumbra última,
va dejando sus rastros en la margen
de este río sin nombre que ha saciado
la sed de su garganta y cuyas aguas
no repiten estrellas. Esta noche,
el lobo es una sombra que está sola
y que busca a la hembra y siente frío.
Es el último lobo de Inglaterra.
Odín y Thor lo saben. En su alta
casa de piedra un rey ha decidido
acabar con los lobos. Ya forjado
ha sido el fuerte hierro de tu muerte.
Lobo sajón, has engendrado en vano.
No basta ser cruel. Eres el último.
Mil años pasarán y un hombre viejo
te soñará en América. De nada
puede servirte ese futuro sueño.
Hoy te cercan los hombres que siguieron
por la selva los rastros que dejaste,
furtivo y gris en la penumbra última.
El Hacedor
Somos el río que invocaste, Heráclito.
Somos el tiempo. Su intangible curso
acarrea leones y montañas,
llorado amor, ceniza del deleite,
insidiosa esperanza interminable,
vastos nombres de imperios que son polvo,
hexámetros del griego y del romano,
lóbrego un mar bajo el poder del alba,
el sueño, ese pregusto de la muerte,
las armas y el guerrero, monumentos,
las dos caras de Jano que se ignoran,
los laberintos de marfil que urden
las piezas de ajedrez en el tablero,
la roja mano de Macbeth que puede
ensangrentar los mares, la secreta
labor de los relojes en la sombra,
un incesante espejo que se mira
en otro espejo y nadie para verlos,
láminas en acero, letra gótica,
una barra de azufre en un armario,
pesadas campanadas del insomnio,
auroras, ponientes y crepúsculos,
ecos, resaca, arena, liquen, sueños.
Otra cosa no soy que esas imágenes
que baraja el azar y nombra el tedio.
Con ellas, aunque ciego y quebrantado,
he de labrar el verso incorruptible
y (es mi deber) salvarme.
Las causas
Los ponientes y las generaciones.
Los días y ninguno fue el primero.
La frescura del agua en la garganta
de Adán. El ordenado Paraíso.
El ojo descifrando la tiniebla.
El amor de los lobos en el alba.
La palabra. El hexámetro. El espejo.
La Torre de Babel y la soberbia.
La luna que miraban los caldeos.
Las arenas innúmeras del Ganges.
Chuang-Tzu y la mariposa que lo sueña.
Las manzanas de oro de las islas.
Los pasos del errante laberinto.
El infinito lienzo de Penélope.
El tiempo circular de los estoicos.
La moneda en la boca del que ha muerto.
El peso de la espada en la balanza.
Cada gota de agua en la clepsidra.
Las águilas, los fastos, las legiones.
César en la mañana de Farsalia.
La sombra de las cruces en la tierra.
El ajedrez y el álgebra del persa.
Los rastros de las largas migraciones.
La conquista de reinos por la espada.
La brújula incesante. El mar abierto.
El eco del reloj en la memoria.
El rey ajusticiado por el hacha.
El polvo incalculable que fue ejércitos.
La voz del ruiseñor en Dinamarca.
La escrupulosa línea del calígrafo.
El rostro del suicida en el espejo.
El naipe del tahúr. El oro ávido.
Las formas de la nube en el desierto.
Cada arabesco del calidoscopio.
Cada remordimiento y cada lágrima.
Se precisaron todas esas cosas
para que nuestras manos se encontraran.
PÁGINA 10 Y PÁGINA 11 – RESEÑAS DE LIBROS
Lejos de la corriente – Edel Morales - Ediciones Unión – La Habana – 2004 – 115 páginas.
Recién publicado por Ediciones UNIÓN, Lejos de la corriente reúne casi totalmente la poesía de Edel Morales, por lo que su lectura permite apreciar el rigor de su escritura. Porque no se desperdicia ni escribe con ligereza. Y aunque en buena parte de sus versos alude a temas cotidianos o de la intimidad, a vivencias efímeras o a una simple percepción del paisaje circundante, y con un lenguaje cercano, comunicativo, su poesía no se limita a impresiones de superficie. Quiere calar hondo, desentrañar e interpretar lo que está más allá de lo visible. Siempre una intención conceptual acompaña al efecto estético, nada es gratuito ni frívolo, todo aspira a significar.
A partir, entonces, de su propia historia, de su ámbito geográfico y familiar, desde su natal Cabaiguán hasta La Habana, en una aparente crónica poética, más que trazar un itinerario de su todavía joven existencia -ni siquiera de su experiencia sentimental -invita al lector a seguirlo en sus percepciones, en su indagación y búsqueda del sentido de todo lo que de alguna manera lo ha atraído, intrigado o estremecido. Su poesía va en pos del conocimiento, de la comprensión de la realidad que se le presenta o impone, de la verdadera naturaleza y lógica de los sucesos y las cosas, de pulsiones, móviles y esencias. Porque cree en el poder de intuición y de revelación de la poesía: ...miro a la gente que va y viene despacio junto al mar. / Y me pregunto con el muro a la espalda: ¿tan sólo será la vida / un tiempo posible?’
Por eso Morales no prefiere los interiores, las penumbras, los marcos cerrados, sino las claridades, la luminosidades, los espacios abiertos, libres, que le ayudarán a descubrir, como los esplendentes mares, la densa claridad de los trópicos, los cielos, los ríos, los puentes y los parques y calles de la ciudad, y muy en especial, las ventanas: …¿quién hizo más por el país? / Escucho esa pregunta desde mi ventana de pasajero / y siento lo efímero de las verdades eternas... También: …Una ventana / es siempre una pregunta /--abierta hacia la luz sin sombras / que engendra el mediodía.
El poeta busca todo signo o señal en su entorno que lo pueda conducir a la verdad, a la posible luz al fondo del túnel de la existencia: ... nunca encontraste una premonición. / Nunca una franja de aire o un alma de pájaro trasmutada / en el mar violeta que sobrescribía tus preguntas.
No por causalidad uno de sus libros se titula Escrituras visibles: “…Todo lo que puedes hacer es un lenguaje / iluminado por esencias / y por la belleza que ves en el conocimiento de las cosas. El autor intenta hacer visible todo lo que significa: ... Voy por los museos / tras la huella de un pasado / que da sentido a esta hora, / busco en mi vida / el destello inconfundible / que anuncie el momento del cambio, / la cegadora luz de entonces…
En sus textos hasta los cuerpos aparecen, se exponen preferentemente en su desnudez, o sea en su transparente verdad, sin velos que los oculten o disimulen: ... La felicidad adormece mi voz y luego se aleja, /mientras abro completamente desnudo la ventana / y miro. Y también: …En el otro extremo del mundo ella permanecía desnuda.
Pero en su caso no se trata sólo de ver y de saber sino también de juzgar, de abordar el ya clásico tema de lo bueno y lo malo, hurgando en el comportamiento humano, en su razón moral, las posibles contradicciones o incoherencias entre el ser y el deber ser, para evitar que no nos agobie con su fatalismo eso que se ha denominado tan certeramente el sentimiento trágico de la vida. Y podamos entonces encontrarle a ésta una justificación detrás de su dramática apariencia: …Edades / para alcanzar al fin la gran inocencia / --en la vida y en la muerte / hicimos / lo que se esperaba / de nosotros: ... O cuando más adelante dice él mismo de sus versos: ... perdura en ellos la magia antigua del cazador, su fiebre por encontrar la huella en la espesura / su destino entre el bien y el mal. / Los acontecimientos se revelan demasiado visibles, / demasiado vergonzantes para una escritura / sumergida en el smog y en la frialdad / de la época contemporánea.
Y en ese buscar la luz de la conciencia, o ese sol del mundo moral -como diría Vitier-, su poesía también se debate entre dar claridad, transparente legibilidad a las palabras, o caer en la tentación de las atmósferas alusivas, del lenguaje simbólico tan propio de la poesía y del lenguaje hermenéutico. Pero Morales sale airoso en su difícil intento de conjugar las dos tendencias, atemperándolas y reconciliándolas en sus versos, y logrando dotar a éstos, a la vez, de elocuencia y misterio.
Basilia Papastamatíu
(Buenos Aires-Cuba)
La voz sin amo – Rodolfo Alonso – Premio Único de Ensayo Inédito de la Ciudad de Buenos Aires – Alción Editora – Córdoba – Argentina – 2006 – 204 páginas.
Si como predicaba Stephan George, el poeta es llamado a dar testimonio de su presencia en el mundo, Rodolfo Alonso ha cumplido con generosidad ese deber, y no sólo con su propia obra, sino que acompaña a la prueba testimonial los documentos que sostienen tal testimonio, o sea el incesante asombro vital de sus lecturas.
Al leer las páginas de este libro uno comprueba de qué manera las lecturas que un hombre realiza durante su vida, llegan a constituir una verdadera auténtica, recóndita biografía. Quiero decir, los lectores somos también los libros que leemos a lo largo de nuestros días.
H. D. Thoreau requería a cada escritor que, tarde o temprano, hiciera un sencillo y sincero resumen de su vida. Rodolfo Alonso también ha respondido cabalmente a ese requerimiento y nos entrega, con generosidad inusual, las claves de su propia obra, con la integridad de su conducta como ser humano y como poeta. Al realizar el inventario de sus lecturas –-Rimbaud, Dante, Baudelaire, el digno Saint-Pol-Roux, víctima de la barbarie nazi, y tantos otros--- hace también el recuento de su propia vida, sus experiencias en el placer y el esplendor de la obra de los demás, de la gloria de la lengua y de la dignidad de las palabras.
Un proverbio finlandés enseña que a medida que envejecemos rejuvenecen nuestros males. Si esto es cierto no lo es menos que, a medida que transcurren los días de nuestra vida, se acumulan los momentos felices que hemos vivido, las lecturas que han alimentado nuestros sueños, la certeza de no vivir en vano, nos dan un cobijo, dulce cobijo, que nos salva del olvido, que añeja y dignifica esos instantes, que son las verdaderas cifras de contar. Todos en realidad estamos solos, pero es el poeta el que desvela un fragmento de la verdad final de la soledad.
Rodolfo Alonso nos da una visión sesgada, digna y humilde de su propia vida a través de las páginas de otros, y eso, además de honrado, hace mucho más imprescindible y placentera su lectura.
El inventario de las meticulosas lecturas de que da testimonio Rodolfo Alonso nos hace pensar en las operaciones selectivas de la memoria, su entendimiento y su alma son como esas cribas en la que los buscadores de oro de la puna recogen las pepitas del puro metal en los torrentes de la cordillera, la arena cae, el oro queda.
¿Para qué cargar la memoria con lo que no sirve para nutrir, admirar y consolar el corazón? Y también nos hace pensar en la frase nostálgica de los Cahiers d’André Walter: “vivir profundamente aunque el tiempo nos acose”.
Héctor Tizón
(Jujuy)
De Raíz, Flor y Fruto – Nicasia Baunaly – Buenos Aires – Instituto Literario y Cultural Hispánico – 264 páginas.
Recibir un libro de impecable impresión tipográfica, de una muy querida y reconocida poeta (escritora) tucumana, nos regala el placer de su presencia estelar y gozar de su poesía íntima, cósmica. “Sus versos son cristales armónicos, sus imágenes lucen delicadas pero poderosas. El efecto de sus páginas es de una engañosa llaneza de la que cualquiera podría creer ser autos. Basta sin embargo con intentar la redacción de una sola de esas páginas para librarse del engaño”. Lo dice con singular acierto Samuel Schkolnik al comentar la obra en la contratapa del lirbop. La tapa fue diseñada por Nicolás Maisano (h). cinco capítulos componen el libro: “Consolación”, “Rumbos interiores”, “Tarde o temprano”, Tiempo por su cauce”, Los ojos de la niebla” y en cada uno desborda todo su interior. Así, en “Esta historia no tiene protagonistas” en el ítem IV nos dice: “El hombre está cansado de tanto pasado, / la humanidad avanza apartando los huesos del camino / Todos los insepultos de la tierra gritan en otras bocas, / las multitudes están solas / y escuchan un silencio / cada vez más profundo y más terrestre. // La historia es esta caída que no termina nunca / quien trata de aferrarse a lo perenne ha enloquecido /…/ Quien busque redimir y redimirse, / quien sienta que no se salva de la sangre del otro, / quien se esfuerce en asir el corazón de los pueblos / y la lógica humana de la historia, // ya esperó totalmente su esqueleto en la niebla, / ya se quedó vacío / se murió de dolor y no lo sabe.”
En la evocación de su padre, resume en pocos versos toda su vida familiar.
“Te debo yo esta noche y este día. / Tú estuviste primero. / Hiciste el pan, la casa, el mediodía, / creciste el mundo, el gesto, la palabra, / y un día entre otros días / me invitaste a llegar. //…/”. También evoca a su madre: “Cómo decirte, madre, / ahora que te ahondas en la tierra / en tu oscura mortaja de raíces, / que estoy aquí, / buscándote entre cosas que supieron tus manos, / ensaya para mí una canción de cuna / o una sola palabra, la viajera, / la que venga de lejos, / desde la otra orilla de este río, / desde la otra orilla de esta endecha, // una vez más, esfuérzate en amarme, // (no me enmudezcas, madre, / que de eso, / se encargará a su tiempo la señora sin sueño).”
Nicasia Baunaly: “ha sido tocada con la gracia de transmutar la realidad en la sustancia del verbo”. No nos extrañaría que algún inspirado compositor pusiera música a sus versos.
Manuel Bande
(Santa Fe)
Traiciones – María Isabel Clucellas – Editorial Metáfora – Buenos Aires – 2005 – 199 páginas.
“Largos, interminables, desgastantes, los días se habían sucedido, inevitables, con su eterna ronda de noches, noches de insomnio, de impotencia, de espera dolorosa, inútil, estéril.
No. No fue así. Ella lo consignó como un hecho, una anticipación cierta de algo que no se produjo. Sólo un deseo, el suyo, un deseo inflexible, inclaudicable tal vez, pero sólo eso, un deseo.
Los renglones torcidos, piensa, después de resistirse durante varios días a creer en los hechos. Una defensa. El golpe que acaba de recibir es artero y muy duro.
¿Sería su destino sumar traiciones? Traiciones de sangre. Ahora, traición de los propios.”
Este fragmento de la novela Traiciones, de María Isabel Clucellas, es representativo del nivel de comunicación que la autora establece con sus lectores. Los hace vivir, compartir, involucrarse, acompañarla en cuestiones que, con singular destreza –manifestada anteriormente a través de Los que esperan, El jurisconsulto, entre otras- despliega ante ellos de manera auténtica y realista, dificultándoles el aislamiento del anecdotario básico indiscutible capturado entre redes netamente ficcionales.
A lo largo de Traiciones, se percibe la lucha de la protagonista contra el propio desaliento, la propia desilusión, y su denodado batallar contra una maraña de intrigas, difamaciones, inmoralidades, torpezas y codicia.
La anécdota enfrenta su compromiso ético, su obligación vincular, no sólo a los acostumbrados conflictos sucesorios sino a las dolorosas traiciones de su propia sangre.
Un enfrentamiento donde cada batalla ganada con apasionamiento se transforma en auténtica aflicción ante la pérdida de lazos afectivos.
Sin embargo el empeño de su personaje por no renunciar, por proseguir la lucha hasta alcanzar la satisfacción del deber cumplido, hasta alcanzar la paz con el mandato interior de su conciencia, bien pudiera constituirse en ejemplo a seguir ante otro tipo de conflictos. Y si algo de la personalidad de María Isabel Clucellas ha sido transmitida a su heroína en la ficción, no duden ustedes que, la suya, debe ser una naturaleza descollante.
Norma Segades – Manias
(Santa Fe)
Áspero cielo – Jorge Isaías – Editorial Ciudad Gótica – Rosario – 2006 – 85 páginas.
Lo primero que me impresiona es la sobriedad, el despojamiento: ningún adorno, ni colores, ni imágenes. Junto a la sobriedad, la modestia: el nombre del autor, en letras pequeñísimas, apenas legibles. Un poco más grandes, pero tampoco demasiado, las letras del título, y nuevamente en letras pequeñas, el género. Casi imperceptible, la editora, apenas reconocible en sus siglas.
La contratapa, en cambio, me ofrece no lo que esperaría de la costumbre, es decir, algún comentario sobre el libro, sino la abrumadora biografía literaria del autor, premios y reconocimientos incluidos.
Hasta ahora, nada sé del libro, todo lo que las tapas me dicen lo sabía, y me pongo a pensar en el título.
Nada puede ser menos áspero que el cielo, pienso. En realidad, nada puedo saber de la textura del cielo, de su tacto posible o imposible, de su probable intangibilidad. ¿De qué asperezas me hablará este libro? Recuerdo vagamente otro libro que hablaba de asperezas, de otro autor, y no de poemas, sino de ensayos críticos, que se llamaba (lo traduzco, porque era en portugués, pero es casi idéntico en nuestra lengua) El áspero oficio. De oficios hablaba otro título, este sí de Isaías, eran los Oficios de Abdul, nada ásperos, en realidad. Jorge, por otra parte, y para volver con mi pensamiento al áspero oficio de la crítica, no ejerce la crítica escrita, en general, ejerce sólo la escritura poética, abarcando en ella sus relatos. Cuando ejerce la crítica, lo hace en ese género hoy casi perdido y que deberíamos recuperar para este y otros ejercicios: la conversación inteligente. A todo esto, desde el momento en que recibí el libro y empecé a jugar con el sentido de sus tapas, hasta que pudiera abrirlo y leerlo, pasaron algunas horas, en que el juego se dio mientras me ocupaba también en otras cosas.
Cosa extraña a mis hábitos, leí los poemas unos tras otro, desde el primero al último, sin saltear ninguno, sin retroceder ni avanzar, siguiendo el orden de los números romanos que encabezan estos brevísimos poemas sin títulos. Los últimos, creo, ya los leí entrando en el sueño, y en realidad no sé si fueron leídos o soñados...
Me olvidé de que buscaba asperezas... y ese no fue el único olvido. Olvidé que suelo dormirme a las pocas líneas de lectura, olvidé que la lectura nocturna es un modo de no pensar en esa suspensión del tiempo que me asusta en la noche, olvidé (y es el más dulce olvido) que debía leer el libro para decir algo de él. Lo leí, simplemente, porque no pude dejar de hacerlo.
Del primero al último poema, el libro en realidad es un solo poema compuesto de 37 partes. Cada uno de los poemas que componen el poema puede, no obstante, leerse en forma independiente. Pero luego de leer el primero, que se abre con la imagen de una noche y su silencio, y en el silencio un largo gesto de amor, la lectura se desliza sinuosa, por los meandros de ese río que la mancha gráfica traza en el papel. Si lo áspero está en ese río, que es, como todo río, también un cielo reflejado o invertido, es la aspereza agridulce de una piel de durazno.
Puedo decir, de la primera impresión de esa lectura, que Áspero oficio es un poema de amor. Y el amor, lo sabemos, es un cielo levemente áspero...En medio de ese amor, que ama las lluvias y las estaciones, los pájaros y la mujer, el viento y los caminos, anda el poeta con “un andar en calma / como pisando vidrios...”(poema 10); anda “con un cuaderno / lleno de versos...” (poema 36)
De todas las imágenes que el poema-libro teje, minucioso trabajo de artesano ensayando las infinitas maneras de decir el amor, quiero quedarme con esa del poema 36. Sencillamente, como un niño que ensaya sus primeras letras, el poeta con su cuaderno de versos ensaya en colores sus arañitas... Con el cuaderno, lo imaginamos, va a todas partes, con el poema interminable que escribe a todas horas, hasta que llega a detener su gesto en el momento en que declara su rendición. El último poema, el 37, no el punto final sino la suspensión del aliento en el momento de tomar su cuaderno y entregarlo, se confunde con el momento total, la culminación de una búsqueda, la consumación del amor:
Un robledal / arde / en la lluvia / y entre tus piernas / soy el vencido feliz.
Nada puede ser menos áspero que el cielo, había pensado antes de leer el libro. Luego, al leerlo, sentí que el amor era ese cielo levemente áspero. Después de leerlo, pienso que la aspereza es sólo un artilugio del lenguaje, la falsa cobertura que las palabras fingen para la claridad: esas breves insinuaciones de desazón que en el poema se entretejen para hacer que no veamos a simple vista lo que brilla más allá, pese a todo desengaño. En el poema 25, recuerdo ahora, el que habla de la historia, el poeta nos ha hablado de las claves secretas, de la transparencia que opaca el entendimiento, nos ha dicho que “lo real no es lo que vemos”.
Si hemos recorrido la marcha fluvial de este encadenarse de poemas en un poema, hemos ido trazando con él un camino secreto. Más allá de lo que vemos está lo que el poeta ve. En nosotros está verlo. Intentar, al menos, ver, en ese trazo secreto, otro posible cielo.
Graciela Cariello (Rosario)
PÁGINA 12
El profesor
por Patricia Suárez (Rosario-Santa Fe)
Ellos llegaron cuando murió el Profesor Douglas. En la investigación hubo cierta confusión acerca de cómo ocurrió su muerte: la policía había encontrado arsénico en una alacena. Nosotras dudamos, entonces, del supuesto infarto que declaró el forense en el certificado de defunción. La gente se preguntaba qué motivos habría podido tener esa alma buena del Profesor Douglas para suicidarse, tan querido como era por sus alumnos, y con todo el respeto que le tenían sus colegas de la Cultural Inglesa, y nosotras meneábamos la cabeza de lado a lado y decíamos: Ningún, ningún motivo tenía para matarse.
Yo lo consideraba un hombre tranquilo. Y mi hermana Isabel le tenía cariño. Una vez que hablé con él, él me dijo:
-¡Ah, Lilián! En un crucero que viajara por el Caribe, yo hubiese tenido una propina de muchos dólares; hubiese sido un muchacho vanidoso. Habría estado siempre de viaje.
Después, cuando llegaron ellos, extraños como nos resultaron, nuestras preguntas se extinguieron igual que velas al fin de una jornada, y nos conformamos con pensar que tampoco el Profesor Douglas iba a quedar para semilla.
Al parecer, la señora que vino a buscar el cuerpo era su hermana. No vivía, sin embargo, en Nueva York, de donde era el Profesor, sino en Seattle, bastante más al norte y en la costa del Pacífico. Sabemos, gracias a las películas, que Seattle es un lugar donde siempre está lloviendo.
La mujer no era bonita; tenía pómulos altos, como una tártara. Su mirada era franca, frontal: estoy segura que esa mujer creía que los ojos son las ventanas del alma. Miraba como si creyera, verdaderamente, que a través de los ojos se ponían en evidencia los pensamientos.
El marido de la señora, en cambio, se nos fue borrando, con el paso del tiempo. Me quedó la impresión de algo gris, como de un día en el que las nubes se van juntando para formar la tormenta. Nadie, ahora, se acuerda bien del color de los ojos de él, ni tampoco quedó en nuestra memoria su color de tez, más allá de que era lo que uno podría llamar, caucásico. Ha pasado por entre nosotros como un fantasma. El apellido de él era Ferguson.
Se instalaron en la casa del Profesor. Isabel fue y les pidió algunos libros, de los que eran de él, en recuerdo. La dejaron elegir. Mi hermana se llevó cuatro. Las hojas de esos libros ya se estaban poniendo amarillas. Uno de ellos estaba subrayado con tinta negra. Decía algo así: "¿Te acuerdas, Ninón, de nuestro largo paseo por los bosques? No sé por qué, me acordé ayer tarde de nuestras viejas cosas, de aquella larga, larga caminata." Y más adelante: "¿Te acuerdas? Daban las once; la habitación, estaba apenas iluminada por una lamparita, sus débiles resplandores luchaban en vano, en vano con la sombra."
Los Ferguson no habrán estado, en total, más de dos semanas: para nosotros fue como dos años. Nos separaba de ellos nada más que una cerca de alambre y un roble cochambroso.
Por el olor a fritanga que nos llegaba a la mañana, dedujimos que ellos desayunaban como se ve en las series: huevo y tocino -que creo que es lo que acá llamamos panceta.
En general, al promediar el mediodía, la señora Ferguson salía con su cámara fotográfica y se metía, ya sea en el Richmon o en Los Inolvidables. Hay que pensar que esos son billares para hombres, y que los hombres que se reúnen en los billares tienen como un aire de marinos en altamar.
La señora Ferguson, forjada con el metal de los audaces, se metía en el billar, y entre los silbidos feroces de los hombres, los fotografiaba.
Supongo, claro, que ella se creía protegida por su flacura y por su fealdad, de la maldad de ciertos hombres.
Cuando salía del billar, se la veía alterada, semejaba un caballo corcoveando y con las dos manos en el aire.
El señor Ferguson la esperaba en la vereda, sudaba por entre las fibras del ambo de piqué, y suspiraba:
-Francés, please.
(Él pronunciaba "please" como si "please" fuese una palabra muy larga.)
Y ella le sonreía:
-Oh, Curtis.
Día a día repitieron las mismas palabras, y luego el sonido de los suspiros y las disculpas era apagado por el espectáculo del sol, cayendo detrás del río y de la isla.
Unas tardes antes de partir, la señora Ferguson vino a verme. Quería que yo le enseñara el nombre de los árboles de aquí. Eucaliptus, ceibo, palo borracho, paraíso, sauce. A lo mejor ella era botánica en su país. La palabra "sauce" le causaba risa. Pronunciaba "soz", "salsa", en inglés. Repitió las palabras hasta aprendérselas de memoria. Eran nombres de árboles que yo conocía y de los que había fotos en el diccionario que tenía Isabel. Después se fue. No recuerdo que me haya dado las gracias.
Al miércoles siguiente se habían marchado. Se llevaron las cosas que pertenecieron al Profesor, y dejaron la casa vacía.
Entonces, me di cuenta que yo había pasado mucho tiempo pensando en el Profesor Douglas.
Cuando vivía, él tuvo un cuzquito en un tiempo. Como a veces no podía sacarlo a pasear, lo hacía Isabel. Lo llevaba de la correa hasta la plaza y ahí lo soltaba.
Ella decía que lo hacía porque el Profesor era simpático y buena persona. El nunca le decía Isabel: la llamaba Elizabeth. Ignoro por qué. Yo creo que ella estaba enamorada de él; a ella no le importaba que él la llamara Elizabeth.
El perrito del Profesor usaba un collar muy fino, de cuero de antílope. Era gracioso: tenía una mancha negra que le cubría el ojo. El Profesor decía, decía que aquel perro era un hijo para él, y que, verdaderamente, el animalito le había enseñado que son más dignos de amor los perros que la gente.
Era el tipo de argumentos que Isabel detestaba oír. Escuchaba esas cosas y movía de lado a lado su larga cola de caballo negra como un giroscopio.
En aquel entonces, yo no entendía.
Al final, el perrito se enfermó de algo grave, no recuerdo de qué, y el mismo Profesor Douglas hubo de sacrificarlo. No vimos que él llorara.
Igual, después, hubo veces, en que él salía a dar la vuelta de manzana, solo: si se topaba con Isabel sabía decirle que desde que el bueno de Duke había partido de este mundo, él no se sentía la misma persona. Él, el Profesor Douglas, decía que se sentía como la cáscara de un limón, de un limón, así dijo, después que fue exprimido.
Me estuve acordando de las palabras del Profesor Douglas durante un tiempo, cuando su casa quedó deshabitada. Me vino a la mente una frase, de un libro que él le había prestado a Isabel. Decía "¿Somos acaso burbujas de jabón sopladas por un niño?"
Un día ella me lo dijo. Que él nos espiaba a través de la ventana, que ella sabía que él nos espiaba, a la noche, cuando dormíamos, y ella lo dejaba, lo dejaba porque, dijo mi hermana, así era como si él velara nuestro sueño. Ella jamás se hubiera atrevido a decirme que lo que él hacía era una perversión. Ya lo creo. Y sin embargo, yo me pregunté, algo después y para mis adentros: ¿qué es lo que él miraba cuando nos miraba en la noche? Él, el Profesor Douglas, ¿qué?
Miraría, tal vez, el camisoncito de batista blanca con pintas rojas que usa Isabel, lo habría visto subir y bajar a la altura de su pecho; habría mirado el brazo que deja caer fuera de las cobijas cuando duerme; habría visto esa sonrisa ingenua que ella pone en el sueño, y que, cada vez que la veo así, creo que finge dormir, lo creo verdaderamente.
También, claro, me miraría a mí.
Después, mi hermana y yo pensamos en él un tiempo, en cómo era y en las cosas que él hacía. (Yo no lograba imaginarme al Profesor cruzando los alambres de la cerca para vernos; nunca había oído sus pasos, seguramente él tendría los pies de cera.) En el perrito, en Duke, también pensamos, ¡tenía aquella mancha tan graciosa! Nos preguntábamos, claro está, si en la lejana y lluviosa Seattle los Ferguson se acordaban de vez en cuando del Profesor Douglas como acá nos acordábamos nosotras. Después, ni eso.
El Profesor, el perrito, el señor Ferguson sudando al rayo del sol y su mujer flaca con ese aire de reloj de péndulo que le daba el tener la cámara de fotografía todo el día colgada del cuello, y las cosas que fueron, también cayeron en el olvido. El olvido tiene una boca tremenda. Ya ni en el billar piensan en la señora Ferguson. Pasó y desapareció como una sombra.
No sé siquiera si Isabel se acuerda de vez en cuando de aquel cuzquito del Profesor que ella solía sacar a pasear. Al fin y al cabo, pienso, ninguno de nosotros va a quedar para semilla. Y menos todavía, claro, menos todavía los recuerdos.
PÁGINA 13 – POETAS ARGENTINOS
El oro de Irlanda
En la pensión rasposa me sirven el huevo frito con
forma de corazón. Es Dublin.
Estrecho pero tenaz, el Liffey tan verde, tan amargo,
serpentea.
Las comisuras de los labios degustaron la última línea
de cerveza. La camarera regresa a casa que no es
Tiflis donde fue banquera diez años sino este suburbio impronunciable pródigo
en kas, intolerancia y sonidos
guturales.
En Dublin amanece primavera en las ovejas recién
paridas y los tojos estirados a más no poder.
Y sollocé ante la abrumadora belleza del Niño
rubicundo del Ucello.
Para dormir atiborrarse de mística porque la noticia es
el nuevo evangelio de los seguidores del Iscariote,
donde, según la fuente el propio Cristo predijo a
Judas, “sacrificarás al hombre que encarno”.
El franciscano que me bendice desde su eczema
porque es domingo de ramos cuenta que estuvo 40
años en wonderful zimbabwe declara que el
susodicho gospell es falso, falso, falso oh yes.
Mi Ucello de su cielo se encoge de hombros: -qué,
pero qué nos importa! Seguí caminando por la línea
de la vida, sin apuro, nena, pero seguí.
Gracias por el resplandor, por los leprechauns tan
traviesos que por fuera desordenan las cacerolas y
por dentro los sueños más densos. Siempre con
estrépito.
Anacrónico, el granizo confunde a los junquillos del
lindero.
Soy torcaza migradora y querendona y mi corazón
se merece el oro de Irlanda
Tomé contacto por primera vez con el arpa irlandesa
en una pesadilla antigua y cochambrosa: Arpas
innúmeras tocaban al unísono lamentándose de
algo que hasta hoy mejor no saber.
Un baturrillo de osamentas martirizadas, cruces,
cadenas de hierro y de oro, maderamen podrido de
celtas, druidas y vikingos abonan la capa más
insensata de esta tierra.
El tesoro que custodian los leprechauns es ilusorio
porque a las pocas horas se evapora.
¿Y qué nos queda entre las manos?
Tomar el pulso con delicadeza al trébol y auscultar
Ausucultar el cielo.
Luisa Futoransky
(Buenos Aires-París)
¡Felices Fiestas! ¡Felices Fiestas!
Esa tarde eran siete
cuatro varones y tres niñas
jugando a la mancha sobre el montículo.
Después de un largo rato
transpirados de cansancio
cuando el sol brillaba sobre latas vacías de tomate
sintieron voraces mordidas en el estómago
y se sentaron a buscar algo comestible.
Natalia, la mocosa de cinco años
la de piernas como palitos de helado
encontró un pedazo de guirnalda dorada
la enlazó formando un efímero corazón brillante
y le gritó a sus amigos:
Felices Fiestas!!, Felices Fiestas!!
y rió con picardía
como un esmirriado ángel de alas rotas.
Aldo Novelli
(Neuquén)
Septiembre.
Caminos van de mí
hacia la mañana.
Yo tejeré de nuevo
en los telares del aire
los lúdicos tapices
y evaluaré los ritmos
del color y la risa.
Porque soy habitante
de toda la primavera
no temerán mis manos
edificar su parcela de luz
frente a la muerte.
Osvaldo Pol
(Córdoba)
Tracción a sangre.
cargo en mi cuerpo una mujer inválida que baila cuando duerme
trenza el cabello blanco de la muerte para ganarse su favor
como una novia ciega que deba conformarse
con la corta memoria de sus dedos
despierta cuando miente
lleva un cascote atado a la correa de la lengua
va removiendo un surco tras de mí
una continuación que me persigue como una cola de chatarra
se enciende cuando callo
cargo su enfermedad en la penumbra de mis huesos
su equipaje de anemia
su andamiaje de circo
la quiero al otro lado pero el puente se ha roto
la primera mitad no le interesa
la segunda es negada
vuelvo sobre sus pasos cada noche
para ocultar la huella cada día
como el guardián de un ancla que se oxida
un perro encadenado a un desierto de vidrio
lamiéndose la sombra
Laura Yasán
(Buenos Aires)
La bala perdida.
Vibra en la contingencia,
y es casual, improbable,
aleatoria, fortuita.
Nadie sabe su origen,
la fuente o arrebato que la impulsa;
acaecer absoluto,
triunfo y esplendor de lo instantáneo,
una bala perdida atraviesa los jardines,
destroza las ventanas, desbarata la siesta,
los gestos, las conversaciones.
Aunque es favorita del azar,
y ambiguo su destino,
ha elegido su meta,
y sin ira, sin odio, sin amor, sin tristeza,
llega certeramente al corazón.
Máximo Simpson
(Buenos Aires)
PÁGINA 14
Dos dientes plateados
por Irma Verolín (Buenos Aires)
Yo no sabía que a mi abuelo sólo le quedaban dos dientes que eran el sostén de sus otros dientes artificiales, pagados por él mismo en una dependencia del Servicio Social. Mi abuelo jamás había hablado de sus dos últimos dientes con orgullo o sin orgullo. Sencillamente se había acostumbrado a llevarlos pegados a la encía y cubiertos de metal plateado. Empezó a hablar de ellos por primera vez cuando sintió que se le movían y lo fastidiaban. Sí, los dos dientes se le movían mucho dentro de su boca roja y húmeda, especialmente cuando masticaba. Y en el vaivén se le movía toda la dentadura que había sido enganchada a los dos dientes de metal cuando los dos dientes no eran aún lo que terminaron siendo: dos temblequeos que a veces brillaban. Vaya a saber cómo un buen día mi abuelo dedujo que lo mejor que podía hacer era quitárselos. Sucedió durante la hora de comer. Así se lo dijo a mi abuela, secamente, sin rodeos, y con tono de decisión final. Después enarcó las cejas y corrió con suavidad el plato hacia el centro de la mesa. A mi abuela ese gesto tan típico de mi abuelo, le provocaba tirria, porque quería significar lisa y llanamente: no más comida por hoy. Para mi abuela que alguien no dejara el plato limpio era poco menos que un desprecio al sentido primordial de su vida. Lo cierto es que mi abuela se quedó mirando el plato a medio vaciar sin decir esta boca es mía. Y no se habló más del asunto.
Los dos dientes plateados continuaron moviéndose dentro de la boca de mi abuelo arrastrando en su vaivén a los artificiales, que se defendían bastante bien porque estaban unidos entre sí. Y, por si esto fuera poco, además estaban sujetos por un paladar rosado, muy rosado, de ese color con que se pintan las flores que ilustran los almanaques y que contrastaba con el color natural de la boca de mi abuelo, hecha de carne rojiza, de esa carne bien rojiza y resbalosa que todo el mundo tiene en el interior de su boca.
La mañana en que fuimos al consultorio del dentista llovía. Mi abuelo entró en el taxi como si entrara en una cueva. Yo lo ayudé a doblar la cabeza y los tobillos para que su cuerpo se plegara. Enseguida vi su torso acurrucado, blandito, en el asiento. De inmediato el taxi arrancó. La lluvia platinaba el asfalto y los techos niquelados de los automóviles. El taxista escuchaba la radio, parecía atento, interesado en lo que decían esas voces bien templadas. Le imaginé los ojos soñadores. En la radio alguien hablaba del mundo, de ese dichoso mundo desquiciado del que mi abuelo se iba retirando lenta y astutamente gracias a la estratagema de envejecer. El taxista movía la cabeza para asentir o disentir mientras la lluvia continuaba cayendo y mi abuelo se dejaba llevar con sus dos dientes puestos.
Antes de que mi abuelo se sentara en el sillón, el dentista lo miró de arriba abajo. Enseguida dijo:
- Anestesia a un hombre tan anciano yo no le pongo- y se cruzó de brazos.
Cuando mi abuelo abrió la boca descubrimos que, además de los dos dientes plateados, tenía una llaguita. Era una llaguita insignificante con los bordes de hilo blanco. Mi abuelo cerró la boca y el dentista dijo:
- No.
Al darse cuenta de que tendría que volver a su casa con los dos dientes puestos, mi abuelo se puso a hacer pucheros.
Volvimos en otro taxi escuchando otra emisora de radio. Y de nuevo la lluvia. El taxista, que giraba continuamente la cabeza hacia atrás para darle a nuestra conversación un toque más íntimo, tenía una expresión dura en los ojos. No dejó de darnos consejos sobre la higiene y la anestesia bucal ni de jactarse de no haber pisado jamás el consultorio de un dentista. Si le dolía una muela él se arreglaba solo. Eso dijo. Y lo recalcó tres veces. Los dientes se le caían de pronto, así, inesperadamente, y después tenía que vivir con las raíces dentro de la encía y soportar el dolor. Pero ir a lamerle el culo a un dentista, nunca, a Dios gracias, por lo demás estaba bien conforme con su vida, terminó diciendo el taxista sin dejar de mirarnos intermitentemente con sus ojos inexpresivos.
A mi abuela la descorazonó muchísimo ver todavía los dos dientes tambaleantes dentro de la boca de mi abuelo. Hablamos de la llaguita. Hablamos por hablar, para decir algo, pero el tema se agotó enseguida. Fuera de su ubicación cercana a los dos dientes y de su borde blanco poco quedaba por decir. Entonces mi abuela se puso a preparar sopa y papilla. La vi manotear con una arandela de plástico y con el delantal marrón que, a esas alturas de la vida, estaba plagado de manchas indelebles y tenía roturas que nadie sería capaz de explicarse. Después mi abuela y yo hablamos de los buches con “Filocin” mientras mi abuelo se iba aflojando y aflojando en la silla porque se caía de sueño.
- Abuela –dije- hay que llevarlo a la cama.
- Sí –contestó ella- Fijate, parece un flancito.
Yo me figuré que, poco a poco, desde la silla, mi abuelo iba a ir resbalándose por el mundo hasta desaparecer.
De repente mi abuela dijo:
- Si en vez de aflojársele el cuerpo a este hombre, se le aflojaran de una vez los dos dientes, esa sí que sería una gran suerte.
Yo moví la cabeza hacia delante y me acordé del taxista y de sus ojos soñadores. Y de la lluvia. También me acordé de que la lluvia hacía brillar el mundo, como seguramente estaban brillando ahora en la oscuridad de la boca cerrada de mi abuelo sus dos dientes y el hilo blanco de los bordes de la llaguita que acabábamos de descubrir. Enseguida, en un ramalazo de la memoria, volví a aquella tarde remota en la que con las piernitas sueltas en la silla de comer, me balanceé con entusiasmo. Mi abuelo, con cincuenta años, sonreía desde un rincón. Una de mis manos apretaba el sonajero, la otra estaba suelta en el aire. Me balanceé con mayor fuerza hacia delante, hacia atrás, hacia delante, buscando que la sonrisa cómplice de mi abuelo se ampliara más y más. Una, dos veces, y otra y otra y entonces en el mismo instante en el que vi levantarse a mi abuelo con los brazos extendidos y la cara roja de susto para socorrerme, caí de boca. Después vi un charco de sangre con mis dos dientecitos nadando en aquel mar rojo, y me puse a llorar a los gritos sin sospechar que más allá me esperaban los dentistas, los taxis, la vejez, la lluvia, el mundo.
PÁGINA 15
Todo perdido menos el honor
por Carlos Roberto Morán (Santa Fe)
Dijo "loro" en vez de "coro" pero no lo advirtió y siguió leyendo la invitación para el acto del viernes, aunque "loro" en vez de "coro" modificaba totalmente el sentido de la frase y además de carecer de sentido se había vuelto un texto cómico. Tanto que el operador se rió a carcajadas y llegó a golpear el vidrio que lo separaba de la locutora. Diana quedó sorprendida y descolocada, pero como el operador podía reírse hasta de las moscas que volaban no le prestó atención y siguió con la lectura de la tediosa tanda de avisos en la tediosa noche de la tediosa ciudad.
Después, al final, bostezó. Estaba cansada y con la incomodidad de la menopausia, del peor turno que el desagradecido, porque de qué otra forma definirlo, de Mariano le había asignado y del miedo que le daba la noche. "Imaginate, yo sola y con todas las cosas que están pasando". Pese a lo que podría creerse de sus palabras no exageraba, había mucha violencia y mucha iniquidad en la noche de la ciudad y además era cierto que vivía sola y que no sabía manejar y aunque lo supiera no tendría seguridades de llegar sana y salva a su casa, distante bastantes cuadras de la radio, a esa hora, en la noche boca de lobo, en la noche en el que el mundo entero se pone a aullar.
Por la noche, precisamente, se ve obligada a tomar un taxi. Contesta con monosílabos al taxista porque piensa en Mariano. Tenía ¿dieciocho años? cuando lo conoció, flaco y tímido y vacilante, se tragaba la mitad de las palabras, no acertaba ni para abrir una puerta. Curioso, eso sí, y obcecado, también. Pero Mariano creció. No quiere pensar en eso, en la extendida soledad de la casa ahora sí que no quiere pensar en nada, toma whisky, mira por la ventana la desolación y el peligro del parque, no quiere que la llame Nelly de nuevo, tampoco Orlando, porque sólo contarán amarguras y achaques de la edad. Y del único que quisiera recibir un llamado, mil llamados, "¿estás cómoda?", nada recibe porque ya nada de Héctor puede recibir.
¿Por qué se habrá reído esta vez el operador? El muchacho, tatuajes en los brazos, miraditas despreciativas, no le dijo nada, pero la saludó con evidente sorna cuando a través del vidrio ella se despidió con un ligero movimiento de la mano. Quizás se volvió a equivocar, se sirve el segundo vaso de whisky, era probable, la ley de probabilidades existía y operaba en su contra, como un tribunal dispuesto a condenar de antemano. El parque se cierne sobre ella y lo mejor es correr las cortinas e irse a dormir. Sí, tomar el Valium e irse a dormir de inmediato sin pensar en Mariano, en el furcio que pudo haber cometido o sin pensar en Héctor, que no la puede llamar más. Jamás.
No quiere pensar en el furcio, en Mariano, en el festival, pero piensa. En el parque enorme y grande como boca de lobo, pero también piensa en él, en las sombras furtivas que cree ver o que sólo existen en su imaginación, tercer o cuarto vaso de whisky, un chorrito de agua y algo de hielo y nada más y no pensar. En Héctor, no pensar ni un segundo.
Fue al decir "¡con nosotros!", brillo de su voz y brillo de las estrellas en el cielo generoso del verano, el espejo brillante de la laguna, los miles y miles y miles derramados por la costanera y en los puentes, sobre los canteros, todos para escuchar a esos muchachos de pelos largos y ondulados y voces aterciopeladas que destruían la música nativa a base de bolero y miel y que arrasaban en las bateas de las disquerías, que su voz, por primera vez en toda su puta y larga carrera, se quebró, se volvió un grito de histérica, se quebró con tanta fuerza que fue como romper la más espléndida copa de cristal de Bohemia delante del rey.
Porque el rey, que era el vasto público extendido en el paseo, lanzó el rugido de su rebelión, más bien de su indignación, imitó el "¡nosotros!" dicho con voz de bruja, de caricatura, se rió de manera vulgar, remedó su forma de pronunciar y de inmediato se burló de su vestido verde y de su (excesivo) compuesto peinado. La puso tan en ridículo que no pudo evitar los errores al decir los nombres de las canciones y entonces Tito, el joven animador de brutal saco violeta, la sacó del escenario con un gesto galante pero más que eso pendenciero y quedó dueño del lugar, seguro de sí, controlando al monstruo.
Cuando bajó a la calle, al sector donde estaban los técnicos que la ignoraron, tropezó con la mirada helada de Mariano. El Mariano en el que quiso, fue un instante, buscar sus brazos comprensivos y protectores aunque se contuvo en el límite porque pudo ver a tiempo su rabia e indignación y escuchar, como jamás pensó que iba a hacerlo, el "andate", dicho entre dientes, como navajas que salieran de su boca.
Mejor no pensar. Si Héctor estuviera acá, pero Héctor es otra sombra furtiva que se desplaza por la casa, "te vamos a mantener en el plantel", le faltaba poco para jubilarse, con una pensioncita de mierda, pero pensión al fin, así que aceptó lo que decidió Mariano, la recibió en su nuevo despacho de director artístico. Aceptó la humillación porque no había otra puerta que abrir.
Mariano cumplió con la promesa de no echarla, pero se terminaron para Diana todas las farras, la congeló en el horario nocturno donde recibía llamadas de viejas y viejos oyentes que le decían que con ella se había cometido una verdadera injusticia. Cuando se lo dijeron por cuarta vez, empezó a patinar, a producir leves modificaciones en los textos que debía leer que los volvía tan absurdos como cómicos. Eran deslices de la lengua que ella no advertía y, claro está, no podía contener pero que producían risas estentóreas en la consola y furias incontrolables en Mariano. A quien cuando le quiso recordar cuánto lo había ayudado no sólo que no lo dulcificó sino que sólo logró enfurecerlo más.
- No te debo la vida, bastante te pago con no dejarte en la calle. "Dejarme en la calle", eso sí que no lo podía soportar. Tampoco la casa, que se estaba desmoronando, hoy una canilla que no cierra, mañana el techo que gotea, allí la mancha de humedad, aquí el tapizado del sillón que no puede cambiar. No lo puede soportar, sexto o mil vasos de whisky, siente ruidos diversos, el parque los produce cuando el viento mueve los árboles, cuando las sombras furtivas se deslizan de un lugar a otro. Aúlla la noche.
Y nada más. Esta noche se volvió a equivocar, no sabe en qué, no sabe que dijo "loro" en vez de "coro" y que cambió el sentido y que había hecho un chiste, una broma que terminaba siendo ligeramente procaz. Lo que sí sabía, más allá del alcohol, que le alteraba los sentidos y las proporciones y en parte el entendimiento, es que -puntual- la equivocación llegaría a oídos de Mariano y que vaya a saberse si ese cuarto error registrado en otros tantos días no terminaría en un apercibimiento. O en el despido. Es simple, tan simple como recortarse las uñas, una tijerita filosa en forma de telegrama y a buscar a la gente joven que brilla y no se equivoca.
Héctor hace ruidos en la habitación de arriba. Héctor nunca tiene en cuenta... Pero los mil whiskys no la habían terminado de embotar: el miedo la paraliza, ella está sola, ah, tan sola, tan cruel y definitiva y terminantemente sola que no hay Héctor en el mundo que pueda hacer ruidos, como alguien los hace, en la habitación del primer piso. El parque aúlla.
Se encuentra en la planta baja, a un metro del teléfono. A un metro de la policía, de Orlando o Nelly, de Mariano. A un segundo de pedir compañía, auxilio, comprensión. El ruido del piso de arriba se acentúa. Está a un segundo, la mano se estira hacia el teléfono que parece apurarla, todos vendrán en su ayuda, a sacarla del apuro, tendrá al fin brazos comprensivos que le darán calor. Está a un segundo, dijo "loro" en vez de "coro", gritó con voz de lechuza "¡con nosotros!" y el Tito de brutal saco violeta la sacó del escenario.
Su mano se detiene y en cambio vuelve a servirle un whisky generoso. Se sienta en su sillón favorito, bebe con lentitud, aprobando el buen gusto de la cara bebida, todo perdido menos el honor, como decía la vieja publicidad. Un nuevo ruido. Queda esperando.
PÁGINA 16
Arturo Marasso
por Carlos Penelas (Buenos Aires)
…los poetas hablan en otra lengua
Arturo Marasso
El libro es símbolo del universo. Desde la soledad - dolor y estigma del hombre - descubrimos la contemplación, el conflicto del ser, el drama de la decadencia social, la oculta trama del ojo interior de la palabra. Una obra de arte indica temporalidad pero al mismo tiempo inaugura otra temporalidad. La enseñanza es ad hominen, debe ser dirigida a cada uno de los alumnos. El hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando piensa, escribió Holderlin. Hablar sobre Arturo Marasso, es en el fondo, acercarnos a una estética de la sensibilidad, a un adiestramiento de los sentidos.
Nació en Chilecito, provincia de La Rioja, el 18 de agosto de 1890. Desde muy joven se vinculó con las actividades docentes de la Facultad de Humanidades de La Plata. Mostró siempre inclinación por una crítica erudita, atenida más a la compulsa de las fuentes y de las influencias que a la valoración de las obras literarias. Hesíodo en la literatura castellana, 1926; Píndaro en la literatura castellana, 1930; Rubén Darío y su creación poética, 1934; Cervantes, la invención del Quijote, 1954; son los principales aportes de Marasso a la crítica. Varios libros de poemas ha escrito Marasso desde el inicial Bajo los astros, publicado en 1911; Tamboriles, 1930 y Melampo, 1931, pertenecientes a la etapa de madurez, revelan por sus solos enunciados la versatilidad de su universo poético. Tamboriles, remeda los aires populares riojanos; Melampo es un extenso diálogo sobrenatural de reminiscencias helénicas. Una Antología poética, editada en 1951, recoge composiciones de los siguientes libros: Bajo los astros; La canción olvidada; Presentimientos; Paisajes y elegías; Retorno; Poemas; La rama intacta. Luego publicará Poemas de integración, 1961.
Debemos recordar su amistad con los compañeros de su generación, César Carrizo, Artemio Moreno y otros riojanos. Un comprovinciano, Salvador Moreno Muñiz, le arrebatará los versos y los entrega a una imprenta en Buenos Aires: aparecen en un librito titulado Bajo los astros, 1911. En 1912 Jorge Luna Valdés, también comprovinciano, le dice que Joaquín V. González lo invita a visitarlo.
A los importantes trabajos mencionados debemos agregar la Antología de la poesía lírica española (1953) y Estudios de literatura castellana (1955). Fue profesor de la Universidad de La Plata entre 1915 y 1945. Fue, además, uno de los miembros fundadores de la Academia Argentina de Letras y su primer secretario, miembro correspondiente de varias academias, entre ellas de la Real Academia Española. Muere en Buenos Aires en 1970. Dejamos sin citar otras actividades y antecedentes biográficos y bibliografícos.
En más de una ocasión intenté conjeturar sobre el significado que para mí tuvo el conocimiento de este gran maestro, su percepción poética en mis trabajos, la intuición de lo desconocido. Confieso que me siento agradecido y orgulloso. Lucas Moreno, Luis Franco y Héctor Ciocchini - en ese orden - me hablaron de su sabiduría, de su bondad, de su mirada poética. Y también ellos me guiaron en la dimensión humana de la anécdota. Con el tiempo fui rescatando signos y recuerdos, la misteriosa fuerza que atesora su palabra, la sostenida emoción, la intimidad de la emoción.
Fue Ciocchini quien me inició en Marasso. Él me hizo recorrer y descubrir la significación de sus clases y de sus investigaciones, amar con respeto religioso cada texto, los secretos del lenguaje, la inefable admiración por los clásicos. Marasso es el maestro que nos guía con sentido demiúrgico, desde Ucello hasta la revelación inesperada de un mundo vegetal con todas sus metamorfosis. En La mirada en el Tiempo o en El libro de Berta aborda, con una prosa de extraño abandono, lo simbólico y ancestral.
Como verdadero humanista fue un hombre preocupado por el problema estético y moral, por la energía del universo, por una erudición difícil de comparar. El poeta parte de la Naturaleza, de su lugar natal. En su biblioteca, recordaba el poeta Ciocchini, encontrábamos textos de diversa índole, desde los pitagóricos hasta de ciencia mineral. La analogía de la conducta animal con el hombre es una constante preocupación De allí va descubriendo en la literatura las huellas, la mediación hacia el mundo inteligible. Lo hace desde su concepción panteísta, es un conductor de abismos y de luz, de la apariencia de lo múltiple a la unidad, de la apariencia y la realidad ordenadora. Su incursión en el mundo griego asombra por su diálogo con el silencio, por la contemplación, por su sensibilidad helénica. Junto a él comprendemos el destino de los dioses pero también el de los hombres, la revelación de la naturaleza humana. Su palabra ilumina las obras grecolatinas pero también nos presenta con lucidez y conmoción universal a Cervantes, Góngora, Darío, Mallarmé. La profunda familiaridad con los grandes textos apuntan a la percepción crítica, a la aristocracia de cada palabra, al ángulo donde debe contemplarse cada obra. La fineza de su ser irradia musicalidad, explora imágenes, la elegancia, la hondura conceptual. “En el abandono escucho”, repite una y otra vez. Sabe que los poetas nos hacen recobrar la memoria: “tenemos la seguridad de que ya lo conocíamos”, dice Marasso de Amarilis. Este reconocer es adquirir el sentido de lo creado. Lo sustantivamente helénico lo descubre en el espectáculo de la vida, en la identidad de cada cosa, en las interpretaciones de un trabajo espiritual profundo. Su poesía trasluce esta hondura vital, la inteligencia de los mitos, la complejidad y lo sagrado.
Arturo Marasso transmitía una fe inquebrantable en la tradición, es decir, cada hombre puede compartir un manantial inagotable del saber y de la vida; y lo enseñaba desde el tempo de la creación poética. Todo lo que decía, distraídamente o por azar, generaba admiración y asombro. Solía hablar del “árbol cósmico”. Así nos dice: “Cada ser que siente ve la historia relacionada con la formación de la esfera de la manzana”.
PÁGINA 17
El apepú
por Amanda Pedrozo (Paraguay)
No es que Toma'i fuera mudo ni escaso de entendimiento. Pero andaba por el mundo como pandorga sin liña. Terminaron por dejarlo en el único lugar capaz de calmar su llanto y esos gemidos como de deudo de muerto. Entonces instalaron al niño frente a la máta de apepú, y desde ese momento todos pudieron desentenderse de su presencia sin gran esfuerzo. Tardes hubo en que el mita'i se negaba a entrar a la casa. Lo sabían por el silencioso estironeo que los ponía fuera de sí, lo sabían al ver que el enojo le rompía en dos el moco de la cara.
Poco tiempo pasó para que dejaran de esforzarse por quererlo, lo que hicieron sin sentimiento de culpa porque en eso se apoyaban unos a otros y después de todo el niño parecía no querer a nadie. Su delirio acabó con toda la paciencia que había en la casa de una sola vez. Se cansaron verdaderamente y mediante eso Toma'i pudo tenderse en paz los días enteros junto a la planta, sobando con sus deditos el nacimiento de las raíces, sin que nadie perdiese los estribos por eso. La desidia familiar había llegado hacía rato al colmo, pero él parecía agradecido cada vez que olvidaban meterla a la casa cuando llegaba la noche. La abuela Tomasa era la única que se pasaba los días persiguiendo con los ojos la obsesión de la criatura. La abuela Tomasa vivía llena de humillaciones y miedos. Se sentaba en su corredorcito en una hamaca. Se hurgaba la nariz, armaba su rodete con ayuda de un aropi de oro que cuidaba más que su vida o frotaba por sus piernas ensumidas un pedazo de grasa de gallina que nadie más que ella podía tocar. La abuela Tomasa cayó en desgracia desde cierto rapto de taradez que tuviera como fruto de los cuatro vasitos de licor de huevo que se tomó sin respirar en memoria de tío Ceferino, quien murió pidiendo que le acercaran un traste de mujer para no irse al otro mundo con las ganas. Fue cuando eso que la familia aprovechó para confinarla a una piecita en el fondo del patio, y jamás volvió a tomarla en serio aunque ella no volvió a reírse en toda su vida.
A medida que los otros se las arreglaron para no acordarse más de la molestia, Inocencia Socorrida enloquecía de pavor cada vez que veía a su hijo prendido a la planta de apepú. Le corría por la mente la idea de cortar el árbol pero las cuatro veces su intención chocó con las manitas llenas de tierra de la criatura. Inocencia Socorrida terminó haciendo la señal de la cruz cada vez que veía desde la cocina a Toma'i prendido al árbol de sus pesadillas.
La abuela Tomasa miraba cuanto iba aconteciendo y cada vez el rodete le salía más apretado y tenía que pasarse más veces el pedazo de grasa de gallina por las piernas ensumidas si quería contentarse. El apepú ese año reventó de flores y era tan intenso el olor en esa parte del patio, que únicamente Toma'i era capaz de aguantarlo. Juntaba minuciosamente los pétalos blancos que caían en círculo y reconstruía flores sobre las raíces del árbol. Mientras duró el tiempo de las frutas Toma'i se alimentó exclusivamente de la pulpa y hasta las hojas, lo que alivianó a todos del trabajo de llevarle de vez en cuando algo que comer y tomar. A medida que las manos se le quedaban amarillas y agrias el niño fue centrando su silencio y cuando la abuela notó su desesperación se instaló del todo en la hamaca esperando lo que había de pasar sin falta.
La lluvia del Viernes Santo comenzó con un rayo que echó abajo la planta de apepú, momento exacto en que abuela y nieto llevaron corriendo su ansiedad hasta el árbol arrancado de cuajo. Toma'i empezó a cavar con apuro en medio de un llanto que le corría a chorros por el alma y que sólo la abuela podía ver porque era como si tuviera memoria de esas cosas desde antes, hasta que sus manos amarillas y agrias sacaron del todo la cajita de madera podrida que tenía dentro un poquito de tierra y unos cuantos huesos como de paloma muerta.
La abuela Tomasa se acostó esa noche tranquila por primera vez, después de acunar entre sus brazos a Toma'i para irle contando con esmero aquella vieja historia familiar que terminaba con un angelito enterrado en una cajita de madera, hasta esa lluvia del Viernes Santo que comenzó con un rayo.
PÁGINA 18
El pozo.
por Ángel Balzarino (Rafaela)
A pesar del cansancio, siguió hundiendo la pala con el mismo ritmo. Lento. Mecánicamente. Como lo había hecho por primera vez, dos días atrás, cuando se produjo la denigrante y jamás pensada rendición de las filas patriotas y entonces los otros, los enemigos que habían soñado y jurado destruir con mayor rapidez y facilidad que aplastar una mosca, se revelaron imponentes y soberbios, dispuestos a emplear un despótico rigor sobre los prisioneros como él. Sí. El peor trabajo. El que nunca imaginé ni hubiera elegido. Sin alternativa para sublevarse. Como tampoco pudo hacerlo aquella tarde cuando llegó a la casa la nota escueta, rotunda, extremadamente fría, que lo urgía a presentarse en el Regimiento del Ejército. Aunque la perspectiva de participar en un conflicto bélico lo sacudió con violencia, procuró mantener la calma para desvanecer el temor que se había apoderado de sus padres y, sobre todo, de Julieta, incapaces de aceptar la idea de tan súbita separación. Será por unos días. Todo se arreglará muy pronto. No logró esgrimir otro argumento, tanto por la necesidad de aferrarse a esa esperanza, bastante débil y nebulosa, como por impulso de la fuerza y seguridad que pretendía trasmitir a través de cada palabra el teniente Bertoldi. La patria está en peligro. Debemos defenderla. Sin miedo ni vacilación. Hasta destruir completamente al enemigo. Probarle nuestra capacidad de lucha. No llegó a sentirse contagiado por semejante fervor, como tampoco la mayoría de los muchachos que ascendieron con él al avión para marchar al frente de batalla en la remota zona austral; más bien el miedo, cierta desorientación y hasta un aire de velada impotencia los embargó cuando padres, hermanos, novias, agitaron los brazos en señal de un saludo que no hacía presentir una separación breve ni pasajera. Parece la despedida final. Como si ya nunca volveremos a vernos. Después, sobrellevando con extrema dificultad el azote del frío, sin llegar a saciar el hambre con la comida escasa y desabrida, debieron superar cualquier gesto de flaqueza y, por imperio de frías disposiciones, armarse de vigor y resolución para cumplir el deber ineludible de echar de las islas a los aviesos invasores. No. No será tan fácil ni terminará tan rápido. La certidumbre creció con la voracidad de un cáncer en el curso de los días, atenuando el optimismo que los mandos superiores pretendían insuflar sobre una pronta victoria. La caída de incontables compañeros acentuó el progresivo pánico ante el poder destructivo de las fuerzas enemigas. Para no caer en el desánimo o tener tal vez bruscos ataques de locura, procuraba evocar sitios familiares, rostros queridos, en una febril tentativa por recuperar todo aquello que había integrado su mundo y ya consideraba remoto, casi perdido. Julieta. La soledad parecía tornarse más aguda cada vez que la recordaba, golpeado por el hecho desgarrador de no poder tenerla entre los brazos, acariciarla, besarla. Hundió la pala en la tierra. Una y otra vez. Ahora impetuoso. Frenético. No por el deseo de acabar cuanto antes el pozo, sino como una forma de apartar el asedio de recuerdos perturbadores o, más bien, para descargar la dosis de rabia, terror, desesperanza. Vanamente. Lo supo con desoladora claridad. Porque ya resultaba demasiado tarde para evadirse de esa especie de trampa. Sin alternativa de elección y obligado a cumplir una disciplina estricta, se había visto precipitado a intervenir, sin preparación y escaso armamento y arrebatado de miedo, en una pugna que de antemano parecía destinada al fracaso. Como si se tratara de una broma macabra y nosotros fuéramos simples muñecos de trapo convertidos en el blanco del ataque de ellos. Desesperado por ser parte de un rebaño que, obediente y sin capacidad para armar una sólida defensa, se afanaba por sobrevivir en desigual puja. Por eso no le sorprendió la rendición. Cayendo prisionero, se vio sometido a reglas que los otros, enseñoreados por el triunfo, se encargaron de hacer cumplir con recia determinación. Sin piedad. Soberbios. Y así le había tocado apuntalar edificios deteriorados por los bombardeos, limpiar los escombros que cubrían los caminos, excavar la tierra para sepultar a los muertos. El peor trabajo. El que jamás hubiera querido hacer. Sobre todo por tratarse de los amigos con quienes había compartido la lucha, el temor, la desolación. Al fin, exhausto, advirtió que el pozo tenía el tamaño de tantos otros. Como lo exigían sus captores. Entonces el grito le hizo volver la cabeza. Notó la firme actitud del soldado que lo vigilaba. Sí. Este es para mí. Lo comprendió súbitamente. Mientras el fusil vomitaba fuego.
PÁGINA 19
OTRA CAMPANA POR LERMO
(O de las importancias del maestro vivo)
por Miguel Ángel Federik
Iba decidido a enojarme con él, a preguntarle por qué o de dónde... Al fin de cuentas estaba cerca. Almorzaba con mi atril y LT 10 encendida y acababa de asistir -atónito- a una prolija y meticulosa devastación de ‘La Estatura de La Sed’, que editado por Castellví era mi primer libro de poemas. ¿Y qué? Traspasé las escalinatas de 9 de Julio y me dijeron que estaba grabado, que el Prof. Balbi grababa sus comentarios -supongamos- los jueves a las 20 y ese día era martes y encima mediodía. Volví a mis cebollas y a ‘La voz a ti debida’ de Salinas, edición ’67, Losada, epígrafe de Shelley: ‘Thou Wonder, and thou Beauty, and thou Terror.’-
Chico del ’70, burguesía provinciana, barba negra, el jueves a las 20 estuve ahí como un perfecto soldado de una causa generalmente indefendible: el primer libro de poemas...Pero esas horas habían bastado para hacerme ver lo pretencioso de tanto libro editado en vano, cuando se trata de nadar -o sólo aprender a nadar- en el luminoso torrente de la lengua...Y esa fue la lección que la critica radial de Lermo me había hecho comprender, no sin cierto azufre sublingual.
El magisterio Balbi me llegó antes de conocerlo y tomar algún café entre olores a pizza amanecida en un lugar llamado ‘Las Cuartetas’... justo en el auge del ‘versolibrismo’ (ignorado Lammartine y acostumbrados a la sorda poesía traducida, desde Whitman a Maiacovsky v.gr.)... y que junto a la inveterada ‘inspiración’... o a cuenta de ‘las libertades surrealistas’ cometía a diario todo tipo de crímenes contra-palabra, por todos los modos y los medios.
El aire era espeso, pero la atmósfera cultural estaba llena de relámpagos bienhechores. Todos creíamos contribuir a la buena lluvia de los dones. Pero llovieron balas. Y muchas... Y aún sigo viendo caer heridas o muertas a las conciencias mas lúcidas de aquellos años (perdón, Allen), más lejanos que el tango y más lejanos que el jazz de Oscar Aleman, las canciones de Lily Marlen o los tapices de Mele Bruniard, que el Benvenutti colgaba en ‘El Galpón’ de calle San Martin.
Lermo me salvó de la insolencia del ‘primer libro’, desmontando esos tics aún no desaparecidos en nuestra ‘galaxia-gutemberg-litoral’ y que son como hongos reincidentes... Lermo fue el maestro vivo que supo suplir -en este entrerriano huérfano de Veiravé que se fue al Chaco, de Zelarrayán que se fue a Buenos Aires o de Calveyra que se fue a París- esa docencia de poetas vivos a poetas nacientes -cualquiera sea su grado de gracia- porque no hay otro modo de transmitir la poesía que el diálogo de los poetas vivos (a los incrédulos remito a Heidegger) y que es esencial en toda formación literaria puesto que nos salva de seguir escribiendo siempre ‘un primer libro’.
Había santafesinos y rosarinos (perdón, son gentilicios naturales) que peregrinaban a Paraná, y más exactamente a allí: donde la calle Buenos Aires duda hasta encontrarse con el río interior de los jesuítas... Y yo era devoto de esa ‘capilla’, puesto que Juanele también había vivido en Villaguay -donde escribo ahora- y era el ‘númen’ de entonces, ¿no? Y Lermo no era devoto de esas costumbres. Más bien era devoto de Eliot, de Rilke, de Emily Dickinson o Carson Mac Culler, es decir de las sobrias soledades cazadoras y creadoras.
A mi me educó poéticamente Lermo Rafael Balbi. Lermo me enseñó la teoría de los ‘minor poets’. Lermo me enseñó a Pound. Me enseñó a leer a cada poeta real en su lengua. En su casa de calle Necochea leíamos en italiano (la trilogia básica + 1: Quasimodo-Ungaretti-Montale + Saba), o en francés ( Saint John-Perse, Pierre Jean Jouve, Henri Michaux...) o en griego (Katzasankis, Seferis, Elittis) y en inglés obviamente Eliot y a la ‘beat generation’ y un poquito más: Wallace Stevens, Robert Frost, Williams Carlos Williams. Pero no eran cátedras paralelas o capillitas sectarias. No. Nos juntábamos a cocinar los sábados algún menú sacado del libro de recetas de Asturias-Neruda: v.gr. el cerdo a la cerveza con brotes de bambú que agradaba a Li Po, regado con champagne brut comprado en Marzo y casi al precio de un ‘Franja amarilla’.
Y leíamos, sólo eso. Leíamos con esa intensidad que sólo dan los desamparos de provincia cuando se lee a los poetas de mundo... Ah, nos reíamos con aquella ocurrencia de Picasso: ‘- Nadie ha nacido en Europa...todos nacemos en un pueblo de provincia‘. Y como nosotros no habíamos nacido siquiera en Argentina, esa frase nos sonaba a declaración de vida... porque ’Nacido en Argentina’ es una marca de origen sólo para porteños. Además, Lermo ya había decidido nacer en Aráuz entre las hopalandas piamontesas dónde la épica era cosa de mujeres: los hombres trabajaban, (‘...el oro está en los brazos...) pero las mujeres sostenían la rotación agraria y celeste del mundo. Años después -sin mérito alguno- descubrí que yo había nacido en ‘Santa Ana’ -una estancia alemana perdida en la Selva de Montiel- quizás porque la patria es la infancia, como martillaba aquel Rainer Maria que solía visitarnos, sábado en tanto en la casa de calle Necochea. Pessoa decía: ‘la patria es la lengua’ pero en Santa Fe, la patria andaba de uniforme y entre sirenas. No es nostalgia. Doy testimonio de su magisterio oral, fraterno, vivo.
Tuve en Lermo Rafael Balbi lo que no pude tener -entrecasa- de Alfonso Sola González, de Guillermo Harispe, de Martinez Howard, de Emma de Cartossio, de Arnaldo, de Alfredo... mis luminarias en intramundos de provincia... Cosas terribles y profundamente divisorias llamadas: ‘peronismo’ o ‘libertadora’ o ‘tres a’ los dispersaron o los silenciaron en el país o en otros países. Comenzaban los ’70 y yo estaba allí: Lermo, Tobi, Richard, Susana, Juan, Lito, Fernando, Artemio y Julio y la otra Susana...Y la vida va siendo menos de lo que esperábamos.
Fortunato Nari me ha escrito días pasados y me cuenta que Lermo sigue publicando. Acabo de leer ‘Orfeo se reembarca’. Seguramente ese texto estaba en una ordenada colección de altas carpetas negras que habitaban su biblioteca en el anaquel tan de abajo, que casi tocaban la tierra. En aquellos sábados de ‘pasta, canto y especias’ el espíritu del Mediterráneo, la gran migración que de la India fue a Egipto, a Grecia, a Roma, a España, amainaba sus oleajes hasta el Aráuz celeste, y brotaba desde las ollas o desde los ecos migratorios de este o aquel poema.
Recuerdo de él esa sonrisa escrutadora, el rictus mandibular y adorable con que esperaba tu respuesta más iluminante que la pregunta misma... Esa es la diferencia entre un profesor y un maestro.
Más de una vez leímos en yunta a Mastronardi y a Pedroni, o a Eliot y a Stephan George o Stephan Spender cambiándonos de mano los libros... leyendo como leen los poetas: para asir mundos instrumentales y recursivos, explorando imaginarios subyacentes, recurriendo al canon inmediato y al anterior mientras crecían las rampas de lanzamiento de la palabra… es decir sabiendo que esa materia viva vive tan delicadamente, que no merece ni soporta la mortaja de las traducciones...Sabíamos que hasta el castellano mismo no tiene ‘una capital’ o un eje de rotación y que podía sonar como en ‘Doña Bárbara’, ‘Los Ríos Profundos’ , ‘Balun Kanan’, ‘Hijo de Hombre’. Tizón lo ha dejado en claro y últimamente Ivonne Bordelois da cuenta del desplazamiento de la poesía hacia lo más sordo de la lengua. Era el ‘boom’ de la novelística y eso ocultaba un mundo desde Auden a Liscano.
Si: leer como poetas, gozar mientras se aprehende el oficio de obediencia a la belleza prometida. La belleza no es un valor, sino un poder. La palabra es ‘...un virus proveniente de otro planeta.’ (Burroughs,dixit).
Lermo Rafael Balbi ha muerto. Es verdad. Pero también es verdad que se equivocan quienes vienen por omisión de discurso a olvidarlo... tan temprano... ¡Justo a él! que hizo de la memoria creativa un recurso de su poética. El recuerdo es individual y nunca se debe poetizar sobre recuerdos. La memoria es colectiva como el lenguaje. Y nunca está mal que la poesía se parezca a lo mejor de su lengua. Con él aprendí que no se escribe ‘con’, ni ‘dentro’ de una lengua, sino ‘frente’ a las demás lenguas del ‘mundo’... Y no eran meros juegos preposicionales... En esa elección se nos iría la vida y el hilito de luz que surge o no de esas ‘frotaciones’. Cada generación elige sus nubes o sus soles.
Leíamos en concierto de voces y por eso creo que ‘adscribir’ a Lermo a los poetas o narradores de ‘la inmigración’, es una dulce jibarización de sus poderes. La ‘inmigración’ en Balbi no es más ni menos que la ‘gitanería’ en Lorca. Un tema. Ni más ni menos: un tema. El poeta va por otro lado. Los ‘gitanos’ de Federico se hunden en la tradición solar y mistérica del Mediterráneo. En Lermo, la ‘inmigración’ era el pre-texto, no la crónica. No el marco de la ventana, sino la luz que ilumina ambos lados. Es ‘la continuación de la gracia’ porque ‘Rafaela no existió nunca’ o porque estamos hechos de leche y perla americana.... o porque todos los días elegimos la corbata que no usamos ayer.. .y detenemos el ómnibus con el brazo libre, sabiendo de antemano, que ninguno de estos actos, nos llevará a la belleza prometida... Y el glosario de “Orfeo se reembarca” nos habla de sus amigos griegos, algunos de los cuales ya despuntan en “La Tierra Viva’, libro internamente fechado en los ’70, que tampoco eran tales sino ‘...una resultante amigos.’ Ahí está Lermo, el poeta sujeto a las cintas súbitas y contemporáneas de su lengua, subiendo peldaño a peldaño las escaleras en sombra de una torre inexistente... Y todo sirve: desde el olor de la cebolla a las volantas de Génova, ‘...el tiempo transcurrido ha descendido muy por debajo de nuestras líneas de esperanza...’ pero está prohibido ‘...angustiarnos / sólo por esta vez, / nuevamente.’
Lermo tenía una foto de las trilladoras (o tigras) a vapor o a caballos ¡qué importa eso! y de esas mujeres con sus viandas... y yo le decía: - Son “Las Espigadoras” de Millet... en la secuencia después del cuadro... Y él hablaba de Aráuz...Y los amigos le retrucábamos con los versos de Lubisz Milosz: “- Yo no veré probablemente nunca / ni Arauz ni las tumbas de Lofoten...”- Años después algo así se llamaría ultraje del texto... Para nosotros era un juego de muñecas rusas, de imaginerías verbales, visuales, rítmicas, contra-textuales... Leíamos en concierto de voces y de ecos... La calle estaba llena de patrulleros... Pero en “Necochea”, Boulevard al norte.... tres, cuatro, cinco, leíamos... Y nadie sabía cómo llegaban hasta nosotros esos libros... Las “Seros” nos permitían leer aquellos libros-libros que después rendiríamos a la secreta y argentinísima quema de nuestras “interiores bibliotecas de Alejandría”... Debimos quemar lo que más amábamos... De esa soledad nutricia, de esa harina milenaria está hecha su “inmigración” y su cansancio celeste. Hace siglos que somos inmigrantes y que escribimos las mismas cartas. Graciela Maturo lo dice mejor en el prólogo a “Orfeo...” ¿su último libro?
Claro está que podríamos volver a preguntarnos: “-¿De dónde sacábamos esa fuerza para predecir,/ para ser más o menos únicos, para encontrarnos / en la sombra de la plaza ya envuelta en la lerda penumbra/ de noviembre, cuando teníamos mas tiempo que edad”. Y él mismo responde: “-...manejamos de una forma distinta los recuerdos que son tan insoportables.”
Dejamos de reunirnos cuando empezaba el ’76, es decir más o menos en Junio o Julio del ’74. La última vez que lo ví fue en Roma en 1999... Bajaba del Coliseo hacia la Columna de Trajano y en un lateral de ese corredor y a contra Foro, había una inmensa foto de Pier Paolo Pasolini con sus anteojos de cuadrado marco negro -tan parecidos a los de Lermo- que la mirada lateral me lo trajo entero... (Lermo funcionario era como Eliot, como persona más parecido a Pasolini).
Y andando un trecho más pude leer en italiano sobre la cartelería de obra pública, un poema de Yannis Ritsos que terminaba diciendo: “Bajo el inmenso sol del Mediterráneo / todo lo que contradiga la diversidad / es la muerte.’”
En aquellos ’70 ‘Juanele’ traducía del francés a Yannis Ritsos para ‘La Cachimba’... Pero fue Lermo quien me ayudó a recuperar el italiano de mi infancia que era su lengua de sangre corriente. Pero más importante aún es que gracias a él pude entender -treinta años después y tan lejos de casa- ese verso traducido de la demótica: “-...todo lo que contradiga la diversidad, es la muerte...”
Espero encontrarlo cuando visite su Aráuz celeste... El repetía: sin belleza y sin riesgo, no hay milagro... Y nadie subsiste mucho tiempo sin milagros cotidianos. Sé que su primera pregunta será: “- ¿Comprendiste ahora, que la única ‘función social’ de la poesía es hacer visible lo invisible?” Y tendrá esa sonrisa de ojos y ese rictus mandibular, que diferencian al profesor del maestro vivo.
No tengo una foto de los dos juntos. Éramos eternos, entonces. Lo aprehendí y lo devuelvo, como si lo hubiese aprehendido. La Tradición poética, el arte de escribir de todos cuantos fueron a nuestro alcance, no eran ‘uno’ sino todos a la vez... pero al servicio de una palabra situada... una palabra poética a la que siempre se le verán las enaguas de su tierra.... La inmigración fue su tema, no su materia... Su materia era la palabra justa y migratoria. ‘For us, there is only the trying.The reste is not our bussines...’) o ‘Home is where one stars from’ según Eliot, a quien tanto amaba. Y esa casa o esa patria no es ésta. Ni está aquí. Cantó otras cosas con anécdotas de aquí o de allá. ¿Acaso cuando Helena es una mesera de pechos turgentes en una isla caribeña y entre turistas de los mares de la vida, el Derek Walcott de Omeros no ha hecho lo mismo entre su África y su inglés? Luis Rosales, de cuya casa en Granada se llevaron a Federico, pudo decir: La muerte no interrumpe nada.
Y Lermo sigue publicando...me lo anunció mañana Fortunato Nari.
PÁGINA 20 – POETAS OLVIDADOS
María Cristina Gloria Montoya de Daneri.
por Manuel Bande (Santa Fe)
Nació en Paraná (Entre Ríos), el 20 de abril de 1936. Fue escritora y pintora. Profesora de Filosofía. Realizó estudios en la Escuela Superior de Bellas Artes de la Nación “Ernesto de la Cárcova”. De aquella época datan sus primeros poemas, nacidos de la añoranza y la lejanía, de la nostalgia por sus seres amados, de su río, de su ciudad sobre la barranca. Fue docente e integró importantes Comisiones Técnicas y Jurados. En 1960 obtiene, por concurso, una beca de la Provincia de Entre Ríos para estudiar arte en París.
Aprovecha para visitar los principales centros culturales franceses, españoles e italianos. En esa época gesta su primer libro de poemas “Adiós a las ciudades y otros poemas”: “…/ mis pasos anduvieron solos el adiós de las ciudades / me puse un sombrero de lluvias / quiero negar que me he ido / llené mi corazón con cascabeles nocturnos / encendí todas las luces / y canté todas las noches a las lunas que me aguardan./…/ yo me quedé –no sé donde- /…/ Hoy no sé donde estoy / me llaman todas las voces // me hice una corona con hojas doradas / prendí a mis ojos sonajeros que lloran // pero cantaré con el mar todos los adioses.”
A esta Antología pertenece “¿Por qué el silencio?”: “yo sé que se hunde atrás de la ciudad el rancherío de adobe / yo sé / yo sé que se hunden atrás de la ciudad millares de ilusiones! De “Poemario para el niño que nació junto al río”: “…haremos castillos de arena / madre / no / haremos casas de barro y techos de paja / casas de barro / el río llegará a cubrirlas en silencio / tal vez se enrede un pez y camalote / madre / pongamos una muralla de caracol y sueños / para detenerlo.”
Gloria Montoya fue Directora de Cultura de Entre Ríos entre 1977 y 1978. Esa época contiene su mayor actividad: dicta cursos, conferencias, integra mesas redondas, paneles, charlas radiales y visitas guiadas. Figura en nomencladores de plástica y literatura de obras selectas. Publicó tres libros de poemas: el ya mencionado “Adiós a las ciudades y otros poemas” (Colmegna 1967; “El cielo se tragó las estrellas” (Colección Entre Ríos Nº7 – Colmegna 1971) y “Tierra América” (Colmegna 1976)
Dice de ella Luis Saadi Grosso: “Conocedora de lo clásico y moderno en plástica y literatura, está dotada de una de las mentalidades más aptas y suficientes para percibir los vanguardismos e inscribir su estilo personal. Sus condiciones para expresarse en plástica y literatura poemática son parejas. Como representante provincial se ubica en primera fila en ambas especialidades.”
De “Tierra América”: “/…/ Adentro tengo el silencio apretado / con un suncho sangrante /…/ envuelta en el silencio / infame del que calla // la traición de poderosos y tiranos /…/ pero es la liberación americana / la que asume el rostro / casi infantil del estudiante / su voz florece fogatas en el cuerpo / retumba su grito / en la dimensión abierta de la patria / y crecerá la simiente de la libertad / a pesar del fusil y los cañones.”
La Fundación Banco Bica, al cumplir el décimo aniversario de su fundación, publica sus “Historias traspapeladas”, una serie de cuarenta cuentos cortos, a manera de ensayos donde, reiteradamente, se manifiesta su sensibilidad.
Gloria Montoya de Daneri falleció demasiado joven, a los 59 años, en su ciudad natal, el 15 de enero de 1966. Aún se escuchan sus pasos en las calles, en los claustros y en el recuerdo de sus amigos. Su obra perdurará por siempre en los Museos, en las Bibliotecas y en las Cátedras.
PÁGINA 21
Tiempo de lavar
por Pilar Romano (Corrientes)
No estaba pensando en él. En realidad no estaba pensando en nada, sin embargo su mente, o su alma —quién sabe dónde dormitan estas determinaciones— se llenó de golpe con la decisión de que lo perdonaría. Después de todo, la culpable era ella, por haberse enamorado de un hombre que llevaba en el bolsillo una máscara.
Miró hacia el pequeño jardín; el viento levantaba un polvo seco y agitaba los tallos de las plantas que hacía por lo menos una semana no regaba. Contra un cielo casi metálico revoloteaban, como todas los días a esa hora, unos pájaros parecidos a pedazos de papel chamuscado mecidos por el aire que seguramente también se movía allá arriba. «Cuando extienda la ropa se volverá a ensuciar», pensó, pero siguió cargando con polvo de jabón el lavarropas, como si sus acciones estuvieran desconectadas de la razón.
Sintió que debía hacer un esfuerzo y pensar. Quería estar segura de lo que haría antes de que volviera el fastidio de la noche para enredarla en la incertidumbre. A esa hora el destino siempre le mostraba incertidumbre. Debía estar segura antes de oír de nuevo las palabras de brujo con que él había alquilado su destino, segura antes de ceder a la tentación de encender la lámpara y bailar con falda de gitana sobre las promesas incumplidas.
Aunque no lograra pensar, estaba segura de que lo perdonaría.
«Siempre me inquietó el blanco», recordó; quizá por eso su gata Elka era negra. Sintió el roce tibio de la piel peluda de Elka rozándole las pantorrillas, mientras el polvo blanco del jabón seguía dispersándose sobre el agua. ¿Cuánto haría que sostenía el envase que terminaba de abrir? ¿No sería ya suficiente?
«Debería haber maridos descartables», siguió divagando, «como este envase, como maniquíes casi, pero medio humanos; serían mejores que estos otros con la fidelidad de un gato montés.»
Hizo un repaso de las aventuras de Javier, de aquellas que había logrado soportar y digerir. Lo había absuelto en todas, incluso en la última. Menos una: nunca, hasta ese momento, había podido perdonarle aquélla con la catequista de Elenita. Estaba la nena de por medio. Por la nena había conocido a esa falsa aprendiz de monjita. El episodio se le aparecía siempre como una obscenidad navegando en agua bendita.
Y de pronto, en esa siesta de otoño, la súbita e infundada sensación de que podía perdonarlo. «¿No será demasiado jabón?» Suspendió la carga al sentir un insobornable deseo de descansar, aunque fuera por un rato. Puso en marcha el lavarropas y se sentó en una de las sillas del patio. Quiso tomar a Elka para acariciarla sobre su regazo, pero ella se alejó. «Qué raro...», el olor a jabón en polvo siempre la hizo estornudar... Con los ojos semicerrados, vio cómo la espuma empezaba a desbordarse, a avanzar hacia ella, a ocuparlo todo, pero su mente nada podía articular, salvo la idea de que lo había perdonado. Luego iría al dormitorio para decírselo. Por ahora, se abandonaría a esa placentera experiencia de flotar sobre la espuma, sentada en su silla, recorriendo toda la casa, rodeada de un blanco que por primera vez le pareció bellísimo, interrumpido tan sólo por el luctuoso morado de una de las medias de Javier que se había escapado de la lavadora y flotaba junto a ella.
La silla, arrastrada por la espuma, entró con ella por la puerta de la cocina y le pareció que las tapas de las cacerolas hacían un sonido semejante al de una fanfarria. Luego pasó al comedor; aún no había retirado el mantel del almuerzo. Siguió hasta el cuarto de Elenita y no le pareció vacío esta vez. Ella no estaba pero no le pareció vacío. Desde allí flotó por un pasillo hacia el dormitorio donde descansaba Javier, casi no se lo veía a Javier, tapado por la espuma. Usando las manos como aletas de foca logró dejar el rostro y el torso al descubierto... esa leve cicatriz en el labio inferior que la había incitado a averiguar qué gusto tenía... y esas manos como para dejarlas hacer... no lo despertaría ahora, le hablaría más tarde de su perdón.
La corriente de espuma la acercó a la ventana, que se abrió casi reverente. Su cuerpo le parecía poco más que un juguete, apenas una pequeña pieza de ajedrez en medio de una tregua sin mentiras, apenas el marco de un viejo cuadro que alguien decide descolgar.
Sintió que todo lo que sabía dejaba de tener sentido y no reconoció los lugares por donde iba; le pareció que ella tenía infinidad de nombres y que había infinitos nombres para llamar a las otras personas y a las cosas, que había vuelto a ser pura y que ya nadie, detrás de la espuma, la reconocería.
PÁGINA 22
Reflexiones praxeológicas siglo XXI
por Fanny E.Trainer (Rosario)
El debate actual sobre el poder y su vinculación con el orden, es un tema preocupante en el escenario actual del mundo globalizado y por ende, también, le toca a nuestro país vivir y resignificar dicho tema. En nuestro caso, la mirada que nos permite un acercamiento al mismo es estudiar dicha relación desde y en el discurso o texto como comunicación estructurada en forma praxeológica. Nos centramos, por ello en la PALABRA ejercida como voz portadora de poder, entendiéndola como acción. Creemos que son posibles nuevos paradigmas que agregan algo de luz a nuestro castigado suelo.
Algo que me preocupa desde hace tiempo y desde una perspectiva “latinista”, es que hablo, hablamos y hablan sobre el poder de unos sobre otros, de otros y de unos... que Bordieu, que Foucault y Barthes; y otros y otras y otros... que Castells, que D’Elia, que Grondona y que Aliverti. Por ejemplo, Mauro ¿también?... Por ejemplo, Jorge ¿también?... O tal vez ¿Mirtha?... Ah no... ¿Susana y Marcelo, quizás?..., más algunos que mi memoria no alcanza.
¿Dónde queda el qué hacer más que el cómo hacer? Tanta “imagen-movimiento”, tanto glamour (¿se escribirá así?) televisivo, tanta fotocopia recortada y traducida y repetida de “memoria-opinión”, digo... ¿dónde queda inmersa la palabra?, ¿dónde quedamos los unos? Me pregunto y te pregunto ¿dónde están los míos?, ¿dónde, los tuyos?, ¿cuándo perdimos el lugar en el camino, aquél que creíamos ascendía sin retorno, el que emergía en “progreso indefinido”? Pero..., no te parece que es bueno presenciar que hay quienes siguen praxeológicamente (cómo hacer) andando mientras otros sólo “pretendemos” saber epistemológicamente (cómo saber) algo.
¿El poder, dije? ¡Ah, sí!; el poder... ¿tendría que agregarle el concepto de orden?; otro lío: congruencia sin fin, contradicción sin síntesis. No... no hablo de ordenar una clase, tampoco una fábrica, ni siquiera un placard. ¿Ordenar es “mandar”?, ¿mandar es dirigir hombres, genéricamente hablando? ¿acaso poder y orden se vinculan?
Bordieu dice que el poder es invisible y simbólico, que no puede ejercerse sino con la complicidad de los que no quieren saber que lo sufren o, incluso, que “lo ejercen”... y que este poder es algo así como un “sistema de estructuras” (arte, lengua y religión) que a la vez estructuran a otras estructuras, y a la vez a otras, etc. etc. y que dicho “sistema de estructuras” funciona y rige como un sistema primigenio (como hijo genio primero). Entonces... ¡qué complicado es descubrir y ejercer el poder! ¡Cómo develarlo! y en todo caso ¿por qué y para qué tanto trabajo epistemológico?
Y el orden..., ¿es posible un orden, una organización social –comunitaria- sin jerarquías (horizontal o transversal), sin subordinar a algunos desde otros que ejercen el poder económico y por ende político?
¿Son las estructuras estructurantes, según Bordieu, las que en el plano simbólico (¿superestructura marxista?) cohesionan las clases, o sectores, o estamentos o clanes o también comunidades –como más te guste- para que cada grupo cumpla su papel social?
¿Cuál es la diferencia y el rol entre ideología y mito? ¿Es todo comunicación que consolida el poder y la subordinación a través de la hegemonía de la palabra o de su desarticulación, anulación, subestimación, ignorándola hasta llevarla al silencio?
La identidad social-cultural ¿cohesiona?
Te cuento: esto me recuerda algo que alguna vez leí, hace mucho... mucho tiempo, con respecto a la derrota de los aztecas y los mayas frente a los españoles. Aquello que cuenta como Moctezuma queda mudo y en silencio porque debía “acomodar” los acontecimientos a la profecía. Es decir, ¿perdió la palabra? ¿Perdió su poder al perder la palabra? Quizás esta pérdida se debió a que su discurso fue epistemológico, sin comunicación con los hombres ni con la naturaleza. Al contrario del discurso de Cortés quien pudo contextualizarlo con el mundo material debido a lo cual no perdió el poder de su palabra. Esto no le sucedió a Moctezuma. Su discurso se basó en la comunicación con los dioses... ¿Te parece que es posible creer que la palabra posee poder? En tal caso, ¿de qué manera se manifiesta tal poder?
Según dicen los estudiosos del discurso, el poder y la palabra son memorias, son acciones, son olvidos dirigidos sin pasión, con dolor: la “palabra” construida con falacias son afasias de identidad. Son persuasión que se convierte en conducta o en parálisis según los intereses del emisor.
PÁGINA 23 – POETAS LATINOAMERICANOS
Vestigio.
Huelo la pista sutil que me has dejado.
Bebo de los vientos donde expandes tu fragancia.
Pronto te daré alcance.
Acumulo mi experiencia, en años de seguir tu rastro,
desde aquel momento en que preferiste eludir nuestro combate.
Busco, desde entonces,
la esencia de la tentación con que acentúas tu presencia.
Te perseguía, incluso, desde antes de emprender este viaje:
venías instalada con mi infancia.
En el acecho de atrapar tu posesión arrebatada,
pasaron días en que el aroma se desvanecía;
entonces pensé en desistir,
la razón me perturbó por un instante
y su bofetada pretendió apaciguarme.
Y otros,
en que el rastro frío pretendió serenarme el ímpetu,
pero la fiebre por encontrarte
mantuvo mi cuerpo en su temperatura normal.
Ha llegado el momento.
Mis ojos, cubiertos de brumas,
intuyen el camino en que hemos de cruzarnos.
No retrocedí nunca,
fue el atolondramiento de no saber que quería
el que me hizo dar media vuelta y seguir avanzando.
Mi colección de recuerdos se agita
para que te invoque de nuevo
y me incendie en ganas de encontrarte.
Indago en mis nostalgias
para situarme en ese paraíso del que nunca podrás expulsarme.
De entre las espinas saco la rosa
para acariciar, otra vez, la idea de mimarte.
Cae la tarde.
Te acorralo.
Para mí, la oscuridad es otro sol,
pero postergo el momento de tenerte.
En el deleite de los instantes previos no duermo,
descanso en la idea de tu captura.
Llega tu aroma
y con él la certeza de que mañana será el día de tenerte cautiva.
Te espío en los segundos de rebeldía que aún te quedan.
Tu malicia se acuesta con la noche.
La trampa está tendida.
Frente a la hoguera que preparas
el presagio te lleva un escalofrío.
Tiemblas.
Te miro con la inocencia del asombro
y con la sombra llega el delirio.
Baila sola… mientras puedas.
Ya te tengo, sólo es cuestión de tiempo.
Ya no podrás ocultar tu pasado,
toda la tierra te será de vidrio.
Amanece, llega el día.
Aymer Waldir
(Colombia)
La travesía de los espejos.
la travesía de los espejos
corre en el borde del abismo
en la sombra del sol
bucea en dirección a un puñal
es perforada
el perfume salvaje rezuma por las manos
(una de cada color)
ellas abren un poco más el corazón
la sombra entra
& doce pájaros salen del pecho
una melodía en el desierto
bebe el líquido rojo de las palabras
la voz se mueve poco a poco
en el pecho en la sombra en el puñal
los cuatro vientos alimentan la melodía
atraviesan los espejos
sus ojos
dos lenguas buscan su dorso
descienden por sus piernas
tocan el abismo
& vuelven
en las llamas del espejo
el cuerpo canta
aguas sin márgenes
el vientre rechina
se entierra en el tiempo
ondas de piel
jardín azteca con sus dientes afilados
el grito en la dulzura de las pesadillas
el ritmo de las ventanas
de todas las ventanas
sumergidas en el reloj
dos lenguas
mirando la una a la otra
la sangre de la noche
la danza de la noche & su suave barco
en los párpados la verdad de los dioses
& los doce pájaros en el vientre
el desierto camina
joplin se despereza
desaparece en el calendario
la tempestad llega
mis ojos danzan
“summertime, time,
time.”
Geraldo Neres
(Brasil)
Con cierta elegancia
Cierta elegancia
en la boca, cierto desacuerdo,
conviene –corresponde bien–
al modelo que predomina
y triunfa. En la ciudad abigarrada.
En los festines –sexuados–
de sus bares y casonas, conviene:
cierta elegancia en la boca,
cierto desacuerdo.
En las playitas privadas,
en los puentes de una sola dirección,
en las antiguas plazas –solitarias–
que frondosamente te reciben,
conviene mostrar: cierta elegancia
en la boca, cierto desacuerdo.
En la piel seductora de sus hijas, conviene.
No olvides ese dato.
Te recibe amena. Abre
para ti sus galerías. Se entrega
sin reservas –un cuerpo
arreglado para la especulación.
Pero exige. Se entrega y exige,
un resguardo seguro: cierta elegancia
en la boca, cierto desacuerdo.
Conviene: un poco
de travestismo. En la lógica
virtual de los internautas, conviene.
En las rápidas avenidas luminosas,
conviene: bajar velocidades. En
la extensa tradición comentada
por los libros –que vuelven a ser época–
conviene: cierta elegancia en la boca,
cierto desacuerdo.
No olvides ese dato.
Corresponde bien al modelo
que predomina y triunfa.
Edel Morales
(Cuba)
De palabras
La palabra, tu palabra
es un barco certero hacia el deseo.
Lanza tan primitiva,
caricia tan urgente,
lindando casi con el rojo
mordisco de lo obsceno.
Tu palabra me sobresalta,
me desata, me incita.
De repente, plenamente verbal,
me humedezco de esencias germinales,
y se activan mis manos, mi cuerpo,
mi palabra también
para domar el aire con la tuya.
Tu palabra, furtiva entre mi oído,
antiguo moscardón malicioso,
me cosquillea el instinto.
Si la escucho, subleva mis silencios
y, emparedada de penumbras nos acerca y nos une
en esa vieja danza
de los cuerpos deseantes y absolutos.
Tu voz y mi voz se están amando
entrecortadas, susurrantes,
plenas de excitaciones, de turgencias,
de alientos agresivos o ternísimos,
entre un silencio despeinado y gozoso.
Palabras que se tocan, se muerden, se estremecen
en esa enredadera de deseos
que es sólo aire empapado y aromoso.
Hacemos el amor también con la palabra.
Julieta Dobles
(Costa Rica)
PÁGINA 24 – NOTAS DE PARIS
Shakespeare and Company: una librería singular.
por Irma Bignon (Santa Fe)
Los visitantes, sin duda de paso en Paris, esbozan una sonrisa cuando recorren el lugar con la debida nostalgia. En este rincón de la “rive gauche”, en el 37 rue de la Bûcherie, frente al Sena y al costado izquierdo de la Catedral Notre-Dame, se encuentra la librería Shakespeare and Company. Conservada al abrigo del tiempo, es interesante pasar por sus laberínticos espacios; detenerse, sin reloj, en el relumbre de los lomos que se alinean en las estanterías sin fin; salvar la temblorosa escalera que conduce a las estancias de su dueño George Whitman, y observar sus paredes imantadas de libros en desorden y de cortinados rojos.
“Dejé que mi imaginación actuara libremente - dice su dueño - para que el asiduo lector pudiera encontrar, junto al Sena, una librería a través de los recovecos que forman las alcobas subiendo hacia mi residencia privada. Recién entonces sentiría la comodidad y el placer de leer los libros de mi librería, sentándose en el suelo, en los escalones o en una silla de mi dormitorio”.
Ya en el umbral inspira una peculiar satisfacción, una creciente admiración al ver tanto libro acumulado, desde el piso hasta el techo. Además, esta librería tiene su historia.
El 19 de noviembre de 1.919, una de las hijas del reverendo Sylvester Woodbridge Beach, Sylvia, oriunda de Baltimore, abría, en el número 8 de la rue dupuytren de Paris, una pequeña librería cuyo nombre Shakespeare and Company, se le había ocurrido casi sin pensarlo, apenas unas noches antes de irse a dormir. Dibujos de Blake, fotografías y manuscritos de Whalt Whitman y Poe, cartas y retratos de Oscar Wilde y de T. S. Elliot en las paredes, denunciaban lo que ella se proponía: dar a conocer en Europa las nuevas o desconocidas plumas de lengua inglesa, y a éstas, las vanguardias parisinas.
Sus amigos y clientes más fieles se solidarizaron inmediatamente. Gide y Maurois serían los primeros “bunnies” (abonados a la sección de préstamo) de Shakespeare and Co., a quienes se irían sumando Larbaud, Duhamel, Valéry, Pound; y a éstos las “legiones” que, finalizada la guerra del ´14, cruzaban el Atlántico en busca de sus dioses europeos.
El carácter de todo editor es minucioso y escéptico. Pero esta vez, Sylvia Beach se mostró concluyente. Fue entonces cuando se propuso editar “Ulises”. El histórico encuentro entre ella y James Joyce se produjo en el verano de 1.920. Siete años llevaba Joyce trabajando en el “Ulises” cuando, aconsejado por Ezra Pound se trasladó desde Trieste a Paris, dispuesto a terminar el manuscrito. “Él era de talla mediana - recordaría Sylvia -, delgado, la espalda ligeramente curva. De un azul profundo y el brillo del genio, sus ojos eran extremadamente bellos. Se expresaba sin énfasis y evitaba superlativos”.
Como siempre, la situación económica de escritor era más que precaria. Así que al día siguiente de conocer a su nueva amiga americana, Joyce dirigiría sus pasos a Shakespeare and Co., con la inmediata intención de lograr alumnos de lenguas que le permitieran sobrevivir. La publicación de sus obras pasaba por un momento crucial. Las puertas británicas se habían cerrado para el escritor irlandés considerado como escandaloso. En ningún país de habla inglesa podría pues ver la luz “Ulises”.
Desolado, James Joyce llevó sus quejas a la librería de la rue Dupuytren. La menuda y emprendedora editora pensó que algo se debía hacer y preguntó: “¿Concedería usted a Shakespeare and Co. el honor de editar `Ulises´?” Joyce dijo sí, iniciándose una de las odiseas editoriales más interesantes del siglo.
Sylvia Beach no contaba con un remanente económico que le permitiera afrontar su ambicioso proyecto con holgura, pero dio muestras de una pasión indomable por la obra de Joyce. Llegó a un acuerdo con el “maître imprimeur Darantière de Dijon” - por cuyas manos habían pasado entre otras, las obras de Huysmans - quien se sintió especialmente atraído por las dificultades que la edición del “Ulises” había encontrado en los países anglosajones. Se organizó, entonces, un fondo de suscripciones para financiar los primeros trabajos de impresión. André Gide fue el primero en acudir a firmar y pagar su suscripción, comenzando así el gran movimiento de solidaridad que llevaron acabo los amigos de Joyce, recorriendo los cafés de la “rive gauche”.
Hubo muchos que se rehusaron, como por ejemplo George Bernard Shaw, que escribió una misiva sin desperdicio: “Soy un gentleman irlandés de una cierta edad, y si usted imagina que algún irlandés consentirá pagar ciento cincuenta francos por semejante libro, es que usted conoce bastante mal a mis compatriotas… Es imposible forzar a leer todas esas obscenidades tan penosas para la boca como para el espíritu”.
Mientras tanto, los trabajos de impresión de “Ulises”, multiplicados por la insaciable corrección de pruebas a que su autor los sometía, continuaba.
Tiempo después, la obra de Joyce se terminó de imprimir, exactamente el día 2 de febrero de 1.922, fecha del cuarenta aniversario del escritor. Con las tapas de un azul griego y el nombre del autor en letras blancas, el texto íntegro de “Ulises” constaba de setecientas treinta y dos páginas. Se habían impreso mil ejemplares.
Shakespeare and Co., pasó a ser -tras la publicación de la obra magna de Joyce - el punto de referencia, la esperanza para quienes pretendían publicar toda clase de obras presuntamente eróticas. Pero Sylvia Beach había decidido ser editora de un único libro - “Ulises” - , de un único autor - Joyce - , rechazando la edición de otras obras.
La histórica librería no logró obviar la guerra del ´39. La ocupación alemana anunció a Sylvia la confiscación de todos sus bienes. Inmediatamente, la editora de “Ulises” desalojó la librería, toda huella de Shakespeare and Co., incluido el rótulo de la fachada. Corría el año 1.941.
En abril de 1.946, un muchacho llega a Paris. Se llama George Whitman. Cursa estudios en la Sorbonne. Cinco años más tarde reúne dinero suficiente y compra el local de una tienda árabe de comestibles, en el 37, rue de la Bûcherie, con la intención de convertirla en la “librería más bella del mundo”. Se llamará “Le Mistral”, y será el “lugar de encuentro de los escritores extranjeros en Paris”.
Un año después, día del aniversario de Shakespeare el dramaturgo, Sylvia Beach cede a Whitman el nombre de su librería y muchos de sus libros. “Le Mistral” se convierte entonces en Shakespeare and Co.
George Whitman es un curioso librero, que hace de su librería un mito. Es un fanático de la lectura. Para él, leer es el más grande de los placeres civilizados.
El 37, rue de la Bûcherie descansa, luego de un día agotador, de un constante entrar y salir de gente que revuelve estantes y hojea libros. Conversando con Whitman, él recuerda una escena de “La Náusea” en la que Sartre dice del dueño de un café, que cuando su tienda se vacía, se vacía también su espíritu. Y luego agrega: “Cuando cierro la librería me convierto en el ciudadano de otro país; reencuentro en los libros algunas de las miles de vidas que habría podido vivir”.
“Gaceta Literaria de Santa Fe agradece la adhesión de la Secretaría de Cultura y de la Honorable Cámara de Diputados de la Provincia de Santa Fe.”